Capítulo 3

El viejo se recordó que, hasta la fecha, había tenido suerte. Nadie le había visto cuando mataba, y tampoco había tenido que morir ningún inocente. Además, siempre había matado a sus víctimas al primer intento. Todo había resultado mucho más fácil de lo que nunca hubiera pensado. Tumbado en su cama, mirando al techo, viejas imágenes desfilaban ante él. La hora del desayuno, su madre trayendo una papilla, su padre que se levantaba, pues iba a trabajar. Vender casas, decía él. Después, el colegio, que era exclusivo para ellos. Estaba enamorado de la profesora, Esther, que enseñaba todas las asignaturas. Por la noche, papá aún trabajaba, y era mamá quien lo metía en la cama. Siempre le leía algo, siendo los cuentos los que más le gustaban. Cerró los ojos. Ese de cómo le quitaron la espada al ángel de la muerte, lo recordaba muy bien.

Un día Dios le había hablado al ángel de la muerte.

—Ve, y llévate el alma de Joshua al paraíso.

El rabino Joshua era un hombre justo, pero su hora había llegado. Dado que no había pecado jamás, el ángel de la muerte le concedió un deseo.

—Muéstrame mi lugar en el Paraíso —pidió Joshua—. Pero déjame tu espada para que la sostenga mientras lo haces, pues ésta me aterroriza.

El ángel de la muerte le prestó la espada y subió al rabino al muro que rodea el Paraíso para que Joshua pudiera contemplarlo. Cuando Joshua percibió cómo era el Paraíso y advirtió su magnificencia, no quiso retornar a la tierra, por lo que saltó desde el muro hacia el Paraíso, con la espada aún en la mano. El ángel de la muerte le rogó que le devolviera su espada, ya que sin ella no podría seguir realizando su trabajo. Pero Joshua no se la quiso dar. Y como Joshua era un hombre piadoso. Dios le permitió conservar la espada durante siete años. En todo ese tiempo no murió ni una sola persona. Pero, una vez transcurridos los siete años, Dios decidió atender las súplicas del ángel de la muerte y éste pudo retomar su trabajo. El primero en morir fue Joshua, aunque no experimentó dolor alguno. El ángel de la muerte le extrajo el alma del cuerpo tal como se aparta la nata de la leche. El rabino se fue alejando con delicadeza hasta su lugar en el Paraíso.

Ese era el cuento favorito del viejo cuando aún era niño. La muerte podía llegar a ser hermosa. Para él mismo supondría una liberación. Sentía la vida como una carga que aplastaba su alma bajo un peso de varias toneladas.

¿Seguiría teniendo suerte? Recordó a la mujer. Su grito, cuando él había aparecido de repente desde detrás de un arbusto. Llena de espanto, se quedó quieta y no atinó a defenderse. La golpeó en la cabeza con una porra, con más fuerza cada vez, intensificándose los golpes en su vértigo. Una vez agotado, paró, cuando la cabeza de ella ya no era más que un amasijo informe de sangre y materia cerebral.

* * *

Stachelmann apenas durmió aquella noche. Cuando logró conciliar el sueño, se le aparecían muertos, de modo que al despertar se sentía aturdido. Le dolía la espalda, que notaba rígida. El efecto de las pastillas no duraba mucho. Se levantó con esfuerzo de la cama, los ojos le ardían. Se preparó un par de tostadas con mermelada y se tomó un vaso de café instantáneo. Mientras tanto, le echó un vistazo al Lübecker Nachrichten. Sólo en la página de Otras noticias/Tiempo descubrió una breve reseña acerca de Valentina Holler. Hamburgo no distaba ni una hora en tren, pero ya decaía el interés por el crimen. Stachelmann se situó en albornoz ante la ventana y escrutó el patio exterior. Llovía, nubes cargadas cubrían el cielo. Recordó que por la tarde le aguardaba algo que había ansiado durante semanas; un encuentro con Anne. Su estómago se encogió, como siempre cuando se alteraba. A veces le sobrevenía incluso una gastroenteritis. Esperaba que no le sucediera en el tren, pues le repugnaban los aseos de los trenes.

Soportó el viaje en tren mejor de lo que él mismo hubiera esperado. Cuando, ya en su despacho, avistó la montaña de la vergüenza, su ánimo se hundió por breves instantes, pero después se impuso la alegría, pensando en la tarde. Finalmente, sin embargo, su júbilo desapareció de nuevo, superado esta vez por el temor a hacerlo todo mal con Anne. Se acercó el montón de revistas especializadas que debía de haber leído hacía tiempo. No le gustaban esa clase de revistas, ya que le parecían una mezcolanza aleatoria de vanidad. En esos debates cruditos se advertía más la intención de promocionarse que el esfuerzo por resolver algún problema. La ciencia de hoy en día se asemejaba a la jungla en tiempos de Adán: se trataba de erguirse lo máximo posible y golpearse fuertemente el pecho con los puños, de modo que toda la selva pudiera percibir quién era el animal dominante o, al menos, quién pretendía llegar a serlo. Las publicaciones especializadas no eran más que un cúmulo de esos golpes. Quien quisiera subir de nivel debía, sobre todo, hacer la pelota continuamente, escribir mucho, y también citar exhaustivamente a los grandes especialistas en la materia. Stachelmann soltó una risa seca. No había cambiado mucho el mundo desde que el hombre se alzara sobre dos patas por primera vez.

Descubrió un artículo sobre el campo de concentración de Mittelbau-Dora, el lugar en el que se habían fabricado los misiles V-2, que parecía distinto. Describía, con mucha objetividad, los padecimientos sufridos por los prisioneros, e indicaba la importancia que el centro cercano a Nordhausen había poseído para la industria armamentística. Pues no, no todos aspiraban sólo a convertirse en animales dominantes. Inicialmente, Dora había sido una extensión del campo de concentración de Buchenwald. Un rayo de luz penetró por la ventana, había dejado de llover. Stachelmann metió una nota en la revista, más tarde copiaría el artículo y lo incluiría en su montaña de la vergüenza.

Renunció a pasarse por el comedor universitario. Por un momento le asaltó el temor de encontrarse allí a Anne y que ésta decidiera anular su cita. Se dirigió por ello al Harvestehuder Weg, la orilla del Alster exterior, donde los patos habían perdido ya el miedo a los humanos.

¿Por qué le había invitado Anne? Se reprochó no habérselo preguntado. Ahora debería soportar la incertidumbre durante largas horas. ¿Qué podía querer ella de un perdedor? Le invadió el miedo, como cada vez que se cruzaba con Bohming en el Departamento de Historia. Temía que el Legendario le rogara que pasara a su despacho para a continuación preguntarle cuándo pensaba concluir por fin la investigación que le capacitaría para la cátedra. Naturalmente, Bohming inquiriría muy amablemente. Mencionaría las grandes esperanzas que había puesto en él, y quizá también repetiría algo de lo que había dicho cuando Stachelmann llegó a Hamburgo.

—Aquí tendrá todas las oportunidades, Stachelmann, porque yo ya no soy el más joven.

También le había dejado caer cómo se podría soslayar esa disposición legal alemana que impedía a los habilitados permanecer en la universidad en la que habían realizado su trabajo de investigación y que sólo temporalmente lo apartaría de Hamburgo.

—Tengo un par de amigos en la Universidad de Colonia. Durante dos o tres semestres imagino que será usted capaz de aguantar a los parlanchines renanos, y después, vuelta a Hamburgo. Como ve, he pensado en todo. Ahora sólo tiene que acabar ya ese trabajo de investigación. Una minucia, después de una tesis como la que escribió usted, «estrella en el firmamento de los historiadores». Si alguna vez se atasca, recuerde que siempre estaré disponible para usted.

¿Se podían tener mejores condiciones? A Stachelmann le remordía la conciencia cuando pensaba en la amabilidad con la que le habían dado la bienvenida en Hamburgo. Bohming y los demás aún seguían siendo muy cordiales, pero Stachelmann creía poder advertir algo de decepción en ellos, desencanto que irremediablemente se incrementaría. ¿Por qué le fallaban las fuerzas a la hora de superar este último obstáculo? No sólo Bohming estaba decepcionado, él mismo se había desilusionado mucho más.

Se sentó en un banco cerca de la orilla para observar a los patos. Algunos se acercaban, nadando, esperando las migas de pan que suponían en los bolsillos de Stachelmann. Otros, ya saciados, dormitaban en parejas sobre el césped. Siguió con la mirada algunos de los veleros que se dejaban conducir por el leve viento.

Sus padres también se sentirían desilusionados si su contrato en la Universidad de Hamburgo no se llegara a ampliar. La cátedra era fundamental para alcanzar por fin la paz. Pero no alcanzaba a hallar la paz para poder preparar la cátedra. Como si ya hubiera escrito todo lo que era capaz de escribir sobre su tema. Si hubiera utilizado su material menos profusamente, reducido la tesis, aún le hubiera bastado para una buena calificación. Pero entonces las revistas especializadas ni siquiera hubieran mencionado su trabajo y él no hubiera llegado a Hamburgo. Aunque para una cátedra en una universidad menos prestigiosa hubiese sido más que suficiente. Anticipaba con terror el día en el que tuviera que reconocer definitivamente que no lo lograría. Ese miedo le quitaba el sueño.

Los patos abandonaron sus esperanzas. Se alejaron nadando y se acercaron al banco siguiente, desde el cual una abuela que jugaba con su nieto lanzaba al agua, y también al césped, algunas migas de pan.

El pequeño soltaba un gritito agudo a cada miga arrojada. Era hora de marcharse.

A las cuatro llamaron a su puerta. Alicia, la había olvidado por completo, esperaba que ella no lo advirtiera. Después se dijo a sí mismo que en realidad no sería tan malo que lo notara. Se había puesto muy guapa, llevaba una falda bastante corta. Es una niña muy bonita, pensó Stachelmann. No era la primera vez que lo pensaba, pero no se sentía en absoluto atraído por ella. Se esforzó mucho por hacérselo ver, mostrándose frío y brusco. De momento, ella no se había dejado impresionar, al menos no dejaba traslucir nada.

—Hola —dijo ella en voz baja, le miró a los ojos un poco más de lo necesario y se sentó en la silla para visitantes ante la mesa de Stachelmann. Se inclinó un poco hacia él, los dos botones superiores de su blusa estaban desabrochados.

Una niña muy bonita, ¿por qué siempre pensaba lo mismo cuando la veía?

Llamaron a la puerta. Anne metió la cabeza por la rendija. Abrió la boca, pero la volvió a cerrar cuando percibió que Stachelmann tenía visita. Stachelmann creyó ver cómo desapareció su sonrisa por un instante.

—Perdón, molesto —dijo Anne y cerró la puerta.

No acababa de comprender qué podía querer Alicia de él. ¿Trataba de averiguar por qué había obtenido un aprobado alto y Simone Wagner un notable, a pesar de no haber podido demostrar su teoría? No percibía indignación alguna en Alicia. Se quejó sólo un poco, e insistió en que su trabajo coincidía con la postura de casi todos los historiadores importantes. Se preguntó si debía revelarle la verdad. Que le había puesto un aprobado alto a su trabajo porque no mostraba ni un ápice de iniciativa propia. Pero había aún más. Temía la insistencia de Alicia y no quería animarla poniéndole una calificación que pudiera considerar superior a la merecida.

Antes, cuando Stachelmann estudiaba, sólo existían los notables y los sobresalientes. Los catedráticos y profesores se sentían felices si los estudiantes se decidían por fin a examinarse. Se había aprovechado de ello en su día, pero no había sido capaz de seguir a su vez el mismo método. Era duro poniendo notas y se esforzaba por ser justo. Se preguntó si podría darle un sobresaliente a Alicia alguna vez. Probablemente lo llamaría entonces a casa dos veces por semana y lo seguiría por el Departamento. No podría acudir jamás al nuevo comedor en la Torre de los Filósofos ante el temor de que la chica se sentara a su mesa.

Le pareció que estaba siendo objetivo y amable, aunque distante. Ella le sonrió animadamente. Él le comentó que en el futuro se orientara menos por la opinión mayoritaria de los historiadores y en lugar de ello se ocupara más de las fuentes. Ella asintió fervientemente.

—Me alegro de que acepte mis críticas —dijo Stachelmann cuando ya no hubo más que comentar, y se levantó para despedir a la estudiante.

Ella se levantó igualmente y extendió su mano. Inmediatamente la retiró.

—Señor Stachelmann, una pregunta más —dijo.

—¿Sí?

—¿Puedo invitarle a una taza de café? Conozco un café muy bonito, no lejos de aquí, en dirección a Klosterstern.

—¿Por qué? —preguntó Stachelmann. Se sentía incómodo. ¿Por qué había preguntado, en vez de negarse directamente?

—¿Hay que tener razones para todo? Me gustaría, simplemente. Y si a usted también le apetece, suficiente para un café.

Su risa le atraía y le repelía a la vez.

Stachelmann le ofreció otra vez su mano.

—No puede ser. Lo lamento.

—Ah, no tiene tiempo. No importa. Ya quedaremos otro día.

Lo dijo con una sonrisa que hubiera causado inquietud en muchos hombres, se dio la vuelta, y abandonó el despacho de Stachelmann con paso acompasado.

Stachelmann permaneció sentado en su silla un momento sintiéndose de nuevo irritado consigo mismo. ¿Por qué no había sido más claro? ¿Por qué evitaba expresar lo que pensaba, como siempre que se sentía acorralado? ¿Por qué en situaciones como la vivida ahora no era capaz de negarse simplemente?

Sonó el teléfono; era Bohming.

—Stachelmann, ¿le importaría venir a verme a mi despacho?

—Claro que no —dijo Stachelmann—. ¿Cuándo?

—¿Digamos dentro de un cuarto de hora?

Como siempre, Bohming casi gritaba.

—Ahora me paso —aseguró Stachelmann y miró su reloj. Esperaba que la entrevista no durara demasiado. A Bohming le encantaba alargar las discusiones. Hablaba y hablaba, describiendo sus hazañas. Y eso que, tal como le habían soplado a Stachelmann algunos compañeros en un congreso de historiadores, no siempre había sido un héroe. En sus inicios como ayudante en la Universidad Libre de Berlín, el Legendario no era más que un pelota que le llevaba la cartera a un catedrático tan insignificante que ya nadie recordaba su nombre. En aquellos tiempos Bohming nunca hablaba, y, si alguna vez abría la boca, su tono de voz era tan bajo que nadie le entendía. Pero este conocimiento del poco glorioso pasado de su jefe no le ayudaba mucho a Stachelmann. ¿Qué quería Bohming de él? ¿Se trataba de su cátedra? Stachelmann sintió cómo se le encogía el estómago. Sus manos empezaron a temblar. ¿Cuándo perdería el miedo?

Esperaba que Bohming hubiese acabado para la hora de su cita con Anne.

* * *

Ossi estaba recordando su conversación con Stachelmann acerca del caso Holler cuando entró el jefe de policía en la sala de conferencias de la tercera planta de la comisaría general. Le acompañaba Schmidt, director del Departamento de Homicidios, y un ayudante insignificante. El jefe se sentó en la cabecera de la mesa en torno a la cual se habían reunido los colaboradores de la Rufbereitschaft 3, la sección principal del Departamento de Homicidios. El ayudante le alcanzó al jefe un maletín de cuero marrón con remaches de plata. El jefe abrió el maletín y sacó de él un cuaderno de notas y una pesada pluma negra, cuya hoja relampagueó a la luz de los focos de neón. Anotó algo en el cuaderno, después levantó la cabeza y miró con seriedad a su alrededor.

—Señores —dijo el jefe—. Señora y señores —se corrigió, y saludó con la cabeza a la comisaria Kreimeier.

El jefe justificó con voz helada la reunión de aquella tarde. Estaba seguro de que todos hacían lo posible para resolver el caso Holler, pero a pesar de ello no había avances visibles.

—Es una situación inaceptable.

Señaló la inquietud que se había adueñado de la ciudad. Tres miembros de una prestigiosa familia de Hamburgo habían muerto, víctimas de uno o más asesinos, y la policía no era capaz de ofrecer nada aún.

La prensa estaba nerviosa, empezaban a aparecer los primeros reproches a la policía y al concejal de interior. Sí, incluso él mismo había sido atacado esa misma mañana en el Hamburger Abendblatt. Se le había acusado de inactividad, y eso que había retirado a sus mejores hombres de todos los demás casos para ponerlos a trabajar en éste. Pero, al parecer, sus mejores hombres no eran suficientes. Guardó silencio durante un instante y fijó su mirada llena de ira en la mesa tras la que se había sentado.

Ossi observó brevemente a su vecino, el comisario principal Werner Taut. Éste le guiñó el ojo izquierdo. Dentro de seis meses tendrían lugar las elecciones a la alcaldía en la ciudad hanseática. Y por eso se ponían nerviosos. El jefe de policía debía su puesto al concejal de interior y éste, a su vez, el suyo propio al alcalde. Al concejal no podía responsabilizársele personalmente por no atrapar a un criminal, ni siquiera cuando se trataba del asesino en serie más misterioso de la historia de Hamburgo. Pero así como cualquier ministro de justicia sería calificado de inepto, si en alguna parte un carcelero dejaba escapar a algún preso, también el concejal de interior recibiría el rechazo de la opinión pública si andaba por ahí un tío suelto que se había propuesto eliminar hasta el último miembro de la familia Holler. Es lo que decían los medios, aunque ni siquiera estaba demostrado que los tres crímenes se hubieran cometido por la misma persona. También podía tratarse de criminales diferentes. El asesinato a la señora Holler, por ejemplo, no se parecía en nada al de Valentina. Los asesinatos de ambos niños en cambio sí que guardaban ciertas semejanzas. Pero eso no demostraba la teoría de un criminal único.

El jefe terminó su discurso.

—¿Alguno de ustedes quiere intervenir?

Dirigió su mirada hacia Werner Taut, el jefe de la Rufbereitschaft. Nadie dijo nada.

—¿No se le ocurre nada, Taut? —preguntó el jefe—. ¿Qué ha hecho para atrapar a ese loco?

—Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos —contestó Taut. Poseía una voz tranquila, profunda. Le iba bien a ese hombre grande y grueso. Daba la impresión de pereza, pero Ossi y sus compañeros sabían que su jefe era dueño de una mente ágil y rápida que le gustaba ocultar tras una fingida lentitud. Muchos habían subestimado a Taut y lo habían pagado caro.

—Y está usted aquí sentado la mar de tranquilo mientras que ahí fuera probablemente alguien planifica o incluso comete su próximo homicidio.

Ossi tenía que contenerse para no sonreír abiertamente. El jefe temía que se produjera otro asesinato antes de las elecciones y que eso ofreciera a los medios la oportunidad de tachar de inepta a la policía de Hamburgo.

—Estamos aquí sentados porque se nos ha invitado a una reunión —dijo Taut. Sonaba casi campechano.

El jefe de policía resopló.

—Hace ya años que se ocupa de los asesinatos de la familia Holler y todavía no tiene nada que ofrecerme. ¡Absolutamente nada!

—Es cierto —dijo Taut. Se había tomado algunos segundos antes de contestar.

El jefe lo miró con los ojos muy abiertos.

—Entonces es verdad que no tiene nada.

—Si quiere expresarlo de ese modo.

—¿Y espera usted que se le pague el sueldo cada mes? —La voz del jefe era cortante.

—Pues no me gustaría renunciar a él. Y no creo ser el único.

El jefe cerró los ojos un instante. Se levantó y se dirigió a una de las ventanas que daban a la parte norte de la ciudad. Miró un momento hacia fuera. Después se volvió hacia los presentes.

—¿Qué han descubierto hasta la fecha? —Parecía triste.

Taut resumió.

—El 13 de abril de 1999 —recitó, casi aburrido—, por la mañana, un senderista encontró el cadáver de Ruth Holler en el parque de Duvenstedter Brook. Alguien de gran tamaño, probablemente un hombre, la había golpeado en la cabeza hasta convertirla en papilla. Debía de estar muy furioso.

El jefe torció el gesto.

Taut continuó indiferente explicando que debía haber sido asesinada el 12 de abril por la tarde. El asesino la dejó tirada en un sendero. Al parecer quería que la encontraran pronto.

—No hemos encontrado nada que señale al asesino, ni siquiera el arma del crimen. Los forenses creen que debía ser algo parecido a una porra grande, quizá un bate de béisbol...

—¿No había huellas de pisadas? —preguntó el jefe.

—No. Muchas pisadas de gente que hacía footing o de senderistas, la mayor parte inidentificables. Dado que el asesino y la víctima parecían ser los únicos que habían utilizado ese sendero en particular en el tiempo que medió entre el crimen y el descubrimiento del cadáver, el asesino debería haber dejado huellas bien visibles. Y las huellas de Ruth Holler pudimos identificarlas, pero los compañeros de la policía científica sólo hallaron adicionalmente leves depresiones, sin forma alguna, en el suelo. Éste es muy blando en toda la zona, lo cual no nos facilita las cosas. Creemos que el asesino se había atado bolsas de plástico o algo similar en torno a los zapatos. Quizá zapatillas de deporte. En realidad, ni siquiera sabemos si esas depresiones en el suelo están relacionadas con el crimen. Y tampoco importa, porque de todos modos no podemos hacer nada con ellas.

El jefe bufó.

—Hemos repasado los bancos de datos tanto de la policía regional como de la federal, pero no hemos encontrado ningún caso semejante. Naturalmente también hemos investigado a la familia de la víctima, pero el marido podía ofrecer una coartada, estaba en una cena con el alcalde, y los niños eran demasiado jóvenes como para entrar en consideración.

El presidente arrugó la frente. Quizá le había molestado que se nombrase a Holler como a uno de los sospechosos posibles. O quizá era una advertencia de que no se le tomara por tonto. Había hecho carrera en la administración y no había visto nunca un cadáver en el lugar de los hechos. Percibía el desprecio con el que le obsequiaban los agentes de homicidios.

—Hemos puesto patas arriba la mansión de Holler para encontrar algún indicio del crimen, y nada.

El jefe de policía sacudió la cabeza.

Ossi se asustó al notar que sus dedos estaban golpeando la mesa. Bajó la mano. Le alteraba que se presentaran los escasos resultados de la investigación. El jefe tenía razón, eran ridículos. Pero de nada servía constatar este hecho una y otra vez. Abajo, sobre su mesa, en su despacho de la primera planta, le esperaba mucho trabajo, y, sin embargo, aquí se encontraba él, arriba, de charla. Taut debía sentirse igual. Su voz se había tornado monótona, y así era siempre cuando el jefe de la Rufbereitschaft 3 se sentía molesto.

—Sebastian Holler murió el 3 de septiembre del 2000, exactamente a las 16.30, en la piscina pública Asehbcrgsbad de Rückersweg. Estaba sentado en el borde la piscina y parece que miraba a los niños lanzarse por el tobogán. Bebió un trago de su coca-cola y cayó al agua. El socorrista acudió al instante, pero no pudo hacer nada. Creyó que el niño se había ahogado y llamó inmediatamente a urgencias mientras intentaba reanimar al niño, lo cual, naturalmente, no consiguió. Cuando llegó la ambulancia el niño hacía tiempo que había muerto. El cianuro trabaja a conciencia.

El jefe miró inquisitivo a Taut.

—Los médicos informaron a la comisaría correspondiente, y los compañeros se personaron en el lugar de los hechos en unos minutos. La policía científica y los forenses llegaron muy poco después. Los compañeros comenzaron de inmediato a buscar testigos e interrogarlos. Tenemos una larga lista de nombres. Nadie ha visto nada sospechoso. La mayoría ni siquiera había advertido que en la piscina moría un niño.

El jefe sacudió la cabeza.

Naturalmente, pensó Ossi, el jefe mismo advertiría inmediatamente en cualquier momento y en cualquier parte si estaba pasando algo poco común. Y como Supermán, salvaría lo que hubiera que salvar.

—La última víctima, Valentina Holler, fue hallada el día 7 de julio por su niñera en el jardín. La autopsia reveló que la niña había comido un caramelo de toffee que alguien había rellenado con cianuro. El envoltorio del caramelo se encontraba al lado de la niña, cerca del seto que divide la propiedad de la calle. Suponemos que la niña vio el caramelo sobre el césped, lo cogió, lo desenvolvió y se lo comió. Y todo eso en apenas dos minutos. La muerte se produjo a las 17.13. La hora puede determinarse con bastante exactitud, porque la niñera entró en la casa para ir al baño...

Ossi sonrió interiormente por la forma de expresarse de Taut. La niñera había ido a mear, hubiera dicho Taut entre los compañeros. Había interrogado a la chiquilla. Tenía diecinueve años. Se sentía culpable.

—Si me hubiera llevado a Tina conmigo no le hubiera pasado nada —sollozaba.

Nadie, ni siquiera Holler, le reprochaba nada. La niñera se había ocupado de la pequeña de forma conmovedora. ¡Cuántas veces había jugado Valentina en el jardín! Allí no podía sucederle nada, ya no era un bebé. No, la culpa era únicamente de aquél que había inyectado cianuro en el caramelo y lo había lanzado al jardín. Probablemente la niñera tendría que sufrir el resto de su vida por haber sentido ganas de ir al baño en el momento inadecuado.

Después de que el jefe les hubiera alentado a incrementar sus esfuerzos y les explicara que estaba en entredicho el honor de la policía de Hamburgo, desapareció junto con sus acompañantes. Schmidt le dirigió a Taut y sus compañeros una mirada punzante antes de cerrar la puerta. Los miembros del Rufbereitschaft 3 se quedaron solos en la sala de conferencias.

—Por fin nos hemos enterado de que tenemos que coger a ese tío —dijo Roland Kamm.

Ossi rio brevemente.

Taut contemplaba la pared.

Ulrike Kreimeier se centraba en una uña.

Wolfgang Kurz se hurgaba con el meñique en la nariz.

—Sí —dijo Taut—. Es comprensible. Quiere seguir siendo jefe.

—Yo pensaba que la labor del jefe de policía era la de apoyar a la policía —dijo Ulrike Kreimeier.

—¿Y no ha intentado motivarnos? —Ossi fingió un enfado.

—Vale —dijo Taut—. En cierto modo tiene razón. Es una vergüenza. Hay un tío por ahí aniquilando lentamente una familia y nosotros no hacemos más que mirar. No encontramos pruebas, ni móvil, y no tenemos ni un solo sospechoso. Hay alguien por ahí burlándose de nosotros desde hace dos años.

—¿Alguien? —preguntó Ossi.

—Uno solo. Lo huelo —dijo Taut. Cuando se olía algo no tenía sentido contradecirle.

Bajaron las escaleras hasta la primera planta. En la oficina de Taut se volvieron a reunir.

—¿Y si al asesino sólo le interesaba una de las víctimas y mató a las demás para alejar las sospechas? —preguntó Kamm.

—¿Y si son dos o también tres asesinos? —preguntó Ossi. Que se insistiera en un único asesino le molestaba.

Taut sacudió la cabeza.

—Tú sabes más que nosotros —dijo Ulrike.

—Sé igual de poco. Y no saco conclusiones —dijo Taut—, pero me parece adecuado como hipótesis de trabajo. Nos concentramos en un solo asesino. Si lo atrapamos, ya veremos si es el único. ¿Vale?

Tras un momento asintieron todos. Se habían sorprendido de lo sencillo que resultaba organizar el trabajo con cierto sentido. También les sorprendería que Taut los motivara ofreciéndoles una explicación que, tratándose de él, resultaba exhaustiva.

—Esa idea del asesino que en realidad sólo se interesaba por una única de las víctimas queda muy bien en el cine, pero yo mismo nunca he visto algo así, ni tampoco he oído hablar de ello. Los asesinos son personas, están sometidos a estrés, pasan miedo, quizá también les remuerda la conciencia. Normalmente no son monstruos ni máquinas, tal como los describe la prensa, sino personas como tú y como yo, que, por algún motivo, se han descarriado y nosotros debemos descubrir por qué y en qué momento.

Esas afirmaciones, adornadas un poco, y vendidas a la prensa sensacionalista suscitarían un bonito escándalo justo antes de las elecciones, pensó Ossi. Ya veía ante sí los titulares: «Comisario muestra comprensión por asesinos» o «Declaración de amor a asesino de Hamburgo» o también «Comisario de Hamburgo: "Os amo a todos"». Pero Taut tenía razón. Si tomaban a los asesinos por monstruos nunca atraparían a ninguno. ¿Qué había descarriado a su fantasma y en qué momento había ocurrido? ¿Qué conducía a alguien a cometer tres asesinatos en dos años?

—Por cierto, parece que os habéis olvidado de una cosa. ¿Dónde está el perfil psicológico? ¿Lo habéis leído?

Ossi recordaba perfectamente al psicólogo de la oficina federal, largo como un espárrago y con la cara intensamente roja.

—Yo le he echado un vistazo.

—¿Y? —preguntó Taut.

—¿No me digas que te pareció convincente?

—Bueno, pues sabía mucho más que nosotros del posible asesino.

—Vamos —dijo Ulrike Kreimeier—, pero si no está bien de la olla.

—¿Has oído hablar de métodos policiales modernos? —preguntó Taut. Abrió un cajón y sacó una carpeta. La abrió y pasó unas páginas.

—He subrayado un par de cosas: "El asesino no está interesado en las víctimas, quiere hacer daño al cabeza de familia, Maximilian Holler. Lo sistemático del asesinato de dos de las víctimas no señala a un psicópata, sino más bien a una personalidad borderline. Probablemente el asesino es alguien con el que Holler haya tenido contacto con anterioridad, quizá incluso en fechas muy recientes, tal vez hasta mantenía con él ciertos lazos de amistad. Probablemente, el criminal lo envidia, e idealiza su posición social destacada, su éxito y, sobre todo, admira su integridad personal. Los déficits de su propia personalidad le llevan a querer integrarse en la del otro. Holler, que es un modelo y líder para muchas personas mentalmente sanas, se convierte, para un criminal seriamente perturbado en su propia personalidad, en objeto de una identidad proyectada. Alguna acción o expresión de Holler le ha dolido y le ha hecho sentirse rechazado de tal manera que se ha liberado en él una ira arcaica. Esta transmutación de la idealización a impulsos destructivos es típica de las personalidades borderline, que, de otro modo, parecen integradas en la sociedad y no llegan a llamar la atención. Así que habrá que controlar a todas las personas con las que Holler haya tenido un contacto más estrecho, tanto en el ámbito privado, como en el profesional, y que en algún momento se hayan distanciado de él. También podría tratarse de una mujer, una antigua amante, por ejemplo, que se había visto ya como esposa. Los métodos empleados en los crímenes (veneno y golpes) permiten tanto una autoría femenina como masculina. Los criterios para buscar al asesino son, por consiguiente: una cercanía personal a Holler que pudo haber alimentado una idealización patológica, además de un contacto interrumpido tras una humillación o rechazo. El determinante temporal se deja abierto, puede tratarse tanto de un contacto procedente de sus años juveniles, como de una persona del entorno social más reciente de Holler. Ulrike suspiró.

—Todo eso ya lo hemos comprobado. Holler no tenía ninguna amiguita y no se acordaba tampoco de ningún amigo que de repente se hubiera alejado de él.

—¿Cómo sabes que no tenía ninguna amante? —preguntó Taut.

—No lo puedo demostrar, simplemente se lo pregunté. Tú estabas conmigo, Ossi.

Ossi asintió.

—Le aseguré que seríamos de lo más discretos, aunque es evidente que esa promesa no hubiera podido mantenerse.

Ulrike habló casi con aburrimiento.

—¿Para qué mentir? —dijo Ossi—. ¿Consentiría que una amante continuara aniquilando a su familia sólo por ocultarla? Dios mío, si cada día se habla de adulterio en los periódicos. A nadie le preocupa ya ese tema. No, sería un camino erróneo. Por favor, no nos agobies más con el psicólogo ese.

Taut sonrió.

—Deberíamos centrarnos en los competidores de Holler. Hay por ahí unos cuantos que serían algo más ricos si no fuera por él —dijo Ossi. Se sentía desganado. Todo aquello parecía tener muy poco sentido.

Taut asintió.

—Me está rondando una cosa por la cabeza —dijo Ulrike.

Los demás la miraron sorprendidos. ¿Por qué no había dicho nada hasta entonces?

—No siempre hay que soltarlo todo de inmediato —dijo ella, incómoda.

Taut hizo un gesto conciliador con la mano.

—Podría ser Holler mismo. Siempre me ha parecido demasiado perfecto.

—¡Qué locura! —dijo Kamm. Pero su tono parecía rechazar la idea.

—Exactamente, una locura —repuso Ulrike—. Y no sería la primera vez. Todo asesinato es una locura.

—¿Quieres decir que él mismo ha matado a su mujer y a dos de sus hijos? —preguntó Ossi.

—Podría ser —dijo Ulrike Kreimeier.

Taut miró a su alrededor.

—Dejad hablar a Ulrike —dijo—. Quizá sea ésta la primera idea sensata desde hace tiempo.

—Bueno, Holler es un hombre intachable, una especie de Jesús —dijo Ulrike—. Nunca he visto a una persona absolutamente intachable. Conoce a todo el que es alguien en Hamburgo. Dona grandes cantidades de dinero a asociaciones benéficas, y encima intenta impedir que la opinión pública lo sepa. Como a pesar de todo se descubre, alcanza fama de santo, ya que la mayoría de los que hacen algo bueno lo realizan en primer lugar para mejorar su imagen. Holler parece como de otro mundo. Pero sería el primero. Quizá hace décadas que sigue un plan. Quizá le molestaba su mujer. Quizá quiere deshacerse de la descendencia de su mujer...

—¡El es el padre! —dijo Kamm.

Taut hizo un gesto despectivo con la mano.

—¿De verdad? ¿Y nunca un padre ha matado a sus hijos por creer que no eran suyos? Tampoco es infrecuente que los padres identifiquen a los niños con la mujer. Y más si es un hombre de negocios y apenas pasa tiempo en casa.

Kamm asintió levemente.

—Imaginaos que el tío tiene a la vista algún gran golpe, mucho mayor de lo que nosotros los mortales podamos imaginar. Algo increíble. Y para eso necesita buenas relaciones con gente importante y fama de santo. Su mujer le estorba. Quizá tenga otra y quizá ésta sólo le quiera si no tiene hijos. Pero todo eso no importa. Sea cual sea su plan, es imprescindible que cometa los crímenes.

—Coartada— dijo Ossi.

—¿La hemos comprobado? —preguntó Taut. Miró a su alrededor. Nadie le respondió. — ¿Tengo que ocuparme yo de todo? —preguntó Taut.

—Ya lo hago yo —dijo Ossi. Sabía que Taut odiaba toda actividad física, a no ser que ésta le condujera a algún bar. Se anclaba en su silla y permanecía como soldado a ella. En algún momento llegaría a dormir también en ella.

—Mejor que sea el jefe quien vaya a hablar con el alcalde —propuso Kamm.

—No —dijo Taut—. En este caso el alcalde no es más que un testigo. Ossi, sería conveniente no entrarle de forma abrupta. Preferiría que el Jesús de la calle Elbchaussee no se enterara inmediatamente de qué pista estamos siguiendo.

Ossi vio cómo brillaban los ojos de Ulrike.

—Es una teoría muy bonita —le aseguró Taut—. Aunque, sinceramente, suena un poco a Hollywood. Pero en estos momentos sólo tenemos un único sospechoso, y ese es Maximilian Holler, el agente inmobiliario más importante de Hamburgo, o incluso de todo el norte de Alemania, que además es la encarnación del bien absoluto. Queridos amigos, si nos cargamos este caso, el jefe nos joderá vivos. Y no sólo el jefe, porque todo aquél que posee un nombre o un cargo en esta ciudad ama fervorosamente a Maximilian Holler.

Miró seriamente a su alrededor.

—¿Qué propones? —le preguntó a Ulrike.

—Seguirlo las veinticuatro horas. Preguntar a sus competidores. Registrar su casa, naturalmente con su permiso; él mismo nos ha invitado a ello. Investigar en sus cuentas bancarias. Comprobar sus últimos viajes. El programa completo.

—¿Y todo eso con un par de agentes? —preguntó Kurz. Muy derecho en su silla, incluso sentado sobrepasaba en casi una cabeza a sus compañeros.

Taut movió su cabeza de rizos de un lado a otro.

—Quizá nos den refuerzos, al menos para la vigilancia.

—Pero ten cuidado de que el jefe no se entere —dijo Ossi.

—Mañana o, como muy tarde, pasado mañana añado algo a mi teoría. Tal vez se convierta en una variante totalmente distinta. Pero antes tengo que comprobar una cosa —dijo Ulrike.

—¿A qué se debe tanto misterio? —preguntó Kamm—. Qué infantil.

—Déjala —dijo Taut.

Ossi se alegró cuando al fin terminaron. Se había hecho tarde con tanta discusión. Siempre se alargaba la cosa un poco más de los previsto. Taut odiaba hacerse el jefe, daba pocas órdenes, pero reflexionaba mucho. Los resultados bendecían este modo de trabajar, aunque en principio pareciera complicado. Ossi pensaba que mantenía unido al equipo, pues entraban en sintonía y así todos se esforzaban por aportar soluciones a los casos. Ulrike Kreimeier se crecía más que nadie. Cuando la habían trasladado desde Antivicio a Homicidios a los compañeros les había parecido una mosquita muerta. Durante mucho tiempo ni se hizo notar. Pero el año anterior había tenido la idea decisiva en el caso Sewtschenko. Unos niños habían encontrado el cadáver de un ruso en una callejuela cercana a la estación de Altona cuando iban al colegio. Llevaba mucho dinero encima. Durante un tiempo, el caso estuvo parado, hasta que Ulrike Kreimeier tuvo una idea y les puso sobre una nueva pista que no conducía ni a la mafia rusa, ni al submundo de St. Pauli, sino hacía una elegante joven de Eppendorf que había asesinado a tiros a su novio ruso porque éste pensaba dejarla. Se habló mucho entonces de la intuición femenina, hasta que llegó el momento en el que Ulrike Kreimeier se hartó, y les indicó que los hombres no poseían la exclusiva a la hora de razonar. Si en aquel caso no se les había ocurrido nada, no se debía a la ausencia biológica de intuición femenina, sino a la falta de imaginación. Tal vez deberían dedicarse a poner sellos antes que a cazar asesinos. Eso llevó a que todo se calmara. Y Ulrike Kreimeier se había ganado su lugar en Homicidios. Le aguardaba una gran carrera.

Ossi y ella abandonaron juntos la comisaría. Se había hecho tarde. La noche prometía ser cálida, una rareza en Hamburgo, donde normalmente hacía fresco en cuanto desaparecía el sol.

—¿Nos vamos a alguna parte a tomarnos una cerveza? —preguntó Ossi.

Ulrike le sonrió con ojos alegres.

—Buena idea —dijo—. — ¿A dónde vamos?

—Doblando la esquina, un poco más allá hay un italiano donde uno se puede sentar fuera...

—Y así yo no tengo que beber cerveza —dijo Ulrike. Se colgó del brazo de Ossi y él disfrutó del contacto. Después vaciló.

—Espera —dijo ella—, voy al coche a recoger mi chaqueta. ¿O quieres oír castañetear mis dientes más tarde?

Se dirigió a Hindenburgstrape, donde el semáforo estaba en verde para los peatones. Empezó a cruzar el paso de cebra. De repente un Mercedes negro salió disparado a toda velocidad desde una calle transversal hacia el paso de cebra. Ossi lo vio todo, pero no comprendió al principio.

—¡Cuidado, Ulrike! —gritó luego—. ¡Un coche!

Pero ella no oyó nada, estaba sumida en sus pensamientos, y la calle era ruidosa debido al tráfico. Voló por los aires como una muñeca cuando el coche la alcanzó.