“I Spirituali”

 

 

Abrió los ojos sobresaltado, aunque fue obligado a cerrarlos de nuevo, forzado por la intensa luminosidad que había en la habitación. Después de unos instantes, volvió a abrirlos con mayor cautela, apenas entornados, lo cual le permitió conocer el motivo que lo había deslumbrado. Un sol espléndido atravesaba los desgastados visillos que adornaban la ventana del hotel e inundaba la pequeña habitación con sus poderosos rayos. Se sentó en la cama y comenzó a tomar conciencia de su estado. Estaba en ropa de pijama, el mismo que llevara la noche anterior en casa de Bianca, antes de iniciar el desafortunado viaje a la vieja Roma. Frotó los ojos con sendas manos, en un claro intento de eliminar los restos de inconsciencia que aún persistían en su cerebro. Echó un rápido vistazo alrededor.

No fue capaz de evitar un brusco e involuntario movimiento al observar el estado de la estancia. Todo aparecía revuelto. El sillón y sillas volcadas; las ropas y objetos del armario desperdigados por el suelo, arrugados y apilados; los cajones abiertos y vacíos de contenido. A lo lejos podía ver, a través de la puerta abierta del baño, el mismo destrozo y saqueo en los objetos personales de aseo, toallas pisoteadas, frascos y jabones destrozados. Todo en el cuarto era un verdadero caos.

No lograba reaccionar ante lo inusitado y absurdo de aquel asalto. De inmediato, una rápida idea pasó por su mente:

―¡El manuscrito!

Se levantó de forma precipitada y fue directo al armario en busca del maletín. No había llegado al mueble cuando recordó que lo había dejado en casa de…

―¡¡Bianca!!

Se despojó con celeridad de la chaquetilla del pijama mientras buscaba, inútilmente, el móvil para contactar con su amante.

―También lo dejé en el piso. ¡Maldita sea!

No tardó ni tres minutos en vestirse de sport y, sin ponerse otra prenda de abrigo, salir de la habitación cual alma que lleva el diablo. No se paró siquiera a pedir explicaciones al conserje sobre lo ocurrido durante su ausencia en la habitación. Echó a correr calle abajo sin dejar de buscar con nerviosa mirada un taxi que lo llevara, a la mayor celeridad, a casa de la mujer. Llevaba recorrido un buen trecho cuando encontró la parada de taxis, cogió el primero e indicó nervioso la dirección al taxista, rezando para sus adentros por no tropezar con atasco alguno que retrasara la llegada. Tuvo suerte, apenas 10 minutos más tarde subía en el ascensor camino del piso, conteniendo a duras penas los nervios que lo dominaban.

Nada más salir del elevador vio la puerta del apartamento abierta.

―¡Bianca! ―gritó―. ¡Bianca!

No obtuvo respuesta alguna. Corrió al interior. Lo primero que observó fue un desorden, aún mayor, que el encontrado en la habitación del hotel. Todo estaba revuelto, destrozado, los sillones hechos añicos, desgarrados y convertidos en jirones, mostraban el feo esqueleto de madera y goma espuma. Cacharros y adornos rotos, cuyos trozos cubrían gran parte de la tarima de madera, semejaban un poblado campo de batalla, sembrado de cadáveres mutilados. Libros, papeles, Dvd… todo aparecía desperdigado y fragmentado, siendo pocos los objetos que se habían librado de tamaño salvajismo. El miedo y la incertidumbre atenazaban su garganta mientras buscaba desesperado a la mujer.

―¡Bianca! ¿Dónde estás? ¡Contéstame, por Dios!

Paró unos instantes en la frenética búsqueda. Le pareció escuchar un callado y ahogado sollozo que partía de la habitación.

―¡Bianca! ―volvió a llamar, precipitándose al interior de la alcoba.

No la encontró en un principio, medio oculta en un rincón, tiritando y encogida sobre sí misma, con los ojos arrasados por las lágrimas.

―¡Vida mía! ¡Mi amor! ―corrió hacia ella y la estrechó contra él―. ¿Qué te han hecho?

―Giulio! ―gimió ella como despertando de una horrible pesadilla, abrazada a su cuello con gesto desesperado.

―¡Cálmate, cariño! Ya ha pasado todo. No tengas miedo. ¡Ven!

La cogió en brazos y la tumbó en la cama que se encontraba revuelta, con el colchón rajado en distintos sitios y formas, lo que permitía ver los muelles y el relleno, a través de los enormes cortes.

―Julio ¡Ha sido espantoso! ―se quejó, sin consentir soltarse del cuello del hombre, quien intentaba en vano tranquilizarla―. ¡Creí que te habían matado!

―¿Quiénes?

―Los hombres que estaban aquí cuando me desperté ―explicó ella, algo más serena―. Me dijeron que venían de tu hotel y no habían conseguido lo que buscaban. Entonces imaginé que te habían hecho daño. ¡Julio creí morir! ―gimió aterrada con el simple pensamiento―. Les grité que se fueran de mi casa que llamaría a la policía y fue entonces cuando uno de ellos se echó a reír y me insultó. Vino hacia mí y me dio una bofetada tan fuerte que me hizo perder el equilibrio, con tan mala suerte que debí golpearme con algo en la caída, pues quedé sin conocimiento. Cuando desperté estaba sola y tirada en el suelo del salón. Habían desaparecido, dejando la casa destrozada. Me acobardé y vine a esconderme en este rincón, sin saber muy bien qué hacer.

―¿Por qué no me llamaste? ―preguntó él compadecido de los padecimientos a que se había visto expuesta.

―¡Creí que te habían matado! ―gimió en un momentáneo ataque de histeria―. ¡Qué me importaba todo lo demás!

―Está bien, mi pequeña. Cálmate. ¡Todo pasó! Ya ves que estoy perfectamente. ¿Te duele algo?

―Un poco la cabeza, creo que me golpeé en esta zona ―dijo palpándose la zona parietal derecha con los dedos, en busca de la herida.

―¡Déjame ver! ―Observaba con sumo cuidado la parte indicada―. Sí, es aquí, tienes un hermoso chichón, pero no hay herida alguna. Después de todo, hemos tenido suerte.

La acarició con mimo, más tranquilo al comprobar que no había sufrido daños importantes.

―¡Mi pequeña heroína! ―susurró cariñoso besando con suavidad sus labios.

―¿Qué es lo que buscaban? ―preguntó ella pensativa.

―¡El manuscrito! ―respondió con gesto grave―. No me preguntes de qué modo, pero se han enterado que era yo quien lo tenía.

―Y… ¿Lo han encontrado? ―preguntó ella aferrada a la esperanza.

―Imagino ―contestó Julio, seguro de que así era―. De lo contrario seguirían aquí.

―Deberíamos buscar, lo mismo no han dado con ello y se han marchado cansados.

Él sonrió ante tal derroche de optimismo. De todos modos se levantó con intención de buscarlo.

―¡Descansa! yo lo buscaré. Te traeré algo de abrigo.

―No, ya estoy bien. El verte junto a mí me ha infundido ánimos. Entre ambos buscaremos más rápido.

Fueron hacia el salón, último lugar, de acuerdo con sus recuerdos, en que se había quedado el maletín que contenía el valioso manuscrito. Julio se dirigió hacia el lateral del sillón donde lo depositara la pasada mañana, pero no encontró ni rastro del pequeño portafolios. Bianca, por su parte, revolvía toda la sala, levantaba, retiraba y apartaba los innumerables objetos que yacían destrozados por todas partes. No fue capaz de reprimir las lágrimas a la vista de tan bárbaro destrozo. Todas sus cosas personales, libros, cartas, apuntes, joyas, cacharros, ropa… Todo se amontonaba en un amasijo de deshechos, sin ningún orden ni concierto, como si de un vertedero se tratara.

―¡Mi portátil! ―gimió al descubrir el ordenador personal pisoteado, con la pantalla hecha añicos y arrancada del cuerpo del mismo―. Todos mis archivos estaban en él.

Julio abandonó la búsqueda por unos instantes y acudió en su socorro. Comprendía el trastorno y rabia que suponía perder la información de miles de horas de estudio y trabajo.

―¡Mi vida! ¿No los habías salvado?

―Sí, pero no todos. Los trabajos de las dos últimas semanas no creo haberlos subido a la nube.

―Eso incluye todas las investigaciones desde que nos conocemos ¿no? ―La miraba compasivo, en tanto enjugaba sus lágrimas.

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras, con cara compungida, valoraba la posibilidad de recobrar parte de los datos perdidos.

―De todos modos, no te apures. En una ocasión tuve un problema con mi ordenador y, al igual que tú, perdí una enorme cantidad de trabajo. Un amigo me habló de un sistema para recuperar la información encriptada en el disco duro. Lo mandé a los técnicos y en una semana tenía todos los datos en un nuevo disco duro externo.

Bianca sonrió agradecida, algo más tranquila tras aquella aclaración.

―Busquemos el maletín.

―Bianca. Es inútil, no está aquí. Resulta obvio que se lo han llevado.

―Pero, eso significa…

―…Que ahora poseen el poder de ese maléfico documento ―continuó él, rematando su pensamiento.

―¡Eso es horrible! Ya viste de lo que son capaces. Si el manuscrito tiene esos poderes sobrehumanos pueden adueñarse del mundo ―exclamó con espanto al recordar los terrores vividos en la sala inquisitorial.

―Soy consciente de ello ―murmuró Julio con gesto derrotado―. Pero no se me ocurre qué hacer. ¿Dónde está Michelangelo? ¿Por qué no aparece?

Hablaba consigo mismo, enfadado e indignado con aquel espectáculo que les rodeaba, a la vez que indeciso e impotente para tomar una pronta y acertada decisión.

―Tal vez te equivocas y no hayan encontrado el fatídico documento ―le animó ella, entristecida de verlo en aquel estado―. ¡Busquemos por toda la casa!

―No os molestéis, señora ―oyeron decir. Ambos dirigieron la mirada a la entrada del cuarto.

―¡Miguel Ángel! ―exclamó Julio aliviado con su presencia, aunque sin olvidar el enfado por lo ocurrido―. ¿Cómo has podido consentir esto? Me prometiste que la protegerías.

―Y lo hice ―respondió el florentino sin amilanarse ante la acusación―. ¿Quién crees tú que los echó de aquí? No bien me di cuenta de que tu dama estaba en peligro me personé en la casa. Para entonces ella yacía sin sentido en el suelo, a causa del golpe que el cabecilla de aquellos animales le había propinado. Sabía que se encontraba bien, me dediqué por tanto a impedir que pudieran localizar el manuscrito, pero, por desgracia, uno de ellos había encontrado el maletín, aún sin saber su contenido. Decidí quitárselo antes de que descubrieran su verdadera importancia y así lo hice, aunque llamé la atención del resto de sus energúmenos compañeros. Iba a desaparecer con el preciado documento en mi poder cuando, el que ejercía de cabecilla de aquellos malnacidos a sueldo, gritó:

  ―¡Coged a la mujer!

»No lo dudé un momento, solté el maletín y me fui hacia el hombre que intentaba llevarse a tu dama, logrando evitar que la levantara del suelo, aún inconsciente.

―¡Encontré el manuscrito! ¡Rápido, vámonos de aquí!

Escuché decir al que parecía ser el jefe de aquellos vándalos. Me volví y pude ver cómo sostenía en su mano el valioso documento. Intenté reaccionar pero fue inútil, antes de que pudiera llegar a la puerta de la casa habían desaparecido escaleras abajo. Pensé que no podía iniciar una persecución por la ciudad. Lo mejor sería concentrarse en la manera de recuperarlo de nuevo. Volví junto a tu amada y vi que comenzaba a despertar. No quise asustarla y desaparecí de su vista.

―Siento haberte gritado ―se disculpó Julio, emocionado ante la reacción del gran hombre―. Pero ¿por qué no les seguiste?

―No pude hacerlo. No bien traspasaron la puerta perdí su pista.

―¿Cómo es eso? Te desplazas en el tiempo ―comentó el joven sin aceptar tan vanas excusas―. Puedes aparecer y desaparecer a donde desees.

―Vuelvo a repetirte que, al igual que tú, soy desplazado. Aunque creas lo contrario, no me muevo a voluntad en el tiempo, sino que soy guiado a los lugares y situaciones necesarios a juicio de la Suprema Fuerza. Tan solo me es permitido hacer y ver aquello que atañe a nuestro proyecto final.

Julio quedó pensativo por unos instantes, reflexionando sobre las razones expuestas por el maestro. Acto seguido, levantó la cabeza, con aire decidido, para decir:

―Llevas toda la razón, lo importante en estos momentos es ver la forma de hacernos de nuevo con el manuscrito.

Bianca miraba a ambos hombres asombrada. ¡Cómo era posible que pensaran ir detrás de aquel maléfico papel! ¿No habían quedado satisfechos con cuanto vieron y oyeron?

―No logro entenderos. ¿Es posible que aún penséis en ir detrás de ese maldito manuscrito? No sé qué contiene y no quiero saberlo. ¡Olvidaros de él!

Rompió a llorar, dando libertad a los nervios y miedos recién vividos. Julio se acercó a ella e intentó calmarla, haciéndose cargo de su estado de ánimo.

―Bianca. No somos nosotros los que decidimos si seguir o no en este peligroso juego. Todo este misterio sobrepasa nuestra mente. ¿No ha sido bastante prueba la que has vivido la pasada noche?

―Por ese mismo motivo no quiero que se repita ―se quejó ella entre gemidos.

―¡Ninguno lo queremos! Pero tampoco podemos evitarlo. No soy capaz de comprender el por qué me encuentro metido en todo este complejo lío. Siempre he vivido una vida tranquila y sencilla. Ni me ha gustado la política ni he sido un enfervorecido religioso. Creo en un Ser Supremo generoso y justo, sin preocuparme su nombre ni origen, tan solo sus consecuencias. Desde niño he pensado que el hombre está creado a su imagen y semejanza, por eso no puedo consentir que alimañas como las que hemos conocido la pasada noche, o las hienas que han arrasado tu hogar, utilicen en falso su nombre y pisoteen los sagrados valores del ser humano. ¿Comprendes el por qué no puedo negarme a participar en tan loca aventura? Si lo hiciera perdería algo para mí muy valioso: ¡el respeto a mí mismo y mis creencias!

Bianca lo escuchaba con triste mirada, convencida de que había tomado una firme decisión y no sería fácil convencerlo.

―Aún no tengo idea de cuál es mi cometido en este complicado enredo, pero puedo asegurarte que no conseguirán su objetivo mientras me mantenga en vida.

―Giulio ―susurró ella, derrotada ante tan nobles razones.

Figlio mio ―intervino Michelangelo, visiblemente emocionado por las palabras del pupilo―. ¡Jamás imaginé que pudiera sentir tan gran orgullo como ahora siento! No me equivoqué al elegirte y defender tu candidatura ante los inmortales. Dices que no comprendes el por qué te encuentras en el centro y eje de este misterio. Yo puedo explicártelo. ¿Recuerdas la escena que hemos vivido hace unas horas en aquella sala de tortura?

―Cómo olvidarla ―contestó él con voz triste y apagada.

―También recordarás que me presenté  como miembro de la Santa Hermandad perseguida por el canalla Paulo, ¿no? ―Julio hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza, sin dejar de mirar al mentor―. Pues bien, también tú eres miembro de esta venerable congregación.

―I Spirituali ―exclamó Bianca que miraba asombrada a su enamorado.

―En efecto, y no uno cualquiera ―afirmó el anciano.

―Pero… ¡eso no es posible! No soy un hombre religioso ni lo he sido nunca, ni siquiera voy a misa en las fiestas religiosas ―protestó él, asombrado ante aquella inesperada noticia―. ¿Cómo puedo ser miembro de algo que no conozco?

―No tiene nada que ver. Los hombres son justos o no, bondadosos o perversos, francos o mentirosos, nobles o villanos, compasivos o crueles… No importa de qué condición, raza, linaje, país o creencia sean. Todos merecen respeto al ser un producto, el más preciado, de la mano del Hacedor. Quien no respeta esos derechos en sus semejantes ya puede macerarse el pecho a fuerza de golpes, al rezar el Yo pecador, que jamás alcanzará la gloria de la Eternidad Divina.

Julio sintió cómo las piernas le flaqueaban. Hasta el momento había participado en aquella loca partida sin analizar a fondo su verdadera importancia en la misma. Creyéndose un peón más, movido por invisibles y sabias manos, cuyo único cometido era el de observar y dejarse guiar. Más, ahora, todo había cambiado. Acababa de convertirse en el centro de aquel juego. Recordó las palabras que horas antes dirigiera el escultor al asustado pontífice:

    ―¡El Elegido! El único capaz de anular tu poder.

¿Sería posible? ¿Habría pasado una gran parte de su vida desconocedor del verdadero destino que le tenían reservado? La mente se negaba a aceptar tan descabellada idea. Él era un pintor, un artista; un hombre normal y corriente, que ríe, llora, sueña, odia, ama y siente. Nada que ver con los héroes milenarios enfrascados en la difícil tarea de salvar al mundo con sorprendentes actos valerosos.

Todo aquello era una ridícula locura. ¡Un desvarío!

Más… ¿Si fuera verdad?

Una especie de vahído nubló por unos instantes su mente. El peso de la enorme responsabilidad que intuía iba a recaer sobre él pareció anular su capacidad de raciocinio y debilitar sus fuerzas. Ocultó la cabeza entre las manos, desbordado y angustiado por tan tremendo descubrimiento.

―Mio Giulio! ―Bianca, asustada, intentaba ayudarlo en tan difícil momento.

―¡Dejadlo! ―ordenó el genio deteniéndola con un gesto―. Necesita asimilar la noticia. ¡No es fácil darse cuenta de que manejas entre tus manos el futuro del mundo!

Ninguno de los tres pronunció palabra en los siguientes minutos. Cada uno meditaba y analizaba en su interior cuanto acababa de ocurrir.

―¿Por qué ahora? ―preguntó a media voz Julio, una vez hubo asumido y aceptado lo evidente.

―Porque ha llegado el tiempo de que la profecía se cumpla:

El que me desprecia y no hace caso de mi Palabra tiene quien lo juzgue y  condene: será mi propia Palabra; ella lo juzgará el último día.

                                                        San Juan 12, 48

»―Es ese el crucial momento que contemplamos ahora mismo ―profetizó el anciano.

1 - Y yo me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar una bestia que  tenía siete cabezas y diez cuernos; y en sus cuernos tenía diez diademas, y sobre las cabezas de ella, nombres de blasfemia.

                                          San Juan - Apocalipsis Cap. 13

―¿Cómo es posible? ―preguntó Bianca que no acababa de aceptar cuanto el maestro decía, obcecada en el empeño de restar importancia a todo aquello―. Nada ha cambiado en los últimos años en el panorama mundial. Es más, diría yo que estamos a años luz de hace apenas unas décadas. Cada vez los pueblos son más conscientes de la importancia de mantenerse unidos y en paz, temerosos aún ante el recuerdo de las dos últimas guerras mundiales. ¡Creo que vuestras sospechas y miedos no tienen fundamento alguno!

―¿Cómo es la bestia? ―preguntó Julio que observaba con fijeza a su mentor, sin parecer valorar el último comentario de su linda enamorada.

―¡No lo sé! ―reconoció este con humildad―. Pero puedo asegurarte que no vendrá antecedido de la gran parafernalia y boato que nos describen el Apocalipsis y otros textos proféticos. Estoy seguro de que aparecerá mezclado entre la gran mayoría, pasando desapercibido entre otros muchos; de otro modo, sería fácil identificarlo e intentar buscar su punto más vulnerable ―hablaba consigo mismo―. No, al ocultar la verdadera identidad multiplica, sin lugar a dudas, sus posibilidades de éxito.

Se volvió hacia la mujer que miraba entristecida a ambos, consciente de que había perdido aquella batalla.

―Señora, vos aún no lo podéis comprender, pero vuestro hombre os ha dicho la verdad. Ninguno de nosotros somos dueños de nuestros actos en este complicado asunto, ni mucho menos de oponernos o resistirnos a la extrema voluntad del Omnipresente. Ni tan siquiera vos misma, aunque penséis lo contrario. Estoy convencido de que tenéis un importante cometido que cumplir, de lo contrario, hubierais quedado al margen.

Bianca no dijo nada. También ella comenzaba a sentirse manipulada, aunque no dejara de resistirse, por una desconocida voluntad que los manejaba a su antojo.

―Necesito saber más ―pidió Julio al genio―. Cuéntame cómo eran I Spirituali.

―Dirás ¿cómo somos? ―corrigió il divino sonriendo benévolo, consciente de cuanto llevaba soportado hasta el momento―. Tú eres parte integrante de nuestra hermandad, uno de los más importantes. Fuiste escogido unánimemente por el gran consejo desde los inicios de la cruel y despiadada persecución de que fuimos objeto. Si bien no eres el único, sí el más importante. Existen en el mundo infinidad de hombres y mujeres que, sumidos en el anonimato, realizan una labor callada y oscura, apenas perceptible para el resto de personas. Ellos son los que mantienen viva la llama de la verdadera fe en Cristo, sin ampulosas y pretensiosas apariencias, sin llegar a conocerse en ocasiones los unos a los otros.

―Pero… No acabo de entenderlo. ¿Por qué se le concedió a nuestra hermandad la pesada carga de salvar a la humanidad? ¿Qué tiene de especial? Máxime cuando, durante el Renacimiento y en la propia península italiana, surgieron varios movimientos religiosos que bien podrían haber sido elegidos para tan magna empresa. Sin hablar del sinnúmero de congregaciones a cuya cabeza aparece un hombre santo, tales como los franciscanos, los jesuitas, los benedictinos… ¿Por qué nosotros?

Bianca se dio cuenta de que él había asumido la pertenencia a aquel, hasta hoy, desaparecido movimiento religioso. De igual modo  aceptaba el papel que le había tocado desempeñar. Dejó caer la cabeza derrotada, perdida toda esperanza de hacerlo entrar en razón.

―Muy sencillo, porque nosotros no hicimos sino seguir los primigenios designios divinos, sin separarnos ni una coma de cuanto quedó escrito en los libros sagrados ―respondió el florentino con gesto orgulloso―. De alguna manera somos la «esencia» del Evangelio de Cristo.

―Lo más irónico es que ni siquiera conozco en su totalidad tal evangelio ―sonreía irónico―. Solo tengo vagos recuerdos de cuanto aprendí en mi época escolar.

―¿Y qué importa? Lo único verdadero es que lo sientes y lo practicas, aún sin conocerlo.

―Tú no lo comprendes ―repuso Julio mientras se levantaba y encaraba con el maestro―. ¡Soy un hombre, no un santo! Me gusta comer y dormir, suelto tacos de vez en cuando, me cabreo en ocasiones con aquellos que no comparten mis ideas. Me gusta vivir bien y ambiciono llegar a lo más alto con mi trabajo. Soy orgulloso, altivo y egoísta y no es bueno tenerme como enemigo.

―Todas esas son debilidades inseparables de cualquier hombre. ¿Por qué no ibas a poseerlas tú? ―rebatió el anciano.

―¿También es normal desear la muerte de otro ser humano? ―gritó enfadado―. Porque yo la he deseado y no sólo de uno. Recuerda la escena con Clemente VII y la de ayer con el papa Paulo. Fuiste tú quien impediste que acabara con la vida de ambos, por mi parte hubiera hundido mis manos y el puñal en la garganta de cualquiera de ellos. O ¡acaso se te ha olvidado!

―De ningún modo. Si bien he de decirte que no fueron mis palabras las que te frenaron en tu enjuiciamiento. Yo deseaba más que tú que hubieras acabado con semejantes alimañas. Lo cierto era que no había llegado su momento y solo el Gran Juez tiene el poder de dar o quitar la vida. ―Lo miró fijamente―. Lo creas o no ¡eres El Elegido!

―Piensas que si lo fuera podría sentir el amor que siento por esta mujer ―miraba enamorado a Bianca―. Crees que si fuera El elegido, como aseguras, estaría embrujado por los encantos que ella me brinda. Opinas que I Spirituali verían con buenos ojos el placer y la pasión que embriaga mis sentidos y recorre mi cuerpo cuando la siento en mis brazos.

―El amor no tiene porqué ir encadenado al pecado ―explicó el anciano artista―. Yo también pertenezco a la hermandad; cierto que nunca disfruté de los goces y placeres que tú describes, aunque he malgastado mi vida en el deseo de sentirlos. A pesar de ello, siempre fui, y sigo siendo, un eterno enamorado del Amor. Tal vez esa sea la más noble de tus cualidades. ¡Pregúntale si no a tu amada!

Ella no pudo contestar, emocionada ante aquella ardiente y sincera declaración que acababa de descubrir sus verdaderos sentimientos.

―¡Estáis locos los dos! ―exclamó Julio tras darse la vuelta, tomando como un asentimiento el silencio de Bianca―. Os empeñáis en convertirme en héroe. Pues sea, aquí me tenéis. Aunque pienso que triste será el papel que desempeñaré en todo esto.

―No te preocupes por eso. Yo creo en ti. Todos creemos en ti. Llevamos esperando tu llegada desde hace siglos. Cuando sea tú momento ¡ya sabrás cómo actuar!

Un profundo silencio se posicionó en el ambiente. El anciano artista ojeaba dubitativo e intrigado el caos que reinaba en la habitación. Bianca se dejó caer rendida por las emociones recién vividas en el desvencijado sillón, mientras, Julio, intentaba organizar y estructurar las ideas para adaptarlas a la nueva situación creada.

―De todos modos ―comentó el creador del David―. Existe algo en todo esto que no acabo de comprender. ¿Cómo se han enterado esos hombres de la existencia del manuscrito? Sólo nosotros tres lo sabíamos.

No cesaba de dar vueltas a la cabeza, en la intención de encontrar una explicación lógica a aquel misterio.

―A menos que… No. ¡Sería imposible!...

―¿Qué es lo que piensas? ―quiso saber Julio.

―No, nada. Son solo tonterías mías.

―Pues olvídalas y comienza a buscar una solución a esta nueva situación que se ha creado. Ese manuscrito es una auténtica bomba de relojería en manos de semejantes energúmenos. No podemos permitirnos el lujo de perder mucho tiempo.

―Tienes razón ―admitió el viejo artista.

―Necesito conocer más datos sobre todo esto. ―Se levantó del asiento tomada ya una decisión―. ¿Dónde puedo consultar e investigar sobre ello?

―El mejor lugar sería la Biblioteca Vaticana ―intervino Bianca dispuesta a ayudarlo a pesar de todo, asumida la implicación de su amado en todo aquello―. Allí se encuentran archivados la mayoría de los textos que puedes necesitar para conocer más y mejor el entramado de este secreto enigma.

―¡Estupendo! ―exclamó con una jovialidad difícil de comprender, dada la gravedad de la situación―. Vayamos hacia allí. Tú me ayudarás a encontrar las fuentes necesarias.

―¡No podré hacerlo! ―se excusó ella.

―¿Por qué? ―preguntó sorprendido.

―¡Mio amore! ¿No recuerdas que esta tarde tengo que cubrir la reunión en el Vaticano entre el papa y el presidente del que te hablé.

―Es cierto. Lo había olvidado por completo. ―Recordó él―. No importa, investigaré por mi cuenta. A no ser que quiera acompañarme nuestro común amigo ―sonreía al volverse hacia el florentino.

―Yo tengo otros menesteres que hacer ―comentó preocupado, sin captar la fina ironía que encerraba tal propuesta.

―¿Adónde tenéis que ir? ―preguntó ella llevaba de su curiosidad femenina.

―Regreso a mi época. Hay algo extraño en todo esto y creo poder hallar la explicación allí. ¡Debo marcharme!

Se alejó por la puerta del salón y desapareció a los ojos de la pareja que no mostró asombro alguno ante tan inusual salida.

―Yo también me voy al Vaticano ―aclaró Julio con intención de seguir al escultor―. No podemos perder un minuto.

―Espérame un segundo. Te acompaño.

―Pero ¿y tu reportaje?

―Ya te he dicho que es esta tarde, hasta las cuatro tenemos tiempo. Me cambio en un momento y nos vamos en mi coche. Haz un café ¡por favor! Necesito calmar los nervios ―pidió ella desembarazándose de la bata que luciera durante los pasados acontecimientos.

―Yo no tengo idea de cómo funciona esa máquina ―se quejó Julio que no era muy versado en artes culinarias―. Mejor sería que tomaras un vaso de leche caliente.

―¡Tú haz el café! Solo tienes que echar agua en la cafetera hasta la señal, llenar de café el depósito y cerrarla ―gritaba ella desde la habitación.

Él se encaminó a la cocina a cumplir las órdenes recibidas. Antes de que su amada apareciera, vestida y preparada para salir, ya burbujeaba el aromático café en el interior de la pequeña cafetera italiana, anegando con su exquisito aroma todas y cada una de las estancias del apartamento.

―¡Huuuuum! ―Olió ella, cerrados los ojos, cercana al paroxismo del placer―. Adoro el café y este huele a gloria.

―A ver si ahora también tengo un don especial con el café ―bromeó el hombre.

―Antes de que lo afirmara Michelangelo ya eras muy «especial» para mí ―Apenas rozó sus labios.

―¡Amor mío! ―susurró enamorado, correspondiendo a aquel beso―. Repítemelo esta noche.

―Lo haré. No te quepa duda ―contestó ella con picardía en la mirada.

―¡Vamos, debemos marcharnos!

Apuraron el café y salieron a toda prisa del piso, el cual quedó mudo y roto, recordando tal vez las felices horas en que llegó a ser un hogar.

**********

―¡Buenos días, señorita Monterelli! ―saludó el doctor Salieri al cruzarse con ellos en la galería que conducía a la Biblioteca del Vaticano―. ¡Hombre, señor Castellanos, le encuentro fenomenal! Me alegra que todo quedara en un desagradable susto.

Estaba parado, en animada conversación con otra persona que, justo en el momento en que ellos entraban por la amplia puerta de la galería, se despidió.

―¿Cómo está doctor? ―saludó a su vez Bianca tras esbozar una ligera sonrisa―. ¿De investigación entre los antiguos tratados de  medicina?

―No…  ―respondió divertido―, aunque, no crea, se asombraría de la cantidad de misterios que encierran esos volúmenes y que todavía están por investigar. Conversaba con un mutuo conocido, el coronel de la Guardia Suiza, el señor Cartelli. El hombre anda loco organizando el despliegue de seguridad para la visita de esta tarde. La reunión entre el papa y el mandatario extranjero tiene revolucionado a todo el reino vaticano.

―Es cierto ―intervino Julio―. No debe ser fácil coordinar un evento como este.

―Desde luego. Más si tenemos en cuenta que con esta visita se abren las relaciones entre la Iglesia católica y el país del visitante, desde años, enterrado en la doctrina marxista. Esta tarde marcará un antes y un después entre ambos estados. De ahí la preocupación de nuestros representantes policiales, máxime cuando no se ha aceptado la colaboración de i carabinieri, para evitar posibles malas interpretaciones ante la intervención de un país extranjero.

―Suena extraño escuchar que Italia es un país extranjero para los italianos ―razonó ella con ironía, algo molesta ante aquel comentario.

―Señorita Monterelli, tenga en cuenta que, a todos los efectos, el Vaticano es un país independiente, con leyes y normas propias, aun cuando se encuentre enclavado en pleno corazón de Roma.

―Lo sé, lo sé, doctor ―admitió sin dar su brazo a torcer―, pero convendrá conmigo en que suena algo ridículo, cuando menos, risible.

―Siempre he opinado que la política sigue otros derroteros de difícil comprensión para el ciudadano de a pie ―medió Julio, consciente de la creciente irritación que aquel tema provocaba en Bianca―. Mejor será que dejemos a los políticos solucionar sus problemas y nos dediquemos a nuestro trabajo.

Ella lo miró y agradeció la válvula de escape que le ofrecía para salir de aquella engorrosa conversación.

―Tienes razón. Le dejamos doctor, imagino que también usted tendrá que organizarse para la prevención de posibles contratiempos.

―Así es, de todos modos, espero no tener que hacer acto de presencia en la entrevista. Pasaré la tarde en mi despacho, afanado en el arreglo de papeles y las recetas de mis numerosos enfermos crónicos ―bromeó sonriente, olvidado el anterior roce de opiniones―. ¡Que tengan un buen día!

Se alejó en dirección contraria a la que ellos siguieron hasta perderse entre un grupo de visitantes que atravesaban la puerta de entrada a la biblioteca.

―¿Por dónde quieres empezar? ―preguntó ella al compañero no bien hubieron elegido mesa.

―No tengo la menor idea ―confesó desanimado, mirando a todos lados con aspecto despistado, sin acertar a centrar su atención en un lugar determinado―. Nuestro principal problema es que no sabemos qué es lo que tenemos que buscar.

―Cuando me ocurre algo semejante cierro los ojos y dejo que el primer pensamiento que venga a mi memoria me guíe. ―Pretendía animarlo―. Hasta ahora siempre me ha funcionado.

Él la miró sonriendo agradecido, consciente de la buena voluntad que adornaban aquellas palabras. De todos modos, tampoco tenía idea de por dónde empezar. No perdía nada con intentarlo. Cerró los ojos y dejó que los recuerdos fluyeran.

―¡El Apocalipsis! ―exclamó al recordar los pasajes descritos por Michelangelo, apenas unas horas antes.

Buscaron los libros apocalípticos del evangelista Juan e iniciaron la lectura exhaustiva de los textos sagrados por separado. Cada uno apuntaba aquello que le parecía podía tener relación con el misterio que los rodeaba. El tiempo transcurría, sin que ellos tuvieran conciencia de su inexorable avance.

―¿Has encontrado algo? ―preguntó ella según buscaba el apoyo del respaldo de la silla e intentaba relajar la tensión de los hombros.

―Muchas piezas del tablero, pero, por desgracia, no sé dónde colocarlas ―respondió tras alzar los ojos del voluminoso libro que había devorado durante más de dos horas―. Desde luego, aquí está escrita la contestación a nuestras dudas, pero el verdadero problema es que no conocemos la pregunta. ¿Qué es lo que tenemos que buscar? Cataclismos, terremotos, epidemias, guerras… Nada de eso parece que vaya a ocurrir a gran escala por el momento. Como bien decías esta mañana:

… estamos a años luz de hace apenas unas décadas…

»Sin embargo, es evidente que lo que tiene que venir está próximo. Tal vez ya haya comenzado en tanto nosotros buscamos.

Se debatía entre la impaciencia y la desesperación al considerarse estúpido por no conseguir dar con la solución de aquel misterio.

―¡Tranquilízate, mio amore! En el momento que menos lo pienses verás cómo surge la solución ―Se levantó y posó un fugaz beso en su mejilla para infundirle ánimo―. Tengo que dejarte, son las cuatro menos cuarto y la entrevista es a las cuatro. En cuanto termine volveré a buscarte. Tal vez para entonces hayas encontrado parte de las respuestas.

Salió apresurada de la silenciosa biblioteca y fue directa al edificio vecino a la sala de conferencias del papa, lugar donde tenía programado realizar la entrevista al presidente del estado extranjero. Entrevista que después enviaría a la redacción, para ser publicada en primera plana de Il Corriere della Sera.

Julio volvió a leer y releer los sagrados textos del evangelista Juan, llegando a analizarlos hasta tal punto que se consideró capaz de recitar de memoria varios de ellos. Cerró el libro enfadado, con la decepción asentada en su ánimo y una tremenda pesadez de cabeza. No había nada allí que tuviera una lógica explicación. Castigos, tormentos eternos, juicios divinos…

Al llegar a este punto de su razonamiento, la mente se quedó fija en la escena recientemente vivida en la sala de torturas del Santo Oficio, en la vieja Roma papal. De nuevo volvió a rememorar los tormentos infligidos a aquel pobre y desdichado fraile que, con toda seguridad, habría acabado sus días fragmentado en numerosos pedazos de carne, desgarrada y destrozada. Volvió a sentir la misma furia e indignación que ya experimentara a la vista de semejante monstruosidad en aquella maquiavélica sala de interrogatorio inhumano.

Pero… ¿Qué era todo aquello sino fiel reflejo de cuanto acababa de leer en el libro del joven Apóstol de Jesús? Él había visto con sus propios ojos aquellos terribles tormentos a que se refieren los apocalípticos escritos, volcados en un solo ser, indefenso e inocente, cuyo mayor delito había sido defender la Verdad.

Volvió a abrir el libro en el apartado 13, con idea de relacionar cuanto allí estaba escrito con lo vivido en su experiencia sensorial. Leyó:

Después vi otra bestia que subía de la tierra; y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón.

«Cuál es el símbolo de la mansedumbre de Cristo y su Iglesia, sino el cordero ―pensaba alterado mientras notaba cómo la adrenalina se disparaba en el organismo―. Y ¿quién representa a la Iglesia en la tierra? ¡El papa!, máximo dirigente religioso, con poder sobre millones de almas creyentes en todos los rincones del mundo conocido. ¿Cómo he podido ser tan estúpidamente imbécil? ¡Está claro!».

Las soluciones acudían en tropel al acalorado cerebro, con nítida claridad. Todo cuadraba. La visita sorpresa a aquel horrible escenario de tortura. El brutal y despiadado destrozo de su habitación y el apartamento de Bianca. El robo del manuscrito… Era más que evidente, aquella otra bestia que salía de la tierra no era otro que el sanguinario Paulo IV que, con su intransigencia y fanatismo, había llevado a la santa institución católica a la ignominia y la infamia. Él, y no otro, era aquel manso cordero que hablaba con palabras de dragón envenenado.

Se sentía sofocado a causa de la fuerte reacción emocional que había acelerado su ritmo cardíaco, haciendo que la sangre fluyera velozmente por las venas.

Ahora bien, admitido este hecho. ¿Qué poder podría tener el difunto papa en el momento actual? Sólo existía una explicación que, tal vez, una semana antes le hubiera parecido una auténtica locura, pero que a estas alturas la consideró de lo más lógico y hasta natural. Paulo IV permanecía en el tiempo a través de los siglos.

¿No lo estaba Michelangelo? Ambos jugaban igual partida. No existiría lógica alguna si uno de los contrincantes se hubiera mantenido fiel a ese enfrentamiento durante siglos en tanto el oponente hubiera dejado de existir. Por tanto, el terrible y vengativo papa Paulo poseía, de igual modo, el poder de viajar en el tiempo y, tal vez, otorgar sus maléficos poderes a algún humano que ejerciera de mano ejecutora para sus escondidos planes.

Necesitaba respirar aire puro, comenzaba a marearse ante el aluvión de información que el despierto cerebro procesaba a vertiginosa rapidez. Se levantó de la silla y fue a la ventana que abrió, no sin recibir las airadas miradas de algunos compañeros de estudio que, asombrados de su actitud, criticaban en silencio aquella inusual manera de actuar. Fijó la vista en los edificios contiguos. Desde allí podía ver el amplio tejado de la Capilla Sixtina. No pudo impedir que la memoria  volara a la noche del accidente, momento en que se inició semejante locura. Ahora estaba cierto de que, nada de lo ocurrido en aquella vigilia nocturna, fue fruto de la casualidad. Todo estaba programado desde hacía tal vez siglos y él, no hacía sino vivir una pesadilla preparada, con fría minuciosidad, por el caprichoso destino, sin tener poder ninguno de determinación.

La mente volvió a centrarse en el tema que le había llevado hasta allí. Si en realidad el viejo Paulo estaba presente en todo aquello. ¿Cómo encontrarlo? La ciudad del Vaticano es el estado más pequeño del mundo, apenas cuatrocientos cuarenta y cuatro mil metros cuadrados de superficie y poco más de novecientos habitantes, pero, aún así, no era tarea fácil desenmascarar al culpable entre tantos religiosos y seglares encerrados entre los muros pontificios, sobre todo, sin hacer saltar las alarmas de seguridad. Lo más normal sería que, antes del cuarto de hora de sus pesquisas, se encontraran en la jefatura del puesto de la Guardia Suiza, acusados de originar desórdenes o algo peor.

Sin embargo había que hacer algo y, pronto… No podían permitirse el lujo de perder el tiempo, cada minuto transcurrido aumentaba el riesgo y el peligro, lo que otorgaba mayor ventaja al oponente. Tenía que existir algún acontecimiento fuera de lo normal que se  escapaba a su percepción.

Miró el reloj, eran más de las cuatro y media. Bianca debería haber finalizado la entrevista.

―Iré a buscarla y le contaré mi descubrimiento, tal vez entre ambos seamos capaces de localizar al maldito viejo ―murmuró para sí, según colocaba en el estante correspondiente el libro con el que realizara la investigación.

Tomó la cazadora que pendía del respaldo de la silla y salió de la biblioteca en busca de la periodista.

«¿Dónde diablos se habrá metido mi mentor? ―pensaba mientras subía las escaleras que conducían al exterior».

Se dirigió, a buen paso, hacia las habitaciones del pontífice, con la esperanza de que le dejaran llegar hasta donde ella estaba. No contó con los estrictos controles desplegados, a lo largo de todo el edificio y sus colindantes, con motivo de la celebrada entrevista del santo padre esa misma tarde. Ni tan siquiera le permitieron acercarse a la edificación que ocupaba su santidad. Los jóvenes y abigarrados guardias suizos, (responsables directos durante más de cinco siglos, desde su creación por el cuestionado papa Julio II, allá por el año 1506), le cortaron el acceso, sellando la entrada con sus alabardas cruzadas, sin apenas dirigirle la mirada ni mediar palabra alguna. Julio comprendió que sería imposible atravesar aquella barrera armada y, en honor a la verdad, tampoco hizo intención de cruzarla. Dio media vuelta y se alejó unos pasos, con idea de regresar a la biblioteca, antes de que cerraran las instalaciones, para continuar la consulta de los textos mientras esperaba el regreso de Bianca.

El manuscrito de Michelangelo
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