Il Sacco di Roma

(El saqueo de Roma)

 

 

―¡Sujetad bien esas escalas! ¡Parapetaos tras los escudos! ¡Cerdos bribones! ¿Os acobardáis como medrosas mujerzuelas? ―Parecía desgañitarse, gritando órdenes a diestro y siniestro, hasta el punto de que sus irritadas cuerdas se veían conducidas a una irremediable afonía―. ¡Voto a bríos! Juro por Satán que os ensortijaré con mi propia espada como no seáis capaces de derribar esa muralla antes de que caiga el sol ―clamó, tras hincar espuelas al caballo con intención de adentrarse en el punto más conflictivo del combate.

Todo eran gritos y confusión, en aquel día del 6 de Mayo de 1527, alrededor de las inmediaciones de la colina vaticana. Los soldados, espléndidamente aguerridos y armados, rodeaban en gran número aquella parte de la muralla de la Città Eterna, en un intento de asalto que les permitiera abrir la brecha por donde penetrar en la fortificada ciudad de Roma. El miedo podía olerse en el aire. Todos lo sentían, desde los máximos oficiales del ejército del Sacro Imperio Germánico, a cuya cabeza cabalgaba el flamante comandante Carlos III de Borbón, Condestable de Francia, quien agrupaba en sus filas a 5.000 infantes españoles, 3.000 infantes italianos, 7.000 soldados de armas y 10.000 mercenarios luteranos (lansquenetes), hasta el último de los hombres que componían la enfurecida soldadesca.

Detrás de aquellas abigarradas murallas, en principio  inexpugnables, forjadas con piedras milenarias en tiempos de Aureliano, allá hacia el 270 d.C.; también el miedo y el terror dominaba a los escasos 3.000 soldados romanos que, a las órdenes de Renzo da Ceri y fieles a la política papal, intentaban defender a la atemorizada población romana. A su lado, los guardias suizos, en número de 189, acababan de conjurarse para defender con la propia vida la del sumo representante de Cristo en la tierra, el papa Clemente VII. Junto a ellos, acudieron en su auxilio más de 4.000 ciudadanos de a pie que, sin experiencia alguna en las lides del combate, decidieron arriesgar la vida en defensa de su propia libertad, la de sus familias y todo aquello que la esquiva fortuna les había permitido atesorar hasta el momento.

Las poderosas defensas naturales de la ciudad, sitiada por sorpresa, no parecían suficientes para frenar el feroz acoso de unas tropas indisciplinadas y hambrientas de victoria. Enfervorecidas por falsas ideas religiosas que veían en la ciudad de Roma el particular lupanar de aquellos falsos católicos, indignos representantes de Pedro, que habían mancillado y pisoteado las sagradas palabras del Hijo de Dios, tras convertir a la Iglesia católico-romana en un ejemplo de pecado, vicio y depravación.

Tales eran las creencias que motivaban a los miles de soldados luteranos que, con Jorge de Frundsberg al frente, arremetieron contra la indefensa ciudad en busca del Papa Clemente VII, para ellos el Anticristo.

Bastante diferentes eran los motivos que movían a las fuerzas españolas, dirigidas por Alfonso de Ávalos, al igual que a las italianas, a cuya cabeza cabalgaba Ferrante I Gonzaga. No eran religiosos los intereses que guiaban a estos dos dirigentes. Ambos eran católicos y, hasta hacía poco, participaban de la amistad y la alianza de ese mismo papa al que ahora asediaban e intentaban derrocar.

En realidad, no se trataba sino de un severo castigo por la insumisión hacia el Emperador Carlos I de España y V de Alemania. Era cierto, cuando Clemente VII ocupó el solio pontificio, su primera preocupación fue la de organizar una fuerte alianza contra el poder del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, con el fin de frenar el avasallador avance sobre los estados de la península italiana[26] y el resto de Europa. Varios fueron los países y algunas las ciudades-república italianas que acudieron presurosos a tan patriótica llamada.

El primero en atender la desesperada petición papal sería el rey de Francia, Francisco I; recién liberado de un deshonroso cautiverio en la Torre de los Lujanes madrileña, tras la derrota de Pavía. No faltaron a la cita la República de Florencia, Milán y Venecia. Todos ellos, abigarrados junto a las fuerzas militares pontificias, emprendieron una guerra desigual y sin futuro contra el señor de Europa y emperador de gran parte del mundo conocido hasta el momento, Carlos I de España. Incuestionable heredero de la ambiciosa y fructífera política elaborada por sus abuelos maternos, Isabel y Fernando, cuyo apego y apoyo a la institución eclesiástica les otorgó el sobrenombre para la posteridad de Los Reyes Católicos. Ironías del destino, este nieto de tan fervorosos creyentes, acababa de enviar sus poderosas legiones en contra del máximo representante de la Iglesia romana.

Pronto se dieron cuenta de lo descabellado del proyecto. Francia sería la primera en abandonar la alianza papal, pasando a aliarse a los ejércitos que marchaban contra Roma, ante el miedo de ayudar a fomentar, más aún, el naciente poder pontificio. Florencia no podía olvidar los castigos e injusticias que había sufrido en épocas anteriores por parte de algunos papas, además de valorar los riesgos de los vencidos en caso de derrota. Venecia no deseaba sino que el ejército imperial se alejara de sus territorios para así continuar con las fructíferas transacciones comerciales en completa libertad. Así se dio la situación de que el papa se encontró solo, momento que aprovecharon las fuerzas del emperador Carlos para avanzar, de manera inexorable, hacia la ciudad sagrada. A causa de ello barrieron, destruyeron y arrasaron cuantas ciudades y pueblos encontraron al paso.

Los millares de hombres de armas que arribaron a la ciudad del Tíber no parecían participar en gran manera de los ideales de sus superiores en el mando. Pocos eran los defensores de las ideologías e intereses, más o menos elevados, que pudieran haber motivado el inicio de aquella contienda. Ellos eran gente curtida de batalla, en gran número mercenarios que arriesgaban la vida por la paga y los beneficios del codiciado botín arrebatado al vencido. Llevaban muchas lunas sin recibir sus escudos y florines, motivo primordial que los llevó a enfrentarse, de manera abierta, a sus jefes. Estos, preocupados y asustados ante la inminente posibilidad de una rebelión en masa, a falta de monedas en las arcas, les hablaron de los innumerables tesoros encerrados tras las robustas murallas romanas, prometiéndoles libertad absoluta para tomar todo aquello que quisieran, aun del propio Vaticano.

No precisaron que se les arengara a la lucha, ellos mismos exigieron a los jefes avanzar a marchas forzadas a la conquista de la corrupta y codiciada ciudad papal. A su paso, como si de un ensayo se tratara, desolaron y arrasaron cada una de las ciudades, pueblos y villas que tuvieron la desgracia de encontrase en su camino, como macabro anticipo a la carnicería romana. Con esta sed de mal fingida venganza, movidos por la propia codicia, dueños y señores de sus incontrolados actos, se hallaban ante la Roma Imperial de los soberbios césares, emperadores del pasado, los mismos que, a semejanza suya, también sitiaran, conquistaran y destrozaran otras muchas poblaciones siglos atrás, demostrando con ello que todo es cíclico en la turbulenta y vergonzante historia del hombre.

―¡Botarates, malandrines! ¿Os acobarda el fuego enemigo como a las sucias rameras?

Instigaba al caballo, atropellando a cuantos se interponían en el camino del valeroso animal que, asustado y dolorido, relinchaba y cabeceaba enloquecido, en un intento de liberarse de la presión de las riendas y el escozor de las afiladas espuelas en su robusta panza. Se encontraban a pocos metros de la muralla. Aquella colina vaticana, junto a la del Gianicolo, había sido la elegida para romper la tenaz resistencia de los defensores romanos. El continuo fuego cruzado, los atronadores cañonazos que vomitaban de continuo aquellas máquinas de guerra, asentadas en lo más alto del Castel Sant’ Angelo, alcanzaban la llanura cubierta por los ejércitos asaltantes, sembrando de juramentos e imprecaciones, entremezclados con lastimeros llantos y gemidos, la otrora verde campiña de la región de Lazio.

Los indisciplinados asaltantes apenas si hacían caso de las órdenes de los superiores. Cada uno intentaba aferrarse a aquellas envejecidas piedras, procurando sobrevivir, si no ileso, al menos lo más completo posible, hasta el fin de la batalla. Carlos III de Borbón no cesaba de arengar a sus huestes, consciente de la importancia que les brindaba la sorpresa. Tenían que conseguir mantener la incapacidad de reacción en el enemigo, sorprendido por tan furibundo ataque, sin permitirles reorganizar las debilitadas fuerzas, lo cual hubiera restado posibilidades a la futura victoria imperial.

Una mortífera lluvia de saetas pasó a escasos centímetros de su rostro, las cuales consiguió esquivar tras agazaparse sobre el cuello del noble bruto. Algunos de sus oficiales intentaron hacerle recapacitar sobre lo imprudente de aquella conducta. Él era el comandante general en jefe de las tropas aliadas, no podía ni debía exponer su vida de manera gratuita.

―¿Pretendéis que me esconda atemorizado? La prudencia es cosa de temerosas damiselas y medrosos espíritus cobardes. Tan solo los asquerosos bastardos mal nacidos se esconden en retaguardia.

No bien acababa de pronunciar tan orgullosos y enardecidos pensamientos, cuando una ráfaga de arcabuz buscó asiento en los tejidos de su cuerpo, a la altura del muslo.

―¡Aaaaaaaah! ―gritó al sentir cómo llamas candentes se abrían paso a través de músculos y huesos―. ¡Perros mal nacidos! ¡Soy herido!

Alfonso de Ávalos que, a la sazón, se encontraba en las inmediaciones, no bien vio al Condestable inclinarse vacilante en su montura espoleó al caballo, llegando a su lado justo en el momento en que el oficial herido a punto estuvo de dar con sus huesos en el duro suelo, perdido el sentido a causa del agudo dolor que la herida múltiple le había ocasionado. Tomó las riendas del desbocado animal y lo condujo hacia la tienda de oficiales, dando gritos en su retirada que alertaron a los cirujanos militares del desgraciado infortunio.

Resultaría difícil describir la confusión y el revuelo que aquella triste noticia originó en el ánimo de los, ya de por sí, indisciplinados soldados. Ante la falta de noticias ciertas, dieron por sentado que el comandante en jefe había sucumbido en el asalto a la ciudad, dejando huérfanos del mando a las huestes aliadas. Pronto comenzaron a sacar conclusiones de tal muerte. Algunos clamaban venganza, indignados por la pérdida de su jefe, otros, los más de ellos, vieron la ocasión de dar libertad a sus más inconfesables deseos, convencidos de que nadie se detendría a criticar ni enjuiciar sus actos.

Con redoblada fiereza y los ánimos enardecidos se lanzaron en masa contra aquellos escasos defensores que se habían visto obligados a repartir las mermadas fuerzas armadas en dos puntos distantes de la ciudad sitiada. No podría hablarse de bravura, aunque sí de fiereza y rabia. Poco soportaron tan tremendo empuje las gastadas y vetustas piedras que habían parapetado hasta entonces las posiciones de los sitiados. La caída del primer bloque de granito supuso asimismo la pérdida de todas las libertades y derechos de que hasta el momento habían disfrutado los aterrados ocupantes de la sagrada ciudad.

La soldadesca, furiosa, irrumpió en la milenaria Roma, sedienta de sangre y oro. Asesinaban, destrozaban, violaban, quemaban y asolaban cada metro cuadrado de tierra por el que avanzaban, dejando tras sí un infamante reguero de sangre, dolor y muerte. Nadie quedó a salvo de su salvaje ferocidad. Hombres masacrados; mujeres violadas y asesinadas a la vista de sus pequeños retoños que no tuvieron mejor suerte que sus madres; casas saqueadas, destrozadas, quemadas… Ni los animales se libraron de semejante bestialidad y barbarie.

Furiosos e incontrolados, ante la falta de caudillo al que temer y respetar, se lanzaron con espíritu sanguinario, poseídos por la avaricia, sobre la indefensa población que huía despavorida en busca de un hueco olvidado, movidos por el desesperado instinto básico de supervivencia.

No hubo casa, palacio o iglesia, a excepción de las españolas, que se librara de aquel incontrolado e iracundo saqueo. Muchos fueron los civiles y religiosos que perdieron la vida ese día a manos de la incontrolada calaña. Desde clérigos a cardenales, ciudadanos de a pie, valerosos defensores nacionalistas, nobles, comerciantes o simples campesinos. Todos ellos probaron el filo del acero de las espadas españolas, alemanas e incluso italianas.

Algunos, los más avispados, ofrecieron sus riquezas a los asesinos vencedores, en la esperanza de salvar la vida, que no la dignidad. Roma se convirtió en un confuso mar de sangre, fuego, destrucción y masacre. Enmudeciendo el sonido de sus campanas, acallado por los llantos y lamentos de los desgraciados supervivientes.

Poco o nada pudieron hacer ante semejante carnicería humana los máximos dirigentes militares. Solo algunos de los responsables, entre ellos el encargado de los tercios de Flandes españoles, intentaron frenar a sus hombres, sin éxito alguno, tal era el descontrol y vorágine que dominaba a las tropas victoriosas. La crueldad, la rapiña y la destrucción se habían enseñoreado de las calles de la mítica ciudad y no parecían dispuestas a abandonar su codiciada presa con facilidad. Pasarían muchos días hasta que las aguas de la sensatez y la cordura comenzaran a volver a su cauce.

Es tan cierto que nadie se libró de tan violentos desmanes que el propio papa Clemente VII fue buscado, perseguido y amenazado por los fanáticos luteranos que le hicieron centro responsable de los males que asolaron la ciudad, como severo castigo por la negativa a reconocer la doctrina luterana. Solo gracias a la astucia del anciano pontífice, y la bravura de su guardia personal, consiguió salvar la vida al trasladarse, a través de un pasadizo secreto, a la cercana fortificación del vecino Castel Sant’Angelo. Allí fue sitiado por los vencedores que envolvieron, con férreo cerco, la milenaria edificación funeraria. Su huida sería protegida por los ciento ochenta y nueve soldados de la Guardia Suiza personal, que fueron masacrados en las mismas gradas del altar de San Pedro, en el valeroso acto de proteger con sus vidas la retirada del santo padre . Tan solo cuarenta y dos de esos bravos volverían a ver la luz del sol tras la sangrienta batalla. Luego de un largo y angustioso mes de asedio, el máximo pontífice decidió rendirse. Ofreció un rescate de cuatrocientos mil ducados y quedó a merced de aquellos enemigos que exigieron, como condicionante de su capitulación, gran parte de las riquezas acumuladas en los interiores vaticanos, así como las ciudades de Piacenza, Parma, Civitavecchia y Módena.

Terrible día para la Città Eterna. Triste jornada para la Iglesia romana y aciago episodio para la dignidad humana que acabó yaciendo, pisoteada y ultrajada, entre el fango ensangrentado de la vía Apia o bajo las silenciosas estatuas de sus jardines y fuentes que, de poder hablar, a buen seguro narrarían los horrores experimentados en su marmóreo silencio durante il sacco di Roma.

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Dos misteriosos personajes atravesaban a toda prisa las desiertas y amplias salas de las habitaciones papales. En medio del caos general nadie parecía haberse dado cuenta de su repentina presencia. Las huellas del vandalismo y la rapiña habían quedado impresas en aquellas, hasta entonces, sagradas estancias.

Todo aparecía revuelto, pisoteado o destrozado. Auténticas joyas artísticas yacían mancilladas a lo largo del lujoso suelo. Lienzos de los más grandes pintores renacentistas, pendían, hechos jirones, de las paredes, mutilados de por vida por las incultas manos de aquellos bárbaros profanadores del arte. Hermosas estatuas, amputadas, rodaban hechas añicos. Lujosos y preciados muebles derribados por el avance de la furiosa chusma. Ni siquiera los bellos frescos de las paredes merecieron su respeto, sufriendo desconchones y raspaduras que destrozaron la metódica y genial creación de artistas de la talla del propio Raffaello. Años…, siglos de historia arruinada por el fanatismo y la incultura de unos hombres que, carroñeros del arte y la belleza, optaron por suprimir y robar gran parte de la herencia artística acuñada durante siglos por los distintos representantes de la Iglesia, negando a generaciones futuras el placer y la fortuna de admirarlas y asombrarse ante su perfección y belleza.

¡Triste día para el arte aquel 6 de mayo de 1527!

―¡Date prisa! ―apremió quedo Michelangelo a su acompañante―. Esperemos que con lo precipitado de la huída no haya tenido tiempo suficiente.

―¿Tiempo para qué? ―preguntó Julio que, más indignado que asustado, acababa de presenciar el cruel ajusticiamiento de más de mil hombres en la vía pública.

―Para evitar que se lleve el manuscrito. ¡Mentecato! ―informó el artista, forzando la marcha hacia la dependencia principal de Clemente VII.

―No consigo entenderte. Ahí afuera centenares de personas son masacradas bárbaramente por esos sinvergüenzas asesinos y tú te preocupas por un maldito papel viejo. ¿Es que no tienes humanidad?

―¿Qué son miles de personas en el conjunto de la tierra? ―preguntó enfrentándose al pupilo, tras pararse en seco―. Si supieras la importancia de ese «viejo papel», como tú lo llamas, no hablarías tan a la ligera, jovenzuelo.

―Y ¿a qué esperas para contármelo? ―preguntó a su vez, harto ya de tanto misterio.

Se sentía molesto y enfadado con el viejo maestro. Apenas una hora antes se encontraba en la habitación del hotel, preparado y listo para salir.

Había quedado con Bianca, a quien no había visto durante el día. Después de la íntima aventura nocturna se habían separado por la mañana, sumergidos todavía en ese atolondrado mundo de la dicha, tras la reciente unión. La periodista tenía que cubrir aquel día una importante recepción en el mismo Palazzo Quirinale, donde el presidente de la República Italiana recibía a un alto mandatario extranjero de uno de los países de Europa Oriental. Después de la ceremoniosa recepción se celebraría el coctel de bienvenida, seguido de la comida oficial, a la cual habían sido invitados algunos de los medios de comunicación más importantes de la prensa y televisión italiana. Siendo Bianca uno de los cronistas más valorados de Il Corriere della Sera, no podía declinar semejante invitación. Es por ello que decidieron encontrarse a la salida del evento que se desarrollaba a pocos pasos del hotel que Julio ocupaba.

La inoportuna visita del florentino no solo le privaba del goce de la compañía de su enamorada, sino que ponía en entredicho ante ella su formalidad en aquella recién iniciada relación. ¿Qué pensaría Bianca al no verlo a la salida del palacio? Y lo que es peor ¿Qué imaginaría que le habría pasado para abandonarla de tan misteriosa manera?

De nada le sirvieron los ruegos y excusas ante el tenaz maestro. Intentó resistirse a ser arrastrado a una nueva experiencia paranormal, pero fue inútil. Miguel Ángel cogió su mano y, sin fuerza alguna, se vio transportado al centro de Roma, con quinientos años de distancia, justo en el crítico instante en que las tropas de asalto rompían las fortificaciones defensivas.

El viejo escultor no habló, como toda respuesta, lo agarró del brazo y lo arrastró hacia la habitación que, hasta unas horas antes, había sido el apartado residencial más personal de Julio de Médici. Las puertas se mostraban abiertas de par en par. Nadie salió a interponerse en su camino, parecía que todo el edificio vaticano estuviera vacío, si bien, no era así. Gritos de terror y voces de júbilo, a lo lejos, dejaban adivinar los encontrados sentimientos de vencedores y vencidos. Fuera, en las calles de la ciudad, el eco de los lamentos y alaridos de victoria se entremezclaban en confuso y macabro concierto desafinado.

Miguel Ángel comenzó a abrir puertas y cajones, cualquier lugar parecía bueno para esconder el tesoro que buscaba. No quedó rincón ninguno en la enorme alcoba que no fuera revisado por el sagaz genio. Mientras, Julio, contemplaba inmóvil, sin saber muy bien qué y adónde buscar, a la espera de una orden con el camino a seguir.

―¡Hemos llegado tarde! ―exclamó el anciano que se dejó caer derrotado sobre los blandos colchones del amplio lecho papal―. Se lo ha llevado con él.

―¿Estás seguro? ―preguntó Julio sin acabar de entender la importancia de aquel maldito manuscrito―. Puede estar escondido en algún otro lugar. El Vaticano es enorme.

―Ningún papa se ha separado jamás de ese documento desde el primer día de su pontificado. Bien saben la importancia y el peligro que encierra. ―Se sentía cansado―. Era de esperar. Aunque es cierto que tenía la esperanza de que un primario instinto de supervivencia le hubiera hecho olvidarlo en tan precipitada huida.

―¿Cómo sabes tú de la existencia de un documento tan importante?

―En los largos años de mi existencia no gasté mis energías y entendimiento tan solo en esculpir toscas piedras y pintar paredes palaciegas. Mis creencias personales jugaron un importante papel en el desarrollo de mi vida. Cómo comprendes que podía quedarme inmóvil ante semejantes barbaridades como la que acabas de contemplar. Mi espíritu no dejó de buscar un motivo, una contestación a nuestra desgraciada presencia en este enloquecido mundo. Puedo asegurarte que me costó bastante tiempo encontrarlo, no era joven cuando comencé a ver la Luz. Pero el Divino Hacedor tuvo a bien dejarme conocer la Verdad.

Hablaba embelesado, contemplando en la lejanía imágenes celestiales que solo él conocía. La expresión del rostro había rejuvenecido el arrugado y entristecido semblante, dando la sensación de encontrarse en otra dimensión, vetada a miradas profanas.

―¡Vámonos! ―ordenó de pronto, luego de regresar del imaginario viaje al que le condujera la mente―. Aquí perdemos unos minutos preciosos.

―Pero… ¿adónde? ―preguntó Julio, cada vez más confuso y despistado.

―A la fortaleza de Clemente VII. Al Castel Sant’Angelo.

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―¡Redoblad la guardia en la torre! ―gritaba fuera de sí―. Que ninguno de los hombres abandone su puesto de vigilancia durante toda la noche. Solo Dios sabe lo que estos malditos e impíos luteranos pueden ser capaces de urdir.

Daba vueltas alrededor de la estancia en la que se hallaban apiñados algunos de los escasos cardenales que habían podido escapar de la criba de la soldadesca imperial, tras salvar sus vidas en la precipitada retirada a través del “Passetto”[27]. El miedo y el desasosiego restaban prestancia y dignidad a su elevada persona. Nadie en aquellos críticos momentos hubiera creído en la infalibilidad del representante de Dios. En apariencia no era sino un pobre hombre acobardado, temeroso y asustado, adornado con ricos y costosos ropajes que no lograban conferir magnificencia y sobriedad al papa Clemente VII.

―Santidad ―se atrevió a decir uno de los ancianos varones allí presentes―, esos hombres llevan más de veinte horas sin descanso, en encarnizada lucha por proteger vuestra elevada persona. Gracias a ellos hemos conseguido llegar hasta esta fortaleza.

―¿Dudáis acaso de que Nos merecemos su esfuerzo? ―preguntó colérico, tras dirigirle la mirada con gesto arrogante.

―De ningún modo, santidad ―replicó el anciano cardenal aún a sabiendas de que se exponía a caer en desgracia―. Pero vuestra serenísima persona debe comprender que están agotados, son hombres al fin y al cabo, necesitan descansar y reponer fuerzas. ¿De qué nos servirían muertos?

―Habrían muerto en defensa de Nuestra persona. ¿Existe mayor honor? ―contestó el pontífice, no acostumbrado a que se le llevara la contraria y opusieran a sus órdenes.

―Ciento cincuenta jóvenes, guardias suizos, acaban de sacrificarse, en las mismas escaleras de San Pietro, para proteger vuestra retirada hasta este castillo. ¿Consideráis que es suficiente honor?

Todos los presentes se quedaron paralizados, conteniendo la respiración. La osadía del veterano cardenal sobrepasaba todas las leyes de la lógica, del respeto y la veneración debida hacia el máximo representante de la curía. Clemente VII no emitió palabra, se acercó con extrema lentitud al insurrecto anciano que, tenso y orgulloso, desafiaba con la mirada al sumo pontífice, sin demostrar miedo alguno y, mucho menos, arrepentimiento por el reciente comentario.

―No quiero volver a veros en mi presencia ―silabeó delante de su rostro―. Si tanto sentís su muerte… ¡Id a hacerles compañía! ¡Guardias!

Las puertas de la gran sala se abrieron a su llamada, apareciendo de inmediato dos jóvenes soldados que esperaron rígidos y respetuosos sus órdenes.

―Llevad a la entrada principal al Cardenal Salvatieri ―ordenó, sin dejar de mirar amenazador los ojos de su oponente―. No encuentra saludables las estancias del castillo y ha decidido abandonar Nuestra presencia.

―¡Santo padre! ―se atrevió a decir el más joven de los dos soldados, asombrado de tan loca decisión―. Afuera se encuentran apostados más de mil soldados enemigos, a la espera de una mínima oportunidad para atravesar esa puerta. Todo aquel que cruce por ella será abatido de inmediato.

Clemente giró violento hacia el pobre hombre, descargando toda la fiereza que lo invadía en su nueva víctima.

―¡Pues acompáñalo tú, maldito bastardo!

El joven sintió que sus piernas flaqueaban, la furibunda mirada de aquel hombre no tenía nada de humana. Tal vez, en otra ocasión en que las fuerzas no estuvieran tan mermadas, hubiera tenido el suficiente valor y coraje para enfrentarse, también él, a semejante desafío, pero, estaba agotado, desecho física y moralmente. Había dejado atrás a compañeros y amigos que sabía, con certeza, no volvería a ver jamás. Batalló, brazo con brazo, contra infinidad de enemigos que trataron de interponerse en la precipitada huída del representante de Pedro, abatiendo a gran número de ellos y dejando malheridos a otros tantos. No, decididamente, no se sentía capaz de soportar la ira del gran dirigente de los estados pontificios. Bajó los ojos, sumiso, y agarró del brazo al prisionero que no opuso resistencia alguna, aun sabiendo que le conducían a las puertas de la muerte.

Una vez abandonaron la sala, el resto de los atemorizados cardenales no osaban pronunciar palabra, ni tan siquiera moverse de las posiciones que ocupaban antes de tan desgraciado hecho.

―Y vosotros, ¿qué miráis? ¡Pandilla de mamarrachos! ―gruñó el pontífice― Alejaos de mi presencia si no queréis salir por la misma puerta que Salvatieri. ¡Vamos! ¡Fuera de mi vista!

No se hicieron repetir la orden. En atolondrado tropel se dirigieron presurosos a la gran puerta de entrada, sin siquiera mirar atrás, temerosos, con motivo, de caer en desgracia de igual modo ante el furioso pontífice.

Una vez solo intentó recomponer los recientes acontecimientos, sin dejar de pasear de continuo a lo largo de la sala. No cesaba de frotarse las manos, desesperado y asustado, una y otra vez, en un vano intento de calentarlas, tal vez, desconocedor de que el frío que atenazaba los ateridos miembros no era producto de la temperatura ambiente, sino del helador vacío que le invadía las entrañas.

Tenía que tomar una decisión y pronto. Sabía que no podría soportar durante largo tiempo el asedio. Aquel mal nacido rey Carlos de España no cejaría en su intento de derrocarlo del poder en Roma y, quién sabe, si no buscaría su vida. Había sido un tremendo error aliarse con los franceses. Nunca debió hacerlo. Tampoco la alianza con Florencia y Venecia tenían demasiada lógica. Ambas ciudades habían rivalizado durante años con el poder de la Iglesia romana. ¿Cómo fue tan majadero de pensar que se mantendrían fieles a su causa? Lejos de aminorar el avance del todopoderoso emperador del Sacro Imperio había propiciado su avance, guiándole hasta las mismas puertas de Roma.

―¡Lo excomulgaré! ¡Lo haré anatema! Será maldito por las naciones hasta el final de sus días.

Una cínica sonrisa desfiguró su rostro.

«¿De qué servirá? ―pensó―. Lo único que lograré será enfurecerlo aún más, al igual que ocurrió con Enrique VIII en Inglaterra. Tal vez decida erigirse, también él, máximo representante de su propia Iglesia».

Aquellos pensamientos no hacían sino desestabilizar el ya alterado sistema nervioso. El pánico le provocaba náuseas, unido a un fuerte dolor en la boca del estómago, a la vez que el abundante sudor, el inconfundible sudor del miedo, empapaba los elegantes ropajes escarlata.

―¡No permitiré que me arrebaten lo que es mío! ―exclamó en un inusitado arranque de valor―. Si es necesario desataré todas las fuerzas invisibles. Si he de caer yo… ¡Caerá el mundo!

Se dirigió hacia un artístico bargueño de fina madera de ébano, tallado con cuidadoso detalle y adornado con numerosas estatuillas que simulaban representar algunos de los más conocidos episodios del Antiguo Testamento. Desabrochó los dos botones superiores del jubón y deshizo la lazada que ajustaba la blanca y ornamentada camisa. Palpó una gruesa cadena de oro que le rodeaba el cuello y la extrajo por la cabeza. Pendiente del valioso cordón se balanceaba una pequeña llave. Con ella en la mano abrió una de las puertas del mueble y sacó del interior un cofre, finamente rematado por ribetes de oro puro, y en cuya tapa se veían engarzadas ágatas, rubíes, zafiros y diamantes, de tamaño tal que, el más pequeño de ellos, poseía el diámetro mayor que una avellana.

Colocó ceremonioso el preciado cofre sobre la mesa de la estancia e introdujo la llave en la cerradura. Al abrir la tapa pudo verse su interior, forrado y acolchado con extrema fineza en terciopelo negro, arrebujado y embellecido con todo lujo de detalles. No reparó el pontífice en tan rica decoración, la cual con toda seguridad ya conocería. Introdujo ambas manos en el interior del cofre y extrajo, no sin cierto respetuoso temor, un viejo y desgastado manuscrito enrollado sobre sí mismo. Deshizo con lentitud el lazo rojo que lo sujetaba y fue desenroscándolo con sumo cuidado.

Sumido en la absorta contemplación del misterioso documento no llegó a darse cuenta de la repentina aparición de los dos hombres que, a cierta distancia y protegidos en la sombra, observaban sus movimientos en silencio, atentos a cuanto él hacía.

―Habéis osado desafiar Nuestra divina autoridad, viniendo contra Nuestra persona, pero Nos os juramos que desataremos la furia de las diez plagas que asolarán al mundo, convertido en un nuevo Egipto. Entonces comprenderéis quién es el poderoso amo y quién el mísero sirviente.

Acercó el velón que reposaba olvidado en un extremo de la mesa, cercano a donde se hallaba, y comenzó a leer, lento y pausado el texto reflejado en el preciado manuscrito.

―”Quando placiti tempus adventus sui, et dirumpam interiora terrae, quae mulieres laborantes, suggerente viscera eius rubet…”.[28]

―¡Deteneos, insensato!

―¿Quién osa…?

Se volvió sorprendido y asustado al comprobar que no estaba solo, sintiendo cómo un intenso escalofrío recorría su cuerpo al ver salir de un ángulo de la pared a dos desconocidos, sumidos en la penumbra de la apenas iluminada sala.

―¡No prosigáis con vuestra loca lectura!

―Michelangelo Buonarroti ―exclamó sorprendido, sin reparar apenas en el acompañante―. ¿Qué diablos hacéis aquí? y… ¿Cómo habéis conseguido burlar a mi guardia?

―Vuestra guardia fue burlada hace más de cinco horas ―respondió con grave gesto acusador―. Sus cuerpos siguen insepultus en la escalinata de la Basílica de San Pedro.

―¿De dónde salís? ―preguntó de nuevo, luego de hacer caso omiso a aquella velada acusación.

―¡Del tiempo! ―repuso el artista mientras se acercaba a él―. Vengo a por ese manuscrito.

―¿Estáis loco? ―exclamó el papa que enrollaba de nuevo el documento y lo apretaba con fuerza en su diestra―. Estos son textos sagrados, no querréis profanar con vuestras sucias manos de cantero la palabra divina.

―Ese manuscrito está profanado desde el mismo instante en que lo mantenéis en vuestra mano contaminada, manchada y envilecida por la inocente sangre de miles de personas que creyeron en vos y que arriesgaron sus vidas por seguir vuestras engañosas doctrinas.

―¿Cómo os atrevéis a dirigirme semejantes palabras? ¿Acaso estáis demente? Puedo hacer que os arresten ahora mismo. Retiraré todos los encargos que os hiciera en el pasado, así como mi favor personal. ¡No volveréis a trabajar en los años que os resten de vida!

―Tampoco serán tantos ―contestó el orgulloso artista, tras soltar una fuerte carcajada que acabó de confundir al religioso que atenazaba con fuerza el papel, temeroso de que se lo arrebatara―. ¡Dadme el documento, santidad!

Alargó la mano con intención de cogerlo, aun contra su voluntad. Clemente, sospechando su intención, reculó hacia donde se encontraba el bargueño de ébano y, en un movimiento tan rápido como certero, que sorprendió por completo al perseguidor, cogió del interior del compartimento, donde antes estuviera encerrado el valioso cofre, una daga corta ricamente decorada. Con movimiento hábil se abalanzó hacia el valiente escultor que apenas pudo esquivar la cuchillada, sin conseguir evitar que la afilada punta abriera una sangrienta brecha en el nacimiento de su muñeca diestra.

―¡¡Maestro…!! ―gritó Julio que hasta el momento se había mantenido al margen de la escena y que corrió en ayuda del genio herido.

―¿Quién eres tú, desgraciado? ―preguntó el religioso al tomar conciencia de su presencia.

―¡Quien te va a enseñar a respetar a un anciano! ―contestó enfurecido al tiempo que retorcía la mano que seguía empuñando la mortífera daga, teñida por la goteante sangre del florentino, y le forzó a soltar el arma por el dolor de la presión―. ¡Mereces morir por tus crímenes!

―¡Déjalo Julio! ―ordenó Miguel Ángel con voz imperiosa―. Aún no ha llegado su momento.

El viejo papa se retorcía de dolor, contorsionándose, en un vano intento de desasirse de la vigorosa mano que no dejaba de retorcer su muñeca.

―¡Socorro! ¡A mí la guardia! ―vociferó a pleno pulmón para llamar la atención de su gente.

―¡Calla, cobarde! ―ordenó Julio apretándole la garganta para impedir que gritara―. No mereces permanecer vivo después de la carnicería que tu ambición ha provocado.

De manera simultánea, fuera de la estancia, podían escucharse voces y ruido de pasos precipitados. La puerta comenzó a abrirse.

―Soccorsooooooo…! Aiu…![29] ―consiguió gemir con un hilo de voz, el aterrado pontífice.

―¿Callarás…? ―ordenó el joven, apretando, aún más, el gaznate del religioso.

―¡Suéltalo! ¡Te lo ordeno! ―volvió a pedir Michelangelo.

Julio soltó la garganta de Clemente justo en el momento en que irrumpían en la habitación cuatro guardias suizos, que, a la carrera, se acercaron amenazantes hacia donde ellos estaban, con las espadas desenvainadas.

―¡¿El manuscrito?! ―indicó el genio.

El joven pupilo no lo dudó un instante, lanzó un rápido puñetazo al prelado que, sorprendido ante el inesperado ataque, relajó la tensión de su mano, permitiendo que cayera al suelo el preciado documento, momento que aprovechó el pintor para recogerlo y correr junto al mentor que lo tomó del brazo, no sin antes propinar un duro golpe en el estómago del joven guardia que, momentos antes, contradijera los mandatos del papa y que se dirigía amenazante contra el desconocido agresor del pontífice.

―¡¡¡Noooooo!!! ―aulló Clemente al ver el manuscrito en manos de su atacante.

Una salva de ensordecedoras detonaciones de armas de fuego vino a sumarse a su alarido, como macabro colofón a aquella violenta e inaudita escena.

Segundos después gritos de euforia y victoria brotaban de miles de gargantas, celebrando victoriosas la muerte del cardenal Salvatieri.

El manuscrito de Michelangelo
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