Capítulo 1

El dolor le atravesó la rodilla izquierda. Reprimió un grito y se paró en seco. Poco a poco, el malestar comenzó a remitir y logró reanudar la marcha. Para cuando alcanzó el puente Puppenbrücke ya había olvidado por completo la fuerte punzada.

El edificio de correos situado al lado de la estación de tren estaba siendo demolido a pesar de que en realidad no era demasiado antiguo. Lo que aún quedaba de él, poco más que una acumulación de piedras y escombros, aguardaba a ser retirado por pesados camiones. El polvo lo invadía todo. Un resto de muro con ventana permanecía aún en pie en el mismo borde de la zanja.

La estación de tren se encontraba en bastante peor estado, pero aquí, sin embargo, los esfuerzos emprendidos para promover una renovación habían resultado del todo vanos. Mientras no se hubiese transformado en un palacio en miniatura hasta la más insignificante de las estaciones de metro de Berlín, los ciudadanos de Lübeck no podrían albergar la esperanza de conseguir que la lúgubre construcción situada en el mismo centro de su ciudad se sustituyera por una nueva y más adecuada estación central.

Stachelmann empujó la puerta abatible de entrada y cruzó la tenebrosa bóveda principal hasta alcanzar la vía 9, donde le aguardaba el tren a Hamburgo. Entró en un vagón de primera clase, sin compartimentos, cuyos sillones estaban tapizados en azul. En el otro extremo del vagón, sentada al lado de la ventana, iba una mujer mayor. Un sombrero verde con algunas cadenitas de plata asomaba por encima del respaldo del sillón situado justamente delante de ella. Las señales luminosas del techo no parecían funcionar. Stachelmann escogió un asiento con mesita. Sacó de su cartera el trabajo escrito de Simone Wagner que, debido al cansancio, se había visto obligado a abandonar la noche anterior. El trabajo analizaba las teorías relacionadas con el incendio del Reichstag en febrero de 1933. ¿Quiénes habían provocado este incendio? ¿Habían sido los nazis? ¿Habían sido los comunistas? ¿O había sido van der Lubbe en solitario? A Stachelmann le agradaba Simone Wagner. De inteligente mirada, podía percibirse en ella un interés auténtico por la Historia. Además, redactaba de forma amena, y era capaz de manejar las fuentes adecuadamente. Al menos, cuando se ocupaba de otros temas. Con el incendio del Reichstag había caído en la más obvia de las trampas.

Dado que el incendio le era de utilidad a los nazis, y se había producido como por encargo, era evidente que lo habían provocado ellos. Sin embargo, Simone Wagner debería haber considerado aquí que la Historia también podía ser imprevisible y caprichosa. En ocasiones, su habilidad para unir entre sí una serie de acontecimientos hasta parecía sugerir la intervención de un conspirador. Y, en casos tales, resultaba más fácil creer en un complot que en la casualidad.

La casualidad es el peor conspirador, pensó Stachelmann y se inclinó de nuevo sobre el trabajo de Simone Wagner. Rechazaría sus conclusiones, aunque la calificaría con un notable por el esfuerzo que se había tomado. Y empleando su trabajo a modo de ejemplo expondría cómo, aunque la Historia tenga como objeto opiniones políticas, estas últimas no deben influir nunca en las conclusiones finales. Eso era fácil de decir y muy difícil de llevar a cabo.

La puerta del vagón se cerró. Un hombre había entrado fatigosamente y se dispuso a tomar asiento frente a él, al otro lado de la mesita. Stachelmann atrajo hacia sí el trabajo que estaba leyendo. El hombre poseía una respiración dificultosa, como si tuviese obstruidas las vías respiratorias. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo. A continuación, colocó una bolsa de plástico con el logotipo de un supermercado sobre la mesita, y volvió a levantarse para abrir una de las ventanas del pasillo. Sonó un silbato. El tren se sacudió y comenzó a rodar lentamente. El hombre se sentó definitivamente, jadeando con fuerza. Miró a su alrededor, examinó a Stachelmann durante unos segundos, y sacó un ejemplar del Bild-Zeitung de la bolsa. Tosió y desplegó el periódico.

Sostuvo la primera página ante la cara de Stachelmann.

«Tragedia familiar» se anunciaba allí en gruesas letras rojas, y, en negro, justo debajo: «Tragedia de agente inmobiliario de Hamburgo (46): su hija (6) también muere asesinada».

Una fotografía en blanco y negro mostraba a un hombre tapándose los ojos con una mano. Al lado, una fotografía en color de una niña de trenzas rubias, debajo otro titular.

«Valentina Holler (6) envenenada como su hermano. ¿Víctimas de un asesino en serie?»¿Qué significará ese "también muere asesinada"?, se preguntó Stachelmann. Intentó leer el artículo correspondiente a aquellos titulares, pero el hombre frente a él pasó la página. Por un instante, volvió a lanzarle a Stachelmann una mirada penetrante. Ahora Stachelmann tenía ante su nariz, en sustitución de la tragedia familiar, a una rubia con los pechos al desnudo que lo examinaba de reojo.

«Sandra sabe lo que quiere» aseguraba una leyenda justo al lado de la foto. A Stachelmann en realidad le era indiferente lo que quisiera Sandra. Lo que él quería era saber qué le había ocurrido a la familia del agente inmobiliario. Pero a Sandra le sucedió la información sobre la última jornada de la Bundesliga, que había estado aguardando a espaldas de Sandra a que se pasara página. Mientras el hombre de la respiración forzada se dedicaba a Sandra, Stachelmann pudo ponerse al corriente de la crisis del Hamburgo SV, al menos, de la parte de la que se informaba en la mitad superior de la página, ya que el resto del periódico quedaba oculto por la mesita. El hombre dirigió de nuevo una de sus miradas penetrantes a Stachelmann por encima del borde del periódico. A continuación, dobló el Bild y lo deslizó por encima de la mesita.

—Ahí tiene —graznó y se levantó de su asiento. Sonrió. Stachelmann creyó percibir algo de burla en la sonrisa. Como si el hombre supiese que Stachelmann había afirmado en repetidas ocasiones que sólo podría tocar esa clase de periódico con la punta de dos dedos y lavándose después las manos a conciencia. El hombre abandonó el vagón. El tren había parado en Bad Oldesloe.

Cuando el tren empezó a rodar de nuevo Stachelmann desplegó la portada para acceder a la noticia que le interesaba. El agente inmobiliario, al igual que otros hamburgueses pudientes, vivía con su familia cerca de la zona de Elbchaussee. Dos años atrás unos senderistas habían encontrado asesinada a golpes a su mujer en la reserva natural de Duvenstedter Brook. Hacía menos de un año su hijo, de diez años de edad por entonces, había sido envenenado en una piscina pública. Y ahora también había muerto Valentina. Sólo sobrevivían el propio agente inmobiliario y su hijo de cuatro años. Un asesinato por año.

Stachelmann pensó en cómo se sentiría él mismo tras un golpe como ese. Vivía completamente solo en un pequeño piso en Stietens Gang, una bocacalle de Lichte Querstraße que, a su vez, unía Dankwartsgrube con Hartengrube. En esta parte tan idílica de la zona vieja de la ciudad, entre Mühlenteich y Stadttrave, a veces se sentía solo.

Pero entonces leía noticias de niños secuestrados y asesinados. O acerca de un agente inmobiliario de Hamburgo cuyas riquezas y prestigio no habían sido suficientes para protegerlo de la pérdida de su mujer y de dos de sus hijos. Lo que no se tiene, no se puede perder. Y tampoco hay que temer por ello.

Como era de esperar, el tren llegó con retraso a la estación central de Hamburgo. Stachelmann cogió el metro hacia Dammtor. El resto del camino a la universidad lo hizo a pie. Sudaba, pues la mañana era calurosa. Era lunes, 9 de julio de 2001. Pronto finalizaría el semestre de verano. Tanto el edificio central como los bloques de cemento en Von-Melle-Park, por los que se diseminaba la universidad de Hamburgo, quedarían de nuevo despoblados.

En cuanto Stachelmann cruzó la puerta de acero lacada en verde de su oficina, Renate Breuer agitó una nota de papel ante él.

—Una llamada para usted, hace cinco minutos —le dijo, como si se tratara de algo extraordinario. A Renate Breuer casi todo le parecía excitante, aunque hacía muchos años ya que trabajaba como secretaria del Departamento de Historia en la Torre de los Filósofos, el edificio central de Humanidades. En la nota había apuntado un número de teléfono y un nombre: «Oskar Winter». Stachelmann se sentó detrás de la mesa de su reducido despacho y contempló la nota. No tuvo que pensar demasiado. Oskar Winter. Sí, ese era Ossi. ¿Quién si no? Habían estudiado juntos en Heidelberg e intentado además impulsar la revolución mundial. Stachelmann echó mano del teléfono.

* * *

El viejo respiraba pesadamente. Una y otra vez se paraba a descansar. Iba vestido con un traje de tela gruesa y color beige claro que parecía proceder de una boutique de Poseldorf. La corbata de color indefinido combinaba tanto con el traje como con los pesados zapatos burdeos. El hombre causaba extrañeza entre todos aquellos transeúntes vestidos de forma veraniega. Por fin alcanzó la estación de metro de Kellinghusenstraβe. Agotado, se sentó en un banco totalmente cubierto de pintadas azules y negras.

«¡Jódete!» leyó el hombre en el respaldo del asiento situado enfrente. En el metro se estaba bien. A través de la ventana abierta le llegaba una ligera corriente de aire. Le refrescaba, a pesar de que hacía calor. En la estación de Landungsbrücken el hombre ya se sentía descansado. Tomó ahora la línea 1 a Blankensee. Este camino era más largo, pero se ahorraba un transbordo.

En Blankensee se apeó. Bajó con paso tranquilo Dockenhudener Straße. Tenía que ahorrar fuerzas. Sólo un encargo más. En realidad, debían de haber sido dos, pero luego decidió que no tenía sentido que no quedara nadie para guardar luto. Al llegar a Gätgenstraße se encaminó en dirección al Elba, a la zona de Hirschpark. Cuando alcanzó el árbol que servía allí de monumento natural se sentó en un banco. Era sorprendente cuántos jóvenes encontraban tiempo para pasear a primera hora de la tarde de un miércoles. Las gaviotas ahuyentaban a las palomas y los gorriones en la lucha por las migas de pan que les arrojaban los niños. Reemprendió la marcha. Alcanzó el camino próximo al Elba, el Elbuferweg, y se paró a contemplar los barcos de carga y de pasajeros que surcaban la corriente, que entraban o salían del puerto, en dirección a Inglaterra, América, Asia. Otras gaviotas ejecutaban círculos en el cielo azul, mientras el viento empujaba nubes de algodón. Subió la Escalera de Jacob hacia la Elbchaussee y caminó un trecho en dirección al centro. Torció a la izquierda en Holztwiete, y avistó su destino final, una mansión modernista, pintada de blanco, con arcos celestes sobre puertas y ventanas. Un coche patrulla estaba aparcado cerca de la puerta principal. Frente a la parte trasera había una zona en obras, protegida por una alambrada. Una excavadora cavaba mientras su motor diesel expulsaba un denso humo negro. También se veía un camión, aparcado al lado de una caseta de obra. Se acercó a la alambrada, situándose debajo de un haya, y contempló la mansión. Había descubierto un hueco en el seto en una de sus primeras excursiones a este lugar.

Se sentía impaciente. En las últimas semanas había llegado a dudar del sentido de su misión. Había comenzado a planificar el tercer golpe y más reciente antes de haber realizado el segundo. ¿Era posible que su cautela en la preparación del último golpe fuese producto de sus dudas? Sacudió la cabeza. No, si no llevaba a cabo este último golpe, todos los anteriores no tendrían ningún sentido, ni tampoco su esfuerzo, ni el peligro al que se había expuesto. Pero en esta ocasión no disponía de un año para prepararse. Podía sentir ya cómo la muerte extendía la mano hacia él. En cuanto se hubiese aplacado la agitación que había provocado su último golpe, daría el siguiente.

Entonces vio al niño. Era rubio y estaba sentado sobre uno de esos coches de juguete para niños riendo alegremente. Una mujer corrió tras él y le colocó una gorra en la cabeza para protegerlo del sol. El pequeño se arrancó la gorra, mordió la visera y la tiró. La mujer recogió la gorra y empezó a hablarle al niño. El hombre no alcanzaba a entender lo que le decía. El niño empezó a reír y se alejó en su coche de la mujer. La mujer lo siguió con la gorra en la mano. El hombre creyó verla llorar. De nuevo empezó a hablarle al niño. Éste sacudió enérgicamente la cabeza y señaló algo que el hombre no podía ver. Se deslizó con el coche hasta el lugar señalado y desapareció de la vista. Después volvió a aparecer y se dirigió al hueco en el seto. Resplandecía de felicidad, seguramente no había comprendido que su hermana había muerto.

Una joven dio la vuelta a la esquina y pasó al lado del viejo. Se volvió brevemente a mirarlo. Creyó reconocer una pregunta en su mirada. Era hora de marcharse. Mientras caminaba lentamente a la estación de metro de Klein Flottbeck su cabeza trabajaba en el plan.

—Sólo una vez más —murmuró. Entonces se sentiría libre.

Vio la estación. Se apresuró. Al llegar al andén se sentó en un banco. Hasta ese momento no se había apercibido de lo agotado que estaba.

* * *

Desde el principio, el número le había parecido extraño. Cuando llamó se identificó una comisaría. Stachelmann se sintió brevemente desconcertado, después preguntó por Oskar Winter.

—Le pongo con el comisario Winter —le dijo la áspera voz al teléfono.

—¡Winter! —sonó una voz potente desde el auricular.

—Stachelmann...

—¿Jossi? —preguntó Winter.

—Sí —dijo Stachelmann. Odiaba ese apodo. Ahora podría haber rectificado, dicho que su nombre era Josef María. Pero sabía que sería inútil. Oskar, o también «Ossi» Winter ya ignoraba las protestas de esa índole en otros tiempos.

—¡Te has sorprendido! —dijo Ossi. En su afirmación se excluía cualquier duda.

Stachelmann se había sorprendido realmente y se sintió irritado por ello.

—Sí —dijo.

—¿Y quieres saber cómo te he localizado?

—Sí.

—¡Pues a través del periódico! —exclamó Ossi. — ¡Está claro que por el periódico!

Stachelmann vaciló, dudoso, pero después se acordó. Hacía poco que se había publicado un breve artículo en el Hamburger Abendblatt. Una semana antes, Stachelmann había pronunciado una conferencia sobre el protocolo de Hoβbach en la Universidad Popular situada en Schanzenstraβe, y el periódico local había decidido dedicar un breve espacio a este hecho. Estaba convencido de que ni uno solo de los lectores había entendido el artículo. Redactado a todas luces por algún becario, las palabras de Stachelmann acerca de una de las fuentes más relevantes para determinar las causas de la última Guerra Mundial pasarían desapercibidas. Stachelmann había visto confirmada su sospecha de que las redacciones de los periódicos eran ocupadas con frecuencia por absolutos ignorantes, y que a éstos no les interesaba de la Historia ningún acontecimiento que fuera anterior en el tiempo a su primera conquista amorosa.

—¿No pronunciaste una conferencia? —rugió Ossi, al no obtener respuesta—. Porque no creo que haya tantos Josef Maria Stachelmann, ¿verdad? —Ossi soltó una risita.

—Sí, sí —dijo Stachelmann.

—¿Tienes algún compromiso para esta noche? —preguntó Ossi.

—No —contestó Stachelmann, y se arrepintió de inmediato. Había intentado que su antiguo amigo no se quedara de nuevo esperando inútilmente una respuesta, y ya había cometido un error.

—¡Pues entonces vamos a quedar para tomarnos una copa! —insistió Ossi—. ¡O también dos! ¡Y así celebramos nuestro reencuentro!

Quedaron en encontrarse a las ocho en el Tokaja, un bar de estudiantes cercano a la universidad. Stachelmann colgó sintiéndose molesto. Había estado aguardando con expectante satisfacción su noche con Horacio Hornblower, héroe británico de la época de las guerras napoleónicas, tal como era descrito por C. S. Forester. Stachelmann había comprado una edición barata de las obras completas de este último autor en una ocasión en la que le había asaltado un sentimiento de nostalgia. Las aventuras de Hornblower le habían apasionado cuando tenía quince años, y se había sorprendido ahora al comprobar que todavía seguían poseyendo la misma capacidad de fascinación.

De modo que no sería ésta la noche en la que descubriría cómo se había salvado Horny de la cautividad francesa, sino que, por el contrario, averiguaría cómo Ossi, el revolucionario, había acabado en la policía. Stachelmann recordó a otro de sus compañeros, el mayor revolucionario de todos ellos, un joven de pelo negro sin peinar y una barba imponente, que, después de visitar a su adinerado padre, les había comunicado a todos su decisión de convertirse en auditor. Ese era, así lo había indicado, el modo más efectivo de acabar con el poder del capitalismo. Stachelmann sonrió irónicamente cuando recordó aquella escena.

La sonrisa de Stachelmann se esfumó de inmediato cuando su mirada cayó sobre la montaña de papeles apilados sobre una mesita cercana. En un ataque de retoricismo los había bautizado como «la montaña de la vergüenza». Consistía en cinco montones de papeles que demostraban la lamentable situación en la que se encontraba esa cátedra que hacía tiempo que debería haber obtenido. Hacía ya algunos años que esos papeles le aguardaban, y poco a poco Stachelmann empezaba a olvidar cuál era exactamente el tema que había elegido para ese trabajo de investigación que era imprescindible para aspirar a una cátedra. Nunca se sentía con fuerzas para centrarse en la investigación, por lo que los próximos años probablemente le seguirían viendo sentado en ese pequeño despacho, sin hacer nada más que corregir trabajos y exámenes, y eso, si no lo despedían antes. La montaña de papeles le recordaba su total falta de disciplina, y le afirmaba en su convencimiento de que había errado en la elección de su profesión. No poseía ni la suficiente ambición, ni el talento requerido. Dudaba incluso de su capacidad para escribir una única oración interesante, ridícula entonces la idea de que pudiera describir la historia del campo de concentración de Buchenwald de modo que ese trabajo fuera recompensado con la habilitación, con ese reconocimiento oficial de sus méritos, requisito previo e indispensable para ocupar una cátedra. Que, hallándose ya cualificado gracias a su trabajo de investigación, alguna Universidad considerara además oportuno ofrecerle realmente una plaza de catedrático era algo que no se atrevía ya ni a soñar. Y eso que inicialmente esa era su meta. Quería convertirse en un gran historiador, como Mommsen, Steinbach, Jaeckel, o como en otros tiempos también Baring, ese que aparecía ahora en programas de televisión mostrándose como un histérico. Cuando Stachelmann pensaba en su meta original y en lo que había alcanzado a sus cuarenta y un años, le embargaba la desesperación. Cuando leía los trabajos de otros historiadores, por muy desconocidos que fuesen éstos, se sentía pequeño como una hormiga. Sí, en apariencia había encontrado su sitio, porque impartía clases y también investigaba junto a Hasso Bohming, el catedrático, el «Legendario», como lo llamaban algunos, porque a Bohming le encantaba echarse flores por todas las batallas de historiadores del pasado reciente en las que había participado. Las disputas mantenidas le habían proporcionado tanto el odio de sus opositores como la admiración de sus compañeros de batalla. Stachelmann no había sido el único en advertir que con frecuencia existía una importante falta de concordancia entre la sangrienta realidad de los sucesos ocurridos en el frente bélico y su posterior representación escrita en revistas especializadas y colecciones de ensayos.

Stachelmann empezó a reír para sí. El simpático Bohming era un fanfarrón. Pero él mismo, Stachelmann, no era ni siquiera eso, no era nada. Por mucho que decidiera exagerar, no sería necesario calcular cuánto habría de verdad y cuánto de mentira en sus afirmaciones, porque no existiría en ellas ni una minúscula pizca de verdad. Hacía años ya que a Stachelmann le inspiraba terror su incapacidad. ¿A dónde le conduciría? ¿Acabaría como aquel eterno profesor, ese tal Weitenschläger, que hace años, en Heidelberg, había pasado más tiempo en las fiestas del vino que en el Departamento de Historia? Vio mentalmente al hombre ante sí, pelo rojo, cara de borracho, ojos vidriosos, siempre apoyado en alguna parte porque de otro modo se tambalearía. Stachelmann experimentaba curiosidad, se sentía fascinado por su especialidad, pero no era capaz de llevar a cabo lo que esa curiosidad exigía de él. Ya era tarde para aprender a concentrarse, para saber cómo dedicarse a investigar durante años un único tema. Por ello tampoco podría llegar nunca a descubrir cómo aburrirse finalmente de aquella labor para, finalmente, encaminarse a obtener con su investigación la clase de resultado que le proporcionara un puesto de relevancia entre la comunidad de historiadores.

Llamaron a la puerta.

—¡Entre! —gritó.

Se sintió turbado al descubrir que se trataba de Anne Derling. Anne llevaba dos años trabajando como ayudante de Bohming, al que desde entonces sus colaboradores del Departamento tenían permiso para llamarle Hasso. Eso no significaba, sin embargo, que se permitiera dudar acerca de quién seguía siendo allí el maestro. Bohming se mostraba siempre especialmente amable con Anne, pero con ella lo eran todos, porque Anne era inteligente y muy guapa. Es una combinación rara, había dicho uno de los compañeros, y, aunque usualmente ese compañero nunca acertaba en nada, en este caso tenía razón. En el momento en el que Anne ocupó su plaza empezaron a cambiar los ánimos en el Departamento. Ayudantes y Titulares trabajaban con una diligencia cuya aparición no podría haber predicho adivino alguno. Con el paso del tiempo se suavizó la frenética actividad de los miembros del Departamento, pero el trato seguía siendo muy cordial, y las discusiones eran mucho más animadas cuando Anne se encontraba presente. ¿Sería ella consciente de todo lo que provocaba?

Incluso el guapo Rolf Kugler de Ciencias Políticas mariposeó durante un tiempo a su alrededor. Este joven dinámico, recientemente investido catedrático, tenía fama de poner a prueba su atractivo con cualquier nueva compañera. Antes de que Anne llegara nunca había aparecido por el Departamento de Historia. Y volvió a desaparecer del mapa muy pronto, al parecer no había cosechado ningún éxito con la nueva ayudante de Bohming.

Anne le sonrió a través de la puerta entreabierta.

—¿Te apetece un café? —le preguntó.

—Sí —dijo él. O, mejor dicho, tartamudeó. Nunca le había preguntado antes algo así.

—Pues te traigo uno —dijo ella alegremente. Su cabeza desapareció, la puerta permaneció abierta.

Stachelmann sintió cómo se le humedecían las manos. Cuando volvió, Anne empujó la puerta con el hombro, ya que tenía las manos ocupadas con sendos vasos de café procedentes de la pequeña cocina situada en el pasillo. Sus gafas se habían torcido. Colocó ambos vasos sobre el escritorio, se quitó las gafas y las limpió con un extremo de su blusa, que llevaba por fuera de los pantalones. Llevaba ropa veraniega de color claro que contrastaba con su pelo, de un negro azulado y ligeramente ondulado.

—¿Qué estabas haciendo? ¿No te molesto?

—No, no —tartamudeó Stachelmann. Maldijo interiormente su inseguridad.

—He estado hablando con una estudiante. Creo que se llama Alicia o algo parecido. Estaba entusiasmada con tus clases.

—O me ha confundido con otro, o había bebido en la última clase —dijo Stachelmann y sonrió burlón. De vez en cuando se enteraba de que los estudiantes pensaban que sus clases eran buenas. Desde hacía años todos sus cursos estaban abarrotados. Su popularidad le halagaba, aunque ello significara mucho más trabajo para él. Sin embargo, se decía a sí mismo que eran más bien sus temas los que atraían a los estudiantes. Dos días atrás, por la noche, le había llamado a casa Alicia Weitbrecht, en apariencia para aclarar algo acerca del inminente examen. Había olvidado cuál fue su pregunta, pero no la llamada.

—Claro que sí —contestó Anne.

Stachelmann se encogió de hombros. Tomó el vaso de café del borde del escritorio y bebió un pequeño sorbo. ¿Qué querría Anne? ¿Cotillear?

—Me gustaría hablar contigo —dijo Anne—. Con calma.

Stachelmann la contempló con curiosidad. Esperaba no empezar a sudar.

—Con mucho gusto —dijo—. Cuando tú quieras.

—Bien —repuso Anne. Parecía aliviada—. ¿Entonces esta noche?

Maldita sea, pensó Stachelmann. Para aquella noche ya había concertado una cita con Ossi.

—Hoy no puede ser, lo siento. ¿Qué tal mañana?

Anne lo miró. Le dio la impresión de que una leve sombra había cruzado su rostro.

—Bien, entonces mañana —dijo ella—. En mi casa, ¿de acuerdo? Vivo a la vuelta de la esquina.

—De acuerdo —dijo Stachelmann. Sabía donde vivía Anne. Había pasado un par de veces por delante de su casa.

Charlaron un poco más acerca del Departamento y del Legendario, se lamentaron de los sufrimientos que les causaban los estudiantes desganados, y después Anne se levantó, tomó los vasos vacíos, y le sonrió alegremente.

—Me voy a aburrirme un ratito más —dijo.

Su perfume permaneció en la habitación. Olía bien.

Cuando se hubo marchado Anne, sintió el dolor en la parte baja de la espalda. Se levantó y se esforzó por ponerse derecho. Esos malditos dolores. Miró el reloj. Dentro de media hora comenzaba su clase sobre el Nacionalsocialismo 1933-39. Había elegido este tema porque esperaba que le ayudara con su cátedra. Pero hasta ahora no le había servido de nada. Esta clase era aún más popular que las anteriores. Algunos estudiantes tenían que sentarse incluso en el suelo. Y no protestaban. Stachelmann y Ossi siempre habían protestado por las malas condiciones para el estudio, pero, sobre todo, habían luchado por la revolución. Creían que todo iba unido. Se alegraba de que hoy en día los estudiantes lo vieran de otra manera. Pero, simultáneamente, sentía también un amago de desprecio. En realidad, no había conseguido abandonar del todo aquel sueño que ambos habían perseguido por entonces. Stachelmann se esforzaba con los estudiantes y éstos le recompensaban con su presencia, y, en mucha menor medida, con su esfuerzo. Alguna que otra estudiante quizá le miraba con un interés no exclusivamente académico. Alicia parecía ser uno de esos casos. Pero ella no le interesaba. No le apetecía recibir adoración y más tarde ver la consiguiente decepción. Las mujeres de verdad no se interesaban por él, en cambio, las que apenas podían calificarse como tales, lo perseguían. No podía ser de otro modo en su vida de historiador malogrado. Stachelmann se odiaba a sí mismo cuando lo asaltaban las inseguridades.

Era hora de ir a clase. Recogió su cartera, repleta de trabajos escritos. En el pasillo había bastante movimiento. De las paredes enladrilladas colgaban carteles que alababan dietas y discotecas tecno. El aula estaba llena, como siempre. Las conversaciones bajaron de volumen al entrar Stachelmann. Algunos estudiantes lo miraron expectantes cuando ocupó su sitio; su mesa no era en realidad más que una mesa corriente, como las había a cientos en las aulas. Amontonó los trabajos de los alumnos sobre ella y le pasó después toda la pila a uno de los estudiantes, que primero los miró, aburrido, para después recuperar su propio trabajo y seguir pasando los demás. El montón de trabajos se redujo cada vez más, hasta que finalmente quedaron únicamente tres; sus autores habían faltado ese día a clase. Stachelmann los recogió y guardó en su cartera y procedió a explicarles a sus estudiantes que estaba bastante satisfecho, en conjunto, con todos los trabajos. En cualquier caso, bastaban para aprobar. Así que a finales de curso sólo les quedaría el examen como posible escollo. Los oyentes recibieron la valoración de Stachelmann sin comentario alguno.

Stachelmann alabó el trabajo de Simone Wagner. Sus fuentes eran cuantiosas, la estructuración magnífica, aunque por desgracia las conclusiones muy cuestionables. Miró brevemente hacia el rincón en el que se sentaba Simone Wagner. La incomprensión se reflejaba en su mirada. Alzó la mano, y él asintió para otorgarle la palabra.

—El incendio del Reichstag no beneficiaba a nadie más que a los nazis —dijo Simone Wagner. Parecía estar enfadada—. Y había un pasadizo secreto entre el palacio presidencial del Reichstag y la sala de máquinas, a través de la cual los incendiarios pudieron entrar sin ser vistos, y más tarde huir tras provocar el incendio. La policía ignoró conscientemente pistas que iban en dirección a Goring. El jefe de policía era el mismo Goring. Y cuando se tiene en cuenta la rapidez con la que Hitler, Góring y otros dirigentes nazis llegaron al lugar de los hechos, y la celeridad con la que el decreto del incendio del Reichstag... —Se había acalorado mientras hablaba y ahora miraba a Stachelmann con ira—. Reflexione: el día 27 arde el Reichstag, y el día 28 está ya listo el Decreto del incendio del Reichstag y puede entrar en vigor. O estamos hablando de magia, o es la prueba de que el decreto ya se había redactado antes del incendio.

Stachelmann sonrió interiormente. Le agradaba que los estudiantes defendieran sus opiniones de forma tan vehemente. Era poco usual. Dejó caer sobre él el chaparrón de Simone. Cuando ésta hubo terminado, le contestó.

—No le he puesto un notable porque hubiera afirmado que los nazis fueron los responsables del incendio del Reichstag. No ha obtenido usted un sobresaliente porque no ha sido capaz de demostrar tal afirmación. Sus simpatías han redactado este trabajo, no su lógica. No hay testigos, ni tampoco fuente alguna que pueda demostrar su teoría. Así de sencillo.

Titubeó brevemente, pues no debería haber pronunciado la última frase. Se esforzó por corregir su error.

—Ha escrito usted un trabajo excelente —dijo con suavidad—. Si hubiera afirmado que parecía, por los indicios mencionados, que los nazis habían provocado por sí mismos el incendio, le hubiera dado un sobresaliente alto, si es que existiera tal nota. Incluso aunque me hubiera parecido demasiado simple tal teoría. Pero no se puede dar por demostrado lo que no es demostrable. Esa es la principal diferencia entre ciencia y política.

Se reprochó a sí mismo haberse vuelto tan sentencioso. Miró a Simone Wagner, su ira no se había disipado. Pero renunciaba a seguir debatiendo. Staehelmann se entristeció, pues no había muchos en esa clase que participaran tan activamente como ella.

Vio la mano alzada de Alicia Weitbrecht. Colgada del brazo llevaba una ancha pulsera de plata. Iba muy maquillada. No le haría falta, pensó Staehelmann. Comprendió rápidamente que Alicia sólo pretendía ganar puntos ante él. Le repitió sus mismos argumentos sin dejar de mirarle fijamente. Staehelmann le agradeció brevemente su intervención y paseó la vista por el aula por si hubiera algún comentario más. No esperaba ninguno. Un estudiante de la primera fila cuyo nombre Staehelmann no recordaba miraba fijamente la mesa que tenía ante sí, otros rehuían su mirada en cuanto se encontraban con ella.

—Bien —dijo Staehelmann. No le parecía bien. Pero, ¿qué podía hacer? El resto del tiempo comentó fallos y puntos positivos en otros trabajos y preparó a sus estudiantes para los temas que se tratarían en las sesiones siguientes. Ya sabía que no serviría de nada. Pero no hubiera sido justo no ofrecerles esa oportunidad. A veces Staehelmann creía que ni siquiera importaba si aparecía o no a dar la clase. Únicamente una estudiante comprendía lo que enseñaba. Aunque quizá debería sentirse satisfecho. En otras clases era aún peor. Qué pena; ahora Simone Wagner se había enfadado. Esperaba que no le durara mucho.

Volvió a su despacho tras la puerta verde de acero y se sentó al lado de su montaña de la vergüenza. Miró por la ventana. El tiempo veraniego le parecía falso. No cuadraba con su estado de ánimo. ¿No debería sentirse contento? Anne lo había invitado hoy a su casa, algo que ayer aún le hubiera parecido un sueño. Pero también fracasaría, estaba seguro.

Llamaron a la puerta. Apareció Alicia Weitbrecht.

—Perdone, señor Staehelmann —dijo, algo apurada.

—¿Sí? —preguntó él. Su voz sonaba brusca, aunque inicialmente había tenido la intención de ser amable.

Ella se encogió un poco.

—Quisiera hacerle una pregunta acerca de mi trabajo.

—¿Y por qué no viene usted en mis horas de consulta?

—No puedo. Me voy de viaje.

—Ahora no tengo tiempo —contestó Staehelmann con mayor amabilidad—. ¿Puede volver mañana por la tarde, hacia las cuatro? ¿Aquí, a mi despacho?

Ella sonrió. Era una niña muy hermosa. Pero no más que una niña, pensó.