Se incorporó sobresaltado, con la extraña sensación de ser observado. No tenía idea de la hora que era, tan solo podía  pensar en la maravillosa experiencia recién vivida junto a la amada. La contempló a su lado, con ojos enamorados, embriagado todavía por el néctar de sus besos. Resultaba tan excitantemente hermosa aun dormida. El cabello reposaba, en descuidado desorden, a lo largo de la mullida y blanca almohada, resaltando su negrura sobre el blanco inmaculado de la ropa de cama. El desnudo cuerpo, apenas mal cubierto por la colcha floreada, incitaba a su varonil deseo, clamando a gritos ser acariciado y mimado. Se sintió un hombre feliz. Nunca hubiera imaginado, en la abarrotada soledad del estudio lejano de pintor, que llegaría a tener ante sus ojos semejante modelo, ni mucho menos que pudiera llamarlo suyo.

―¿Terminaste de adorarla?

Sintió como el corazón daba un vuelco en su interior. Se volvió, más sorprendido que asustado, y pudo ver la silueta confundida en el claroscuro que el satélite nocturno provocaba en su recorrido a través de la ventana.

―¿Qué haces aquí? ―susurró, tras cubrir con diligencia la desnudez de la mujer.

―Ver cómo te hundes en el fango de la miseria humana ―enjuició su mentor―. Poco tiempo has tardado en caer en las redes de los caprichos de esa mujer.

―No digas tonterías. ―Interpuso su cuerpo entre el anciano y Bianca ―. ¡Qué sabrás tú del amor!

―Lo suficiente para ver que esa hembra ha anulado tus voluntades. ¡Mírate, pareces otro! ¡Estás amancebado! ―dijo con tono despectivo.

―No ―protestó Julio, indignado ante aquellos insultos―. ¡Estoy enamorado!

―¿De una mujer? ―rió incrédulo, el bromista florentino.

―¿De quién si no? ¿De un hombre? ―aquella conversación comenzaba a sacarle de sus casillas.

―¿Y por qué no? ―gritó el genio―. En mi época no era tan anormal ese tipo de relación.

―Lo sé y puedo asegurarte que eso no os honra.

―¿No admites la homosexualidad?

―Digamos que no participo de ella. Respeto la vida de los demás y exijo que los demás respeten la mía. Comprendo que tú consideres que es algo natural, puesto que lo has sentido, pero te ruego que no critiques mis creencias.

―¡Insensato! ¿A qué te refieres cuando dices que lo he sentido? ¿Me acusas acaso de practicar la sodomía?

―Son voz pópuli tus tendencias homosexuales. Muchos autores afirman que mantuviste relaciones carnales con jóvenes agraciados, tales como Cicchino dei Bracci, Giovanni da Pistoia o el hermoso Tommaso dei Cavalieri ―enumeró, enfadado por las anteriores críticas―. ¿Vas a negarlo?

―Vuelvo a repetirte que la historia está confeccionada por hombres estúpidos para lectores crédulos. ¿Cómo osan juzgar sobre mi vida y mis sentimientos? ¿Acaso se creen dioses?

Comenzó a deambular a lo largo de la habitación con pasos y gestos nerviosos, con lo que acabó de alarmar al pupilo que no dejaba de vigilar a la durmiente enamorada, temeroso de que despertara en medio de aquella refriega.

―¿Qué pueden saber ellos de los verdaderos sentires que alberga el alma humana? A lo largo de los siglos se me ha acusado de terquedad, avaricia, violencia, egoísmo y sodomismo. ¿Qué nueva aberración tienes en la cabeza que no me hayan otorgado?

―No soy yo quién para juzgar tu manera de vivir ―dijo Julio―. Nunca me ha importado la opinión de los demás.

―¡Mas a mí sí me molesta que me injurien y difamen! En el transcurso de mi larga y atormentada vida he procurado vivir de acuerdo a mis convicciones y, puedo asegurarte que no siempre ha sido fácil mantenerse firme frente a todo tipo de engañosas tentaciones. He respetado a mis semejantes, amado a los míos y, por qué no, también odiado a los muchos enemigos que la vida fue colocando en mi camino. Todo ello sin hacer daño a nadie ni de palabra, ni de obra. ¿Por qué debo consentir que manchen y mancillen el honor de mi buen nombre con infamantes suciedades que avergonzarían a cualquier varón bien nacido?

―Hoy en día tampoco es tan criticable tener tendencias de homosexualidad ―aclaró el pintor―. De hecho está permitido por muchos países, viéndose como algo más natural y cotidiano que hace siglos.

―¿Y por eso he de consentir que se me tache de afeminado? ―repuso furioso―. No preciso tu indulgencia. Jamás practiqué la sodomía, es más, apenas si experimenté algún tipo de relación sexual y cuando lo hice tuvo para mí consecuencias desastrosas que casi dan al traste con mi vida. Desde joven, casi niño, se me educó en un ambiente donde la moralidad era el mejor blasón de un espíritu cristiano. Cierto que me vi rodeado de infames fornicadores, sumidos en el pecado de la lascivia y la lujuria, pero mis arraigadas creencias me ayudaron a mantenerme en un sereno celibato. Sin serlo, llevé una vida de asceta religioso, con total absentismo carnal durante la mayor parte de mi existencia. ¿No crees cuanto te digo? ―preguntó, indignado al ver la cara de incredulidad de su pupilo.

―Está bien ―reconoció Julio, comprensivo ante lo molesto que debían resultar aquellas explicaciones a un espíritu noble y orgulloso como el suyo―. Olvidemos el tema. La historia está repleta de errores.

―No son errores, sino maledicencias ―gritó furibundo, en tanto el joven no cesaba de observar a Bianca que, ajena a cuanto se desarrollaba junto a ella, parecía seguir prisionera en las relajantes estancias del sueño.

―Debes reconocer que tú mismo contribuiste a fomentar este equívoco ―intervino el joven, sin poder controlar los pensamientos―. Qué pensar de un hombre que mantiene una relación de años con un joven al que regala cuadros y dibujos, elaborados con sus propias manos, y le dedica amorosos y ardientes versos.

―¿Es que no puede existir otro tipo de amor más que el que contempla como fin el sexo? ¿No es posible amar la belleza sin desear mancillarla con pensamientos lujuriosos? ―Se había parado ante el protegido, con gesto amenazador―. No, imagino que no. Vuestras sucias mentes son incapaces de comprender la admiración y el amor que la belleza de un cuerpo o una cara hermosa puede llegar a despertar en el alma de un artista. ¿Preguntas si me enamoré? Pues sí, lo hice, y con todas las consecuencias. Siempre he vivido enamorado. ¡Soy un enamorado del amor! Amé el arte y la belleza, la perfección y la armonía de las formas. Cada vez que admiraba un bello cuerpo mi espíritu parecía desear esculpirlo, recorriendo y analizando cada uno de sus más recónditos rincones. ―Parecía transfigurado―. ¿Qué decirte de los sentimientos que me poseían a la vista de un rostro hermoso y perfecto? ¿Quieres saber cuál ha sido el gran amor de mi vida?: El Gigante[25]

»No fui yo quien lo esculpió, sino el Divino Hacedor que quiso servirse de mis toscas manos para reproducir la increíble perfección de su rostro, la sorprendente corpulencia de sus músculos y la infinita armonía de los equilibrados miembros. ¿Podía hacer yo otra cosa que enamorarme ciegamente de aquella esfinge perfecta hecha a semejanza del hombre? También el Gran Creador amó a su criatura cuando dio forma a nuestro padre Adán. Este miserable pecador no hizo sino seguir su divino ejemplo.

»En el transcurso de mi existencia he conocido seres de apariencia casi perfecta. Mi admiración y amor por ellos han llegado a ser infinitas, como el caso de Tommaso, tal vez el humano más semejante al gran amor de mi vida.

Julio lo miraba respetuoso, comprendiendo aquel exceso avasallador de amor a la belleza y la perfección.

―¿Por qué no amaste de igual modo el cuerpo femenino?

Michelangelo lo contempló con profunda y callada mirada, cargada de triste amargura. Ninguna palabra brotó de los labios; su boca parecía negarse a dar salida a la, tal vez, inexistente respuesta.

―Siento haberte recordado un tema tan escabroso para ti ―comentó el joven pintor, pesaroso de haber sacado a relucir la controvertida cuestión de aquella posible homosexualidad―. Imagino que tendrías tus motivos para escribir aquellos ardientes y enternecedores poemas, al igual que los tuviste para esculpir tus estatuas.

―Dios me ha negado muchas cosas en mi atormentado paso por este mundo, más, al mismo tiempo, se ha servido concederme dos maravillosos dones que muy pocos privilegiados han llegado a poseer: mis recias manos y mi lúcida razón.

»Con las primeras me permitió tallar y esculpir estatuas como La Pietà, El David, El Baco o El Moisés que han permanecido inmutables ante el cruel avance del tiempo y que, aún hoy en día, siguen siendo admiradas e imitadas. De igual manera, me concedió la facultad de decorar, con la magia de mis pinceles, La Volta de La Sistina o El Giudicio Finale, como precioso presente de mi exacerbado culto al hombre.

»Gracias a ese segundo don mi pluma ha otorgado alas al pensamiento, lo que me permitió liberar sentimientos y emociones, almacenadas en lo más oculto de mi ser. Cada uno de mis versos no son sino retazos, fragmentos rotos y desgarrados de mis marchitos deseos y esperanzas, de mis soledades y miedos. Gracias a ellos he podido esquivar de mi mente la negra peste de la locura. De no ser por la liberación de la palabra estoy seguro de que mi cerebro no hubiera soportado los encontrados y dispares sentimientos que han martirizado mi alma en el transcurso de tan longeva existencia.

Lo miraba compadecido, empatizando con el intenso dolor que reflejaban aquellas confesiones. Sintió pena y lástima de que un genio como él, dotado de tan gran sensibilidad artística y humana, capaz de asombrar a generaciones con sus increíbles creaciones, que consiguió preservar su arte y espíritu alejado de la inmundicia y la corrupción de una sociedad enfermiza y moribunda, no hubiera disfrutado de esa tranquila y gratificante paz interior que nos ayuda a realizarnos, haciéndonos sentir seres superiores, a semejanza divina, gracias a la inteligencia.

―¡Ven conmigo! ―ordenó el maestro con la mano tendida.

―No puedo.

―Tenemos que seguir nuestras visitas, apenas si nos queda tiempo.

―¿Tiempo para qué? ―preguntó con gesto incrédulo.

―Para acabar la misión que nos mantiene a ambos unidos.

―No pienso acompañarte ―se negó con firme resolución.

El anciano le dirigió una fría mirada entre enfadado y sorprendido ante semejante desobediencia.

―No me pidas que la deje ―suplicó angustiado―. Permítenos disfrutar de nuestra reciente unión. ¿Cómo podría explicarle mi repentina desaparición?

El anciano escultor quedo mudo. Su mirada había cambiado, dulcificado el fiero gesto de enfado de hacía pocos instantes. Miró a la mujer que, dormida e ignorante de cuanto pasaba a su lado, sonreía entre sueños, tal vez, envuelta en el recuerdo de lo vivido horas antes junto a su hombre enamorado.

Fue entonces cuando ella se movió y alargó el brazo en busca del amante, sumergida todavía en la envolvente somnolencia del sueño. Él no pudo evitar un brusco movimiento de sorpresa al temer su despertar. Como consecuencia, Bianca abrió los ojos de forma repentina, despejada y consciente del entorno. Julio miró aterrado hacia donde se encontrara el florentino y comprobó, aliviado, que había desaparecido. Estaban solos en la acogedora habitación, tan solo un débil e indeciso rayo de sol parecía querer introducirse, a través de los cristales, cual intruso y molesto visitante.

―¿Qué haces despierto? ―preguntó ella con deliciosa sonrisa, en tanto acariciaba el masculino torso.

―Me he despertado hace un rato. No podía dormir ―contestó atrayéndola cariñoso hacia él.

―¿Estás preocupado?

―¡Estoy feliz!

Cubrió su cuerpo con el suyo y selló la sugerente boca con los labios, dejándose llevar por el deleite del placentero roce de su piel mientras el personal y dulzón aroma de aquel cuerpo femenino embriagaba de nuevo sus sentidos.

Lejos quedaron los momentos recién vividos con el viejo maestro. No volvió a preocuparse de las dudas y disertaciones acontecidas, a lo largo de la historia, sobre la posible desviación sexual del monstruo florentino, como tampoco distrajeron su atención los problemas que, al parecer, amenazaban al mundo. Fue conducido de nuevo por el placer de sentir la cercanía de aquella maravillosa mujer que, inexplicablemente, había aceptado compartir lo mejor de sí misma junto a él.

Sólo en el delicioso instante en que acariciaba embrujado el terso e insinuante cuerpo de la amada, con ávidas manos de rendido enamorado, se acordó de aquel gran hombre que jamás tuvo la dicha de disfrutar las venturas que el verdadero amor brinda a los humanos.

El manuscrito de Michelangelo
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