“El Elegido”

 

 

―Ya veo que no se me olvida con facilidad ―comentó sarcástico―. Pensasteis que habíais acabado conmigo en vuestra última visita.

Arrastró con extrema violencia a la víctima hacia donde se encontraba su pareja, maniatado e impotente, sufriendo en sus propias carnes cada tortura soportada por la mujer.

―Bianca… ¡Amor mío! ―susurró destrozado.

―Giulio!...Mia vita!―sollozó ella, incapaz de mantener las lágrimas a la vista del amado.

―¡Qué enternecedor! ―exclamó Gian Pietro con cínica sonrisa―. ¡Míralo bien! Sucia ramera. Goza de su presencia porque pronto no será más que un cadáver, al igual que todos vosotros.

Bianca se revolvió indignada, cual leona herida, y consiguió soltarse de un brazo. Sin permitir reaccionar a su opresor le dio un fuerte codazo en el bajo vientre que lo hizo inclinarse y retorcerse de dolor. Ella, al quedar libre, intentó acudir en ayuda del pintor.

―¡Detenedla! ―ordenó el fingido oficial con voz apagada por el dolor, doblado sobre sí mismo―. ¡Que no escape!

Poco disfrutó de tan fortuita libertad, uno de los hombres que sujetaba al pintor volvió a maniatarla antes de que lograra liberar al preso.

―Pagarás cara tu insolencia, zorra mujerzuela. Pero antes quiero que disfrutes con la muerte de tu amante.

Julio seguía intentando liberarse, sin dar tregua a sus captores, sin parecer importarle el arma que apuntaba directa al corazón.

―¡Matadlo! ―ordenó furioso Paulo IV, luego de incorporarse, no sin gran esfuerzo.

―¡Detente! No puedes hacerlo y lo sabes ―intervino Michelangelo―. Su vida está ligada a la tuya. Si muere tú morirás con él.

Gian Piero lo miró con fiereza. Los ojos, inyectados en sangre, semejaban despedir fulminantes rayos que, unidos a las facciones desencajadas por el dolor y la ira, otorgaban al rostro un aspecto desagradable y colérico, casi diabólico.

―¡¡Quieto!! ―ordenó al subalterno que apretaba la pistola sobre el pecho de la inmovilizada víctima, indeciso ante el reciente comentario del escultor―. ¡No dispares!

Subió de nuevo los escasos escalones que elevaban el altar sacro del vasto suelo de la sala y volvió a coger el documento que había quedado abandonado momentos antes, tras la inesperada entrada del Elegido. Una vez retirada la ancha cinta roja que permitía se mantuviera cerrado sobre sí mismo, extendió con reverencial lentitud el temido manuscrito sobre la fría base marmórea del ara sacramental.

―¡No lo hagas! ¡Detente! ―gritó Julio que intentaba sacar fuerzas de su propia desesperación mientras arrastraba a los hombres que lo sujetaban hacia la zona del altar―. Una vez que hayas iniciado su lectura no habrá vuelta atrás.

―¿Crees que no lo sé? Eso es precisamente lo que busco ―contestó el napolitano tras levantaba la vista del escrito―. Llevo años a la espera de este preciado momento. Durante siglos me mantuve invernando en el vacío de dos mundos paralelos y dispares. No es agradable sentirte vivo en la muerte, aunque es mucho peor saber que estás muerto en la vida. El bastardo de tu amigo ―insultó, tras señalar con gesto despectivo a Michelangelo que escuchaba atento sus palabras, sin perderlo de vista―. Ese vulgar cantero, hijo de la fornicadora Florencia, cuna de los más deplorables vicios que puedan llegar a dominar el espíritu del hombre, fue el culpable de mi exilio. Él y sus asquerosos compañeros I Spirituali robaron el manuscrito de mis arcas privadas, lo que me impidió lograr mis propósitos.

»Tuve que esperar varios siglos hasta que arribara el instante de mi venida. Por fin llegó el ansiado momento el 28 de Junio de 1914.

―¡El estallido de la Gran Guerra! ―exclamó Julio que buceó en los recuerdos de sus años estudiantiles―. ¿Tú estuviste allí?

―¿Quién piensas que la inició? Los asesinatos de Sarajevo fueron preparados con mimo y minuciosidad, pero, por desgracia, no eran lo suficientemente importantes como para levantar en armas al resto de naciones. Solo cuando desaté los ocultos poderes aquí encerrados. ―Señalaba con el índice el fatídico documento―. Los horrores de la guerra y la desolación arrasaron el mundo al convertirlo en campo de batalla de egoísmos y pasiones, en el que el hermano luchaba contra el hermano, el padre contra el hijo y el dolor y la desolación habitaban pueblos y ciudades.

»Por desgracia, no era llegada mi hora y aquel espectáculo de muerte asustó a los supervivientes que, diezmados y acobardados, decidieron firmar el armisticio en contra de mi voluntad.

―¿Tú fuiste… ? ―quiso saber Julio.

―El Emperador Guillermo II de Alemania.

―Uno de los máximos responsables de la masacre mundial ―comentó Bianca pensando en voz alta.

El joven artista no dejaba de observar al adversario, atento en todo momento a sus gestos y movimientos. Intentaba con la charla desviar su atención del manuscrito que aguardaba, extendido sobre la mesa de piedra, el inicio de la fatal lectura. Miguel Ángel, por su parte, tampoco apartaba la mirada del temido documento, había comprendido la jugada del pupilo y no veía el momento de librarse del fuerte abrazo del molesto guardia y saltar, cual felino hambriento, sobre el papel.

―Si me hubieran dejado seguir adelante no estaríamos hablando en este momento, pero tuve que sucumbir a las presiones ante la pérdida del manuscrito.

―¿Perdiste el manuscrito? ―preguntó Julio, sin disimular la satisfacción que aquello le producía.

―Algún desgraciado malnacido me lo robó. Estoy casi convencido de que fue alguien de mi propio servicio personal, pero nunca llegué a saberlo. Ante la duda, ordené fusilar a todos mis sirvientes, incluidos niños y mujeres para que sirviera de ejemplar escarmiento. Luego ―prosiguió, complacido por la cara de desagrado y asombro que reflejaba su enemigo―, hice que pareciera un acto de guerra, por lo que ordené se llevaran los cadáveres a las zonas del frente y se mezclaran entre los millares de muertos que aún permanecían insepultus.

―¡Santo Dios! ―Bianca sentía náuseas en el estómago ante el solo pensamiento de tan horrible espectáculo.

El falso oficial bajó la mirada, con intención de concentrarse de nuevo en la lectura del documento.

―Y ¿cuál fue la siguiente ocasión en que te reencarnaste en otro? ―preguntó Julio con rapidez, evitando así el inicio de la lectura .

―Yo no me reencarno ―objetó ofendido―. Solo tomo un cuerpo prestado con el que cohabito, dirigiendo sus actos y pensamientos en ocasiones especiales; durante el resto de sus mezquinas vidas no dejan de ser simples mortales, influenciados por los incontrolables deseos y las más bajas pasiones como cualquier otro.

»En esa oportunidad sí creí que había llegado el crucial momento. Las furias desatadas fueron tan intensas y devastadoras que estaba convencido de haber llegado al final de mi camino. ―Volvió a centrar su atención en el papel―. Pero sufrí una nueva decepción y, en esta ocasión, más dura si cabe que la primera.

―¿Cuándo ocurrió eso? ―preguntó Bianca dominada por la curiosidad, vencido por un momento el miedo.

―El 1 de septiembre de 1939 ―interrumpió Michelangelo con voz apagada y la tristeza en el corazón―. Con la invasión de Polonia por parte del Tercer Reich.

Cartelli lo miró complacido en su ego y orgullo, como si acabara de enumerar parte de sus mejores virtudes.

―¡En efecto! Veo que has seguido mi trayectoria.

―¿Cómo no hacerlo? ―respondió cargado de ironía el genio―. Dejaste tras de ti una lúgubre estela de más de setenta millones de muertos. Países destrozados, ciudades arrasadas, familias deshechas, millones de personas mutiladas física y mentalmente que no conseguirían olvidar los horrores soportados en aquella encarnizada e inhumana contienda en el resto de sus vidas. La necesaria esperanza herida de muerte y la fe y la alegría borradas y aniquiladas, barridas durante años de la faz del planeta.

»Y… ¿Aún te extraña que haya seguido tu trayectoria? ¿Quién ha vivido desde entonces sin conocer tu «hazaña»? Te has hecho tristemente célebre en los libros de historia y la memoria del mundo.

―No necesito preguntar en quién te reencarnaste ―intervino Julio, invadido por el desánimo y la tristeza―. ¡Estamos ante el Führer en persona!

―¡Ja, ja, ja…! ―Se carcajeó divertido al contemplar la cara de duelo de los presentes―. No eres del todo tonto. Pero estás equivocado. Yo no soy el Führer. Ese mítico personaje no dejó de ser un loco visionario ambicioso, sin escrúpulos ni ética. No me encontré muy a gusto en tal papel. Le faltaba garra y brío, llegando a ser pusilánime y hasta sensiblero en ocasiones.

Miró con gesto de desprecio a il divino que no rechazó el desafío ocular ni apartó los ojos de aquel monstruo con forma humana, devolviendo odio por odio a través de la mirada.

―Creo que la desenfrenada pasión por el arte, casi enfermiza, debilitó su espíritu de ambicioso conquistador y guerrero. Lo cierto es que me alegré cuando me liberé del fútil envoltorio de su cuerpo terrenal.

»Desde ese instante, he vigilado expectante hasta llegar el momento en que, por fin, poder demostrar la magnificencia de mi gloria, dando a conocer al mundo el nuevo mensaje de mi venida. Y ese momento está próximo… ¡Justo ahora!

Bianca lo miraba con gesto embobado, sin llegar a comprender cuanto aquel hombre decía. Olvidado, por unos breves instantes, el grave peligro en que se encontraban en manos de semejante personaje, así como las terribles consecuencias que amenazaban a la humanidad.

―¿Quién eres  tú? ―preguntó a media voz, intentando descubrir en  la heladora mirada su auténtica identidad.

El coronel de la guardia volvió a atronar con sarcástica risa el entorno acústico de la maravillosa Capilla Sixtina. Gozaba sobremanera de aquel crucial momento, largamente esperado durante siglos.

―¡Pregúntale al Elegido. ―Señaló con un gesto a Julio que lo miraba desafiante, con una leve sonrisa de arrogante desprecio dibujada en los labios.

Ella dirigió los ojos hacia el joven, a la espera de la respuesta, sin añadir palabra alguna. Éste devolvió la mirada inundada de tristeza, apenado de verla mezclada en todo aquello y compadecido del sufrimiento y el miedo que tan inusual y espantosa escena debía provocarle.

―Bianca, estamos delante del… ¡Anticristo!

―¿Has perdido el juicio? ―consiguió preguntar ella, luego de una pequeña vacilación―. ¡Eso es imposible!

―En este momento desearía estar loco, pequeña, pero… no es así. Todo concuerda con la profecía apocalíptica:

Después vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos…

»Solo el Anticristo será capaz de liberar las fuerzas del mal sobre la tierra. Ningún otro tiene poder para hacerlo. Lo adiviné esta tarde tras la lectura de las profecías:

Y le fue dado hacer la guerra contra los santos, y vencerlos. También le fue dada autoridad sobre toda tribu, y pueblo, y lengua y nación.

»Ese es el verdadero poder que otorga el manuscrito alejandrino. El dominio y mando sobre todo lo creado. ¡Quien lo posea dominará el mundo!

Ella sintió un desvanecimiento al comprender la enorme trascendencia de todo cuanto acontecía en el cerrado entorno de la sagrada capilla. Aquel monstruo con forma humana manejaba entre sus manos el destino del mundo. De aquella fatídica lectura dependían millones y millones de seres que, confiados e indefensos, continuaban con la cotidiana rutina de sus acomodadas existencias, ajenos a la tormenta de desastres y desgracias que se cernía alrededor de sus cabezas.

―Pero… ¿Qué puede ocurrir? ―Obviaba al resto de asistentes, puesta la mirada en Julio.

La ruidosa carcajada de Paulo IV hizo que desviara la atención.

―En principio nada interesante ―explicó con aire triunfal―. Durante unas cuantas horas, los distintos dirigentes de las grandes naciones, discutirán acaloradamente sobre el trágico y grave suceso del atentado cometido contra el máximo representante de la Iglesia católica. El país sospechoso de semejante magnicidio negará, de forma encarecida, su participación en semejante crimen. Pero nadie lo creerá, como es lógico. Se tomará como una clara provocación a los países capitalistas y estos no tendrán más remedio que exigir cuentas y tomar represalias contra el culpable.

»De inmediato surgirán otros países vecinos, más afines y hermanados con las ideas socialistas y de extrema izquierda, que se unirán en defensa del pequeño estado. Por su parte, el mundo árabe verá abierta la vía para tomar partido a favor de uno u otro o, tal vez con total independencia, en la inminente contienda. Lo cual originará el estallido de una refriega a nivel mundial en poco más de cuarenta y ocho horas. Lo sucedido después es fácil de imaginar.

Los tres lo miraban con ojos de espanto. Hasta los mismos soldados de la escolta oían aquellas atrocidades con el horror y la repulsa reflejada en el rostro. Solo el antiguo y viejo papa, transformado y transfigurado por sus propios pensamientos parecía gozar y disfrutar con sádica alegría del tenebroso futuro que acababa de plantear y que parecía contemplar en su enfermiza y maléfica mente.

―Supongamos que todos esos países decidan entrar en tu asqueroso juego ―intervino Julio que procuraba reponerse―, siempre habrá un momento en que echarán marcha atrás, tal y como te ha ocurrido en anteriores ocasiones. Volverás a vagar entre dos aguas de nuevo durante años, siglos, tal vez. ¿Qué habrás conseguido con ello?

―Te equivocas. Esta vez será la definitiva. El mundo llega a su fin. ¡Yo soy la prueba! De aquí al final de los tiempos solo resta desgracia, pena y dolor…

―No puedes introducirte en la mente de cuantos gobernantes habitan la tierra. ¡No todos avalarán tus planes! ―gritó Michelangelo mientras arrastraba hacia las gradas sagradas a su captor.

―Tampoco tú estás en la razón, viejo cantero. Yo domino a la bestia, ella no hace sino lo que yo quiero y ordeno.

Alzó las manos a lo alto, con gesto grandilocuente y solemne y cerró los ojos para concentrar sus pensamientos, semejante al sumo sacerdote que invoca la bienaventuranza de la divina deidad.

―Las siete cabezas me obedecen ciegamente, sumisas y dóciles ante mis mandatos. Manejo sus pensamientos y acciones como si de los míos se tratara. En el instante en que inicie la lectura del sagrado manuscrito alejandrino, los once cuernos de la bestia comenzarán a irradiar su furia sobre la tierra, con lo que no quedará lugar ni hombre que no sea alcanzado por sus devastadores efectos.

―¿Quiénes son las siete cabezas? ―quiso saber el joven pintor que había comprendido desde el comienzo aquel complejo discurso.

―Tú ya lo sabes o, al menos, lo has adivinado ―respondió Gian Pietro.

―¿Tú? ―preguntó Bianca con incrédula mirada.

―Sí. Lo cierto es que creo saberlo desde hace tiempo, aunque me haya negado a aceptarlo.

―¿Quieres explicarte? ―pidió ella nerviosa, sin llegar a comprender cómo su enamorado podía conocer la identidad de semejante monstruo apocalíptico.

―Las siete cabezas de la bestia están representadas por los siete bloques políticos más importantes a nivel mundial: Estados Unidos, Unión Europea, Rusia, Liga Árabe, China, Israel y Latinoamérica.

―Sentiré perderte de vista ―reconoció el viejo papa, con cierto aire de admiración―. En realidad has sido el mejor antagonista que he conocido hasta el momento. Tu sagacidad e inteligencia superan con mucho a tus antecesores.

―¿Pretendes decirme que este monstruo domina el mundo? ―Lo miraba incrédula, sin querer dar crédito a cuanto allí se decía―. ¿Y quiénes son los once cuernos de que habla?

―No quiénes, si no qué ―corrigió el artista―. No sé exactamente de qué se trata, pero puedo imaginármelo.

―Seguro que acertarías ―intervino el oficial de la guardia―, no es difícil de imaginar:

  •  
  •                                                     Guerras y enfrentamientos armados de todo tipo.
  •                                                     Catástrofes naturales a causa del deterioro del planeta.
  •                                                     Hambruna en grandes extensiones del globo que ocasionará la muerte a millones de personas.
  •                                                     Nuevas enfermedades incurables e incontrolables pandemias.
  •                                                     Anarquía y criminalidad incontroladas que devasten las ciudades.
  •                                                     Descenso alarmante y vertiginoso de la natalidad.
  •                                                     Supresión de los derechos humanos a manos de los grandes dirigentes.
  •                                                     Absolutismo político hasta arribar a la tiranía.
  •                                                     Proliferación del ocultismo y sectarismo satánico.
  •                                                     Degeneración de los valores morales a favor de los placeres y vicios mundanos.
  •                                                     Abandono de la religión cristiana…
  •  

»Como es lógico, esto no ocurrirá en un día ni dos, pasará el tiempo suficiente para que el hombre aprenda a sufrir, hasta el punto de buscar desesperado la solución a sus angustias y miedos, haciéndose dócil y vulnerable. Solo entonces seguirá sin oponer resistencia, cual manso rebaño, a su divino pastor.

Alzó de nuevo los brazos exigiendo protagonismo escénico antes de pronunciar sus palabras:

―Ese será el maravilloso día en que el mundo entero adorará a su verdadero salvador. Solo yo seré dueño y señor del universo. El mundo se dará cuenta entonces de que Nos ¡somos el verdadero «hijo del padre»!

―Querrás decir ¡El Anticristo! ―corrigió Julio con rabia―. No eres más que un viejo loco.

―Llámame como quieras ¡perjuro! ―replicó el otro iracundo― Pero yo soy «el elegido». Los sagrados libros lo dicen. ¡El único!

Fue el joven quien atronó el amplio ámbito sonoro de la sala con una estruendosa y desgarrada carcajada, burlándose desafiante del presuntuoso enemigo.

―Has olvidado algo, ¡estúpido demente! No eres el único, otros muchos han ocupado y ocuparán tu lugar, suplantando al verdadero Enviado del Padre. Pero ninguno de vuestros falsos profetas apocalípticos conseguirá desbancar al Cristo Resucitado. Por mucho que lo pretendáis no lograréis aniquilar la Verdad del mundo. ―Miraba con orgullo y desprecio al adversario al  escupir cada una de aquellas palabras, olvidado todo vestigio de prudencia y transfigurado por un oculto sentimiento interior hasta entonces no conocido―. Existen otras profecías que no pareces recordar:

Entonces el diablo, el seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde ya estaba la bestia y el «falso profeta». Su tormenta durará día y noche por los siglos de los siglos…

»Ese es el fin que te espera a ti y a las alimañas que te siguen. ¡Canalla genocida!».

―¡Calla, irreverente! ―vociferó fuera de sí el papa inquisidor. Se acercó a él y golpeó con brutal violencia su cara―. Te arrepentirás de haberme hablado de semejante manera.

―¡Julio! ―gritó Bianca al contemplar a su amado maltratado de aquella forma―. ¡Eres un asqueroso asesino! ¡Cabrón! ―insultó al agresor con lágrimas de rabia y dolor en sus hermosos ojos ―¡Ojalá te pudras en los infiernos durante toda una eternidad!

―¡Matad a esta sucia ramera! ―ordenó colérico a sus subalternos.

―¡No te atrevas a tocarla! ―amenazó Julio, luchando denodadamente con los hombres que lo sujetaban a duras penas―, o juro que arrancaré tu asqueroso corazón con mis propias manos.

El coronel de la guardia marchó rápido hacia el altar donde aguardaba, paciente, el controvertido manuscrito.

―No te daré ocasión de cumplir tu amenaza ¡hideputa, malnacido!

Levantó el documento para así poder leer mejor los caracteres escritos, pues, debido a la casi total falta de luminosidad, la inmensa sala de la Cappella se encontraba sumida en una difusa y mortecina claridad, propia del atardecer romano.

―Indignatio is egredietur et percutiet terram caelorum…[43]

Inició la lectura con voz profunda y sepulcral. Ninguno de los presentes pronunció palabra, temerosos y expectantes. Tan solo Julio continuaba en lucha con los captores por liberarse e intentar impedir aquella loca lectura.

Un extraño y profundo silencio siguió a su locución. El propio pintor dejó de resistirse, impresionado por semejante mutismo. Si bien, nada se oída, algo parecía fluir en el ambiente de la cerrada sala. Una extraña sensación de no estar solos se había adueñado del ánimo de los presentes, manteniéndoles inmovilizados, a la espera de un no sé, desconocido y misterioso.

Sin previo aviso ninguno, la capilla se iluminó con una luz cegadora. Todos cerraron los ojos, al sentir las pupilas atacadas por semejante fenómeno luminoso. Solo Paulo IV mantenía abiertos los suyos mientras contemplaba extasiado la extraña llamarada. Semejaba haber entrado en repentino trance a raíz de las primeras palabras del milenario mensaje. Miraba absorto el fulgurante relámpago, que no era otra cosa el repentino fenómeno que así les había sorprendido. Instantes después, un tremendo y desproporcionado estallido, que llegó a dañar los tímpanos de cuantos allí se encontraban, acompañó al fenómeno lumínico. Las paredes de la Capilla parecieron temblar y resquebrajarse con las fuertes vibraciones que se produjeron en los centenarios muros. Casi de inmediato, trombas de agua comenzaron a descargar sobre el techo del edificio, como si las compuertas del cielo hubieran decidido dar salida a las aguas almacenadas dentro de las cavidades celestes.

―….Ut occiderent atque delerent exuberant torcularia agros lucere et urbes…[44]

Los cimientos de la Capilla parecían ceder. ¿Se trataba de un terremoto? Un intenso temblor agitó la sala e hizo tambalear a los allí reunidos.

El primero en reaccionar fue el guardia encargado de inmovilizar a Bianca. Alzó la cabeza y miró a lo alto, con el terror en la mirada y el miedo incrustado en la mente. Soltó su presa y echó a correr, despavorido y agitado hacia la salida.

Gian Pietro pareció regresar por un instante del éxtasis demoníaco al darse cuenta de la repentina huída del aterrado desertor.

―¡Mátalo! ―ordenó imperioso al soldado que encañonaba a Julio.

El aludido no lo dudó un segundo, dejó la actual presa y se volvió hacia el joven compañero cuyo mayor pecado había sido el desesperado deseo de continuar con vida, alejándose de aquel lugar maldito. El estampido del arma quedó ahogado por el ruido ensordecedor de un nuevo trueno que acompañó al relámpago. Tampoco pudo escucharse el sordo sonido producido por el cuerpo del infeliz guardia al caer sin vida al suelo. La terrible tormenta desatada era tan fuerte y violenta que apenas si existían unos segundos de descanso entre aquellos atronadores y cegadores fenómenos atmosféricos. Semejaba que la cólera del firmamento se hubiera desatado sobre la Città Eterna.

Julio no perdió la ocasión que acababa de brindarle la casualidad o, tal vez, el propio destino. Se revolvió contra el despistado opresor y consiguió reducirlo, luego de unos duros momentos de encarnecida lucha. Libre de la férrea sujeción de que había sido objeto desde el comienzo de la escena, centró la atención en el soldado que acababa de asesinar al compañero por la espalda. Este lo miró sorprendido al darse la vuelta y apenas si tuvo tiempo para reaccionar, con lo que no pudo esquivar un durísimo puñetazo en pleno rostro que le rompió la nariz y le hizo tambalear. A consecuencia de ello perdió el arma que cayó al suelo, sin dueño por el momento. Aturdido y asombrado fue presa fácil para el joven pintor que sentía duplicadas sus fuerzas, fortalecidas por el odio y la rabia concentrada durante toda aquella larga y tensa vivencia. Poco tardó en rodar por el piso, en compañía del otro compañero de armas que yacía sin sentido algo más alejado de las gradas.

Por su parte, Michelangelo, siempre atento a cuanto acontecía alrededor, aprovechó la confusión general reinante en la gran sala para liberarse por la fuerza, de igual modo, del hombre que lo maniataba. Bien es cierto que tampoco tuvo que hacer alarde de un extremo valor, pues el guardia, más aterrado que su difunto compañero, se mantenía en el puesto tan solo por miedo hacia el superior. Poco tardo en yacer sobre el centenario mármol de la sala.

El falso profeta contemplaba iracundo y furioso cómo sus subalternos eran abatidos uno tras otro, lo que dejaba en libertad al peligroso adversario. Supo de inmediato que estaba perdido si no reaccionaba pronto. Solo el inmenso poder de «la bestia» lograría salvarlo, sacándole de aquel difícil atolladero en que le había metido la ineptitud de aquellos inútiles subalternos.

Alzó los ojos a la volta, decorada siglos atrás por su mayor enemigo, y dejó que las fuerzas del infierno entraran en posesión de su espíritu. De inmediato entró en trance. Un extraño temblor agitó su cuerpo haciéndole convulsionar de forma aparatosa, al mismo tiempo que se  iniciaba una confusa y sorprendente transformación. Desaparecieron de los ojos pupila e iris, reducidos a dos bolas blancas surcadas por innumerables venillas sanguinolentas que parecían próximas a estallar. El rostro comenzó a deformarse de forma un tanto grotesca. En pocos instantes la relativa juventud del coronel de la guardia desapareció por completo para dar paso a las arrugadas facciones, llenas de profundos surcos, manchas y cicatrices del anciano papa. El cuerpo perdió frescura y talla, en tanto los hombros se encorvaban y la espalda dejaba a la luz una más que prominente joroba. El cabello se tiñó con los tintes de la nieve, tornándose ralo y sucio. Las manos, elevadas a lo alto, que clamaban a los infiernos, sufrieron una desagradable transformación tras hacerse huesudas y descarnadas, con uñas amarillentas, en forma de garra.

Gian Pietro Carafa había tomado absoluta posesión del cuerpo del desgraciado Cartelli, el que fuera coronel de la guardia personal del papa. Apenas el uniforme, ahora ancho y desgarbado, quedaba como recuerdo del infortunado oficial que sirvió en vida de habitáculo y escondrijo a tan fiero y taimado personaje.

―Glorificavit copiis inferni, quia sanctus ego sum, tantum ergo electi[45].

Aquella sobrecogedora voz que atronaba la sala, ajena a la del viejo y agotado Gian Pietro, parecía surgir de lo más profundo de sus entrañas. No bien acabó de pronunciar las milenarias frases, una intensa lluvia de descargas eléctricas, acompañadas de ensordecedor estrépito, iluminó la nave casi de forma permanente. Los continuos rayos y estruendos no daban descanso a los sentidos de los presentes, maltratados y castigados con aquella furia desencadenada de fenómenos atmosféricos. Bianca llevó las manos a los oídos, castigados y doloridos, en un vano intento de protegerlos de aquel aquelarre desenfrenado de elementos desatados. Apenas si podía mantener abiertos los ojos, deslumbrados de continuo por los incesantes relámpagos y furibundos destellos.

Todo era ruido y confusión en aquel sagrado lugar. Aun habiéndose liberado de la opresión de los encarnizados enemigos, se encontraban paralizados, sin poder de reacción. Parecía como si aquellos embravecidos elementos les mantuvieran a raya, sin darles apenas respiro y anulando su voluntad.

Fue Julio quién primero consiguió reaccionar. Un rayo había alcanzado parte del techo de la Capilla Sixtina, lo que provocó  el instantáneo derrumbamiento. El agua comenzó  a inundar la gran nave y encharcó, con sorprendente facilidad, el espléndido suelo de mármol, decorado siglos atrás con savia y paciente laboriosidad. El joven madrileño reparó en una enorme grieta que acababa de originarse en la parte baja de la pared que contiene el magnífico fresco del Juicio Final miguelangelesco, justo en la zona donde se representa la infernal figura del barquero Caronte. Fijó la atención en el Anticristo y vio cómo se mantenía en trance, empapado hasta los huesos, pues el derrumbe del tejado había sido cercano a la zona del altar mayor. No parecía enterarse de cuanto ocurría en su entorno. Comprendió que no era sino el mensajero del mal. Que estaba utilizando su propio cuerpo para dar salida, a través de él, los más diabólicos pensamientos y nefastos deseos. ¡Tenía que hacer algo y cuanto antes!

Recogió del suelo el arma con que le habían mantenido inmovilizado y corrió hacia donde se encontraba el Anticristo, sin que este pareciera darse cuenta de su presencia, imbuido por las descontroladas fuerzas de la naturaleza y poseído por el señor de las tinieblas.

―¡No, muchacho! ―escuchó decir al maestro tras él―. Solo esto puede acabar con su vida. ¡Toma!

Sacó de entre los pliegues del jubón el rico y engalanado puñal que ya fuera utilizado en la aventura nocturna contra Carafa y en la sala del Castel Sant’Angelo.

―Tuve que regresar a buscarlo al pasado. Es la única arma que tiene poder contra él, su destino es paralelo al del manuscrito.

Lo entregó al joven que no perdió el tiempo con mayores explicaciones, se lanzó encima de su antagonista y le puso el pequeño puñal en el cuello, sin que este hiciera nada por evitarlo. Solo cuando hundió la afilada hoja en su arrugada garganta pareció reaccionar. La sangre brotó instantánea, tal y como ocurriera la noche anterior, con mayor abundancia, si cabe. El herido bajó las manos y las llevó, con movimiento instintivo, a la zona herida, en un intento de aliviar el intenso dolor. Taponaba torpemente la herida con temblorosos dedos que, de inmediato, se cubrieron de la sangre espesa y caliente que brotaba del pequeño corte. Julio sujetó su brazo colérico y hundió un poco más la punta del arma blanca en el gaznate del viejo. Un gemido de dolor y miedo salió de la boca del anciano demoníaco que, a pesar de todo, no había dejado de tener apego a su efímera existencia terrenal, conocedor de que, sólo a través de ella, lograría alcanzar sus fines.

El genio fiorentino se lanzó hacia el altar, con idea de recuperar el manuscrito maldito, pero Paulo IV supo adivinar su intención y lo agarró con mano crispada, impidiendo que el escultor se hiciera con él.

―¡Entrégale el manuscrito! ―ordenó Julio, retorciéndole el brazo hasta arrancarle un grito de dolor, sin dejar de amenazarlo con el puñal.

―¡Jamás! ―contestó con la arrogancia que otorga la desesperación del vencido―. ¡Es mío! Ya no puedes hacer nada. Los once cuernos de la bestia están desatados. ¡Nadie ni nada podrá detenerlos! Ni siquiera tú.

Una cavernosa carcajada acompañó esta última frase, en el mismo instante en que una especie de bola de fuego atravesó uno de los ventanales y vino a caer a los pies de ambos contendientes. Poco faltó para que prendiera en las ropas del viejo papa y así habría ocurrido de no ser por la rapidez de reflejos de Julio que se saltó hacia atrás y consiguió esquivarla, arrastrando con él al anciano.

Como si de una avanzadilla se tratara, comenzaron a caer piedras candentes envueltas en llamas que sembraron de fuego el pavimento de la Capella, poco podía hacer ante esto el agua almacenada tras la furiosa tormenta. Aquella serie de pequeños meteoritos parecían desafiar las leyes de la física.

El calor se hizo insoportable, ninguno de los presentes se encontraba a salvo de morir abrasado por aquel incontrolado bombardeo estelar. Procuraban esquivar del mejor modo posible tan furioso ataque, con el miedo e incertidumbre encriptados en sus mentes.

Paulo IV, poseído y desequilibrado, no cesaba de reír, a la vista de aquel asalto procedente de las cavernosas profundidades de los infiernos.

―¡¡Yo… soy inmortal!! ―vociferó transfigurado

―¡No! Mientras yo viva ―aclaró Julio, dispuesto a sacrificarse para frenar aquella locura.

Michelangelo comprendió de inmediato que su discípulo no se detendría ante nada, incluso ante su vida. Solo recuperando el manuscrito podría evitar su destrucción. Sujetó con ambas manos la muñeca del Gian Carlo, quien apretó más aún el manuscrito, con mano crispada.

Los tres hombres se enzarzaron en desigual batalla. La fuerza sobrehumana con que el antiguo inquisidor mantenía el documento hizo muy difícil que el viejo genio alcanzara su deseo de arrebatárselo. Por fin consiguió que el papel cayera al empapado suelo, siendo recogido por unas menudas manos con asombrosa rapidez.

Bianca se había acercado a los tres hombres y observaba atenta sus movimientos, con la remota esperanza de ser útil al amante en un momento dado. Creyó llegada la ocasión cuando vio caer el manuscrito sobre el pavimento. Se agachó con agilidad y lo recogió.

―¡Rómpelo! ―ordenó Julio al ver el documento en sus manos.

No lo pensó dos veces. Rasgó, primero en dos y luego en numerosas secciones el antiquísimo escrito alejandrino.

Las candentes piedras cesaron de caer sobre las cabezas de los asistentes a la apocalíptica escena. Al instante dejó de llover, tan solo gruesos goterones, procedentes del encharcado tejado, continuaron cayendo en el interior de la sala. Rayos y truenos cesaron de manera repentina, al igual que los continuos temblores que habían asolado el lugar en los últimos minutos. Todo pareció quedar en calma.

Bianca levantó la vista del destrozado manuscrito que yacía desperdigado por gran parte de la mesa del altar y el suelo. Dirigió la mirada a su enamorado con aire de alegría y triunfo. Él le dedicó la mejor de sus sonrisas, orgulloso y agradecido por su repentina y sagaz hazaña. Comprendió que aquella terrorífica pesadilla había llegado a su final y sintió cómo una nueva vida se abría ante sus ojos.

―¡¡Noooooo!!

Escuchó gritar sin comprender, en principio, quien pudiera ser el autor de aquella angustiosa exclamación. Solo cuando contempló el cambio de expresión en la cara de su amado y lo vio caer pesadamente en brazos de Michelangelo, entendió su significado.

Uno de los guardias al que Julio había derribado y arrancado la pistola había vuelto en sí. A la vista del espectáculo que se venía desarrollando en la Cappella no dudó, ni por un momento, en empuñar de nuevo la mortífera arma y dirigirla contra su agresor.

―Mio figlio! ―exclamó il divino al recibir en sus brazos el cuerpo sin fuerzas del pupilo.

Giulio! ―gritó ella a su vez horrorizada, corriendo a su lado.

Ninguno de los dos prestó atención al cuerpo de Paulo IV, autor del desgarrador grito, que, sin vida, se derrumbó pesadamente en el suelo con el cuello desgarrado, dejando a la vista los músculos de sus cuerdas vocales contenidas en la laringe seccionada del anciano inquisidor; empapado por un líquido negruzco y oscuro que brotaba a borbotones por la profunda herida que Julio le infligiera al recibir el balazo en su costado derecho. A través de aquel caudaloso flujo de sangre ennegrecida, acababan de escaparse las ambiciones demoníacas y aberrantes del Anticristo.

El aterrado soldado, autor de la matanza, se incorporó con rapidez e inició la huida hacia la cercana puerta de salida. Michelangelo dejó en manos de Bianca el cuerpo desfallecido del infortunado aprendiz y salió cual centella en persecución del escurridizo asesino, a quien logró dar alcance poco antes de que llegara a la puerta que pensaba fuera su tabla de salvación. Rodeó con las aún fuertes manos de escultor y hombre luchador, y apretó la garganta del cobarde homicida que apenas si pudo defenderse, al verse privado del aire imprescindible para ventilar sus pulmones. Pocos instantes después se desplomaba sin fuerza ni vida en el duro suelo. Incapaz de respirar, mostraba una terrible mueca de espanto y angustia en el rostro deformado. El genial cantero no perdió tiempo con aquella servicial alimaña del mal, dio la vuelta rápido y se dirigió al lugar donde Bianca intentaba evitar que su amado se desangrara, taponando, fuertemente, con las pequeñas manos la profunda herida abierta por el mortífero proyectil.

La luna iluminaba, con blanquecina y misteriosa luz nocturna, el dantesco espectáculo de la Capilla. El cercano satélite parecía querer anunciar que los peligros de la devastadora tormenta habían llegado a su fin.

Las miradas de ambos se cruzaron en una muda y angustiosa pregunta, de la que ninguno conocía la respuesta.

―¡Se muere! ―gimió ella, con las cuencas de los bellos ojos bañadas en lágrimas. Sentía una terrible opresión en el pecho a la vista de la gravedad de la herida de su amado.

El genio no respondió, analizó la herida, que no cesaba en su flujo continuo de sangre roja y caliente y comprendió la verdad de aquellas fatídicas palabras. El proyectil había penetrado en el cuerpo del pintor por la zona intercostal, quedando oculto en su interior. Con toda seguridad había alcanzado órganos vitales, tales como venas, arterias principales y, tal vez, el mismo pulmón. La vida se escapaba, poco a poco, en cada burbuja sangrante que no cesaba de brotar de aquel joven cuerpo. Se sintió hundido y derrotado ante su propia impotencia. La reciente victoria, maquinada y preparada durante casi cinco siglos en la sombra de la antesala de la muerte, no tenía para él el regusto del triunfo tan largamente esperado y deseado. Era consciente de que todo el éxito era acumulable a aquel hombre que yacía sin sentido en medio del anegado suelo pontificio, confundiendo la energía de sus venas con el húmedo líquido descargado por las amenazantes nubes celestiales.

Se levantó, destrozado, y dirigió los ojos anegados en lágrimas al cielo, apenas visible por el agujereado techo del edificio.

―Non è giusto! Mio Dio! No meritano morire![46] ―clamó, alzando el puño irreverente hacia lo alto.

Dejó caer la cabeza hundido o quizá avergonzado por su nuevo desacato a los designios divinos y volvió presuroso hacia los dos amantes.

Bianca no cesaba de apretar contra su pecho el cuerpo de Julio, sumida en el dolor y la desesperación, acunándole entre sus brazos como si de una inocente criatura se tratara, inmersa en un ancestral y primitivo instinto de protección.

―Michelangelo… ―gimió al ver acercarse al compungido anciano―. Tienes que salvarlo. Tú puedes hacerlo. Él se ha sacrificado por todos nosotros. ¡No puedes permitir que muera!

―Yo no tengo poderes sobrehumanos, señora ―reconoció con humilde impotencia―. ¡Solo Dios otorga la vida y la muerte!

―¡¡Pues pídeselo!! ―exigió en el colmo del dolor, olvidada la cordura ante la cruel expectativa de perder al ser amado―. Yo… ¡No puedo vivir sin él!

Se inclinó sobre el herido y rompió en amargo y triste llanto mientras sellaba sus labios con los suyos, como si pretendiera infundirle vida a través de aquel beso.

El anciano contemplaba emocionado la desgarradora escena. El duro y satírico fiorentino no pudo evitar sentir una pincelada de envidia ante tan desesperada muestra de cariño, por parte de aquella hermosa y valerosa mujer, hacia el hombre de su vida.

―Mia Vittoria…! ―musitó al recordar los ocultos sentimientos que aún atesoraba en el alma hacia otra maravillosa mujer que había logrado hacerle conocer el amor en su triste vida de artista.

―¡Bianca…!

Levantó la cabeza esperanzada al escuchar de nuevo la débil voz del herido. La alegría y el llanto inundaban su mirada al decir:

―Mio amore!

El joven esbozó una sonrisa que quedó reflejada en el semblante como una tímida mueca, tal era el estado de debilidad y desfallecimiento en que se encontraba.

¿Gian Pietro…? ―quiso saber, ignorante de cuanto había sucedido a raíz del desvanecimiento.

―Muerto y arrojado a los abismos infernales ―informó el escultor, igualmente esperanzado ante aquella momentánea recuperación―. ¡Has salvado al mundo, muchacho!

―¿Por cuánto tiempo? ―preguntó el aludido con mirada triste y vidriosa.

―Eso, nadie lo sabe. Como bien dijiste, otros muchos Anticristos aparecerán en el transcurso de los siglos, sin que podamos evitarlo. Pero lo único importante es que éste no será el definitivo. Que mañana el mundo continuará su camino, sin apenas conocimiento ni memoria de lo aquí acontecido en esta terrible jornada. Que otros muchos soles alumbrarán a los hombres de bien y que la alegría y la esperanza seguirán batallando en este complejo mundo que nos rodea. ―Cogió con gesto tierno la pesada mano que colgaba, casi inerte, sumergida entre el agua tintada en rojo que rodeaba su cuerpo―. Aún nos queda la confianza. ¡Solo el hombre es capaz de superarse a sí mismo!

Sonrió, agradecido por aquellas sinceras palabras de ánimo del insigne mentor. Volvió los ojos hacia la abnegada enamorada que, silenciosa, no cesaba de acariciarle el rostro, sin apartar ni un instante la mirada del objeto de sus desvelos.

―¡Lo siento, Bianca! ¡Te he fallado! ―Trataba de quitar dramatismo a la escena―. Ya no podremos vivir el maravilloso sueño que habíamos planeado.

Giulio. Mio amore! ―sollozó ella, incapaz de disimular por más tiempo la pena que la invadía y desgarraba por dentro―. Sempre saró tua![47]

―¡Vida mía! ¡No llores! Nuestro amor ha sido maravilloso. ―Respiraba con extrema dificultad―. No cambiaría ni un solo instante gozado junto a ti por toda una vida.

Apenas si lograba articular palabra, sentía cómo la mente se desvanecía, en tanto se sumergía en una pesada y oscura borrachera que no le permitía razonar o pensar. Un intenso y agudo dolor en el costado le impedía respirar.

―¡Te adoro…, mi peque… ña…!

Dejó caer pesadamente la cabeza sobre el regazo de su enamorada que, enloquecida, intentaba reanimarlo.

―No, Giulio! No!! ―gritó aterrada―. Michelángelo ―rogó con ojos suplicantes al fiorentino―. ¡Sálvalo, por Dios! ¡Devuélvemelo!

―¡No puedo! ―admitió afligido y derrotado―. La herida de la bestia es mortal…

Un fugaz relámpago atravesó veloz su sagaz mirada. Pero… ¿Realmente lo había herido la bestia?

Casi en el mismo momento se escucharon fuertes voces y estrépito de pasos acelerados en la sala contigua. La puerta de entrada se abrió y dio paso a numerosas personas que corrieron hacia donde ellos se encontraban, no sin antes encender las luces de la Capilla que dejaron al descubierto el espantoso espectáculo de cuantos horrores se habían vivido durante aquellas largas horas.

―¡Doctor! ―exclamó con alegría al ver al galeno al frente de aquel grupo de salvación―. ¡Se muere!

El arquiatra[48] pontificio no perdió tiempo en preguntas ni explicaciones sobre lo ocurrido. El juramento hipocrático que hiciera en sus años de facultad no le permitía anteponer la vida humana a investigación alguna. Hizo que los ayudantes descubrieran la herida del aún con vida pintor, y procedió a taponar el agujero producido por la bala, realizando una rápida primera cura de urgencia.

Llamó por teléfono al hospital San Camillo, en Roma, y pidió con toda urgencia una ambulancia que trasladara al herido al centro médico. Solo entonces, una vez estuvo convencido de que no podía hacer más por su paciente, dedicó la atención a los cadáveres que se hallaban diseminados en retorcidas y esperpénticas posturas a lo largo del anegado suelo de la Cappella Nova.

Reconoció de inmediato el uniforme que cubría el cadáver de Paulo IV, no así el cuerpo que lo ocupaba. Dirigió su mirada a la mujer que, ajena a sus investigaciones, deambulaba alrededor de su compañero, sin consentir en separarse de su lado, a pesar de las continuas peticiones y órdenes de los componentes de la guardia suiza y de i carabinieri que habían acudido a auxiliar a los compañeros de armas en aquel complejo y extraño suceso.

Fue hacia la puerta donde se encontraba el cuerpo del autor del disparo a Julio, no pudiendo evitar un gesto de asombro y estupor al analizar sus facciones. El cadáver que tenía frente a él era el de un hombre esquelético y consumido, embutido en el uniforme suizo. Se acercó a donde Bianca se hallaba con los brazos cruzados, muerta de frío y empapada, con la mirada desvariada, sumida en la duda y el miedo ante el desesperanzador futuro de su enamorado.

―Señorita Monterelli ―Llamó su atención, tras levantar la manta que tapaba el cuerpo del agresor del pintor, portado en camilla por dos de sus ayudantes―. ¿Quiénes son estos hombres?

Ella lo miró aturdida, con gesto despistado y lejano. Sin responder a la pregunta, dirigió la vista distraída hacia el maníaco agresor de Julio.

―¡Dios Santo! ¡No es posible! ―exclamó visiblemente afectada a la vista de aquel a quien la muerte comenzaba a teñir con un inconfundible y escalofriante blanco marmóreo―. ¡Carlo Carafa!

El médico se guardó muy bien de hacer comentario alguno, aunque su rostro no dejó de acusar la admiración y sorpresa que aquel nombre le produjera.

―Él podrá explicarle cuanto ha ocurrido aquí ―dijo Bianca mientras buscaba con la mirada al Buonarroti.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había desaparecido, sin dejar rastro tras sí. Buscó sin éxito por toda la capilla, en la esperanza de ver su inconfundible figura en algún oculto rincón. Pero fue en vano. Il divino fiorentino había regresado a la morada de los tiempos, una vez finalizada su misión.

―¿Quién es él? ¿De quién habla?―preguntó el facultativo que miraba intrigado hacia todos lados.

―¿Eh…? ¡No! ¡No es nada! Creí… ―calló confusa al no encontrar palabras que justificaran su comentario.

El hombre no insistió, dando por hecho que en aquel sacro lugar se habían desarrollado acontecimientos difíciles de imaginar y, mucho menos, explicar. No era la primera vez, en su larga trayectoria profesional en las dependencias vaticanas, que tropezaba con un hecho enigmático y de difícil solución y, estaba plenamente convencido, de que tampoco sería el último. Ofreció el brazo a la mujer que no rechazó el apoyo, como tampoco lo hizo con la manta de abrigo que, un auxiliar de clínica, le colocara sobre los hombros.

Los servicios de auxilio médico del hospital apenas tardaron diez minutos en acudir. Recogieron al herido y lo trasladaron en ambulancia al citado hospital San Camilo, dentro de la jurisdicción de la ciudad de Roma.

Bianca salió de la Cappella, acompañada por el doctor, tras la camilla que transportaba al hombre que lo significaba todo para ella. Deseaba alejarse de aquel lugar maldecido, sembrado de la podredumbre y la injusticia de un hombre que osó desafiar al Poder Divino.

**********

―Doctor… ¿Se salvará? ―preguntó sin levantar los ojos de Julio que, con los suyos cerrados, luchaba por mantenerse con vida en una dramática y particular batalla por la supervivencia.

―Solo Dios lo sabe ―respondió el hombre, sin querer alimentar falsas esperanzas―. Si hubiéramos entrado dos minutos más tarde estaríamos transportando un cadáver, pero… aún nos queda la esperanza. Es joven y fuerte, recuerde la milagrosa curación de su anterior accidente. No lo tiene más fácil el santo padre, a su avanzada edad, la herida recibida puede crear más de una complicación.

―¿No ha muerto? ―preguntó extrañada―. Lo vi caer con mis propios ojos.

―Por suerte llegamos a tiempo, al igual que en este caso ―señaló con la cabeza la camilla en la que reposaba el joven―. A pesar de todo, opino que hemos tenido suerte hasta el momento. Creo que debemos mantener la esperanza. ¡Todo saldrá bien! Ya lo verá.

Ella volvió a centrar la atención en el herido que comenzó a mover levemente la cabeza para, pasados unos instantes, llegar a abrir los ojos. Una ligera sonrisa iluminó las demacradas facciones, frías y sin color a causa de la abundante pérdida de sangre.

―¡Mi pequeña…! ¡Volvemos a encontrarnos!...

Bianca sintió cómo el cielo se abría de nuevo para ellos.

―Mio amato Giulio! ―susurró, acariciando su frente empapada de un abundante y frío sudor.

―¿Qué pasó al final? ―quiso saber, intrigado y desconocedor de los últimos detalles.

―Todo terminó. Mio amore! ―sonreía con infinita ternura en tanto intentaba acallar su desasosiego―. Ahora solo debemos pensar en tu recuperación. Vamos hacia el hospital a que te extraigan la bala que aún sigue dentro de tu pecho.

―¿Qué hay de las consecuencias?

―No sé nada. Parece ser que llegamos a tiempo.

Cerró los ojos, le costaba enorme esfuerzo mantenerlos abiertos, si bien, no quería dejar de contemplar el hermoso rostro de su amada, temeroso de no volver a despertar.

―Es mejor que no hable ―aconsejó el médico que revisaba de continuo las constantes vitales del enfermo en los distintos aparatos conectados a su cuerpo, dentro de aquella U.V.I. móvil―. Le conviene no malgastar energías.

―¡Gracias, doctor! ―dijo Julio―. Imagino que su oportuna llegada ha impedido que estuviera ahora en el frío mármol de la Capilla. Parece que la suerte no me ha abandonado, después de todo.

―No ha sido precisamente la suerte quien me ha guiado en su auxilio, sino la promesa hecha a un moribundo pontífice que me rogó fuera a ayudarlo al conocer el peligro en que se hallaba.

―¿Vive todavía? ―preguntó con alegría, haciendo un brusco movimiento que le arrancó un quejido.

―¡Gracias a Dios, sí! Y quisiera que usted también. Cierre los ojos y descanse. Se lo ordena su médico.

Él obedeció, máxime cuando apenas si tenía energía para mantenerse despierto. La inyección de ánimo que aquella buena nueva le produjo aceleró el apagado ritmo cardíaco y niveló, ligeramente, las descompensadas constantes vitales.

―Bianca… ―llamó, luego de abrir de nuevo los ojos y dirigirle una mirada no exenta de picardía―. Creo que deberemos retrasar un poco nuestro encuentro de esta noche.

Ella sonrió entre lágrimas, feliz al contemplar que todavía mantenía el suficiente ánimo como para bromear sobre sus relaciones más íntimas.

―No te preocupes, mi amor. Tendremos muchas más noches para nosotros en el futuro.

Besó su frente con mimo, manteniendo entre las suyas la mano del hombre que acababa de salvar al mundo a riesgo de su propia vida.

Ninguno de ellos volvió a pronunciar palabra, sumergidos en las propias dudas y miedos que, aunque alejados y dispares en su forma e interés, no dejaban de tener un coeficiente común: la catástrofe ocurrida hacía apenas unas horas en el sagrado recinto de la Capilla Sixtina.

El doctor no cesaba de dar vueltas a las palabras del pontífice en su lecho de dolor:

«Nos estamos bien… Apresuraos a auxiliar al Elegido. ¡Dios no quiere su muerte!...».

El desagradable y estridente sonido de la sirena de la ambulancia atronaba las abarrotadas calles de la vieja ciudad imperial, informando a los habitantes de que en su interior un hombre luchaba, con dramática desesperación, por mantener su vida. Una vida que acababa de salvar la de millones de seres humanos.

**********

La pesada puerta de la Cappella Novella se cerró con un seco y sordo crujido. Atrás quedaron las huellas difíciles de borrar de un episodio inaudito y misterioso, más cercano al ocultismo que a la cotidiana realidad. Al día siguiente, la Cappella se mantendría cerrada a los curiosos visitantes, en espera de las valoraciones y opiniones de expertos y eruditos en arte. Todos ellos deberían comprobar, analizar y aconsejar sobre los desperfectos sufridos por las valiosísimas pinturas allí encerradas, auténticas joyas de la historia del arte y Patrimonio de la Humanidad. Mucho habría que discutir y trabajar hasta conseguir recuperar de nuevo lo que aquella misteriosa tormenta, descargada con increíble violencia sobre la milenaria ciudad de Roma, había destruido en ese sorprendente templo del arte pictórico.

La débil luz de la luna otorgaba, temerosa, cierta visibilidad al interior del recinto, reflejando, con fantasmal claridad, los centenares de imágenes que se mantenían empotradas a lo largo de los muros. Al fijarse con detalle en algunas de esas caras, cuyo vetusto maquillaje sigue asombrando al mundo, uno no podría menos de estremecerse. Parecían haber absorbido en las difuminadas retinas de sus ojos, parte del horror contemplado durante aquellas tensas horas de profecías y maldiciones. El terror que Miguel Ángel Buonarroti grabara en aquellos semblantes atormentados, pareciera haberse acrecentado con las últimas escenas recién vividas. Todos aquellos mudos testigos, aprisionados en el grueso y hoy desvencijado muro, dirigían la mirada hacia el hercúleo y justiciero Hijo del Hombre que, con el brazo alzado y actitud amenazante, repartía su justicia a todo ser creado sobre la tierra.

Tan solo una imagen, pequeña y arrugada, casi insignificante, comparada con la exuberante grandiosidad de cuantas la rodeaban, aparecía con serena expresión, en medio de la gravedad del miedo y el espanto general. La fea y grotesca máscara, reflejada en la despellejada piel de San Bartolomé, parecía haberse transformado, esbozando una leve sonrisa en medio del tenebrismo de su desfigurada faz.

Michelangelo Buonarroti se sentía feliz, libre por fin de la cruel atadura del destino. El peligroso juego había terminado y la difícil victoria había sido por: ¡Jaque Mate!

 

 

El manuscrito de Michelangelo
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