Capítulo 11

Carmen vomitó a un lado de la puerta. Había retrocedido, mirando fijamente a Ossi durante un instante con la cara totalmente blanca. Parece un cadáver, pensó Ossi. Después pasó al lado de Carmen y abrió la puerta. Su mirada cayó primeramente sobre el escritorio. Estaba cubierto de sangre y masa encefálica. Los restos de la cabeza estaban de cara a la mesa, con un enorme agujero en la nuca, y el suelo estaba salpicado de una papilla roja y gris. Había un brazo apoyado sobre el escritorio, sostenía una pistola. A Ossi le llamó la atención el cañón largo. Un silenciador. ¿Desde cuándo se suicida uno con silenciador?

Volvió al pasillo, Carmen había desaparecido. Ossi marcó en el móvil el número de la comisaría y pidió que vinieran los de la policía científica y un forense. De los de urgencias puedo prescindir, pensó.

Abandonó la vivienda. Encontró a Carmen hecha un ovillo en la escalera, se cubría la cara con una mano. Cuando le oyó, la apartó.

—Disculpa —dijo—. Lo siento.

—Yo también estoy mareado —dijo Ossi—. Nunca había visto algo así.

Se sentó a su lado y le tomó la mano.

—Es un trabajo de mierda —dijo, aunque sólo era por decir algo para consolarla. Su mano estaba fría y en la frente se le acumulaban las gotas de sudor. Ossi sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamó otra vez al número de la comisaría.

—Soy Winter otra vez. Enviad una ambulancia. Rápido.

—No —dijo ella en voz baja.

—Sí, no te hagas la heroína. Aunque no te lo creas, los policías también vomitan.

Permanecieron sentados en silencio en la escalera, mientras él sostenía la mano de ella.

La policía científica, el forense y la ambulancia llegaron casi simultáneamente. El médico de la ambulancia le tomó a Carmen el pulso y la tensión y le puso una inyección.

—Para estabilizar la circulación. ¿Quiere que la lleve a casa?

Ella negó con la cabeza.

—Sería conveniente.

—No —dijo ella.

Entró en el piso de Enheim. La puerta de la habitación con el escritorio estaba abierta. Habían montado una cámara con un foco. El forense se ocupaba cuidadosamente del cadáver. Los hombres de la policía científica registraban la habitación, esforzándose por no pisar ningún charco de masa encefálica y sangre. Ossi estaba de pie en el pasillo. Carmen pasó a su lado y observó la actividad.

—¿Suicidio? —preguntó hacia la habitación.

El forense era un hombre alto y huesudo con el pelo rubio semilargo, que ya le escaseaba en la frente. Levantó los brazos.

—Puede. Puede que no.

—¿Cuándo?

—¿Cómo voy a saberlo ya?

—¿Ya está frío? —preguntó Carmen.

El forense la miró con sorpresa.

—Calculo que esta mañana, entre las once y las doce. Les daré más detalles después.

—Gracias —dijo Carmen y le sonrió.

—El primer suicida considerado —dijo Ossi—. No quería asustar a sus vecinos.

—Es posible. Vamos a preguntar a los vecinos. Quizá de todos modos alguien se haya enterado de algo.

En la puerta de entrada de la casa se había reunido un grupo de personas que hablaba en voz baja.

—El que no viva en esta casa que se marche, por favor —dijo Ossi.

Tres mujeres abandonaron la casa, una de ellas miró enfadada a Ossi. El hombre de la muleta y la mujer de la caderas anchas se quedaron y miraron a Ossi con expectación. Éste le hizo una seña a Carmen.

—¿Podrías acompañar a la señora a su casa?

Ella asintió y bajó las escaleras.

Ossi rogó al hombre que lo acompañara a su vivienda.

—Pase usted delante por favor.

En la puerta del piso había una placa de cobre; MORTIMER. El hombre condujo a Ossi al salón. Estaba sucio, como probablemente también lo estaba el resto de la vivienda. La funda del sofá sobre la que se sentó el policía probablemente había sido beige alguna vez, pero ahora era de color marrón, se podía ver la tela deshilachada y pronto aparecería el relleno. No había cuadros en las paredes, la suciedad de las ventanas de ambas ventanas impedía la entrada de los rayos del sol.

—¿Es usted el señor Mortimer?

El hombre asintió.

—¿Está usted jubilado?

—Estuve un tiempo trabajando en el exterior, pero ahora soy pensionista.

—¿En qué rama trabajaba usted?

—Seguros.

—¿Conocía usted al señor Enheim?

—¿Está muerto?

—Sí.

—¿De qué ha muerto?

—¿Le conocía?

—Más bien poco. Era mi vecino. Vivía ahí enfrente.

—¿Tenía algún contacto con él?

—Poco. De vez en cuando charlábamos acerca del tiempo o de fútbol. Nada más.

—¿Recibía el señor Enheim visitas a menudo?

—Rara vez. De vez en cuando venían mujeres. Ya sabe a lo que me refiero.

—¿Prostitutas?

Mortimer asintió.

—De vez en cuando he visto alguna por las escaleras. Tenían aspecto de putas.

—¿Conocía a alguna de las mujeres?

—No—. Mortimer sonrió. Parecía que lo lamentaba.

—¿Y alguna otra visita?

Mortimer reflexionó brevemente.

—Sí, de vez en cuando lo visitaba un hombre mayor.

—¿Podría describirlo?

Mortimer movió lentamente la cabeza.

—Estatura media, quizá uno setenta, cara muy bronceada, cejas muy pobladas, blancas.

—¿Cara bronceada?

—Sí, como si acabara de llegar de las vacaciones. O como si tomara rayos UVA a diario.

—¿Con qué frecuencia ha visto a ese hombre?

—Una vez.

—¿Pero no me ha dicho que de vez en cuando?

—Bueno, he mirado por la mirilla alguna vez cuando sonaba el timbre ahí enfrente. —Su tono revelaba que su curiosidad le parecía natural—. En esos casos veía al hombre de espaldas.

—De espaldas. ¿Entonces podría haber sido también cualquier otro hombre?

—No, siempre llevaba la misma chaqueta gris. Bueno, sí, y tenía el pelo blanco, no demasiado corto. En la nuca se le rizaba.

Ossi se preguntó con cuánta frecuencia se cambiaría de ropa Mortimer.

—¿Sabe usted cómo llegaba el hombre hasta aquí?

—En taxi.

—¿Siempre?

—Siempre, hoy también.

—¿Ese hombre ha estado hoy aquí con Enheim?

—Sí, por la mañana. He visto el taxi a través de la ventana. Y también llamó al timbre de casa de Enheim.

—¿Y llevaba también esa misma chaqueta?

Mortimer asintió.

—Pero estamos en verano. ¿Quién lleva ahora una chaqueta?

Mortimer se encogió de hombros.

—Me refiero a una americana.

—¿Oyó usted algo después de que sonara el timbre?

—No. Sí. La puerta al cerrarse cuando se marchó el hombre.

—¿Normalmente la oye?

—Sólo oigo la puerta de Enheim si estoy en el pasillo.

—¿Estaba usted hoy en el pasillo?

—No, estaba en el salón. Estaba regando mi ficus cuando oí la puerta y también pasos.

—Así que había alguien con prisas, cerró la puerta de golpe y se fue corriendo.

Mortimer asintió.

—Puede ser.

La mujer de las caderas anchas se llamaba Schmidt. Había visto poco y no había oído nada. Recordaba diversas señoras que entraban en la casa y subían al primer piso. Una vez había visto a un hombre mayor. Llevaba una americana gris. Apenas podía describirlo: estatura media, cara delgada, pelo blanco. Carmen se sentía decepcionada por el interrogatorio.

—No está nada mal —dijo Ossi—. Tampoco podemos esperar a que nos sirvan al asesino en bandeja.

—¿Y qué pasa si los compañeros de la policía científica no encuentran ninguna huella además de las de Enheim?

—Entonces nos queda el silenciador.

—Eso no demuestra que estamos ante un asesinato —dijo Carmen—. Podría haber tenido algún motivo para no querer ser encontrado de inmediato.

—¿Y el hombre de la americana? Salió huyendo de la vivienda. Me pregunto si le estaba esperando el taxi.

—Vamos a preguntar en el vecindario, hay multitud de motivos para abandonar una vivienda a toda prisa. No todos los que lo hacen son asesinos.

—Pero no en todas las viviendas de las que alguien huye encontramos un cadáver.

Abandonaron la casa en la que había vivido Enheim y comenzaron a llamar a las puertas de los vecinos.

No averiguaron nada nuevo, exceptuando la observación de una muchacha. Le comentó a Carmen que un hombre mayor con una americana gris o verde oscuro había bajado corriendo la calle en dirección al cementerio. Su cara estaba muy bronceada, lo que le había llamado mucho la atención por el contraste con su pelo blanco.

—Quizá cogió un taxi por allí. O se fue andando a la estación de metro de Kornweg. Como sea —dijo Carmen—. De todos modos deberíamos intentar encontrar al taxista a través de las centralitas. Quizá pueda acordarse alguien.

—Claro. Pero primero hagamos otra cosa. Preguntémosle a Holler dónde se encontraba hoy entre las once y las doce.

Carmen lo miró sorprendida. Parecía como si quisiera preguntarle si tomaba a Holler por tonto. O por un artista del disfraz.

—Bueno —dijo Ossi—. Nunca sabes...

—Si no has escrito ninguna estupidez en el informe, entonces Holler es un hombre alto y de apariencia juvenil. El tipo del que suelen enamorarse las mujeres. Pero aquí tenemos a un viejo de estatura media. Y probablemente un suicidio.

—He pensado que podrías conocer por fin al objeto de tu admiración.

Ella sonrió.

—Bien, pues vamos para allá. Voy a echarle un vistazo al niño prodigio.

* * *

El sábado se había recuperado un poco. No se sentía fuerte aún, pero ya no percibía las articulaciones como si fueran de goma. Podía volver a utilizar el ordenador sin temor a no acertar las teclas. En el correo encontró un email de Anne.

—Espero que no sea nada serio. Llámame.

Reunió todo lo que tendría que llevarse el lunes por la mañana en su viaje a Berlín. Buscó en la cómoda del salón su móvil, que encontró en un cajón, bajo las páginas de un periódico que había guardado; informes sobre hallazgos históricos en Lübeck y en el Mar Báltico. Esto le dio la idea de ir a pasear por la tarde a la orilla del mar.

Recorrió el camino que había seguido con Anne. Estaba repleto de gente en bañador; niños que gritaban y jóvenes que jugaban a la pelota. Se quitó las sandalias y avanzó con los pies en el agua. Las algas se le enredaban en los dedos. Un grupo de niños pasó saltando y le salpicó. Acusó el esfuerzo, pero el ligero viento le refrescaba la frente. Oía y veía toda aquella actividad como a través de una pared. Se acordó de Bohming. Primero aconsejaba a Anne que se dirigiera a Stachelmann, para después atarla a una de sus actuaciones. Stachelmann estaba enfadado. Anne no parecía demasiado desencantada en el contestador. Un par de veces estuvo a punto de marcar su número, pero no tenía sentido. Al parecer no se había resistido demasiado tampoco. Ahora investigaría para el Legendario y probablemente iría al congreso para darle un toque de belleza a la actuación de Bohming. Daba asco. Stachelmann se enfadó. ¿Por qué no le había dicho ella a Bohming que ya estaba todo reservado, incluido el hotel Haus Morgenland en la calle Finckensteinallee, a un tiro de piedra del archivo? Está claro que no quería acompañarle, ni estar a solas con él. Toda aquella amabilidad era sólo fingida para que él la ayudara a eliminarse a sí mismo. Porque ese era el plan de Bohming. Stachelmann, el perdedor, el ex historiador del futuro, debía desaparecer para dejar paso a la favorita de Bohming. Todo ello después de que ella lo hubiera exprimido, pues aún era de utilidad.

Stachelmann tropezó con un hombre y casi lo hizo caer. Sorprendido, miró a la inmensa barriga del hombre; los pelos negros le cubrían espesamente vientre y pecho. Alrededor del cuello llevaba una cadenita de oro con un colgante. Calvo por delante, el pelo de la parte de atrás le caía hasta los hombros. Stachelmann se imaginaba así a los chulos de St. Pauli. Cedió el paso al hombre que ni siquiera lo advirtió, pues miraba fijamente hacia el mar, donde dos muchachas en bikini jugaban a la pelota.

Poco antes de Seebrücke Stachelmann abandonó la playa. En el paseo marítimo se sentó en un banco, junto a una anciana, y cerró los ojos. Estaba agotado. Un fuerte ruido lo sacó de sus pensamientos. Un Golf, estacionado algo más abajo, con las ventanas laterales opacas y oscurecidas, pasó a toda velocidad por Uferstraße. Dentro, un joven tenía su brazo colgando indolentemente de la ventanilla. Stachelmann se levantó y se marchó en dirección a Scharbeutz. En el parabrisas de su coche encontró una multa. La cogió de debajo del limpiaparabrisas y la dejó caer al suelo. Había olvidado sacar un ticket de aparcamiento en la máquina. Le daba igual. Se adelantó hasta el cruce y torció allí hasta la carretera federal 432 en dirección a Itzehoe. En Ahrensbök abandonó la federal y tomó la desviación a Stockelsdorf y Lübeck. ¿Por qué tantos lugares cercanos al Mar Báltico tenían que ser tan feos?

Aparcó su coche en la calle Obertrave. En el salón parpadeaba la lamparita del contestador automático. Era su madre. Parecía triste. Quería que le devolviera la llamada. Cogió el inalámbrico y se tumbó en la cama, después marcó el teléfono de sus padres. Su madre lo cogió al primer timbrazo.

—Tu padre no se encuentra bien —dijo.

—Yo tampoco.

—Quizá no lo habéis comentado todo.

—¿Qué es lo que hay ya que comentar?

—Creo que tu padre se alegraría de poder contarte algo más acerca de ese Holler. Como te interesas tanto por ese hombre...

Stachelmann no contestó. Claro que le interesaba ese hombre.

—¿Por qué no dices nada? —preguntó su madre.

—¿Qué es lo que sabe?

—Eso te lo dirá él mismo.

—Pues dile que se ponga por favor—. Stachelmann estaba seguro de que su padre estaría sentado al lado de ella, escuchando por el mismo auricular.

Su madre dudó.

—Se ha ido a dar un paseo —dijo—. Además, creo que sería mejor que no te lo dijera por teléfono.

—Tengo que hacer las maletas para viajar a Berlín y a Weimar. Cuando vuelva os llamo —dijo Stachelmann. Le hubiera gustado saber lo que su padre tenía que decir sobre Holler. Podría haber ido a visitarlo de inmediato, pero no quiso. Su madre parecía más triste aún cuando se despidió. No había habido gritos con su padre ni ninguna pelea, ni nada de lo que usualmente solía pasar cuando se rompe algo. Stachelmann simplemente se había despedido y se había marchado a su casa. No dudaba de que también su padre había percibido la ruptura.

¿Y qué le importaba a él Holler? Sobre todo, después de la bronca del jefe de policía. De Ossi tampoco había vuelto a saber nada. Estuvo considerando si no debería llamar a Ossi. Pero después lo dejó pasar. Cogió las aventuras de Hornblower en el Caribe.

En la autopista federal 24 estaba todo lleno de coches de turistas. Pesadamente cargados, bicicletas en el techo, algunos con remolque, y caravanas. La mayor parte venían en dirección contraria, desde Berlín. Las áreas de servicio estaban abarrotadas y llenas de ruido. En la circunvalación de Berlín condujo un trecho en dirección sur y luego abandonó la autovía en la salida a Zehlendorf. Sólo le restaban unos pocos kilómetros hasta Lichterfelde. Allí se había instalado hacía algún tiempo la sede berlinesa del archivo federal. Stachelmann ya conocía algunos de sus documentos, pues tras la reunificación había hecho una excursión por edificios históricos de la RDA. Había visitado el archivo central de las SED en Wilhelm-Pieck-Straβe, que ahora se llamaba Torstraβe, en el barrio de Prenzlauer Berg, En el antiguo edificio del comité central de las SED, en la entrada de Pieck y Grotewohl, donde se había instalado antaño el instituto para Marxismo y Leninismo, se guardaban los documentos de las SED y del Partido Comunista alemán. En la planta de arriba, justo debajo del tejado, diligentes archiveros llevaban toneladas de documentos no liberados hasta entonces a los curiosos lectores. Fue una aventura para Stachelmann, pero no solamente para él. El edificio de Torstrape estaba ahora medio abandonado, y los documentos se guardaban en Lichterfelde, en el antiguo cuartel de la guardia personal de Adolf Hitler de las SS, en cuyo patio habían sido asesinados de forma indiscriminada durante el golpe de Röhm de junio de 1934 tanto los enemigos reales como ficticios del Führer. Siempre que venía hasta aquí se acordaba de esa historia.

Aparcó el viejo Golf en la calle, delante del Hotel Haus Morgenland. Era una casa antigua, amurallada, con un suelo de madera que siempre soltaba algún quejido. En la recepción rellenó un formulario, recibió la llave de la habitación y también la llave para el parking. Llevó su maleta a la entrada y luego condujo su coche hasta el parking del hotel. De vuelta al hotel, subió la maleta los dos tramos de escalera. Se instaló en una pequeña habitación que no daba a la calle, tal como había solicitado. Estiró su espalda, que le dolía, y se tumbó en la cama. Habría querido venir con Anne. Había reservado para ella la habitación contigua. Se sentía triste.

Por la mañana se tomó una taza de café. Se sentía excitado, como siempre que visitaba un archivo. ¿Cuántos misterios se ocultarían aún en las actas, entre los millones de páginas de papel? Era como una búsqueda de tesoros moderna, cien intentos, un acierto, si es que había alguno. Al menos las esperanzas de éxito eran mayores que con la bonoloto.

Stachelmann se inscribió para la sala de lectura. En la sala las sillas y mesas estaban ordenadas en filas. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas, en su mayor parte por jóvenes con portátiles, que buscaban en los archivos joyas históricas para sus exámenes. Vio también a algunos hombres mayores, que probablemente se ocupaban de su propia historia. Una vez incluso había visto a Egon Krenz inclinado sobre los documentos, preparándose para su juicio. Era una idea consoladora que a alguno de los antiguos líderes del partido y del gobierno de la RDA los indujera su conciencia a buscar en el archivo aquello que tan rápidamente había quedado completamente borrado de sus memorias.

Se alegró mucho cuando vio que uno de los empleados de la sala de lectura, que trabajaba en la sección de Marxismo-Leninismo, se acordaba de él; era un hombre mayor de elevada estatura y nariz muy grande, pero Stachelmann había olvidado su nombre. Se veía a menudo en esa clase de situaciones embarazosas. Se sintió aliviado cuando leyó el letrerito en la solapa con el nombre del hombre; el señor Bender.

—Menos mal que nos indicó usted con antelación lo que quería consultar. Hay muchas solicitudes. ¿Era el NS 3 verdad?

Stachelmann asintió.

—El NS 3, la oficina económica y administrativa de las SS, y también el NS 4.

—Acompáñeme, por favor —susurró Bender. Guió a Stachelmann hasta la gran estantería con los índices, la mayor parte encuadernados en azul. Le señaló varios tomos y en sus lomos reconoció Stachelmann las signaturas NS 3 y NS 4.

—Eche un vistazo. Aunque no se lo puedo traer todo en esta semana. Hay por ahí unos funcionarios que dicen que tienen que investigar algo, urgentemente, con prioridad, etc. Normalmente se alegra uno como ciudadano cuando la administración se esfuerza por darse prisa, pero en este caso sale usted perjudicado.

—¿A qué administración pertenecen? —susurró Stachelmann.

—Salga al pasillo —dijo Bender. Cuando hubieron abandonado la sala de lectura, Bender empezó a susurrar.

—Alguna sección de la administración de hacienda de Hamburgo. Supongo que revisión de impuestos. Sólo que los evasores ya se encuentran fuera de peligro, todo ha prescrito. Y a ver quién demanda ahora a las SS o a Pohl, su jefe administrativo, para que paguen lo que deben. —Bender rio—. Les he preguntado a ambos señores y no me han contestado. Lo único que he averiguado es que no son precisamente la amabilidad en persona. Así era antes siempre.

Stachelmann comprendió que Bender estaba molesto. De otro modo no se hubiera puesto a criticar.

—Así que he solicitado los documentos que necesito para mi búsqueda hace meses, cumpliendo con todos los plazos, y a pesar de todo no puedo acceder a los expedientes que quería ver.

—No es tan grave —dijo Bender—. La mayor parte de los documentos los podrá consultar, sólo que no todos.

—¿Y cuándo tendré acceso a los documentos que los tíos de hacienda han acaparado?

Bender abrió la boca, sus cejas se alzaron.

—No lo sé. Me temo que no lo saben ni los que los están revisando.

—¿Y qué documentos son?

—Pues, de momento, algunos de carácter económico y administrativo, y también Ns 4 Ne, es decir, Neuengamme. Han solicitado todos los documentos que pudieran estar relacionados con Hamburgo, y son muchísimos.

—Fantástico —dijo Stachelmann—. ¿Quizá pueda negociarse con ellos?

—Inténtelo, si quiere amargarse el día.

—Muéstreme a esos señores, por favor.

Bender torció el gesto, como si hubiera mordido algo agrio.

—Como quiera, no quiero ponerle trabas a su desgracia.

Se dirigieron hacia la puerta, y allí Bender señaló a dos hombres que les daban la espalda.

—Son esos dos. Pero no moleste a los demás investigadores, por favor.

Stachelmann se acercó a los dos hombres y se paró un momento a sus espaldas. Ambos tenían ante sí algunos documentos, a los que el encabezamiento identificaba como cartas y anotaciones de la administración central. El hombre que estaba más cerca del pasillo se dio la vuelta, quizá había notado que lo observaban.

—Buenos días —susurró Stachelmann—. ¿Dispone de un momento, por favor?

El hombre era calvo y de cara pequeña y estrecha. Llevaba unas gafas con montura de concha que parecía bastante pesada, casi colgando de la punta de su nariz.

—En realidad, no —le dijo—. Pero saldré un momento al pasillo.

El hombrecillo se adelantó con sus piernas torcidas y se dio la vuelta en el pasillo.

—¿Sí, dígame? —dijo enfadado.

Stachelmann se sentía molesto, por lo que su tono fue mucho más duro de lo que había pretendido.

—Me he anunciado, cumpliendo con todos los plazos, para poder consultar aquí, entre otros, los documentos que han reservado ustedes para sí. El viaje hasta aquí me ha costado tiempo y dinero.

—Lo lamento —dijo el hombrecillo—. Pero no puedo cambiar eso.

—¿Cuándo podré ver esos documentos?

—No lo sé —dijo el hombre.

—¿Podrá usted avisarme cuando ya sea posible?

—Lo lamento, eso está más allá de mis posibilidades.

—¿A qué administración pertenece usted?

El hombre se dio la vuelta y volvió a la sala de lectura.

Stachelmann salió a la calle y caminó por el antiguo patio del cuartel hasta llegar a la iglesia que ahora funcionaba como biblioteca. Aquella iglesia era una prueba de que el edificio había sido usado como academia militar durante la época Guillermina, para la élite prusiana, más tarde para las SS. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa y marcó el número de Ossi en la comisaría.

—Winter.

—Stachelmann.

—Vaya, ¿aún existes?

—Por desgracia. Oye, ¿habéis enviado vosotros a alguien a Berlín al archivo federal?

Silencio.

—¿Qué dices que hemos hecho? —preguntó Ossi.

—Enviar a gente al archivo federal para revisar documentos.

—Perdona, ¿has estado bebiendo?

—A diferencia de ti, bebo rara vez y poco.

Silencio.

—¿Algo más? —preguntó Ossi.

—No. ¿Pasa algo?

—¿Qué quieres que pase?

Sonó un clic.

Stachelmann continuó con su paseo. Tardó algunos minutos en comprender que había ofendido a Ossi; éste formaba parte de aquellos bebedores que se avergonzaba de su vicio. Stachelmann no había notado que era un tema muy delicado para el policía.

* * *

Ossi colgó y miró fijamente la pared.

—¿Qué pasa? —preguntó Carmen. Estaba sentada frente a él y tecleaba un informe en el ordenador. Sus dedos bailaban sobre el teclado.

—Nada —dijo él—. Absolutamente nada.

—Muy bien —siguió tecleando un rato—. Por cierto, ¿qué ha pasado con el informe financiero?

—¿Qué informe financiero?

—El análisis de los libros de cuentas de Holler

—¿Qué pasa, que ya te conoces de memoria todos los informes del caso?

—Soy una buena policía.

Ossi rio.

—Y modesta.

—Intento serlo —dijo Carmen.

—Mientras tanto voy a por una ronda de cafés.

Ossi volvió con el café en unos vasos de plástico.

—Steinbeißer está a punto de llegar —dijo Carmen alegremente—. Te puedes creer que el tío estaba ahí con el culo pegado a su cómoda silla de escritorio ansiando que alguien lo llamara. Un tío de la vieja escuela.

Se tomaron el café. Ossi recordó la llamada telefónica de Stachelmann y su humor empeoró.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó Carmen.

Ossi se sorprendió de lo rápidamente que se había adaptado a ellos. A veces hablaba como un camionero.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Seis. ¿A qué viene esa pregunta ahora?

—Nada, no importa. Sólo quería saber por qué eras tan bocazas.

—Pues ya lo sabes.

Llamaron a la puerta.

—Entre —gritó Ossi. Sonó enfadado, agresivo.

Apareció Steinbeißer, parecía intimidado. Miro a su alrededor como si quisiera localizar todas las fuentes potenciales de peligro, y después permaneció de pie delante de Ossi, con su gastado traje gris y su corbata gris, y guardó silencio. Llevaba un archivador debajo del brazo.

—¿Cuál ha sido el resultado de su investigación?

—Pues nada irregular; si se considera, incluso las irregularidades parecen seguir ciertas reglas.

¿Querrá tomarme el pelo?, se preguntó Ossi. Miró a Carmen, que se había dado la vuelta para taparse la boca con la mano e intentar no reírse.

—Ah— dijo Ossi—. ¿Y esas irregularidades regulares las ha investigado ya usted?

Steinbeißer asintió.

—¿Y cuál ha sido el resultado de su investigación?

Steinbeißer abrió su archivador, pasó unas cuantas páginas y después se irguió.

—Tengo aquí una lista —dijo. Abrió el cierre de metal del archivador—. Si lo desea, puede copiar este resumen de aquí.

Ossi tomó la página y la estudió brevemente. Era una especie de tabla. A la izquierda podía leerse "nombre", después, "fecha de compra", "precio de compra", "devolución", "fecha de devolución". Debajo de "nombre", ocho personas, Enheim en segundo lugar; en el cuarto, Grothe. Ossi leyó los nombres. Helmut Fleischer, Norbert Enheim, Karl Markwart, Otto Grothe, Otto Prugate, Johann-Peter Meier, Ferdinand Meiser, Gottlob Ammann.

Carmen se había tranquilizado y lo contempló con curiosidad.

—¿Y?

—Esos son los agentes que le han vendido a Holler. Ordenados por fecha de venta.

Miró a Steinbeißer.

Steinbeißer asintió.

—Bien, pues si se suman los precios de compra, son trece millones. Son dos millones más de los que había en la cuenta inicialmente, que eran once. Pero esa cantidad la puede haber reunido Holler con los beneficios de aquella época.

Steinbeißer miró sin reaccionar.

—Pero luego hay aquí una columna que no entiendo: Devolución. ¿Qué quiere decir?

Steinbeißer pasó páginas de su archivador.

—Eso quiere decir que cada uno de los vendedores le ha hecho una transferencia a Holler después de la venta. Lo he calculado, aproximadamente entre el 8 y el 12 por ciento del precio de compra. Enheim, por ejemplo, vendió su empresa por uno coma siete millones de marcos y después transfirió ciento ochenta mil a Holler.

—¿Cuándo? —preguntó Carmen.

—Siete meses después de la compra.

—¿Siete meses? Eso es mucho tiempo. ¿Por qué? —Ossi miró a Steinbeißer con severidad.

Éste sacudió la cabeza.

—Esa columna se llama devolución, pero no sé más de lo que pone en los documentos. Es bastante irregular, creo yo.

—Lo cree usted —dijo Ossi resignado—. ¿Pero no tiene alguna idea? ¿O sospecha?

—No, si no encuentro nada en la documentación, no puedo decir nada tampoco.

—Entonces alégrese de no ser policía.

Steinbeißer se encogió de hombros y se levantó.

—¿Puedo irme ya? Me espera mucho trabajo.

—Gracias por su ayuda —dijo Ossi y Steinbeißer se marchó.

—Vamos a ver a Holler —dijo Ossi.

—Un momento, voy a echarle un vistazo rápido a la lista. —Carmen cogió la lista, abandonó la habitación y después de un par de minutos volvió con dos copias—. El original se queda en el expediente, pero con las copias podemos hacer virguerías. —Le pasó uno de los papeles a Ossi, y el otro se lo llevó a su escritorio. Con un bolígrafo hizo signos después de cada columna—. La cosa en realidad está bastante clara, Steinbeißer parecerá ridículo, pero de contabilidad sabe un rato. Ha sacado esta lista tan sencilla de los libros de Holler. Yo no podría haberlo hecho. —Miró a Ossi—. ¿Y qué pasa con Enheim? ¿Qué dice el forense? —Cogió el teléfono y apretó la tecla de marcación rápida—. Con el señor Ablass, por favor. —Esperó un momento, luego habló—. ¿Qué pasa, doctor, qué hay? ¿Asesinato, suicidio, huellas? —Escuchó, y después volvió a hablar—. Vale, vamos para allá.

Le hizo una seña a Ossi para que la acompañara. En la sección forense de la clínica universitaria de Eppendorf los esperaba el doctor Ablass, sucesor del doctor Werner Hauschildt, el forense más experimentado de la ciudad, jubilado el mes anterior. Ablass era un hombre pequeño, atlético, con un fino bigote, y unas gafas redondas de cristales gruesos.

—Me alegro de que hayan venido —les dijo a modo de saludo. Les dio la mano a ambos brevemente—. Ah, es usted la nueva. —Carmen no contestó.

—La cosa está muy clara —dijo el médico—. A Enheim le pegaron un tiro.

—¿Entonces no es un suicidio? —preguntó Ossi, y se reprochó de inmediato haber preguntado.

Ablass sacudió la cabeza.

—Claro que no. Péguese un tiro sin dejar huellas de pólvora en sus manos. Quizá Enheim sí que se debería haber lavado las manos con mayor frecuencia, pero no hemos encontrado nada que nos permita suponer que se haya disparado él mismo. Y por supuesto tenemos lo del silenciador.

Ossi negó con la cabeza.

—Da igual —dijo Ablass—. Una 9 mm, yo diría que una Walther P1 o quizá una P38.

—Esa es una pistola militar —dijo Ossi.

—No sólo militar. A finales de los 50 se utilizó en el ejército y en la policía. Junto con la SIG P 210-4 o la P 49 fue la pistola estándar de la época de posguerra. La P38 sustituyó durante la guerra a la Luger 08 como arma reglamentaria de la policía. Volvió a fabricarse en el año 1957, cuando a la pistola se le añadió una culata de un metal ligero y se la llamó P1. Por lo menos es lo que dicen los compañeros de armamento. Pero, es curioso, los policías de los años sesenta y setenta iban por ahí con la misma pipa que llevaron en su día los queridos compañeros de la Gestapo. De muy buen gusto. Y por supuesto también la volvieron a llevar los policías que no aceptaron la democracia después del 45. —Ablass se sacudió ligeramente, como si hubiera mordido un limón.

—¿Puede averiguarse si la pistola procede de la época de la guerra o de los años cincuenta?

—Un momento, un momento, no tan deprisa. Pasa usted por alto que he estado suponiendo todo el rato. Hay un par de marcas en esta bala que ya he visto un par de veces en otras balas que fueron disparadas por una P 1. Pero eso no demuestra nada definitivo.

—¿Pero usted ni lo mencionaría si no tuviera una cierta seguridad, verdad?

Ablass no contestó. Carmen se mordió el labio inferior.

—¿Cuándo le dispararon a Enheim? —preguntó.

—Entre las once y las doce, con bastante probabilidad a las once y media.

—Entonces el hombre de la americana gris es el sospechoso principal.

—El único sospechoso, porque no tenemos otro —dijo Ossi.

—Tenemos que ir inmediatamente a ver a Mortimer y conseguir una descripción más detallada, un retrato robot —dijo Carmen.

Ahora me cogerá de la mano y me arrastrará consigo, pensó Ossi. Dios mío, qué acelerada está ésta.

Trotó detrás de ella, deliberadamente despacio y Carmen, impaciente, se dio la vuelta en varias ocasiones mientras caminaban hacia el coche.

—El trabajo policial se hace con la cabeza —le gritó él.

—Y a veces con las piernas. No te sirve de nada la mente más rápida si no tienes buenas piernas. ¿De qué te vale saber quién es el criminal si no puedes pillarlo porque te pesa el culo?

A Ossi le pareció que aceleraba aún más el paso. Cuando él alcanzó el coche, ella ya estaba sentada al volante con el motor en marcha. Se sentó en el lado del copiloto y ella arrancó con chirriar de ruedas.

—Sólo faltan las luces —dijo Ossi.

—Buena idea. —Puso las luces en el techo y conectó la sirena. Salió disparada en dirección a Ohlsdorf.

Conducía bien, pero a Ossi tanta velocidad le atacaba los nervios. Daba igual que un retrato robot, si es que podía llegar a elaborarse uno, se repartiera diez minutos antes o después.

—Te divierte esto —dijo.

—Un poco, sí. —Maldijo al conductor de un Opel que no se apartó lo suficientemente rápido.

—Imagínate ahora que provocas un accidente por correr tanto. El retrato robot tardará bastante.

—No va a haber ningún accidente —dijo ella.

No hubo ningún accidente. Paró con un chirriar de ruedas delante de la puerta de la casa en la que había sido asesinado Enheim.

Tuvieron suerte, pues Mortimer estaba en casa. Miró sorprendido a Ossi, sonrió después al ver a Carmen, y les pidió que entraran.

—Ha traído refuerzos —dijo—. Eso me gusta.

Dio saltitos hasta el salón con su muleta.

—Ya —dijo Ossi.

—¿Y? ¿Ya han atrapado a su asesino?

—Ahora mismo estamos buscando a un par de ellos. ¿A cuál en concreto se refiere? —preguntó Carmen.

—Un par de ellos —dijo Mortimer—. Hamburgo se está volviendo cada vez más peligrosa.

—Y por eso probablemente elegirán como alcalde a un juez pirado —dijo Carmen.

Mortimer la miró, luego sacudió la cabeza. Hilos de saliva le pendían del labio superior y caían sobre el inferior.

—Creo que eso no era sobre lo que querían interrogarme.

—Esto no es un interrogatorio —dijo Ossi—. Tenemos que pedirle ayuda. Nos gustaría que nos acompañara a la comisaría, porque necesitamos un retrato robot del de la americana gris.

—Ay, vaya —dijo Mortimer—. Pues no creo que les sea de utilidad. Apenas le vi.

—¿Pero no se cruzó con él en una ocasión?

—Sí, pero se dio la vuelta en cuanto me vio.

—¿Y eso no le pareció raro? —preguntó Carmen.

Él la miró con severidad.

—Claro que me pareció raro.

—Lo mejor sería que nos acompañara inmediatamente. Luego le vuelvo a traer a casa. —Ossi se levantó.

—¿Tiene buen café en la comisaría?

—Le traeré uno de la cantina, que no sea de la máquina. ¿De acuerdo?

Mortimer asintió, agarró su muleta y se levantó. Bajó con habilidad las escaleras, después se introdujo en la parte trasera del Passat, y Carmen los condujo a la comisaría. Una vez allí acompañó a Mortimer hacia el dibujante mientras Ossi iba a por café a la cantina. Por el camino se cruzó con Taut.

—Tenemos que hablar para compartir todos los datos que tengamos —dijo Taut—. A ver si así conseguimos algo. Digamos, esta tarde, a las seis.

—Eso es después de terminar el servicio.

—Sí. De otro modo no podremos estar tranquilos.

Ossi consiguió llevar en equilibrio tres vasos de café a la habitación en la que Mortimer le estaba explicando al dibujante qué aspecto tenía el hombre de la americana gris. Cuando abrió la puerta con el codo, Carmen le miró con las cejas levantadas, lo cual quería decir que parecía un esfuerzo inútil. O lo quizá lo contrario. Ossi soltó el café y observó a Mortimer y al dibujante. Mortimer ponía nervioso al hombre, que se advertía impaciente, una muestra de que probablemente no conseguirían nada. Lo de esperar al retrato para iniciar la búsqueda era algo de lo que se podrían olvidar. Estaba claro que el dibujante no era psicólogo, pero la fantasía de Mortimer hubiera tumbado de espaldas incluso a un loquero.

Mortimer bebió un trago de café y torció el gesto.

—¿Siempre es tan malo? —No esperó la respuesta y se dirigió de inmediato al dibujante.

—Las mejillas son más delgadas.

—Antes me dijo que más llenas.

—¿Más llenas? —Mortimer lo miró—. Más gordas. Pero ahora están demasiado gordas. Y, además, me acabo de acordar de que tenía unas cejas blancas increíblemente pobladas.

—Os dejo solos para que trabajéis —dijo Ossi.

Carmen se levantó.

—Llámame cuando hayáis terminado.

Se fueron al despacho.

—Oh, Dios —dijo Carmen—. Menuda pérdida de tiempo.

—Y a las seis tenemos charla con Taut.

—Perfecto, es lo que me faltaba.

—Parece que no te gustan tus nuevos compañeros.

—No los conozco. Y para esta tarde tenía otros planes.

Ossi no replicó. Se inclinó sobre el expediente Kreimeier. No habían avanzado nada en el caso Kreimeier, no habían avanzado nada en el caso Holler, y no habían avanzado nada en el caso Enheim. Mortimer no les serviría de ayuda. Si al final conseguían algo que se pareciera a un retrato robot probablemente podrían tirarlo a la basura. ¿Quién era el hombre de la americana? Ossi cogió el teléfono y llamó a Kurz.

—¿Habéis interrogado a los taxistas?

—Todavía no a todos. Sólo somos simples mortales y no magos. —Kurz estaba irritado.

—Tiene que ser posible encontrar a un hombre superbronceado de pelo blanco con una americana gris, que ha viajado en diversas ocasiones en taxi a Ohlsdorf a una misma dirección.

—No hay nada más sencillo.

Ossi colgó.

—Vamos otra vez a Ohlsdorf —dijo.

Carmen sacudió la cabeza.

—Eso no va a servir de nada.

—Antes has corrido como una posesa y ahora te quedas ahí sentada malgastando nuestro tiempo. —La miró enfadado. No conseguía entenderla. A veces estaba totalmente despierta, acelerada, con ganas de hacer cosas, y después, sin embargo, se volvía lenta como una tortuga. Cuando le presentaron a su nueva compañera, se había alegrado porque le pareció ágil de mente y poco complicada, y también era guapa. Pero su independencia le atacaba los nervios. Siempre quería decidirlo todo. Primero lo había soportado e incluso se había divertido, pero ahora, cayendo en el letargo, no la aguantaba. La miró, estaba como ausente con la vista fija en la pared detrás de él. Como si alguien le hubiera dado cuerda a un ratoncito de juguete, primero sale corriendo por todas partes, pero cuando se acaba la cuerda, se queda inmóvil en el suelo.

¿Y ahora qué? Tendrían que ir a visitar otra vez a todos los vecinos de Enheim, quizá encontraran a alguien que se acordara del viejo. Quizá les darían otra descripción del criminal que les condujera más lejos. Quizá ese viejo era una buena pista. ¿Tenía algo que ver con Holler? Sabían que Enheim y Holler habían hecho negocios juntos y que se trataba de un asunto poco claro. Por ejemplo, aquello de la devolución. ¿Por qué devolvería alguien parte del precio de venta? ¿Por qué Enheim y Holler no acordaron desde el principio un precio más bajo? ¿Por qué Holler no había acordado precios más bajos con todos los vendedores? ¿Por qué Enheim estaba tan cabreado con Holler?

Tenía que volver a hablar con Holler, aunque eso no resolvería los asesinatos, de eso Ossi estaba seguro. Tan seguro como que después de la reunión de aquella tarde iría a comprarse una botella de Korn.

* * *

Stachelmann dio por terminado su paseo y volvió a la sala de lectura del archivo federal. Se conformó con los documentos que le trajeron. En su mayor parte no eran nuevos para él. El fin de semana se marcharía a Weimar para ver si allí tenía más suerte. Pretendía estudiar la estructura de la administración de Pohl, de la que dependían también las empresas comerciales de las SS y los campos de concentración. Pohl era el administrador de la muerte, sin prisas, efectivo, un asesino en masa moderno. Su vida acabó en la horca. Su tumba en Landsberg, en el Lech, en el cementerio al lado de la prisión era desde entonces un centro de peregrinación de los nazis alemanes. Sus expedientes personales mostraban la carrera de un nacionalsocialista modelo; había comenzado en el ejército poco después de la primera guerra mundial y después había alcanzado la posición de Obergruppenführer de las SS. Stachelmann se dirigió de nuevo a las estanterías con los índices. Quizá podría resolver en otra parte su duda de si Pohl había deseado tomar el mando de los campos de concentración o si todo aquello se debía a una orden directa de Himmler. Después de la guerra, Pohl había negado toda responsabilidad en los asesinatos, aunque no había negado los asesinatos de judíos. Era una postura sorprendente para el que había sido responsable de los campos de concentración, al menos en los últimos años.

Stachelmann temía su afán investigador, porque a menudo le hacía apartarse completamente de su objetivo. ¿De qué le sirven a uno conocimientos que no podrá utilizar, sobre todo, si no lo puede utilizar en su trabajo para la habilitación? ¿Cómo podía llegar desde los inicios de los campos de concentración hasta Pohl, del que éstos no dependieron hasta el final? Hojeó los índices, sus pensamientos se alejaron en dirección a la montaña de la vergüenza. ¿Qué sentido tenía seguir las huellas de Pohl si ni siquiera era capaz de utilizar la montaña de documentos de Hamburgo? Había entre ellos muchas copias ya del archivo federal de Lichterfelde; algunas las había copiado por si acaso en la época en la que aterrizó en el Departamento con esa fama de estrella potencial y le pagaban todas sus copias sin protestar.

Devolvió los índices a la estantería, agarró su portátil bajo el brazo, hizo una seña al señor Bender y se dirigió a la habitación que compartía la máquina de café con las taquillas de metal. Abrió su taquilla, sacó su cartera, metió dentro el ordenador y abandonó el edificio. Hacía calor, en el cielo sólo se veían nubes blancas. Stachelmann sudaba cuando alcanzó la puerta de entrada. Devolvió su carnet de usuario y salió a Finckensteinallee. Llevaría sus cosas al hotel y después cogería el metro en dirección al Zoo para hacer allí trasbordo hacia Friedrichstraße. Daría un paseo por el Reichstag y Berlín este.

De repente tuvo la sensación de que le seguían. Como si una mirada fija le taladrara la espalda. Se paró y se dio la vuelta. Una anciana empujaba un cochecito de bebé por la acera. Un BMW en el carril contrario, conducido por un turco, al menos a juzgar por la música que el hombre escuchaba en un tono muy elevado. Stachelmann siguió caminando. Alcanzó el hotel Haus Morgenland y dejó su cartera en la habitación, después abandonó el hotel en dirección al tranvía Lichterfelde-Este. Siguió por Königsberger Straße. Había alguien detrás de él. Stachelmann se paró, dos chicas con mochila le adelantaron. Buscó con la mirada a su alrededor. Nada sospechoso. En la estación compró en un quiosco el Berliner Zeitung. Cuando llegó al andén había un tren esperando con dirección a Friedrichstraße. Se sentó en el banco del extremo anterior del último vagón, de espaldas al sentido de la marcha. Había doce o trece personas en el vagón, y ninguno parecía fijarse en Stachelmann. Desdobló el periódico y se ocupó de la vida cultural berlinesa. Quizá encontrase una película o una obra de teatro para una de las noches siguientes; no era muy atractiva la idea de pasar todas las noches en una reducida habitación de hotel con Horacio Hornblower.

El tren alcanzó Potsdamer Platz. Stachelmann decidió de repente bajarse. Ésta había sido la zona de obras más importante de Berlín.

Paseó entre construcciones de cristal y metal con los símbolos de Sony y Mercedes-Benz. Aún se sentía observado, se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Así que ahora además de ser un perdedor tienes manía persecutoria. Vete al manicomio. Quizá sea ese tu lugar y no la Torre de los Filósofos de la Universidad de Hamburgo.

Volvió a la estación. Tomó el tranvía a Friedrichstraße, se sentó de nuevo en la cabecera del vagón y observó a los pasajeros. Una anciana movía continuamente los labios como si hablara consigo misma o estuviera masticando algo. Dos jóvenes conversaban en una lengua extraña; sonaba a ruso. Estaban tan metidos en su conversación que ni percibían su entorno. Dos muchachas compartían un walkman, se sacaban de vez en cuando los cascos de los oídos y charlaban. Quizá intercambiaban opiniones acerca de las nuevas canciones de sus grupos favoritos. Daban una imagen armónica mientras hablaban y reían, y escuchando atentamente, a veces cantando. En el otro extremo del vagón, en mitad del banco, se sentaba un hombre mayor que leía un libro de bolsillo. Llevaba una americana gris y estaba muy bronceado, lo cual hacía destacar su pelo blanco.

Stachelmann se bajó en Friedrichstrape. Se sentía bien, había olvidado su miedo. Se mezcló con los turistas en el Reichstag, sus ojos buscaban los agujeros de balas de la guerra. No descubrió ninguno. Antes de la reunificación todavía podía verse la fachada agujereada cuando se pasaba con el tranvía por la frontera. Entonces la guerra aún se sentía cercana.

Stachelmann pasó la tarde en Berlín Mitte. Paseó a lo largo de la céntrica Unter den Linden, que antes era la zona más bonita de la ciudad, pero ahora estaba ahogada en el cemento y el acero de las obras de renovación. Hacía frío incluso en pleno verano. Entró de nuevo en la estación de Friedrichstraße. En uno de los puestos de comida rápida tomó un plato de pescado, después subió a los andenes. El andén estaba abarrotado de turistas y personas que salían tarde del trabajo o habían estado de compras. Paseó a lo largo del andén. Cuando llegó al final, vio en un banco cerca de las escaleras al hombre de la americana gris. El hombre leía su libro de bolsillo.

Stachelmann miró unos segundos, después continuó. Le resultaba incómodo observar a un extraño. El hombre al parecer no se había dado cuenta de nada, al menos, no interrumpió su lectura. Stachelmann caminó de un extremo del andén al otro. Se sentía inquieto, y el motivo de su visita al archivo se difuminaba. No vas a Berlín para investigar, has venido huyendo, huyendo de la montaña de documentos que tienes en casa; en realidad no necesitas los documentos del archivo. Seguro que te falta aún esto o lo otro, pero ¿cómo sabes qué es lo que te falta si ni siquiera sabes lo que tienes? ¿Tuviste que viajar a Berlín para comprender que no se te ha perdido nada aquí hasta que no sepas qué hay en Hamburgo en tu montaña de la vergüenza? Si sigues así, sólo amontonarás más estratos de documentos y aumentarás tu miseria, siendo ésta ahora ya lo suficientemente importante como para hundirte. Cuanto más elevada sea la montaña de Hamburgo, mayor el miedo de no poder dominarla. El error era intentar evitar el fracaso y sólo conseguir caer aún más profundamente en el pantano. Hasta que ya no hubiera salida.

Entonces recordó a Anne. En sus pensamientos sonreía. Poseía una sonrisa muy atractiva. Quizá en realidad no quería utilizarlo. ¿Por qué no le daba una oportunidad? Si no lo intentaba, no podría conseguir a Anne. Eso sería lo peor, pero tal como se estaba comportando, ese sería el resultado que conseguiría. Cómo se puede tener miedo al fracaso cuando ya se ha fracasado, era absurdo. Stachelmann rio por lo bajo. Tengo un par de manías, claro que sí, pero loco no estoy; aunque estoy haciendo todo lo posible por estarlo, lo cual también es un mérito. Rio, y el hombre que pasó a su lado le echó una mirada y después sacudió la cabeza.

En el banco al lado de las escaleras aún seguía sentado el viejo leyendo. No parecía percibir nada de lo que ocurría a su alrededor. Reanudó su paseo por el andén. Pasó delante del banco en el que estaba sentado el viejo. Stachelmann se acercó al borde del andén y miró a ver si llegaba el tren que estaba anunciado. Se sintió impaciente. Quería, por fin, ocuparse de sus cosas. Vio los faros del tren, dos puntos, y después también los vagones iluminados por dentro. El tren se acercaba deprisa. Ahora chirriarían los frenos. En ese momento algo le golpeó la espalda. No con demasiada fuerza, pero la suficiente como para hacerle perder el equilibrio. Se sintió arrastrado hacia abajo, a las vías. Agitó los brazos, dobló el torso hacia atrás. El tren estaba muy cerca. Stachelmann cayó sobre la vía. Paralizado, aún vio a una mujer taparse la boca con la mano. Tenía los ojos muy abiertos. Después escuchó un grito, muy lejos. ¿Había gritado él mismo? Alguien le miraba, un anciano con el pelo encanecido y una americana gris. Stachelmann lo vio como a través de la niebla. El hombre le sonrió desde su cara bronceada.

* * *

Estaban todos en el despacho de Taut. Kamm y Kurz fumaban, Ossi tosió y se encendió también un cigarrillo. Taut estaba sentado detrás de su escritorio inescrutable como una esfinge. Observaba con esos ojos pequeños dentro de una cara gruesa a sus compañeros, pero callaba. La puerta se abrió, apareció Carmen, respiraba aceleradamente.

—Perdonad, tenía que comprar un par de cosas. Cuando terminemos aquí ya estarán cerradas las tiendas.

Taut gruñó algo.

—Empecemos —dijo—. ¿Alguien quiere empezar?

Nadie dijo nada.

—Como siempre —dijo Taut, como si no fuera su trabajo en calidad de jefe dirigir la discusión—. Así que tenemos dos casos, el de Holler y el de Enheim, y una compañera muerta, atropellada. En los casos Holler y Kreimeier no tenemos pistas, en el de Enheim contamos con un testigo no muy bueno. Existe incluso un retrato robot. —Taut miró a Ossi.

—Es verdad, tenemos un retrato robot y una descripción. Kamm y Kurz —Ossi señaló con el dedo a sus dos compañeros— están interrogando a todos los taxistas desde ayer. Al parecer el sospechoso llegó en taxi, quizá se volvió a marcharen taxi también, aunque esto último lo ignoramos. Se trata de un anciano, de pelo encanecido, algo largo y rizado en las puntas. Llevaba una americana gris.

—Tenemos que pensar si vamos a enseñar la descripción y el retrato a los medios —dijo Kamm.

—¿Por qué no? —dijo Carmen.

Ossi sintió ganas de decirle que cerrara el pico durante la media hora siguiente.

—La descripción es mala —dijo, en lugar de eso—. Y es dudoso que el retrato se parezca realmente al hombre que visitaba a Euheim de vez en cuando. Si empezamos a buscar basándonos en un retrato robot con el que quizá coincidan otras cien personas, y no sólo el sospechoso, en el mejor de los casos haremos el ridículo, y lo más probable es que nos agobien con llamabas estúpidas.

—Mejor que nada —dijo Kamm.

—Yo también lo creo —dijo Kurz—. Posiblemente el "Comisario Suerte" nos ayude.

—Ese no viene nunca por aquí —dijo Carmen.

—Muchas gracias por tan inteligente observación, querida compañera —dijo Taut—. Lo haremos. Utilizaremos el retrato robot y la descripción, pero diremos que estamos buscando un testigo, con lo que quizá evitemos las estupideces más gordas. El hombre con la americana gris es oficialmente un testigo, y ya está. Otra cosa es cuando le tengamos. No contamos con nada más, no quiero repetiros lo que me ha susurrado al oído el jefe esta mañana. Y más tarde tengo una cita con Schmidt. Con esta búsqueda al menos conseguimos disminuir la presión. Contentamos al jefe y al concejal de interior y seguimos trabajando un ratito más sin que nos molesten. Y quizá con el retrato y la descripción adelantemos algo de verdad, aunque más bien comparto tu escepticismo, Ossi. La agente Hebel y tú debéis visitar de nuevo a Holler. Aunque sea un callejón sin salida, quiero saber todo sobre la lista de las devoluciones de Steinbeißer. —Kurz rio por lo bajo—. Kurz y Kamm; seguid con el tema de los taxistas. Yo me ocuparé de la investigación.

Ossi no dijo ni una palabra mientras conducía a Carmen a casa de Holler. Carmen se esforzaba por mantener una conversación, pero Ossi estaba enfadado. Le molestaba su forma de ser, tan ruda. Además, quería ser siempre el centro de atención, lo sabía todo mejor que nadie, siempre era la más lista. Lástima, porque al principio le había apetecido hablar con ella. Advirtió que ella se estaba reprimiendo un poco, al menos le había dejado conducir.

—Tengo curiosidad por ver cómo es "el hombre perfecto" —dijo. Hacía como si no se apercibiera del mal humor de Ossi.

Ossi calló.

—Hasta ahora sólo conozco a Holler a través del expediente. Y ahí se le pinta estupendamente. Y la foto tampoco está mal. Tiene buena planta.

Cuando Ossi aparcó delante de la oficina de Holler, Carmen silbó por lo bajo.

—El tío apesta a dinero. Eso lo diferencia de Jesús.

—Parece que eres experta en Jesús —se le escapó a Ossi.

—Más o menos —dijo ella—. Las clases de religión no han sido en vano.

—Y seguro que también eres una santa.

—De eso estoy convencida. —Lo dijo casi con alegría.

Ossi entró primero en la recepción. La recepcionista estaba vestida elegantemente, tan elegantemente que Ossi se preguntó si por debajo estaría hecha de porcelana. Al menos se movía; les marcó el número de la oficina de Holler.

—Ahora vendrá alguien a buscarles —dijo. Su voz tenía acento sajón, lo cual no concordaba con el aspecto de la mujer. Ossi sintió ganas de reír. Carmen lo miró inquisitiva. Él le hizo una seña tranquilizadora.

—No les esperábamos —dijo la secretaria de Holler—. Pero han tenido suerte. Doble suerte. El señor Holler está aquí, y además dispone de diez minutos para ustedes. —Se adelantó hasta los ascensores.

Holler se levantó y les salió al encuentro cuando entraron en su despacho.

—Buenos días, señor Winter, espero que tenga buenas noticias. Creo que no conozco a su compañera.

Ossi le presentó a Carmen como sustituta de Ulrike Kreimeier.

—Ah, sí, la agente de policía que falleció tan trágicamente —dijo. Su cara mostraba aflicción.

—La compañera que fue asesinada —dijo Ossi secamente.

Holler les ofreció a Ossi y a Carmen asiento en el sofá de su despacho.

—¿Qué les trae por aquí?

—¿Dónde estaba usted el 16 de julio, eso es, el lunes, entre las 11 y las 12?

Ossi se enfadó, ya se le había adelantado de nuevo. Pero había planteado la pregunta adecuada.

—¿A qué se debe esa pregunta?

—Conteste por favor —dijo Ossi.

Holler fue hasta su escritorio y apretó una tecla de su teléfono.

—Señora Mendel, venga un momento, por favor, y traiga mi agenda.

La puerta se abrió, y apareció la señora Mendel con una agenda en la mano, grande y encuadernada en negro.

—¿Dónde me encontraba el 16 de julio entre las 11 y las 12?

La señora Mendel pasó páginas.

—Estaba usted en Alten Wohr inspeccionando un inmueble —dijo.

—¿Solo? —preguntó Carmen.

—No, con el vendedor, el señor York.

—¿Estuvo todo el tiempo sin interrupción con el señor York?

—Sí —dijo Holler—. Llegó a las nueve y volvió en torno a las catorce horas a Frankfurt. —Se dirigió a la señora Mendel—. Deles al señor Winter y su compañera la dirección y el número de teléfono del señor York. —Miró a Ossi—. Lo pensaba pedir usted, seguramente.

Ossi asintió.

—¿Puedo preguntar por qué quiere usted saber dónde estaba a esa hora?

—El señor Enheim fue asesinado.

—Sí —dijo Ossi—. Asesinado.

—En el periódico he leído algo de suicidio.

—Se trata de un asesinato.

Holler se echó atrás en su sillón.

—Eso es terrible. Yo conocía a Enheim. No bien, pero me había confiado su empresa.

—La compró usted por uno coma siete millones, menos la devolución —dijo Carmen.

—¿Devolución? —Holler tenía aspecto de no entender nada. Después sonrió fríamente—. Ah, ya —dijo con calma—. Había algunos defectos, y no se vieron hasta después de la compra. Enheim y yo llegamos a un acuerdo.

—¿Qué clase de defectos?

—Intento acordarme de los detalles —contestó Holler. Su frente mostraba arrugas—. Enheim poseía un terreno con una casa y ésta estaba en un estado lamentable, hongos en el tejado, moho en el sótano. No me había informado de ello. Eso por una parte. Y por otra, su fichero de contactos no valía nada.

—¿Qué fichero?

—Mire, un agente no es propietario de nada, aunque a veces ocurre que los agentes compren o posean inmuebles. Como Enheim, por ejemplo.

—O como Holler, por ejemplo —dijo Carmen.

—Como Holler, por ejemplo —dijo Holler—. Normalmente vivimos de alquilar o vender pisos o casas. Cada agente da por ello la máxima importancia a crearse un fichero de compradores, vendedores, gente que busca una vivienda y gente que alquila. Su trabajo consiste en unir ambos grupos y coordinar los intereses de ambos. Los agentes creamos armonía donde hay intereses totalmente opuestos. Los que ofrecen alquileres quisieran duplicar el precio, los que van a alquilar, pagar si acaso la mitad. El vendedor pide un precio increíble, el comprador lo intenta todo para bajar el precio. —Habló con calma, con voz profunda.

También hubiera sido un buen médico, pensó Ossi. Uno en el que confían los pacientes. O un buen estafador, engañando con las palabras.

Holler calló, pareció pensar.

—El valor de una agencia inmobiliaria —continuó— es igual al valor de su fichero. Nuestro capital son los contactos. Cierto, de vez en cuando compramos nosotros mismos si no podemos resistirnos a alguna oferta. Pero eso es excepcional. Tengo que confesar que como propietario de inmuebles no obtengo tanto éxito como en calidad de agente. Como propietario hay que ser duro, iniciar embargos, subir alquileres, cosas todas ellas que son más que desagradables. En los dos edificios de pisos en alquiler que poseo en Altona aún no he subido el alquiler. Me temo que algunos de los que viven allí ya hubieran sido expulsados en otro lugar. Regalo horas de alquiler mes a mes y al final las deudas son tan elevadas que no sé cómo esa pobre gente va a poder pagarme. Ya puede imaginarse cómo acaba todo esto.

De verdad es algo así como un santo, pensó Ossi.

—Le han devuelto a usted dinero de todas sus compras, casi siempre tras un par de meses —dijo Carmen.

Holler se sorprendió.

—Es posible. Entonces es que en todos los casos habría defectos, de la clase que fuera. El defecto principal de Enheim no era el triste estado de su inmueble, sino el hecho de que su fichero no estaba al día. En realidad estaba arruinado cuando me vendió la agencia. El fichero no valía nada. Si recuerdo bien, no pudimos aprovechar ni un solo cliente para nuestro propio fichero. Lo que me quedó entonces fue una casa en ruinas.

—Pero es poco común que después de la venta vuelva a haber intercambio de dinero.

—Eso es lo que cree usted, hay un plazo legal de reclamación. En ese plazo mi gente comprueba todo lo que compro. A veces me dicen: "jefe, ha sido usted un poco inconsciente". Y me temo que mi gente tiene razón. Son buenos empleados.

—¿Entonces es normal que haya intercambio de dinero después de la venta en negocios inmobiliarios? —Ossi retomó la pregunta de Carmen.

—En mi caso sí.

—¿Podría darme por favor la dirección de sus dos edificios de alquiler en Altona? ¿Son los únicos que posee?

Holler miró a Ossi y a Carmen como si quisiera preguntarles a qué venía eso ahora. Pero no preguntó, sino que llamó a la señora Mendel.

—Por favor —dijo, cuando apareció—, apunte las direcciones de nuestros edificios de Altona y también del bloque de apartamentos en Alsterblick y déselas a estos dos agentes. —Se dirigió a Carmen—: Cuando se marchen, por favor, recojan las direcciones de la señora Mendel.

La señora Mendel desapareció.

Ossi se levantó.

Holler permaneció sentado.

—¿Puedo preguntar si están resolviendo los asesinatos de mi hija, mi mujer y mi hijo, o prefieren seguir ocupándose de mis finanzas?

—Encontraremos al o a los asesinos antes o después.

—Es decir, después —dijo Holler con aspereza.

—Quizá algo más tarde —dijo Ossi—. Pero hacemos todo lo que podemos.

—Ahora mismo parece que no. Están investigando la muerte de su compañera, como se llame, el asesinato de Enheim y mis finanzas.

—Quizá todo esté relacionado —dijo Carmen.

—¿Cuánto hace que es usted policía?

Carmen se levantó. Le hizo una seña a Ossi.

—Nos vamos.

Ossi la siguió. Cuando abrieron la puerta al antedespacho, la señora Mendel tenía una nota en la mano y se la ofreció en silencio a Ossi.

Ossi se sentó en el lado del conductor. Carmen lo miró unos instantes.

—¿Por qué no arrancas? —preguntó.

Ossi marcó el número de Homicidios en su móvil.

—¿Señora Kurbjuweit? —preguntó. Era increíble que la secretaria de la Homicidios insistiera en no identificarse al teléfono. El móvil tenía poca cobertura y Ossi no acababa de reconocer la voz—. Sobre mi escritorio hay un archivador a nombre de Holler. Encima del todo hay una lista con unos cuantos nombres y direcciones. Por favor, coja la lista, busque los números de teléfono de esos señores y llámeme después al móvil. —Cortó la comunicación.

—¿Y eso?

—¿Pero de verdad te has creído el rollo ese de los defectos y la devolución? Con la gente a las que alquila inmuebles, utiliza el sermón de la montaña, y a los que le venden en cambio les aprieta las tuercas. Eso no me cuadra.

—¿Y si cuando les preguntes, todos los de la lista te dicen que sí, que había motivos para la devolución, qué haces? ¿Les dices que no puede ser, que es raro? Esto es una pérdida de tiempo. Mejor vamos a buscar al viejo que parece venir de Canarias.

Estaba enfadada, aunque Ossi no entendía por qué.

—Tú te puedes ir a la comisaría, si tanto te apetece— dijo Ossi. La despidió con un gesto de la mano—. Vete, que no hay problema, ya interrogaré yo a los agentes inmobiliarios. Así nadie se me meterá en la conversación mientras pregunto.

Ella abrió la puerta del Passat y salió sin ni siquiera mirarlo.

Sonó el móvil de Ossi mientras veía marchar a Carmen y la señora Kurbjuweit le dio cuatro números de teléfono, los restantes no los había podido localizar porque los nombres eran demasiado frecuentes. Ossi decidió llamar primero a Otto Prugate. Tardaron mucho en descolgar.

—¿Sí?

—¿El señor Prugate, Otto Prugate?

—¿Con quién hablo?

—Comisario Winter, Homicidios.

Silencio.

—¿Sigue usted ahí?

—¿Qué quiere de mí la policía de Homicidios?

—¿Puedo hacerle una visita?

—Sólo si me dice de qué se trata.

—¿Conoce usted al señor Holler?

—A ese cerdo, sí.

—¿Sigue viviendo usted en la calle Sprützwiese?

—Ese cerdo. Ya no tengo nada que ver con Holler, ni el conmigo.

Ossi condujo hasta la Sprützwiese, en la zona de Lurup. Había árboles en las aceras y niños jugando. La casa número 9 estaba totalmente cubierta de hiedra, con huecos para que las ventanas quedaran libres. Ossi apretó el botón del timbre con el nombre de Prugate. Sonó el portero y la puerta se abrió. Un hombre alto y calvo le estaba esperando. Sudaba. Le rogó que pasara a la cocina, que estaba dispuesta de forma muy sencilla y funcional. Al policía le recordaba a la cocina de Ikea que le había comprado hacía años a su mujer. La silla que Prugate le había ofrecido estaba coja, Ossi se esforzó por sentarse sin caerse. En la máquina de café había una jarra de cristal llena de líquido. Buscó con la mirada un cenicero, no encontró ninguno, y enterró sus ansias de cigarrillo para acompañar el café. Prugate no le preguntó, sino que colocó directamente dos tazas y dos platillos con el borde dorado sobre la mesa, además de una lata de leche condensada y un bote de hojalata con terrones de azúcar, empaquetados individualmente en papel. Prugate sirvió el café. Señaló con el dedo el azúcar y la leche, y Ossi cogió dos terrones de azúcar.

—¿Por qué Holler es un cerdo? —preguntó Ossi.

Prugate tenía una arruga sobre la nariz.

—A veces soy algo impulsivo, se me ha escapó.

—Dos veces —dijo Ossi.

—¿Dos veces qué?

—Se le ha escapado dos veces. Una vez, pase, pero a la segunda ya me lo tomo en serio. Para decir en repetidas ocasiones que alguien es un cerdo, ya tiene que haberle hecho cosas. Lo está usted insultando.

—¿Quiere acusarme de algo?

Ossi negó con la cabeza.

—Sólo quiero saber por qué lo dijo.

—Me estafó.

—¿Cómo?

—Me compró mi empresa y después no le valió.

Ossi se puso nervioso, pero tuvo cuidado de no sobrecargar la silla.

—¿Qué quiere decir con "no le valió"? —preguntó.

—Pagó el precio de venta y luego puso la mano.

—¿Quizá pueda contarme toda la historia desde el principio?

Prugate le miró sorprendido y calló.

—¿Qué significa puso la mano? —preguntó Ossi.

—Quiere decir que me exigió dinero.

—¿Por qué?

—Por supuestos defectos.

—¿Qué clase de defectos? —Ossi hizo como si no hubiera nada que le hiciera perder la calma. Hablaba con Prugate como con un anciano desvalido, había notado que era el modo adecuado de tratar con él.

—Se quejó del fichero.

—¿El fichero de clientes?

—Exacto.

—¿Y cuál era la queja?

—Que no valía nada.

—¿Estaba anticuado?

—No, yo siempre me he preocupado mucho de mantener un fichero actualizado.

—Entonces Holler no tenía motivos para exigir ninguna devolución.

—Ninguno. Pero lo hizo.

—¿Y usted pagó? ¿Por qué?

—Me amenazó con llevarme ajuicio o darme mala fama entre los compañeros. Para decirlo con claridad, me chantajeó.

—Con un juicio no se puede chantajear a nadie —dijo Ossi—. Si es cierto lo que me dice, Holler hubiera perdido el juicio. Y usted, en cambio, no hubiera perdido dinero.

—¿No entiende que un viejo como yo no quiera ir a juicio? Probablemente además tendríamos que haber pasado por apelaciones...

—Eso lo entiendo —dijo Ossi, sin creer ni una sola palabra—. ¿Y de cuánto dinero estamos hablando?

—De ciento sesenta mil marcos. Y después añadió que debía de estar contento de que no me exigiera todo lo que había pagado y me denunciara por estafa.

—¿Quizá no estaba del todo equivocado? —dijo Ossi.

Prugate lo miró con los ojos muy abiertos. Una gota de sudor cayó desde su nariz hasta la comisura de la boca.

—¿Se trataba sólo del fichero? —preguntó Ossi.

—No sólo, aunque esa era la queja principal. También le puso pegas al estado de la casa que le había vendido. Era vieja, necesitada de reformas, pero eso ya se lo había comentado yo previamente. Y a él no le había importado. Le daba igual, porque de todos modos quería derribarla y volver a construir. Pero después de medio año se dio cuenta de que la casa estaba necesitada de reformas. Dijo que con eso conseguiría condenarme en un juicio, sin tener en cuenta lo del fichero.

—Es decir, que Holler ya sabía antes de la compra que la casa estaba fatal y quería derribarla.

—Sí.

—Negó que antes de pagar hubiera dado igual el estado.

—Dijo, y me acuerdo perfectamente, que cómo iba a demostrares, porque ante un juez sólo tenían validez los contratos. Y ahí no ponía nada de una casa en ruinas. Y después se rio.

¿Por qué sudaba tanto aquel hombre? Ossi estaba seguro de que Prugate se encontraba bajo presión. El negocio o la estafa habían tenido lugar hacía más de veinte años. Algo no encajaba, pero ¿qué?

Carmen estaba sentada ante su escritorio y no levantó la mirada cuando él entró en el despacho. Estuvieron sentados en silencio durante largo tiempo.

—Lo lamento —dijo Ossi. No lo lamentaba, pero no soportaba tanto silencio.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Carmen.

—He estado pensando sobre ese Prugate. Hace unos veinte años lo timaron, o al menos él lo cree así. Y está tan cabreado como si hubiera sido esta mañana. Algo no cuadra.

—Quizá. Algunos viejos son raros. Viven en el pasado. Puede ser que esté enfadado por este asunto como si hubiera tenido lugar ayer porque para él fue ayer.

—Muy rebuscado —dijo Ossi—. Me parece demasiado traído por los pelos.

—Pero no por eso ha de ser falso. La mentira no se diferencia de la verdad porque sea más compleja.

—Ahora se me vuelve filosófica —dijo Ossi en voz baja.

Carmen rio.

—Ya estás maldiciendo al destino que me ha traído a este despacho.

—Y maldigo más aún el destino que ha decidido asesinar a Ulrike. Y dentro de poco nos maldeciré a todos nosotros porque no avanzamos nada y no logramos nada. Dan ganas de vomitar.

Carmen calló.

—Lo siento —dijo después.

—¿Qué?

—Lo de Ulrike. No se te nota, pero tienes que echarla de menos.

—Sí.

—No es culpa mía. Si fuera por mí, Ulrike estaría todavía viva y yo andaría de patrulla por Ochsenzoll.

—¿Ochsenzoll?

—O en la Reeperbahn. ¿Te gustaría más?

* * *

Se sentía como si se estuviera deslizando por las vías. O como si alguien le obligara a recorrer siempre el mismo trayecto, como si fuera una marioneta. Hacia Adlerstraße. En ningún otro lugar el pasado estaba tan presente como aquí. El hombre es su pasado. El pasado es real, mientras que el futuro sólo una promesa o también una amenaza, según como venga. Le sorprendía que nadie se le hubiese acercado aún. Semana tras semana se situaba ante la casa número 17 y la observaba. Un comportamiento extraño, pensó. Tendría que haber llamado la atención. Pero quizá hacía tiempo ya que la gente sabía quién era él.

En este lugar siempre recordaba cuál había sido el comienzo de todo, porque comenzó ahí, mucho antes de noviembre del 38. Aparecieron dos hombres, se acordaba muy bien. Uno llevaba un uniforme negro, el otro un abrigo de cuero. El del abrigo de cuero inicialmente fue amable. Se sentó en el salón a la mesa. Kohn se acordaba perfectamente cómo sus padres primero no supieron cómo entender aquella visita, después lloraron. Su padre gritó, después lloró de nuevo. Su madre le envió a su habitación. No olvidaría el miedo en su voz. Él se acercó a la puerta de su habitación y escuchó, no entendía mucho, pero sonaba todo horrible. De pronto se abrió su puerta. Ambos hombres entraron y lo examinaron todo.

—Bonito —dijo el del abrigo de cuero—. Muy bonito todo. —Se dirigió a la ventana. Cuando regresó a la puerta, pisó el coche de juguete que le había regalado su padre. Un Maybach, rojo, de hojalata. El hombre ni siquiera se dio cuenta de que le había destrozado el coche. Leopold no fue capaz de decir nada, debido al miedo. Se oía el llanto de su madre proveniente del salón. Los dos hombres pasaron a las demás habitaciones.

—Bonito —decía el hombre del abrigo de cuero—. Bonito de verdad.

—¿Por qué nos lo quita todo? —Era la voz de su madre. Llanto, ira, desesperación.

—Le damos buenos marcos alemanes por ello. Alégrese de que no le confisquemos la casa sin más. Tendríamos derecho a ello. Pagamos por algo que podríamos obtener gratis. Somos generosos. —Kohn había reunido retazos de la conversación en su recuerdo—. Somos generosos. —Habían dicho eso—. Somos generosos.

Las autoridades les asignaron a los Kohn una minúscula vivienda de alquiler en Schlachterstraße, cerca del Großneumarkt. Allí vivían otros judíos a los que les había sucedido algo parecido. Algunos de los padres estaban en la cárcel de Neuengamme.

Kohn no sabía cuándo había surgido la idea de enviarlo a Inglaterra. Fue después de la noche de los cristales rotos. Su madre se enteró de que estaban enviando a niños a Inglaterra y no dudó en apuntar a Leopold para el transporte.

—Para que por lo menos se salve uno de nosotros —dijo. Leopold no entendía qué querría decir. Volvería a ver a sus padres, ¿por qué no habría de ser así?