Encuentro en la Capilla Sixtina

 

 

Se despertó sobresaltada, apagó el sonido de la alarma y volvió a cerrar los ojos, dispuesta a disfrutar de esos apetecibles minutos de pereza que median entre el brusco despertar y la voluntaria decisión de incorporarse del lecho. Bostezó de manera aparatosa al mismo tiempo que tensaba los miembros contraídos tras el descanso nocturno.

No podía permitirse el lujo de mantener durante largo tiempo aquel estado de relajación. Debía pasar por la editorial antes de acudir a la cita de los Museos Vaticanos. Tenía que firmar el nuevo contrato para la reedición de su libro sobre  «el divino» Dante Alighieri. Ya era la cuarta vez que se sacaba a la luz. En realidad había sido un auténtico best seller, se contaban en más de 200.000 los ejemplares vendidos en todo el mundo; con esta nueva edición de 30.000, pasaría a convertirse en el libro más popular de cuantos había escrito. Curiosamente, era el que menor trabajo le había supuesto y al que dedicara menos tiempo e interés. No es que no admirase la figura del celebrado poeta, pero, durante su escritura, cometió el error de iniciar la investigación del inmortal Michelangelo, la apasionante y atormentada personalidad del florentino acaparó de lleno su atención e interés, dejando de lado la terminación de la pormenorizada biografía de Dante. Solo gracias a los reiterados ruegos de su agente y editor, volvió a tomar las riendas del abandonado relato, el cual finalizó en poco más de dos meses, listo para la inmediata corrección y maquetación. No ocurriría lo mismo con la biografía de Miguel Ángel. Dedicó cerca de un año de investigación a la vida y obra del extraño y admirado personaje…

El sonido del teléfono interrumpió su meditación y despejó cualquier resto de pereza.

―Ciao, Carlo! ―saludó después de identificar al remitente.

―Buongiorno, Bianca! ¿Te pillo en mal momento?

―Un poco. Me disponía a salir hacia la editorial ―mintió, tras echar un vistazo al original reloj que colgaba de una de las paredes de la habitación―. Es muy tarde, tengo que dejarte.

―Espera un momento ―pidió su interlocutor, temeroso de que cortase la comunicación―. Te llamaba para invitarte esta tarde a tomar unas copas en compañía de unos amigos. Irán Camila y Giovanni, al resto no los conoces pero son buenos chavales, alegres, divertidos y noctámbulos. ¡Te gustarán!

Si algo no soportaba eran las vacías reuniones de Carlo, insulsas y aburridas, rodeada de desconocidos sin personalidad alguna, escasos de palabra e inteligencia. Le resultaba insoportable aguantar aquellos continuos chistes y comentarios, carentes de gracia y originalidad, por no hablar de las críticas de personajes famosos o del tedioso repaso a las modas más en uso. Prefería aburrirse sola en casa, haciendo zapping, que aguantar la aburrida compañía de aquella prole de engreídos snobs.

―Me es imposible acompañarte. Tengo muchísimo trabajo.

―Pero si hemos quedado a partir de las nueve de la noche ―objetó Carlo―. Para entonces ya tienes que haber terminado de trabajar.

―Mi trabajo, a veces, comienza cuando llego a casa. No es extraño que me den las dos y las tres de la mañana con el ordenador encendido. ―Comenzaba a impacientarse.

―Si no fueras tan esquiva conmigo yo te enseñaría otras maneras más placenteras de ocupar tus horas nocturnas.

―¡Eres un cerdo asqueroso! ―exclamó, airada por la soez insinuación del hombre―. No necesito que me enseñes nada. Solo déjame en paz.

―Bianca, cariño. ¡No te enfades! Era una broma. ―Se apresuró a corregir el amigo―. Parece mentira que no me conozcas. Bien sabes que me tienes loco.

―Por ese mismo motivo, porque te conozco, no estoy dispuesta a consentir tus soeces insinuaciones. Vete a decírselas a tus elegantes amiguitas. Quizá alguna acepte tu propuesta.

―Bianca, ¡por favor! ¡Perdóname! Soy un bocazas y un grosero, pero no puedo evitar que me gustes. Hazlo al menos por la memoria de nuestras madres.

Ella sintió ganas de darle con el teléfono en la cabeza, y de fijo lo hubiera hecho de tenerlo delante. Ampararse en la íntima amistad que uniera a ambas mujeres le parecía mezquino y rastrero, aunque fuera cierto. Ambos se habían criado juntos, sus familias eran amigas desde muchos años antes de que ellos vieran por primera vez la luz de este azulado planeta. El cariño que unió en su día a ambas madres no había sido suficiente para mantener la amistad con el transcurso de los años. De tal modo, cada familia tomó una trayectoria diferente, lo que provocó el alejamiento y casi el olvido de aquella antigua relación afectiva. Apenas hacía tres años que había vuelto a reencontrarse con el pequeño compañero de juegos. Desde entonces, se veía obligada a soportar su molesta presencia en aras del antiguo amor materno.

―Eres un cochino chantajista, pero procura moderar tu lengua y sobre todo tus pensamientos, si no quieres que deje de hablarte de por vida.

―¿Vendrás entonces? ―preguntó el hombre, de vuelta a la lucha.

―¡Te he dicho que no, estúpido! ¡Vete al infierno!

Apagó el móvil y se levantó del lecho malhumorada. Fue a preparar la cafetera y entró en el baño para tomar una ducha. Disfrutaba de su segundo café sin poder dejar de pensar en la reciente conversación. Estaba más que harta de aquella amistad. El baboso galanteo de su amigo Carlo llegaba a asquearla. Eran incontables las ocasiones en que había rechazado su oferta amorosa. Hasta el momento, nunca había sentido verdadero interés ni afecto por un hombre, y de lo que estaba bien segura era de que, aunque fuera el único espécimen masculino sobre la faz de la tierra, jamás elegiría a Carlo.

Se había acostumbrado a la egoísta independencia que regala la soledad. Era una mujer emancipada, autosuficiente, libre de pensar, hacer o decir lo que en realidad deseaba. Ningún hombre merecía la pena hasta el punto de perder la libertad de sentirse ella misma.

Acabado el desayuno se vistió con rapidez y bajó al garaje en busca del coche. Luego de pasar por la editorial para la firma del nuevo contrato, tomo rumbo hacia la Ciudad del Vaticano. Fue directa a la Cappella Sistina. Lo cierto era que tenía programado pasar la mañana en la biblioteca, pero, llegada al aparcamiento, decidió cambiar el orden de trabajo y dejar para la tarde la consulta de los incunables renacentistas. 

Aún siendo temprano, apenas si eran las diez y media de la mañana, la concurrida sala presentaba un abigarrado aspecto; centenares de personas contemplaban con expresión de asombrada admiración los llamativos frescos absorbidos y hechos propios por aquellas frías paredes y bóvedas. Si bien los laterales de la capilla conservan auténticas obras de arte de autores tan renombrados como Botticelli, Perugino, Rosselli o el mismo Ghirlandaio, las bocas de todos los presentes no dejaban de alabar y pronunciar un único nombre: Michelangelo Buonarroti. 

Su simple recuerdo era capaz de borrar el duro trabajo de años de esfuerzo y superación y la innegable calidad del resto de pinturas allí encerradas.

Buscó entre la muchedumbre al despistado spagnoletto, pero no llegó a verlo por ninguna parte. Sonrió, pensando que tal vez fuera demasiado pronto para el perezoso pintor. Concentró de nuevo la atención en los innumerables personajes que pueblan la abigarrada representación del «juicio» de Miguel Ángel.

Era cerca de la una y media de la tarde cuando decidió dar por terminada la jornada de trabajo. Tenía pensado ir a casa a comer y regresar por la tarde a reanudar la tarea. Apagó la tablet y caminó hacia la salida, mirando a un lado y otro, extrañada de la ausencia del compañero de investigación. De todos modos, entre tantísima gente, era bastante fácil pasar desapercibido.

**********

 

Llegó empapado a la puerta del museo. De nuevo un descomunal atasco de tráfico le obligó a salir del taxi que lo transportaba; malhumorado e impaciente, prefirió desafiar las inclemencias atmosféricas a malgastar sus nervios en el interior del vehículo. Aunque había bajado del auto llegado ya a la plaza de San Pedro, la torrencial lluvia acabó calando su ropa, incluso la cazadora de tejido impermeable.

Entró en la Capilla Sixtina cerca de las cinco y media de la tarde. Hacía ya hora y media que no se permitía la entrada a los distintos museos, tal vez por ello, el lugar parecía algo más despejado de lo habitual, pues apenas si quedaban los rezagados turistas de última hora que, agobiados y presurosos, intentaban alargar los escasos minutos que les restaban hasta el desalojo y cierre de las salas.

Aprovechó para realizar algunos bosquejos de los personajes centrales de la escena del Diluvio Universal, fiándose más de la memoria que del original allí presente, difícil de percibir a más de veinte metros de altura. No le importó. No era la forma lo que buscaba, sino la mezcla del color. Había analizado centenares de imágenes, fotos en papel o digitales, copias al óleo o litografías de todo tipo; en cada una de ellas aparecía una tonalidad y una gama de colores distinta a la anterior. Ese fue el principal motivo de querer recrear los auténticos tonos utilizados por el maestro en su día, si bien, era cierto que las muchas y sucesivas restauraciones habían distorsionado y variado, en sustancia, los diferentes pigmentos utilizados hacía más de quinientos años por el joven pintor.

Pronto se encontró en completa soledad en la inmensa nave. Los celosos vigilantes habían conseguido evacuar hasta el último de los visitantes, respetando tan solo su presencia al conocer el especial permiso de estudio que le permitía seguir hasta pasada hora y media del cierre general.

Se deshizo de la todavía encharcada cazadora y dejó la mochila, el cuaderno de dibujo y el ipad a un extremo de las escaleras, al lado del altar mayor. Preparó la cámara de fotos profesional y eligió el objetivo que le permitiera un mayor zoom. Intentaba acercarse lo más posible a las pinturas estampadas en la Volta. La mortecina luz exterior restaba gran parte de luminosidad a la sala, siendo la iluminación artificial, no demasiado conseguida, la que permitía al objetivo captar la imagen con claridad. Cambió un par de veces las lentes, con intención de regular el dispositivo con la mayor sensibilidad y fiabilidad posible. Luego de comprobar los resultados en la pequeña pantalla hubo de reconocer que, sin ser dignas de una exposición, las fotos conseguidas eran más que válidas para sus necesidades.

Cambió el trípode de lugar y lo trasladó detrás del altar, con idea de retratar pequeños detalles de las figuras inferiores del Juicio Universal. Tenía en mente realizar un estudio exhaustivo sobre las variadas e intensas tonalidades de azules y verdes que el maestro llegó a emplear en su día en la realización del mural. Después de una preparación algo más laboriosa y compleja que la utilizada para la bóveda, consiguió ajustar la máquina a las nuevas necesidades. La falta de espacio fue uno de los mayores inconvenientes que se le presentaron, lo cual le obligó a adoptar posturas más que incómodas, medio arrodillado e inclinado, metido, prácticamente, debajo del Altar Mayor.

Afanado en estos preparativos escuchó voces a lo lejos, miró el reloj. Las 19:30 h. Sabía que eran los vigilantes que venían a invitarle a desalojar la capilla. Maldijo tan inoportuna interrupción. Después de todo el tiempo empleado en ajustar la imagen a su gusto ahora iba a perder la oportunidad de realizar aquellas fotos. Valoró el levantarse y rogar le concedieran cinco minutos más, pero pensó que con ello perdería un tiempo precioso. Se encontraba encorvado, medio oculto debajo de la mole de mármol, si intentaba salir lo más seguro es que moviera el trípode, desequilibrando el punto de enfoque que tanto le costara conseguir. Decidió disparar una ráfaga de imágenes y hablar después. Apretó el botón sin llegar a mover trípode ni cámara en lo más mínimo.

Un seco y fuerte ruido le sobresaltó. En un principio no supo relacionar su procedencia. Creyó que podría haber sido un trueno que multiplicara su estruendosa resonancia en la capilla vacía. Sacó la cabeza de debajo del mármol que le obligaba a permanecer agazapado y miró hacia las ventanas. Apenas si penetraba luz a través de las emplomadas vidrieras. Fue entonces cuando su cerebro interpretó el origen de aquel golpe. Acababan de cerrar la puerta de acceso.

Se incorporó con precipitación, lo que provocó el derribo del trípode que, colocado justo delante de él, le impedía moverse con facilidad. De nuevo un fuerte ruido, si bien bastante menos espectacular que el anterior, volvió a alterar el sepulcral silencio de la nave.

―¡Maldita sea! ―juró desconsolado al contemplar la valiosa cámara hecha añicos en medio del engalanado pavimento.

Volvió la mirada hacia la entrada y comprobó cómo la gran puerta estaba cerrada a cal y canto.

―¡Oigan! ¡Que sigo aquí! ―gritó con voz potente que pudo oírse repetida a lo lago de la desierta nave ―. Ábranme la puerta, ¡por favor!

Permaneció quieto breves instantes, a la espera de una respuesta. Tan solo el silencio contestó su llamada. Se dirigió rápido a la salida, esperanzado de que todavía estuvieran los vigilantes en la sala contigua, con idea de aporrear la puerta, si fuera necesario,  para llamar su atención.

Continuó llamando a gritos a los guardas mientras corría diligente hacia la entrada.

―¡Oigan! ¿Nadie me escucha?...

En aquel instante la luz interior desapareció, Todo quedó en completa oscuridad. Sintió que algo se enredaba entre los pies. Dirigió la vista al suelo, pero apenas si pudo percibir la mochila donde transportaba el equipo fotográfico. Perdió el equilibrio y sintió cómo su cuerpo se desplazaba en vertiginosa carrera hacia el duro piso. Intentó protegerse de la inminente caída extendiendo los brazos, pero la oscuridad reinante reducía traicionera la eficacia de sus reflejos. Sin que el cuerpo llegara a rozar el piso notó un agudo dolor en la cabeza. Lanzó un escalofriante grito, justo antes de que todo vestigio de vida se borrara de la mente.

Cayó, pesado y sin sentido, a lo largo de los peldaños que elevan el Altar de la capilla. Allí permaneció, inmóvil e inerte, con una gran brecha en la sien izquierda que no paraba de sangrar, regando el vetusto mármol con el carmín de su sangre.

**********

Fue consciente del despertar antes de abrir los ojos. Sentía un intenso dolor en la cabeza. De manera involuntaria llevó su mano a la sien izquierda. No pudo refrenar una expresión dolorosa:

―¡Ayyyyy…!

Retiró la mano al sentir los dedos húmedos, impregnados de un líquido caliente y viscoso. Al instante supo que estaba herido, aquello era sangre, no necesitaba verla para tener la certeza. Se sentía dolorido y cansado, con el cuerpo magullado. El más mínimo movimiento le producía una mueca de dolor en el rostro y un quejido en su boca.

Abrió los ojos, con la esperanza de aclarar lo sucedido a la vista del entorno… ¡Volvió a cerrarlos espantado!

¿Qué era aquella visión que se presentaba a su vista? Notó como un intenso escalofrío sacudía su cuerpo. Abrió de nuevo los ojos, acusándose, avergonzado, por tan pusilánime cobardía.

Otra vez aquella imagen. ¿Qué era aquello que sucedía? En realidad había despertado o continuaba sumido en un confuso y terrorífico sueño. Sintió cómo un frío sudor le bañaba frente y manos, en tanto el ritmo cardiaco se desbocaba, sin que él fuera capaz de controlarlo. Tenía la seguridad de estar herido, pero… ¿No habría ido más lejos traspasando los límites de la vida? Quedó paralizado ante semejante pensamiento. Hizo acopio de valor y volvió a abrir los ojos, con la certeza de que lo que tenía ante él formaba parte de otro mundo.

Contempló con mirada asustada, enturbiada por el miedo, al personaje que, de rodillas ante él, lo observaba a su vez con curiosos ojos e inteligente expresión. Era un anciano, enjuto y no muy agraciado de facciones, los profundos surcos de su cara semejaban marcas que reflejaban los años consumidos a la vida, al igual que se aprecia en el limpio corte de la sección de un gran árbol. Los ojos, hoy tristes y apagados, parecían conservar parte de la brillantez y vigor que tuvieran en la ya lejana juventud. La mirada era firme, dura, decidida e inteligente, si bien, tras esa aparente dureza, parecía adivinarse una infinita ternura y altas dosis de comprensión y bondad. Los resecos y arrugados labios, apenas sin forma, delgados y rectilíneos, hablaban de una firmeza de carácter, carente de ambigüedades; semejaban haber sido creados para disertar y enjuiciar, más que para amar o besar. La chata y deformada nariz confería personalidad al rostro, armonizando con el resto del conjunto. Su blanca cabellera plateada, caía en descuidados mechones ondulados, al igual que las respetuosas barbas que adornaban su mentón.

Poco a poco, a medida que avanzaba en tan pormenorizado examen, sintió tranquilizarse el ánimo. No sabía quién pudiera ser aquel extraño desconocido, pero, de seguro, no era ningún mensajero de la muerte. A pesar de lo muy avanzado de su edad, aquel hombre parecía estar pleno de vida y vitalidad. Sacó fuerzas de flaqueza y se dirigió al curioso personaje.

―¿Quién eres tú? ¿Cómo es que estás aquí?

El extraño no pestañeó siquiera, continuó inmóvil con la mirada fija en sus ojos, como queriendo adivinar sus más personales secretos.

―¿No me entiendes? ―volvió a preguntar, tras caer en la cuenta de que le hablaba en español.

El hombre se levantó y dio media vuelta, como si hubiera decidido marcharse sin responder aquellas preguntas.

Julio intentó incorporarse para impedir que lo dejara solo en aquella situación. Un agudo quejido de dolor brotó de su garganta. Le dolía una barbaridad la cabeza y apenas intentaba cualquier movimiento, un intenso mareo, le provocaba nauseas en el estómago de manera simultánea.

―Espera, no me dejes. ¡Ayúdame! ―suplicó, en un último intento de impedir la marcha―. Necesito ayuda, apenas puedo moverme.

El viejo se volvió y clavó la mirada en el herido.

―No os mováis, de lo contrario volvería a abrirse la herida.

Su voz era ronca y gastada, aunque firme y decidida.

―¿Hablas mi idioma? ―preguntó Julio esperanzado.

―No. Vos habláis el mío.

―Pero…

―¡Callaos! Es necesario que guardéis vuestras fuerzas. ¡Esperadme! Enseguida vuelvo.

El herido no hizo intención de detenerlo, tampoco podría hacerlo. Se hallaba casi inmovilizado. Recordaba con borrosa vaguedad lo sucedido, si bien, desconocía el por qué y el cómo se había producido el accidente que lo redujera al triste estado en que se encontraba. Buscó el apoyo de la escalera y dejó caer con cuidado la cabeza dolorida sobre el piso, en la esperanza de encontrar un mínimo consuelo en el frío pavimento.

Poco tardó el desconocido en reaparecer, traía algo en las manos: una pequeña jofaina, un par de lienzos blancos y un frasco opaco que ocultaba su contenido a la vista de los más curiosos. Se arrodilló junto a él y lo ayudó a incorporarse. Acto seguido, comenzó a limpiar con uno de los paños la sangre que aún seguía brotando, aunque en menor medida, de la herida abierta. Finalizado el proceso de limpieza, presionó con fuerza sobre el corte hasta que cesó la hemorragia. Hecho esto abrió el frasco en cuestión y extrajo del interior una crema pastosa y amarillenta que despedía un fuerte y concentrado olor a plantas silvestres. Extendió con suavidad la medicinal pomada a lo largo de toda la herida, realizando ligeros masajes rotatorios por todo el contorno de la misma, de seguro, con intención de reducir la inflamación provocada por el trauma del golpe. Durante todo aquel proceso curativo ninguno de los dos hombres pronunció palabra.

―¡Gracias por tu ayuda! ―Fue Julio el primero en interrumpir el largo y continuado silencio, una vez el desconocido dejó de manipular en su cabeza.

―No tenéis por qué dármelas. Cualquier buen cristiano hubiera hecho lo mismo ―respondió el anciano, restando importancia a tan generoso acto.

―Te asombrarías de saber cuántas personas habrían pasado de largo sin apenas mirarme ―comentó con marcado cinismo, no exento de cierta amargura.

―En todas las épocas han existido hombres justos que convivían al lado de rufianes.

El joven observó, con creciente curiosidad, al extraño personaje que acababa de socorrerlo. Se encontraba mejor, la cabeza seguía doliéndole, pero, tal vez por el transcurso del tiempo o gracias al desconocido ungüento que acababa de aplicarle el misterioso anciano, aquel intenso malestar de apenas minutos antes parecía querer concederle una breve tregua. La desagradable sensación de mareo comenzaba a desaparecer y el agudo e insoportable dolor inicial se había convertido en algo más soportable y llevadero.

―Tienes razón. Pero… ¿Sabes lo que me ha ocurrido? Apenas si puedo acordarme de que corrí, para intentar hacerme oír por los guardas, y perdí el equilibrio al enredarse mis pies en algo. Lo que pasó después es un misterio para mí.

―Al caer os golpeasteis con el borde de la piedra del Altar. ¡Mirad! ―Señalaba el lateral de la sacra mesa.

Él dirigió la mirada hacia donde le mostraba y pudo ver, en efecto, unas manchas rojizas y resecas adheridas a los bordes, producto de su propia sangre ya coagulada, junto a                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    gruesos goterones sanguinolentos que ensuciaban el laborioso dibujo del suelo. Se estremeció. ¡Poco le había faltado para quedarse en el sitio!

Volvió los ojos al anciano que andaba ocupado en recoger los restos manchados de aquella cura improvisada.

―Dime. ¿Quién eres tú?

Vio como una sonrisa se dibujaba en el venerable rostro.

―Es pronto, aún no estáis preparado para ello.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó con más desasosiego que curiosidad.

La inquietud parecía aposentarse de nuevo en el atolondrado cerebro. A medida que tomaba conciencia de su estado y situación, la extrañeza y desconfianza comenzaban a minar su ánimo. ¿Por qué la repentina y oportuna aparición del misterioso acompañante? ¿Qué motivos parecían obligarle a prestar tan desinteresada ayuda? Miró alrededor y quedó sorprendido por la más que aceptable luminosidad que les rodeaba. Recordaba con exactitud cómo el motivo de su caída fue debido a la repentina carencia de luz, lo cual provocó que tropezara y perdiera el equilibrio al quedar ciego de improviso. Sin embargo, ahora… No podía distinguir lámpara, foco o punto de luz alguno, sin bien, toda la capilla se mostraba visible a sus asombrados ojos, sin que él pudiera precisar de dónde procedía el origen de aquella extraña claridad.

A cada instante que pasaba sentía mitigarse el dolor de la herida, apenas una ligera molestia le recordaba el fatal accidente. También el resto del cuerpo participaba de tan repentina mejoría. El tono muscular parecía querer regresar a los miembros magullados. En apariencia, nada le impedía ponerse en pie. Así lo hizo.

El desconocido no hizo intención alguna de detenerlo, se incorporó a su vez y se alejó un par de pasos.

―¿Os encontráis mejor? ―Acompañaba la pregunta con una ligera sonrisa.

―Prácticamente estoy curado ―respondió mientras palpaba los miembros doloridos, apenas unos instantes antes ―. ¿Eres médico?

―No. Jamás he creído mucho en los galenos.

―Entonces… ¿practicas la brujería? ―quiso saber, convencido de que solo mediante la magia podría alcanzarse tan pronta y sorprendente recuperación.

El hombre lo miró por espacio de unos breves segundos antes de soltar una sonora carcajada cuyo eco repetido amplió su resonancia, mediante un extraño efecto estereofónico, en el ámbito sonoro de la centenaria capilla. Julio lo contemplaba sin acabar de comprender tan ruidosa hilaridad.

―Hijo… ¿Habéis olvidado el lugar en que nos encontramos? Por el solo pensamiento de vuestra pregunta, muchos de los que veis tras vos, han quemado y descuartizado a infinidad de desgraciados en nombre de la fe católica.

―¿Quieres dejarte de acertijos? ―comenzaba a impacientarse, tal vez como producto del miedo―. ¿A qué te refieres?

―Al tribunal inquisidor. ¿Acaso no lo conocéis? ―preguntó con gesto de extrañeza.

―Desde luego que lo conozco. Pero eso es cosa del pasado. Forma parte de los momentos más oscuros de la historia de la Iglesia.

―Estáis muy equivocado. Sigue latente aún en vuestro atolondrado siglo.

―No acabo de comprenderte, da la sensación de que tu mente se halla paralizado en el pasado. Y… ¿por qué me hablas con esa afectada deferencia? Soy un hombre normal y corriente, puedes tutearme al igual que lo hago yo.

Comenzaba a pensar que aquel anciano tenía seriamente limitadas sus facultades mentales. La innegable mejoría que sentía lo animó a intentar escapar de aquel agobiante encierro.

―He de salir de aquí.

―¿Adónde?

―A la calle. No sé tú, pero a mí este ambiente me produce escalofríos ―contestó de mala gana, frotándose los brazos con idea de entrar en calor―. Necesito respirar aire fresco.

―No os será fácil salir. Las puertas están cerradas.

―¡Ya lo veo! En lugar de decir tantas tonterías podrías ayudarme a llamar la atención del vigilante nocturno.

El anciano personaje le fulminó con una dura mirada de desprecio.

―¡Voto a bríos! ―gritó colérico―. ¡Vil villano! ¿Cómo osas dirigirme palabras tan ofensivas? En verdad que no mereces el trato de honor que he venido concediéndote. No eres más que un vulgar descerebrado, exento de los atributos que honran a los gentiles hombres.

Julio quedó sorprendido ante tan exagerada reacción. Comprendió que se había dejado llevar por su nerviosismo. Aquel hombre le había socorrido cuando más lo necesitaba, tal vez, gracias a él, había salvado la vida al evitar que se desangrara, abandonado como un perro, en medio del duro piso.

―¡Perdóname! ¡Lo siento! ―rogó, arrepentido por el anterior arrebato―. No sabía lo que decía. Te agradezco la ayuda que me has prestado, de veras, pero debes comprender que quiera salir de aquí. Toda esta escena parece cosa de locos.

―¡El único loco aquí eres tú! ¡Insolente mequetrefe desagradecido!

No parecía que las excusas del compañero fueran suficientes para calmar la indignación que el anterior insulto le provocara.

―En todos los años de mi dilatada existencia, jamás me habían insultado e injuriado de modo tan cruel y osado.

―Creo que exageras. Tampoco ha sido tan ofensivo lo que te he dicho.

―¿Aún te atreves a poner en duda mis palabras? Has de saber, ¡ruin bellaco!, que una ofensa tal no la he consentido en mi vida ni a reyes ni al propio papa.

Julio lo miró asombrado, no tanto del contenido de sus protestas, sino de lo que en sí significaban. ¿Qué sentido tenía aquella alusión al papa?...

―¿Quién eres?

A través de la mirada trataba de reconocer algún detalle, un gesto, algo…, por insignificante que fuera, que pudiera darle una pista de la identidad del extraño personaje.

―Alguien muy superior a ti. ¡Desgraciado! ―respondió con gesto orgulloso.

―¡Por favor! Dime quien eres. O acabaré por volverme loco ―rogó, atenazado por la desesperación que la zozobra y el miedo iban depositando en su cabeza.

El anciano no respondió. Dio la vuelta y le dio la espalda, con clara intención de alejarse de la estancia.

―¡Por amor de Dios! ¿Quién eres?

Vio cómo se paraba en seco y permanecía inmóvil durante unos instantes, como meditando la respuesta. Al darse la vuelta su expresión parecía haberse dulcificado.

―Solo ese nombre sagrado te da derecho a saberlo ―dijo con solemnidad―. Mira detrás de ti y hallarás la respuesta.

Julio no acabó de comprender tan enigmáticas palabras, pero no quiso desobedecer aquella orden. Había algo en su mirada que parecía obligarlo a la obediencia ciega. Se volvió y quedó, frente por frente, ante el descomunal fresco del Juicio Final. Recorrió, con ávida mirada, algunos de los personajes más cercanos, partiendo del Juez Supremo y de los bienaventurados más cercanos al Salvador. No tenía idea de qué buscaba. Su atolondrada mirada devoraba aquellas imágenes retorcidas y atormentadas durante siglos, por expreso deseo del artista. La amante y entristecida Madre que parece apartar la mirada, dolorida y angustiada, ante las agonías de los miserables condenados; el vigoroso San Juan Bautista, en espera de los divinos designios; San Lorenzo y la parrilla en que se calcinara su cuerpo; Pedro, el primer representante de la nueva Iglesia de Cristo, portador de la llave que abre la eternidad a los hombres justos; San Bartolomé, despellejado vivo, quien sostenía entre las manos los restos de su propia piel…

―¡¡Dios!!

Su mente acababa de encontrar la respuesta, se giró hacia el anciano con viveza y observó, aterrado, su rostro con pupilas dilatadas y el espanto en la mirada. Buscó de forma instintiva el apoyo de la dura piedra del Altar Mayor. Sentía que las piernas le temblaban y estaba próximo a caer de nuevo. Un nombre se escapó de sus labios:

―¡¿Michelangelo Buonarroti?!

Una enigmática sonrisa iluminó el enjuto rostro del anciano individuo.

Julio sintió que las fuerzas le abandonaban, se dejó caer, deslizándose, poco a poco, hasta dar con el cuerpo en el mármol del pavimento. Aferrado con desesperación al frío apoyo del tablero de piedra.

La oscuridad más profunda tornó a envolverle. En medio del callado silencio de la noche podía escuchar, con asombrosa claridad, el acelerado ritmo del desbocado corazón.

**********

El reloj marcaba las 8:00 de la mañana y ya estaba ante la puerta cerrada de la Sistina. Quería aprovechar el día, por ello había madrugado más de lo habitual, con idea de encerrarse en la biblioteca durante toda la mañana. Se encaminaba hacia las dependencias donde se almacenan los miles de valiosísimos volúmenes que contienen entre sus polvorientas páginas gran parte de la historia de la humanidad, cuando sintió la extraña necesidad de pasar antes por la Cappella. No tenía programado aparecer por aquel lugar en todo el día, era ilógico seguir ese repentino impulso, pero, sin explicación lógica aparente, cambio el rumbo de sus pasos y se dirigió hacia la antigua Cappella Magna.

Miraba nerviosa el reloj, a la espera de que los guardianes de la sala abrieran la puerta a los servicios de limpieza que prepararían la sala cara a las próximas visitas matutinas.

Estaba alterada y malhumorada. Había dormido mal, sin tener una razón aparente para ello. La tarde anterior la pasó encerrada en la biblioteca, donde encontró sustanciosa información que analizar y verificar con respecto a la nueva biografía referente al papa Paulo IV. Ya en casa, cotejó alguno de los sorprendentes datos recién descubiertos. Esto acabó de consumir el resto de la tarde. Era bien entrada la noche, cerca de la once, cuando decidió prepararse algo de cena, antes de acostarse.

Apenas tenía hambre, los recientes descubrimientos habían alterado sus nervios y, en tales momentos, era incapaz de ingerir bocado. Abrió el frigorífico y eligió un yogurt bajo en calorías y un pequeño cuenco con fresones. Lo colocó en una bandeja y fue al salón para disfrutar de la frugal cena. Según comía efectuó el recorrido mental de lo acontecido en el día. Había algo que no encajaba en todo lo investigado y eso la mantenía alterada. Le gustaba dominar las situaciones, llevaba mal el hecho de divagar entre dos aguas, en medio de certezas y acertijos. Era una persona práctica y estructurada, había convertido la lógica y la razón en su verdadera bandera. Y…, en todo aquello, no era fácil aplicar un pensamiento metódico y razonable. Sonrió al pensar que no todo el mundo era tan exigente ni puntillista como ella. Vino a la mente la imagen del spagnoletto. Resultaba extraño que no se hubieran cruzado durante todo el día. En la visita a la Cappella no llegó a verlo y, por la tarde, en la biblioteca, estaba segura de encontrarse con él, pero, de igual modo, faltó a la cita. Pensó divertida que estaría metido en algún nuevo atasco de tráfico. No pudo evitar la sonrisa.

Lo cierto era que no parecía mala persona, un poco despistado e informal, con poco tacto para las mujeres, eso sí, y bastante engreído de sí mismo. Estaba segura de que sería de esos hombres apegados a su ego que se consideran superiores al resto de mortales, aunque, en el fondo, no dejen de ser unos pobres petulantes que no hacen sino presumir y fanfarronear de todo aquello que en realidad desearían ser.

A pesar de todo, le tenía en bastante mejor opinión que a su amigo Carlo. Cierto que poco se precisaba para mejorar a semejante gusano.

Serían las doce y media cuando apagó la luz, con intención de dormir. Llevaba más de media hora llamando al sueño, pero este parecía querer esquivar su presencia. Entre vuelta y vuelta, en medio del desasosiego que encierra el incipiente insomnio, los recuerdos venían a agolparse en la mente y contribuían a desfigurar la realidad en confusa mezcla con la fantasía. De nuevo la imagen del pintor vino a ocupar el vacío que el sueño se negaba en rellenar. Volvió a verse en la Villa Borghese, ante el precioso cuadro de La Fornarina, justo en el momento en que el importuno Carlo viniera a rescatarla de su charla…

¿Por qué no había asistido aquel día al Vaticano? ¿Habría terminado su investigación? Sin llegar a explicarse la razón, aquella posibilidad la molestó. No era posible que hubiera finalizado tan pronto… ¡Se lo habría dicho!

Pero… ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Acaso eran amigos? Era evidente que no. Desde su primer encuentro no habían dejado de criticarse mutuamente, tras quedar bien claros los diferentes puntos de vista, así como la enorme distancia existente entre uno y otro. Entonces… ¿Por qué seguía pensando en él?

Se dio media vuelta, enfadada consigo misma, criticándose por permitir que el solo recuerdo de aquel extraño restara horas de descanso a su organismo.

«―Al fin y al cabo… No deja de ser un hombre como todos».

Serían cerca de las cinco de la mañana cuando lograría conciliar el sueño y concederse un merecido, aunque breve descanso.

Pareció salir del mundo de sus recuerdos al ver acercarse al encargado de la puerta de la Cappella que, llave en mano, apartó a las charlatanas mujeres que aguardaban impacientes la apertura de la misma para iniciar los trabajos de limpieza.

―A ver si madrugamos ―gritó una alegre matrona al fondo del grupo―. Que luego nos chillan a nosotras si no barremos a fondo los rincones.

Un coro de risas acogió aquel crítico comentario.

―Seguro que si hablarais menos y trabajaseis más os daría tiempo a cumplir vuestro trabajo ―bromeó el encargado.

―Las mujeres podemos hacer ambas cosas a la vez. No somos «monotarea», como los hombres.

Quien así hablaba era una gruesa mujer, bajita y de cara redonda, cual hogaza, que se hallaba justo al lado de Bianca. Esta no pudo por menos de sonreír, intentando no ser vista por el funcionario que no se tomó a bien aquella nueva broma que ponía en serias dudas la capacidad intelectual masculina.

―Venga, a trabajar ―ordenó una vez hubo abierto la puerta―, que para eso os pagan.

Todas se apelotonaron ante la puerta y entraron en tropel en la desierta capilla, sin dejar de lado la animada cháchara y las risas. Bianca enseñó el pase al guarda que había quedado algo amoscado tras las risitas e insinuaciones de las sarcásticas limpiadoras.

―Santa Madonna! Qui c’è un uomo morto![16]

Al grito de la asustada trabajadora le siguió un ajetreado revoloteo del resto de compañeras que corrieron, entre curiosas y asustadas, a ver de qué se trataba. El vigilante entregó el pase a Bianca que, de igual modo intrigada, lo dejó caer, atenta como estaba a cuanto ocurría en el fondo de la sala, junto al Altar Mayor. Una de las mujeres fue presa de un ataque de histeria a la vista del herido y el gran charco de sangre del pavimento. Todo eran carreras y comentarios. Se pedía a gritos que viniera la policía, sin pensar nadie en acercarse para verificar el estado de aquel extraño que yacía acurrucado en el suelo, apoyado en las peanas del consagrado altar.

También Bianca corrió hacia el concurrido lugar, aunque le fuera imposible traspasar el sobrecargado grupo de limpiadoras que había cercado y rodeado la zona.

―Aquí hay una cámara destrozada y un trípode por el suelo ―comentó una de las mujeres que, en un alarde de curiosidad, quiso investigar por su cuenta.

―Junto al hombre hay ropa y un cuaderno con dibujos ―explicó otra.

Al escuchar este último comentario, Bianca, comenzó a empujar a las revolucionadas mujeres, dando codazos y empujones mientras decía:

―Apártense. ¡Déjenme pasar! ¡Apártense!

Por fin consiguió llegar hasta donde Julio se encontraba, hecho un ovillo, apoyado contra la piedra. Se dirigió rápida hacia él y tomó su mano con intención de comprobar las pulsaciones.

―No lo toque, señorita. Esperemos a que vengan la Guardia Svizzera  e i carabinieri[17] ―aconsejó el asustado funcionario que, con toda seguridad, por primera vez en la vida se veía ante semejante situación.

Ella no hizo caso y continuó en nerviosa búsqueda de una prueba de vida. Por fin le pareció reconocer su latido, lento y apagado, pero rítmico y acompasado.

―¡¡Vive!! ―anunció, tras levantar la cabeza con alegría.

Un vítor general acogió la feliz noticia.

―¡Está helado! ―exclamó Bianca mientras frotaba nerviosa  la mano congelada del herido. Necesitamos algo para taparlo.

Varias de las buenas mujeres se quitaron las rebecas para ofrecérselas al herido que parecía no percatarse de cuanto pasaba a su alrededor. El funcionario del Vaticano corrió hacia la entrada. Mientras tanto, Bianca, se acurrucó junto al hombre y lo abrazó fuertemente, con intención de transmitirle el calor de su propio cuerpo. Mantenía la cabeza pegada a su pecho, con cuidado de no rozar la gran brecha abierta con las manos. Fuera por el continuo alboroto que cada vez iba en aumento o, tal vez, como reacción al calor que despedía el cuerpo de ella, Julio hizo un pequeño movimiento de cabeza y abrió los ojos, aún atontado y adormecido.

Lo primero que vio fue la cara de Bianca que lo miraba preocupada y asustada, sin dejar de abrazarlo con firmeza contra ella. Podía sentir su aliento mezclándose con el suyo. Al tiempo que los latidos del corazón llegaban a confundirse en uno solo. Nunca hubiera imaginado que pudiera tener tan delicioso despertar.

―¡Ha abierto los ojos! ―informó alguien al revolucionado grupo.

―¿Qué ocurre? ―preguntó él, despistado, en tanto comenzaba a tomar conciencia del revuelo general que su presencia provocaba.

―Dígamelo usted ―contestó Bianca sonriente, algo más tranquila al comprobar que sus reacciones eran normales―. Al abrir la Cappella lo hemos encontrado inerte en el suelo, en medio de un charco de sangre. En principio todos hemos pensado que estaba muerto. ¡Gracias a Dios! solo parece herido. ¿Qué le ha pasado?

Julio la miró con gesto distante y extraviado. Todo lo acontecido la pasada noche aparecía mezclado y confuso en el cerebro. Lo único que en verdad le había dejado un recuerdo lúcido era lo sucedido momentos antes de la caída, todo lo demás se presentaba borroso y entrecortado, más propio del fruto de una pesadilla que de una auténtica vivencia.

―Trataba de hacer unas fotos cuando, al sentir que cerraban la puerta, eché a correr y debí enredarme con algo que me hizo perder el equilibrio, con tan mala suerte que me golpeé al caer con el mármol ―según narraba la pasada experiencia, parecía revivir aquellos angustiosos momentos―. Perdí el sentido y así he pasado la noche hasta el momento en que usted ha venido a ayudarme.

En la mirada que dirigiera a Bianca no había solo agradecimiento; sus ojos reflejaban algo nuevo e inexplicable para él mismo, profundo y desconocido hasta el momento.

Ella también pareció recibir el mensaje, pues, de inmediato, dejó de presionar en su abrazo. Se irguió y alejó un poco, evitando su mirada.

―Póngale mi abrigo ―intervino el guarda de la sala―. Ya he llamado a los sanitarios y a los gendarmes.

Entre el encargado de la puerta y Bianca abrigaron al herido que no pareció demasiado satisfecho con el cambio. Pocos instantes después la policía hizo acto de presencia y, casi al unísono, los servicios sanitarios. Una vez desalojada la gran sala, los especialistas médicos reconocieron al herido, en tanto el coronel encargado de la seguridad tomaba buena nota de cuanto Julio contestaba a sus preguntas.

―La verdad, es un milagro que no haya perdido la vida ―comentó el responsable del grupo de auxilio médico, una vez finalizado el examen―. Un par de milímetros más abajo y ahora estaría reconociendo a un cadáver.

Julio sintió cómo el bello de la piel se erizaba ante semejante dictamen.

―Ha tenido verdadera suerte, aun sin resultar mortal el golpe la continua pérdida de sangre durante toda la noche debería haber sido fatal, pero… ¡La naturaleza es sabia! Llevo treinta años de ejercicio en esta profesión y he visto algún que otro milagro y este es uno de ellos. ¡Enhorabuena, amigo! ¡Ha vuelto usted a nacer!

Luego de coser, con expertas manos de cirujano, la gran brecha de la sien y recetarle unos analgésicos para el dolor, antibióticos que evitaran la infección y antiinflamatorios para disminuir la hinchazón de la zona; le aconsejó reposar en cama durante un par de días y acudir al hospital en el momento que notara cualquier sintomatología extraña.

El coronel de la guardia, por su parte, había finalizado la toma de los datos necesarios para redactar el informe de tan infortunado accidente; le informó de que podría ser citado en caso de surgir cualquier duda o contratiempo relacionado con aquel suceso y se despidió.

Antes de que saliera de la capilla se cruzó con Enrico Stremboli que, desolado y agitado, acababa de enterarse del terrible percance, corriendo presuroso a interesarse por su estado. El hecho de ser extranjero complicaba aún más el asunto. El Estado del Vaticano aparecía como responsable ante la Embajada Española por el fatal accidente ocurrido en una de sus dependencias a un súbdito español, lo cual añadía engorrosas connotaciones de tipo diplomático a un asunto ya de por sí desagradable.

―No se imagina cómo lo siento, señor Castellanos ―se excusó, visiblemente consternado―. No se preocupe por nada. El Vaticano se responsabiliza de todos los gastos y responsabilidades que puedan originarse por este asunto. Lo importante es que no ha pasado lo peor y que la herida no parece demasiado grave.

―Tranquilícese, señor Stremboli. Me encuentro bien, algo cansado, eso sí. El suelo de la Capilla Sixtina no es que sea muy cómodo. No ha dejado de ser un desagradable susto. Estoy seguro de que, en un par de días, estaré como nuevo.

―Así lo espero, querido amigo. En cuanto se recupere, aquí estaremos a su disposición. Llamaré a un taxi para que lo acerque al hotel ―ofreció con  amabilidad.

―No es necesario. Yo lo llevaré.

Ambos se volvieron. Bianca estaba detrás de ellos, afanada en recoger los restos de la destrozada cámara fotográfica,  perdidos y diseminados detrás del altar, e introducirlos en la funda.

―Como desee, pero si piensa otra cosa avíseme, ¡por favor! Todo lo que necesite hágamelo saber.

―¡Muchas gracias! No se preocupe. No preciso nada por el momento.

―Entonces… ¡Hasta la vista! Seguiremos en contacto, y ¡cuídese!

Quedaron solos. Aquella mañana la afluencia de visitantes a la afamada capilla se había visto frenada por el imprevisto suceso. Cerrada hasta nueva orden, a la espera de que finalizaran las indagaciones policiales.

―Señorita Monterelli, quisiera agradecerle cuanto ha hecho por mí ―dijo Julio tras coger la bolsa con cuanto ella había reunido―. Le aseguro que jamás olvidaré la ayuda y el interés que me ha brindado.

―No tiene la menor importancia. Como usted mismo acaba de comentar, no ha pasado de ser un desagradable susto. ¿Nos vamos? ―Cogió el bolso y se abrochó el chaquetón de cuero.

―Me encuentro bien. No se moleste. No tiene por qué acompañarme.

―Pero quiero hacerlo.

Sus miradas se cruzaron. Por una fracción de segundo él pareció distinguir en la de ella un asomo de interés. Fue tan breve que llegó a dudar de su existencia. Se puso la cazadora, colgó la bolsa sobre el hombro, bajó los escalones y caminaron hacia la puerta que, por fin, permanecía abierta, permitiéndole la salida hacia el mundo exterior. Detrás quedaba la terrible pesadilla de una horrible y larga noche en la que creyó llegar a tutearse con los espíritus.

Un frío y pesado silencio pareció inundar la sala. Mudos y expectantes, los centenares de personajes allí representados, parecían esperar pacientes el inicio del segundo acto de La comedia del Mundo.

Una hora más tarde, turistas y visitantes, alegraban con atolondrado parloteo las calladas paredes de la Cappella Magna, ajenos a cuanto había sucedido a lo largo de la noche entre aquellos engalanados muros.

A pesar de todo… ¡La función debe continuar!

El manuscrito de Michelangelo
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