Choque de carácteres
Apenas si lograba apartar la vista del reloj de pulsera. Eran las 10:24 y estaba citado para las 10:30 en las dependencias del ala oeste de los Museos Vaticanos. Enrico Stremboli, encargado directo de la restauración y conservación de la pinacoteca vaticana, lo había convocado, hacía ya dos semanas, para ese lunes 23 de abril. Perseguía esta entrevista desde hacía más de cuatro meses, y ahora, que por fin se la habían concedido, iba a llegar tarde a la cita.
El nerviosismo y la irritación consigo mismo iban en aumento con el acelerado paso de los minutos. Miró a través de la ventanilla del taxi que lo conducía hacia los estados pontificios. El confuso caos automovilístico, en el que se encontraba inmerso desde hacía un buen rato, impedía la normal circulación de cualquier vehículo; incluso las motos veían frenado su avance. De nada sirvieron los ruegos, en un principio, convertidos en bruscas frases de nerviosa intransigencia, hasta pasar al callado insulto.
―¿No puede ir más rápido? Llegaré tarde a la entrevista.
―Me ne dispiace signore, ma gia vede che è imposibile andare avanti.[5]
―¡Busque algún atajo! ―ordenó displicente, desesperado tras cinco minutos de irritante inmovilidad―. Métase por alguna vía menos transitada.
―Ma come volete che vada per un’altra strada?[6] ―contestó alterado de igual modo el taxista―. Non vede che è imposibile! Questi stranieri sonno tutti pazzi![7] ―murmuró entre dientes el enfadado conductor, sin dejar de observar por el retrovisor al nervioso pasajero.
―Solo veo que tendría que estar en los museos hace más de media hora. Llevamos metidos en este maldito coche más de cincuenta minutos y no hemos recorrido ni dos kilómetros ―se quejó irritado.
«He tenido que escoger al más estúpido de los taxistas romanos ―pensó, sin poder contener su enfado».
Estaba indignado. La incompetencia de aquel hombre parecía disparar su ya incontrolado mal humor. Por su parte, el pobre chofer, farfullaba en la lengua materna frases apenas inteligibles que, a buen seguro, no debían dejar en buen lugar a aquel intransigente ocupante que había subido al taxi cerca del Palazzo Quirinale.
Un cuarto de hora después llegaban, en lenta y ruidosa caravana, a la confluencia de la Via della Conciliazione, la amplia y concurrida avenida que permite el acceso a la misma Plaza de San Pedro. No pudiendo soportar más aquella interminable demora, entregó treinta euros al molesto conductor y salió del auto, sin esperar siquiera el cambio.
Caminó con paso rápido, casi corriendo, hacia los famosos museos. Muchos metros antes de la entrada principal se encontró con una abigarrada fila de turistas y visitantes que esperaban, con mayor o menor impaciencia, les llegara el turno de entrada. Hizo caso omiso y siguió adelante. Bordeaba en ocasiones, y casi empujaba en otras, al sinnúmero de ociosos visitantes que no tomaban a bien semejante atropello. A pesar de ello, unos minutos más tarde, arribó jadeante y sudoroso a la entrada. Enseñó el pase especial que le había enviado su contacto y entró en el amplio y repleto vestíbulo de los históricos edificios.
Se dirigió al mostrador de información, donde preguntó el enclavamiento del despacho del señor Stremboli. Una vez obtuvo la información salió presuroso hacia el lugar indicado que, por suerte, apenas se encontraba a noventa pasos de donde se hallaba. Llamó a la puerta con golpes cortos y no muy decididos… Nadie respondió. Repitió la llamada con idéntico resultado. Empezaba a desesperar de llegar a entrevistarse aquel día con el importante conservador, cuando entró en la antesala un joven de apenas veinticinco años que, tras fijarse en él, le preguntó con afectada deferencia a quién buscaba.
Luego de darse a conocer y explicar con rápidas y atropelladas palabras el motivo de su tardanza, el desconocido indicó le siguiera a la zona de la biblioteca, donde, al parecer, se encontraba el citado Stremboli. Luego de recorrer gran parte de la misma reconoció a lo lejos la figura del profesor.
No se encontraba solo, estaba en compañía de una mujer que escuchaba atenta cuanto decía, sin perder detalle de sus palabras. Llegado a ellos saludó y pidió disculpas por tan imperdonable tardanza al tiempo que intentaba justificar la misma de la manera más airosa posible.
Enrico Stremboli le saludó y alargó su diestra, con una compresiva sonrisa en los labios, aceptando de buen grado tan confusas disculpas. No así su acompañante que le dirigió una fría y crítica mirada, en tanto esbozaba apenas una ligera sonrisa al ser presentada a tan inoportuno desconocido.
―Señorita Bianca Monterelli, le presento a don Julio Andrés Castellanos, excelente especialista en arte y pintor español que desde hace algunos años realiza un estudio exhaustivo sobre la pintura del Renacimiento italiano.
Ella alargó la mano con más deferencia que agrado, él tampoco se mostró efusivo en exceso. La presencia de aquella desconocida venía a enturbiar más aún la concertada entrevista. Nunca imaginó que tendría que compartirla con nadie y aún menos con aquella estirada mujer que parecía mirarlo por encima del hombro.
―Encantado, señorita Monterelli ―saludó a pesar de todo.
―La señorita es una de nuestras más estimadas escritoras ―prosiguió el mediador que no pareció o no quiso darse cuenta de la fría salutación de ambos―. La mayoría de sus libros están cargados de un claro contenido artístico. Es biógrafa de personajes tan sobresalientes como Brunelleschi, Da Vinci, Julio II o el propio Michelangelo.
Al escuchar el nombre de éste último no pudo evitar dirigir de nuevo la mirada a la desconocida, quien consultaba distraída los mensajes del teléfono, ajena, en apariencia, a la información que de ella se brindaba.
―De ese modo, señor Stremboli ―habló ella, retomando la interrumpida conversación―, ¿tendré total libertad para consultar los manuscritos en cualquier momento?
―Bueno, hasta cierto punto ―objetó sonriente el interlocutor―. Siempre que respete los horarios de apertura y cierre de esta biblioteca. Como es lógico.
―Es evidente. Intentaré no molestar ni entorpecer el trabajo de los encargados de la misma. Seré una especie de sombra.
―Usted nunca molesta, señorita Monterelli, es para nosotros un honor poder ayudarla en sus labores de investigación.
Julio comenzaba a estar un poco harto de tan vana palabrería. De acuerdo que el llegar tarde le dejaba algo apartado de la conversación, pero, llevaba cuatro meses en denodada lucha por conseguir aquella entrevista y no estaba dispuesto a que aquella arrogante mujer se alzara con el protagonismo de la misma.
―También yo quisiera pedirle un permiso especial para llevar a cabo mi investigación en la Capilla Sixtina. ―Intervino Julio, en aquel intercambio de frases amables y educadas que ambos se repartían.
―Ya he resuelto de igual modo ese tema, señor Castellanos. En mi despacho tengo los pases especiales para ambos, con ellos podrán entrar a cualquier hora en la Cappella Sistina. De igual manera, nuestra biblioteca estará abierta para su consulta y estudio durante las horas de apertura.
Él sintió cómo un enorme peso se alejaba de sus hombros. Después del importuno retraso temió haber caído en desgracia frente a uno de los máximos responsables artísticos de aquellos museos. Respiró en profundidad y permitió que una amable sonrisa iluminara su rostro.
―Ahora, si les parece bien, ¡acompáñenme! Yo mismo les presentaré a los vigilantes de las salas.
Ninguno de ellos tuvo inconveniente en seguir al mutuo benefactor. Antes de salir de la biblioteca fueron presentados a los funcionarios que estaban de servicio aquella mañana. Acto seguido, marcharon tras el improvisado guía hasta la puerta de entrada de la Capilla Sixtina.
Julio quedó impresionado nada más traspasar el umbral de entrada. No es que no conociera aquel mágico lugar; había estado en aquellas dependencias en varias ocasiones, con cada uno de sus anteriores viajes a la capital del Imperio. Lo cierto era que no esperaba dirigirse a aquel santuario artístico esa mañana, de ahí la repentina sorpresa y emoción. Dirigió de manera instintiva, casi refleja, la mirada hacia la colosal bóveda mientras notaba en su interior un extraño e íntimo sentimiento, mezcla de alegría y placer. Siempre le ocurría, cada vez que entraba en aquel lugar le embargaba una inmensa satisfacción, la visión de tan fabulosas pinturas despertaba lo más profundo de su alma de artista.
―… ¿Está usted de acuerdo, señor Castellanos?
La pregunta le hizo volver a la realidad, lo cual le arrancó del momentáneo lapsus artístico que la contemplación de tanto arte allí reunido acababa de provocarle.
―Sí, sí… Desde luego ―aceptó sin saber de qué se trataba.
―Entonces quedamos en mi despacho a eso de las dos.
―Creo que el señor Castellanos no ha entendido del todo su propuesta ―intervino la mujer con una amplia sonrisa, no exenta de malicia.
Julio se volvió hacia la indiscreta escritora, a la que dirigió una fría y crítica mirada. Mirada que ella supo sostener sin abandonar, ni por un momento, la sonrisa.
―Decía que pueden curiosear cuanto deseen durante la mañana. Tomen apuntes y realicen las consultas que precisen. Lo único que no puedo admitirles es realizar fotografías. Como ya saben está totalmente prohibido, no podemos permitir que el resto de visitantes vean que les concedemos unas prerrogativas diferentes ―explicó paciente su introductor, con gesto un tanto cansino―. A partir del cierre de los museos tendrán tiempo suficiente para realizar cuantas imágenes crean necesarias para sus investigaciones. ¿Entendido?
―Desde luego ―respondió pronto Julio que no había borrado del rostro el enfado que el desgraciado comentario de la mujer le había provocado.
―Entonces los dejo trabajar tranquilos. Nos vemos a las dos en mi despacho.
Dio media vuelta y salió de la concurrida capilla, confundido entre los numerosos visitantes que intentaban entrar en la codiciada sala.
―Bueno. ¡Al fin solos! ―comentó Bianca sin abandonar el tono burlón.
―No me lo parece a mí ―respondió su acompañante, molesto aún por la reciente indiscreción―. Nos rodean centenares de personas.
―Es una forma de hablar.
―Lo supongo ―repuso cortante.
―Vaya, veo que la galantería no entra dentro de sus atributos personales. ―Había desaparecido la sonrisa de su cara.
―Tampoco la discreción parece adorna sus virtudes ―replicó él ofendido.
―No acabo de comprenderlo. Se presenta a la entrevista casi una hora tarde, interrumpe el trabajo de los demás sin ninguna consideración y, para colmo, ni siquiera es capaz de prestar atención a lo que se le dice. ―Había conseguido enfadarla―. ¿Y todavía se atreve a tacharme de indiscreta?
―Creo que he dejado bien claro el motivo de mi retraso. Soy extranjero en este país. ¿Cómo podía imaginar que saliendo con una hora de adelanto para un recorrido de diez minutos podría llegar tarde?
―Cualquier italiano hubiera sopesado que transitar en coche en plena hora punta, por las vías más concurridas, puede originar retrasos aún mayores.
―¡Disculpe mi ignorancia! Pero vengo de un país donde las reglas de tráfico son respetadas y los guardias de tráfico son capaces de controlar el caos circulatorio a cualquier hora. ―Cada instante que pasaba junto a aquella mujer contribuía a desatar sus ya maltratados nervios.
―Pues le felicito por las bondades de su país―alzó la voz, sin darse cuenta del lugar en que se encontraban―. Pero mientras continúe en Roma le aconsejo que madrugue más, si no quiere llegar tarde a todos los sitios. Al fin y al cabo, la inteligencia la tenemos para algo.
Dio media vuelta y lo dejó con la contestación en los labios mientras se dirigía hacia la enorme pared en donde el genio florentino inmortalizara, cinco siglos atrás, su particularísima visión del Juicio Universal.
Julio quedó cortado ante tan airosa retirada, indignado con la altanera desconocida que osaba insultarle de esa forma velada y cínica. Intentó serenarse. Al fin y al cabo, ¡qué importancia tenían los desagradables comentarios de aquella orgullosa mujer!
Fue hacia el centro de la sala. Apenas si podía moverse entre la multitud de visitantes que abarrotaban, amalgamados, el recinto pontificio. Dirigió la vista de nuevo a la Volta[8] y admiró, aun en la lejanía, aquellos fantásticos frescos que el paso de los siglos parecía respetar. Llevaba más de quince años dedicado a su estudio y análisis, desmenuzando cada una de sus partes. Si hubiera cerrado los ojos habría podido representarlos en perfecto orden, hasta se consideraba capaz de precisar las distintas tonalidades del color de los ropajes, el número de figuras representadas e incluso las complejas posiciones de algunas de las famosas imágenes.
A pesar de ello. No era capaz de evitar que la gigantesca composición imbuyera su ánimo. Desde los ya lejanos años de estudiante de arte se había sentido atraído hacia aquella grandiosa representación de la Creación del Mundo. Terminada la carrera, en el instante en que decidió dedicarse en cuerpo y alma a la pintura, comenzó a investigar y analizar la obra miguelangelesca y, muy en particular, aquella biblia de color, tierras y pigmentos, pensada como simple elemento decorativo de un lugar sacro, que fuera ejecutada a regañadientes por un joven escultor que apenas si había utilizado los pinceles hasta ese momento.
Estaba convencido de que el mundo del arte no sería el mismo si Miguel Ángel se hubiese negado de manera rotunda a realizar tan titánica empresa.
Continuó el recorrido por los casi cuarenta y un metros de longitud de la nave, apreciando pormenores y detalles que almacenó en la memoria, sin apenas noción del transcurso de las horas.
―¡Lo siento! ―se disculpó al sentir el choque fortuito con uno de los visitantes.
―También se dedica a avasallar a la gente.
Acababa de reconocer a Bianca que, enfrascada en sus anotaciones sobre la tablet, no había podido evitar, al igual que él, el accidental encontronazo.
―¡Perdóneme! No era mi intención ―repitió con voz seca―. Me centré en contemplar la bóveda y no la he visto.
―No importa. Pero tenga más cuidado si no quiere dañar a alguien.
Él hubiera deseado contestarla como se merecía, pero comprendió que iniciar una disputa con ella estaba fuera de lugar. Al fin y al cabo, una vez que ambos recogieran los pases especiales, dejaría de soportar su desagradable presencia.
No volvieron a coincidir en el resto de la mañana. A la hora establecida se acercaron, cada uno por su lado, al despacho de Enrico Stremboli para retirar las respectivas tarjetas. Acto seguido, partieron en direcciones distintas.
**********
Cerró la puerta de la casa y arrojó el bolso y las llaves sobre el coqueto canapé de fondo verdoso, adornado con diversas hojarascas en tonos ocre, tierra y chocolate. Estaba agotada, tenía los pies destrozados después de pasarse la mañana, sin apenas reposo, tomando notas y apuntes de los frescos de Michelangelo. Fue a la habitación y se deshizo de las ropas que llevaba, hecho lo cual, eligió en el armario un amplio y cómodo pantalón junto a una prenda deportiva. Con los pies desnudos, sin siquiera calzarse las zapatillas, se encaminó a la cocina. ¡Se sentía hambrienta! Sacó del frigorífico un envase con pasta ya cocinada y lo introdujo al microondas. En tanto se calentaba aquel plato, preparado la víspera, cortó un rojo y jugoso tomate en finas lonchas, lo acompañó con unas cuantas rodajas de queso mozzarella, aliñándolo con dorado aceite de oliva y finas lascas de sal, no sin antes colocar por encima verdes hojas de basilico.[9]
Se sentó a la mesa y comenzó a degustar los alimentos. Estaba satisfecha del trabajo de la mañana, había logrado descifrar muchas de las dudas que impedían que continuara adelante con el nuevo proyecto de su próximo libro. En él trataba de la vida y obra del papa Paulo IV. Hacía ya más de seis meses que iniciara las investigaciones alrededor de la figura del polémico religioso.
En anteriores escritos, sobre todo aquellos que tenían una estrecha relación con la temática de la Iglesia del Cinquecento,[10] siempre habían existido algunos puntos oscuros, difíciles de entender e interpretar, pero, en sustancia, los personajes quedaron sobradamente definidos, con datos históricos fidedignos y demostrables; apenas algunos detalles sueltos, sin demasiada importancia, dejaban vía libre a la imaginación del lector.
No ocurría lo mismo con el libro que ahora tenía entre manos. El cardenal Gian Pietro Carafa fue un personaje extraño y controvertido. La historia de su vida se desvanece en un obscurantismo mal encubierto. Noble y napolitano de nacimiento, se deslizó por la vida persiguiendo tres fantasmas: El Sacro Imperio Germánico, representado por el innegable poderío del emperador Carlos I de España y V de Alemania; la consecución del trono del pontificado de la Iglesia, junto al enriquecimiento económico y político de la misma, y la acérrima y cruel persecución de las ideas reformistas, envenenadas, en opinión del propio Carafa, por la doctrina luterana.
Fue el verdadero instigador de la creación del Santo Tribunal de la Inquisición o Congregación del Santo Oficio, en la entonces aún no unificada península italiana.
Se levantó con idea de preparar la cafetera. Siempre lo hacía. Para ella una comida no resultaba completa sin la degustación, a los postres, de un aromático y exquisito “caffè alla macchina”.[11] Una vez listo lo llevó al salón y se tumbó en el mórbido canapé mientras ojeaba los apuntes tomados en el transcurso de la mañana.
Al poco tiempo comenzó a notar como una dulce mezcolanza de cansancio y pereza iba entornando sus párpados, a la vez que la mente desfiguraba el significado de cuanto aparecía reflejado en la pantalla de la tablet. No hizo intención de resistirse a la posesión del sueño, apagó el dispositivo, adoptó la más cómoda de las posturas y cerró los ojos con idea de abandonarse al necesario descanso.
Volvió a verse en medio de la biblioteca, tal cual viviera los recuerdos de la mattina.[12] Estaba atenta, concentrada en cuanto el erudito Stremboli explicaba. En ese momento alguien venía a interrumpirlos. Era aquel “spagnoletto”[13] que, con gesto despistado y exigente, intentaba justificar su inadecuada tardanza. Si algo valoraba en la vida era la puntualidad; para ella un individuo que no cumple con el horario establecido es incapaz de cumplir con su palabra, ni mucho menos con sus actos. Pocas eran las personas con que se había cruzado que en la realidad cumplieran estos tres requisitos.
Sonrió entre sueños al recordar la mirada que el pintor le dedicara. No le había sentado nada bien su comentario, pero… ¿acaso ella no tenía razón? Era obvio que no se había enterado de nada de cuanto dijera su mutuo interlocutor. Desde el instante en que traspasaron la puerta de la Cappella Sistina, el extranjero, parecía haber entrado en trance. Prueba de ello fue la cara de bobalicona sorpresa que mostrara tras la pregunta de Stremboli.
No había duda de que era un hombre extraño, demasiado presuntuoso, carente de galantería, arrogante y altanero. No dudó en tacharlo de grosero y petulante. Al fin y al cabo, como la gran mayoría de los hombres.
Con estos negativos razonamientos, cargados de un extremo contenido feminista, fue sorprendida por el sueño que acabó de desdibujar aquellos recuerdos recién vividos horas antes.
**********
Serían las seis de la tarde cuando salía por la puerta del Hotel Anglo Americano. Había reposado una hora, después de comer en el restaurante del establecimiento y aprovechado el breve reposo para cotejar gran parte de lo analizado en la mañana con otras muchas anotaciones de estudios anteriores. Sentía la cabeza embotada, saturada de tanta y tan variada información, tenía que desconectar si es que quería estructurar y reorganizar parte del complejo trabajo. Fue ese el principal motivo que lo animó a salir a tomar el aire y pasear por la turística ciudad, y así conceder un breve respiro al cerebro.
Había llegado la tarde anterior, más bien la noche, dado que, aunque en España a las 20:30 h puede hablarse aún de la tarde, en Roma, debido sobre todo a que anochece bastante más temprano, pareces tener la sensación de que es hora de ir pensando en retirarte a descansar. Tal vez por ello, unido al cansancio del viaje, decidió no salir del entorno del hotel. Al despertar por la mañana apenas tuvo tiempo de ducharse y afeitarse, tomar un ligero desayuno, en la misma cafetería donde cenara la noche antes, y salir en busca de un taxi que lo condujera al Vaticano.
Comenzaba a disfrutar de su primer paseo en la bella ciudad, en este último viaje. Le encantaba Roma, mirara por donde mirase veía una ciudad viva, colorida, alegre y embrujadora. Era el quinto viaje que hacía a la Cittá Eterna y seguía contemplando con la misma curiosidad y entusiasmo cada uno de sus edificios, plazas, calles y monumentos.
Quiso perderse por las callejas de la zona antigua, tropezando a cada paso con curiosos turistas que, al igual que él, deambulaban por las abarrotadas vías, asombrándose a cada paso con las innumerables «reliquias arquitectónicas» que encierra la milenaria ciudad, por no hablar del personal tipismo que envuelve día y noche a esta afamada capital de Italia.
Al pasar por una vieja librería, cuyo escaparate se mostraba atestado de propuestas literarias en diversidad de idiomas, sintió el deseo de entrar a echar un vistazo. La lectura era uno más de sus vicios. En Madrid solía acudir a menudo a la cuesta de Claudio Moyano para ojear las novedades literarias y rebuscar, entre los libros más antiguos, alguno que otro relacionado con su profesión o gustos. Nunca volvía con las manos vacías a casa, siempre descubría cualquier libro o novela que llamaba su atención.
Tras diez minutos de repaso y curioseo de los repletos estantes del pequeño establecimiento, en los que consultó cinco o seis ejemplares de diversas temáticas, comprendió que no había nada allí que pudiera interesarle. Daba media vuelta, con intención de salir de la librería, cuando sus ojos se posaron en un voluminoso libro de tapa dura, con cubierta a todo color, cuyo título cubría las tres cuartas partes de la portada: Michelangelo Buonarroti.
De inmediato se sintió interesado por aquella obra hasta el momento desconocida para él. Se acercó, con intención de ojear su interior y… ¡cual no sería su sorpresa al comprobar el nombre del autor del mismo!: Bianca Monterelli.
Acudieron a la memoria las imágenes vividas en la mañana, en las estancias de los Museos Vaticanos. Sin pararse a mirar su interior, lo cogió del expositor en el que se encontraba y fue directo a la caja.
―Póngame este ―pidió, en un italiano más que aceptable, al encargado de la librería.
―Son 29,90 €, signore. ¿Quiere que lo envuelva para regalo? ―preguntó el solícito librero.
―No, no es necesario.
Cogió el libro antes de que lo introdujera en la bolsa y salió del establecimiento con él en la mano, dispuesto a reanudar el interrumpido paseo. Según andaba por la Via del Corso, no conseguía alejar su pensamiento de aquel libro que llevaba, bien aferrado, en su diestra. Lo cierto era que ardía en deseos de leerlo. Casi tenía perdida la cuenta de las biografías y textos de todo tipo que había leído sobre el insigne escultor del David y La Pietà. Para él, la figura de aquel fabuloso monstruo de las artes, había llegado a convertirse en una verdadera obsesión. Prácticamente había dedicado gran parte de la vida al estudio de su figura y obra. Reconocía con humildad la influencia que el coloso renacentista ejercía en su particular manera de plasmar en el lienzo aquello que veía, experimentaba y sentía. Fue ese el principal motivo que le había llevado, hacía ya tres años, a investigar a fondo todo lo relacionado con tan admirado genio.
Al pasar por una cafetería, de marcado y agradable sabor italiano, decidió hacer un alto en el recorrido y regalarse con un humeante y oloroso cappuccino que sirviera de acompañamiento a la lectura del nuevo libro que parecía quemarle los dedos, tal era el nerviosismo por conocer lo encerrado entre sus páginas.
Abrió la cubierta con auténtica curiosidad. Existía un morboso deseo en todo aquello. No solo Miguel Ángel despertaba su apetito de lector, el hecho de estar escrito por aquella impertinente mujer contribuía a despertar su nunca saciada curiosidad.
Lo primero que se presentó a los ojos fue la foto de la escritora. Era una foto de estudio en la que saltaba a la vista la maestría del fotógrafo. No porque estuviera retocada, si no que había sabido captar parte de sus emociones y carácter. Aquella imagen era bastante distinta al recuerdo que él tenía de la joven de la biblioteca. No pudo por menos de reconocer que tenía un bonito rostro, cuando menos, interesante. Los verdes y «amielados» ojos conferían a su expresión un cierto aire de llamativo misterio; la pequeña nariz armonizaba a la perfección con el resto de facciones; la frente, despejada, junto a unos prominentes pómulos, hablaban de firmeza y fortaleza de carácter; su boca, pequeña y asombrosamente bien delimitada por unos labios rosados y carnosos, parecía incitar a besar. Aunque lo más llamativo, sin lugar a dudas, era aquella particular sonrisa. Una sonrisa enigmática y misteriosa, mezcla de inocente gracia y burlón cinismo, tan cercana a la alegría como al desprecio… Todo el conjunto hacía de ella una mujer inquietante y misteriosa, aunque no exenta de un enorme atractivo.
Inició la lectura sin saltarse ninguno de los datos introductorios, tales como fecha de publicación, nota de la autora, prólogo, etc. Llamó su atención el hecho de que no existiera el apartado de agradecimientos, bastante común en la mayoría de publicaciones.
Llevaba hora y media leyendo y ya había devorado más de tres capítulos. No podía dejar de reconocer el gran estilo con que estaba perfilada la historia. Desde las primeras páginas era capaz de captar la atención del lector que no podía hacer otra cosa que seguir adelante, hoja tras hoja, capítulo tras capítulo. Apenas si tuvo tiempo o interés en apurar el cappuccino[14] que, abandonado en un extremo del pequeño velador, había perdido gran parte de su presencia, aroma y calor.
Cuando miró de nuevo el reloj se dio cuenta de que llevaba tres horas y cuarto sentado en aquel café. Tenía irritados los ojos de forzar la visión con la poca luz del característico local. Echó un vistazo alrededor y fue incapaz de reconocer a ninguno de los parroquianos que, junto a su mesa, charlaban de modo animado con amigos o familiares mientras apuraban todo tipo de bebidas. Cerró el libro y llamó la atención del camarero para abonar la consumición. Al levantarse sintió las piernas algo entumecidas, consecuencia lógica tras la inmovilidad forzada a que habían estado sometidas durante horas.
Al salir a la calle notó frío. Hacía más de veinte minutos que el reloj de la iglesia más cercana marcara, con acompasado ritmo, las diez campanadas. Subió el cuello de la cazadora y se apresuró a buscar un taxi que lo acercara al hotel. La noche se presentaba fresca, aun estando en primavera, y por nada del mundo hubiera deseado caer enfermo y tener que suspender los recién iniciados trabajos. Un cuarto de hora más tarde cerraba la puerta de la habitación 145 del Hotel Anglo Americano.
**********
Enseñó la tarjeta de convidado al encargado de la recepción, en la entrada de la famosa Gallería Borghese. Había sido invitado por un antiguo compañero de facultad sevillano. En su anterior viaje coincidieron en una exposición temporal, en el incomparable marco de la Galería del Mercado de Trajano, lo que provocó el inicio de una amistad que llegaría a madurar vía e-mail, la cual seguía vigente tras más de año y medio desde aquel primer encuentro.
Nada más entrar a la impresionante Sala degli Imperatori pudo ver al amigo que charlaba de forma amigable, en medio de un grupo de personas vestidas con elegancia y detalle para el acto que allí se celebraba.
Manuel Giménez, que así se llamaba el citado compañero, abandonó de inmediato a los contertulios que lo acompañaban para salir a su encuentro, con una amplia sonrisa acompañada de un no menos efusivo abrazo.
―Julio, muchacho. ¡Dichosos los ojos…! ―saludó, sin preocuparse en disimular el particular seseo propio de su tierra natal―. Ya estaba yo «preocupao» pensando que no venías.
―¿Qué tal, Manolo? ―preguntó él, menos extrovertido que el amigo y algo cohibido por el encopetado y refinado ambiente que se respiraba en el magnífico salón―. Te veo estupendo, apenas has cambiado desde nuestro último encuentro.
―Habla por ti, compadre. ¡Estás hecho un «dandi»! ―sonreía divertido, en tanto daba unas palmaditas en la espalda del pintor―. Esta noche arrasas “fra le donne”.[15]
―Sigues tan bromista como siempre ―objetó Julio esbozando una sonrisa.
―Vale, vale… Ya me lo dirás al final de la noche. Te advierto que los españoles somos muy apreciados por las féminas romanas. Con esa planta que tienes y tu «palmito», verás como más de una cae rendida a tus encantos.
―¡Déjalo ya, gamberro! ―Soltó la carcajada.
―Ven, te presentaré a algunos de mis amigos, bueno, conocidos, pero «pal» caso es igual.
Lo guió hacia el grupo con el que se relacionara antes de su llegada e hizo las formales presentaciones de rigor. Todos quedaron encantados al comprobar que, no solo comprendía, sino que también era capaz de defenderse, con bastante dignidad, en la tradicional lengua de Dante y Maquiavelo. Pocos minutos después parecía estar integrado en aquella compacta reunión.
Pasados los primeros momentos de indecisión comenzó a sentirse a gusto en tan artístico entorno. Había centenares de personas en la gran sala, la mayoría pertenecientes, con toda seguridad, al mundillo del arte. Él desconocía que aquella inauguración era uno de los actos más esperados y celebrados ese año, dentro del entorno cultural romano. La magnífica exposición que recogía la práctica totalidad de la obra del insigne artista Raffaello Sanzio, venía anunciándose desde hacía meses. Gran parte de los integrantes de la vida cultural italiana parecían haberse dado cita, aquella noche, en el incomparable enclave de la Villa Borghese romana. Lo sorprendente era que su amigo Manolo hubiera conseguido invitaciones para tan fasto evento.
No bien valoró que su ausencia no sería tomada como un desaire, se alejó discreto del grupo e inició un solitario peregrinaje a lo largo de la inmensa sala, con idea de apreciar y disfrutar de todas y cada una de las bellísimas obras expuestas en paredes y rincones.
Un camarero se acercó, con servicial gesto, y le ofreció de beber. Tomó una copa de burbujeante champagne y continuó el interrumpido recorrido cultural. Al llegar ante el bello y celebrado óleo de La Fornarina se detuvo, analizándolo con mayor atención y detalle que lo hiciera hasta el momento con cualquiera de los anteriores. Resultaba indiscutible la exquisita belleza y perfección de trazos con que el maestro Raffaello había elaborado aquella exquisita imagen de mujer desnuda e incitantemente deseable. Apenas unas leves veladuras encubrían parte del perfecto cuerpo. La estudiada posición de las manos recordaba más a la muda e insinuante provocación que al púdico pudor. La mirada era un dechado de calladas promesas aún no cumplidas. Todo en aquella mujer invitaba a la sensualidad y al placer. Era, sin duda alguna, la obra de un rendido enamorado que había sabido idealizar a la fémina, objeto de su amor, con las incitantes excelencias amorosas de una Venus.
―Veo que a los españoles también les atrae la belleza de las mujeres italianas. ―Escuchó decir a sus espaldas.
Con rápido acto reflejo se volvió, descubriendo frente a él a la incómoda y desagradable compañera que conociera el día anterior, Bianca Monterelli. Quedó tan sorprendido de encontrarse con ella en aquel lugar y momento que, por unos instantes, no fue capaz de responder con frase alguna coherente. Ella no dejaba de observarlo con aquella mirada entre desafiante y burlona, a la espera de esa respuesta que no acababa de llegar.
―Si algo sabemos apreciar en España es la verdadera belleza, señorita Monterelli ―dijo por fin, más sorprendido por el encuentro que enfadado por el comentario.
―Estoy segura de ello. He podido observar que lleva más de diez minutos sin apartar los ojos de La Fornarina ―aclaró sonriente―. Parece participar de los mismos gustos que Raffaello. Tal vez lo transmitan los pinceles.
―Para admirar una obra de arte como esta no es necesario ser pintor, cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y gusto es capaz de emocionarse ante su presencia ―comentó con gesto serio, convencido de cuanto decía.
―Le doy la razón ―admitió Bianca, algo abochornada por tan aplastante verdad.
Comprendía que no había sido justa con aquel comentario, pero si algo sabía era reconocer los propios errores.
―Es toda una sorpresa que nos hayamos encontrado en esta inauguración ―comentó Julio, dispuesto a obviar las veladas insinuaciones de la mujer.
―No lo crea. Esta noche puedo asegurarle que se halla aquí reunida la «flor y nata» de la cultura romana.
―¿Olvida usted que no soy romano? ―sonrió, sin olvidar los mordaces comentarios del día anterior.
―¡Es cierto! ―concedió ella, encajando la ironía―, pero el pueblo romano es hospitalario desde los tiempos antiguos. Recuerde que Hispania también perteneció al Imperio.
―Bianca, ¿vienes con nosotros? Te estamos esperando.
Quien así hablaba era un hombre moreno, no muy alto, vestido con cierta elegancia y con ademanes educados, aunque un tanto afectados. Cogió del brazo a la escritora, que no opuso resistencia en seguirle, con intención de alejarla del desconocido compañero de conversación, al que ni siquiera miró.
Julio quedó solo, ocupado en valorar la repentina huida de su interlocutora, con la sonrisa dibujada en los labios. Aquella mujer era desconcertante, había vuelto a dejarle con la palabra en la boca, tras lanzar otra de sus frases tan hiriente como atrevida. Pocas horas antes se habría indignado con ella, pero, después de leer su libro, comenzaba a comprender parte de aquel imprevisible y desafiante carácter. Todo escritor no puede impedir que algo del propio «yo» transcienda a su obra y Bianca… ¡era una gran escritora!
…
Aquel cambio de actitud hacia ella fue la lógica evolución con el avance del libro. Apenas si había pegado ojo la noche pasada. Al regresar al hotel subió directo a encerrarse en la habitación. Pidió a recepción que le subieran de la cafetería un sándwich mixto y una cerveza que acabó comiendo sentado en la cama, enfrascado como estaba en la atrayente lectura del libro sobre Michelangelo. Las horas fueron pasando, así como los capítulos, uno tras de otro… Ya alboreaba cuando cerró la voluminosa obra, a falta de los cinco últimos capítulos. Apagó la luz y dio media vuelta en el lecho, sin preocuparse siquiera en sustituir la ropa de calle por el cómodo pijama. Así le sorprendió el día, dolorido y agotado por la falta de descanso. Bien hubiera deseado continuar la apasionante lectura, pero razonó con sensatez y dejó reposar en la mesilla el interesante volumen, a la espera de una próxima consulta.
Luego de asearse y vestir ropa de calle, salió veloz hacia el Vaticano, sin olvidar los problemas que tuviera con el tráfico en la visita anterior. El resto de la mañana lo pasaría atareado en tomar notas y apuntes, así como analizar y cotejar datos de sus amplios y exhaustivos archivos con la realidad contenida en los frescos buonarrotianos. Cuando regresó a la habitación se encontraba tan agotado, a causa del trabajo matinal y la falta de descanso nocturno, que no fue capaz de continuar con la interrumpida lectura. Se tumbó en la cama y apenas tardó un par de minutos en caer en un pesado y profundo sueño, del que no despertó hasta las seis de la tarde, y eso gracias a la alarma despertador instalada en el móvil.
…
―Pero, ¿Qué haces aquí solo con esa cara de «pasmao»? ¡Chiquillo!
Su amigo Manolo vino a despertarlo de aquellos recientes recuerdos.
―Me he encontrado con una conocida y estábamos charlando ―informó al compañero.
―¿Ves cómo te lo dije? ¡Ya has «ligao»!
―No digas tonterías, apenas la conozco, nos presentaron ayer en la Biblioteca Vaticana ―aclaró, un poco molesto ante aquellas veladas insinuaciones―. Además, no es que me caiga muy bien, precisamente.
―¿Quién es? ―quiso saber Manolo intrigado, haciendo caso omiso de sus justificaciones mientras echaba una rápida ojeada alrededor, en busca de la misteriosa desconocida.
―Aquella mujer morena del grupo de la ventana ―señaló él―. La que lleva el vestido verde manzana.
―¿Bianca Monterelli? ―pregunto asombrado el otro.
―Sí ¿La conoces?
―¡Y quien no! Es una de las periodistas más temidas de la ciudad. Sus críticas y comentarios pueden hundir a cualquiera. A pesar de su carácter, hay que reconocer que es «una mujer de bandera». No tienes mal gusto, no ―rompió a reír tras dirigirle una cómplice mirada varonil.
―Como he de decirte que no tengo el más mínimo interés por esa mujer. ―Comenzaba a enfadarle la insistencia del amigo respecto a sus intenciones―. Ni siquiera tenía idea de que fuera periodista. Es más. No solo no me gusta sino que no la soporto. Es orgullosa e impertinente, siempre con una frase desagradable en los labios. He hablado en dos ocasiones con ella por puro compromiso y te aseguro que para mí no ha sido un placer.
―Pues, en tan poco tiempo, has logrado conocerla bastante bien. No eres el único en este salón que opina de esa forma. Es una mujer admirada por todos, al mismo tiempo que temida y hasta diría yo odiada por otros muchos.
Como si supiera que era objeto de su charla, Bianca volvió la cabeza hacia donde ellos estaban. Julio no pudo evitar cierta incomodidad, tras la absurda idea de que ella hubiera escuchado lo que ambos conversaban. Apartó la mirada para evitar cruzarse con la de ella, sintiéndose algo turbado.
―Debo marcharme ―soltó de improviso―. He de madrugar, mañana tengo un duro día de trabajo.
―Pero si apenas son las once y cuarto ―protestó Manolo, no bien echó una rápida ojeada al reloj―. Espera que me despida y nos vamos a tomar unas copas por ahí.
―No, no… ¡No! ―dijo rechazando la invitación―. Debo irme. La noche pasada apenas si he dormido y tengo que aprovechar el tiempo. No sé cuántos días me mantendrán el pase especial a los museos. Tengo que aprovechar cada minuto de mi estancia.
―Sigues tan «currante» como en los jóvenes años de la facultad. ¡Tú llegarás lejos, amigo!
―Me conformo con poner fin a esta investigación sobre la pintura del Renacimiento italiano y quedar en libertad para poder concentrarme, en exclusiva, en la creación de mis cuadros.
―Cuadros que cada vez son más valorados y demandados ―aclaró el otro―. No pienses que aunque ejerza de crítico en un olvidado periódico italiano, dejo de estar al día de las novedades artísticas en Europa. Me enteré del éxito de tu exposición en Bruselas, del premio que conseguiste en la bienal de Milán y la superventa de una de tus creaciones al excéntrico millonario alemán. Como verás no he dejado de seguir tu trayectoria. Si necesitas quién te limpie los pinceles, ya sabes dónde encontrarme.
―¡Eres único, Manolo! ―exclamó riendo de buen grado―. Gracias a esa superventa que mencionas puedo permitirme el lujo de costearme los gastos de mis investigaciones. De otra manera, me hubiera sido casi imposible moverme de mi estudio de Madrid. Pero, tampoco tú puedes quejarte. Has conseguido aquí en Roma un estupendo puesto fijo como crítico de arte. Todo un logro en una ciudad como esta donde los niños son amamantados entre pinturas de Caravagio, estatuas de Donatello o monumentos de Bernini.
―Sí, interesante trabajo. Criticar las creaciones de los demás. ¿Piensas que cuando inicié la carrera imaginaba acabar como crítico?
Julio se dio cuenta del amargo tinte de tristeza que encerraba aquella pregunta. Comprendía y se hacía eco de la profunda insatisfacción del amigo. Él se sabía incapaz de vivir juzgando las creaciones ajenas. Necesitaba recrear, a través de los lienzos, todo aquello que bullía en su interior. No podía contentarse con mirar, necesitaba participar, y lo hacía de la mejor manera que sabía… ¡Pintando! A través de los pinceles infundía vida a seres, lugares y situaciones creadas en lo más profundo de su yo.
―Cualquiera que te escuche pensaría que eres un viejo ―lo animó―. Tienes toda una vida por delante para dedicarla a lo que más te gusta.
―¡Gracias, amigo! Pero, como ya te he comentado en repetidas ocasiones, mi momento ya pasó. Me he hecho acomodaticio. Este trabajo está bien pagado y cubre más que de sobra mis necesidades. Si bien, a pesar de todo, no puedo dejar de añorar las delicias y sinsabores de la bohemia vida del artista.
Cambió su expresión melancólica por una amplia y despreocupada sonrisa.
―Pero, bueno… ¡Vale ya, muchacho!… Que no se diga que dos tíos como castillos van a ablandarse. Venga, anímate y tomemos esa copa.
―No, de verdad, no puedo. Otro día ―se excusó Julio, temeroso de dejarse convencer por el juerguista de su amigo.
―¡Está bien! Pero que conste que me debes una invitación. No voy a consentir que te marches de Roma sin que la pagues.
―No te preocupes. Tienes mi palabra.
Ambos protagonizaron un efusivo abrazo de despedida. Acto seguido, Julio, cruzó el gran salón, en busca de la salida. No miró hacia el lugar donde Bianca se encontraba en animada conversación, arropada entre los amigos, de hacerlo, hubiera observado la mirada de extrañeza que ella le dirigiera, siguiendo su ausencia hasta que desapareció a través de la enorme puerta de la sala.
**********
Cerró la puerta del cuarto de baño y fue directo a la cama. Apagó la luz principal y dejó tan solo la de la mesita de noche. Dobló en dos la almohada, en busca de una postura cómoda y relajada, y cogió el deseado libro de Michelangelo, con la clara intención de terminar de leer los cinco capítulos que dejara pendientes la pasada madrugada.
Antes de comenzar la lectura quiso echar un vistazo a la foto de la autora. Recordó el análisis que ya hiciera de sus facciones. Volvió a sentir el inconfundible magnetismo de su mirada, la extraña originalidad de la enigmática sonrisa y aquella insinuante provocación de sus labios.
Pasó con nerviosa rapidez las hojas, en busca de la última página leída. Estaba perdiendo un tiempo precioso. Quería terminar el libro esa noche. Había abandonado la lujosa recepción con la sola idea de acabar de leerlo y, ahora, derrochaba los minutos en tontas divagaciones.
A las tres y media de la madrugada cerraba las cubiertas del grueso volumen, dando por concluida su lectura. Dejó el libro sobre la mesita de noche y apagó la luz.
La mente no cesaba de cavilar sobre lo recién leído. Era mucha la información que aquel libro contenía. La mayor parte le era conocida, aunque era cierto que había encontrado muchos y sustanciosos datos, hasta el momento desconocidos para él. Intentó olvidar cuanto acababa de leer, sabía que de otro modo le resultaría imposible conciliar el sueño. Por fin consiguió entrar en una especie de consciente inconsciencia en la que, aun sabiéndose despierto, era incapaz de controlar las imágenes e ideas que acudían al cerebro.
Volvió a encontrarse en el fastuoso salón degli Imperatori de Villa Borghese. La imagen de su amigo Manolo se presentaba borrosa y desdibujada… Las páginas del libro recién leído parecían haber cobrado vida, pasando ante su vista con ritmo vertiginoso, una tras otra, sin apenas permitirle la lectura… Otra vez volvió al iluminado salón. Todo parecía girar y deformarse alrededor hasta que, en un cierto momento, el entorno se paralizó y quedó solo, plantado ante el cuadro de La Fornarina. Él lo contemplaba absorto, abstraído ante tanta belleza, si bien, los ojos no podían fijarse en parte alguna del cuerpo que no fuera su boca. Sintió un deseo irrefrenable de besar aquellos labios jugosos e incitantes, prometedores de sensuales caricias. Se acercó, movido por fuerza oculta, y posó los suyos sobre los de la mujer del lienzo. El placer que aquel robado beso le hizo sentir sería imposible describirlo con vulgar idioma. Abrió los ojos, embriagado por las sensaciones vividas ante aquella caricia y descubrió, asombrado, que la bella e insinuante Fornarina no era otra que Bianca Montenelli.
El profundo sueño cortó de raíz estos fantásticos y voluptuosos devaneos del subconsciente. Tan solo el intenso calor de sus labios, iluminados con una leve sonrisa, permitiría adivinar que aquella fugaz visión había existido en su mente.