La primera cita

 

 

Un penetrante y metálico sonido atronaba su cabeza. Intentó no prestar atención a tan importuno ruido y permitir que el sueño gobernara de nuevo los pensamientos. Por desgracia, el molesto soniquete que pareció haber paralizado la actividad por breves instantes, volvió al cabo de unos minutos, con reiterada insistencia. Abrió los ojos y quedó cegado por la intensa luz que penetraba en la habitación a través de la ventana. Solo entonces comprendió que, aquel sonido repetitivo y constante, era el timbre del teléfono.

―¿Sí. Dígame?

Signore Castellanos. ―Reconoció la voz del conserje del hotel―. Tiene una llamada telefónica.

―Está bien. Pásemela.

Reposó la espalda en el duro cabecero de madera en tanto trataba de adivinar quién podría estar interesado en hablar con él.

―¿Señor Castellanos?

―¡Señorita Monterelli! ¿Cómo está?

―¡Muy bien!, pero… ¿cómo está usted?

―Bien, ¿por qué? ―Le extrañó el modo en que formuló la pregunta.

―No… por nada. ―De pronto se sintió ridícula.

Había dudado mucho antes de realizar aquella llamada, pero la intranquilidad de no tener noticia alguna hasta el momento de su compañero le decidió a llamar, preocupada por su silencio.

―Me pareció raro no verle por los museos durante todo el día ―se justificó algo violenta.

Julio miró hacia la ventana.

―¿Qué hora es? ―preguntó nervioso.

―Las cuatro y media de la tarde.

Quedó tan sorprendido y preocupado como lo estuviera ella antes de la llamada. ¿Cómo había podido dormir tantas horas? Recordaba haberse acostado apenas media hora después de despedir a Bianca a la puerta del hotel, pasadas las 22:30. Según eso, había dormido durante dieciséis horas sin interrupción alguna. Sintió un vuelco en el estómago producido por la reacción del nervio parasimpático, impresionado ante tan anómalo comportamiento.

―No me había dado cuenta de la hora que era ―reconoció, un tanto abochornado.

―No tiene importancia ―respondió ella más tranquila―. Eso es señal de que su organismo necesitaba de ese largo descanso. Lo importante es que se encuentra bien. Porque… ¡¿está bien?!

―¿Eh? Sí, si… Desde luego ―se apresuró a decir―. Algo atolondrado aún, después de tan largo sueño. Y usted, ¿ha aprovechado el día?

―Bastante. He pasado toda la mañana encerrada, cual «rata de biblioteca». Creo que sería capaz de escribir cuatro biografías más, aparte de la presente, con la cantidad de datos que he llegado a consultar ―bromeó.

―Es una excelente idea, de ese modo se ahorraría el engorroso trabajo de más consultas bibliográficas ―rió divertido.

Por unos instantes, ninguno de los dos pareció encontrar palabras. Fue Bianca quien se decidió a romper el embarazoso mutismo.

―Bueno. Le dejo.

―¿Tiene prisa? ―preguntó él, deseoso de seguir dialogando.

―No mucha. Me había propuesto terminar el segundo capítulo de mi libro.

―Y después… ¿Tiene algún compromiso?

―No tenía nada planeado ―admitió ella.

―Si no le molesta salir con un hombre convaleciente, podríamos ir a tomar algo antes de la cena.

―¿Seguro que tiene hambre? Todavía recuerdo la comida de ayer.

―¡Lo siento! Fui un pésimo compañero de mesa.

―Todos tenemos un mal día.

―¿Entonces…?

―Paso a buscarle dentro de una hora.

―¡Estupendo! Aquí la espero.

―¡Ah!... ¡y no se duerma!

―No se preocupe. La esperaré en la puerta del hotel.

Colgó el aparato. Se sentía feliz e ilusionado ante aquella cita. Bianca era en aquellos momentos la única persona en Roma con la que le unía una relación, si no de amistad, al menos sí de camaradería. Vino a la mente la imagen de su amigo y compañero Manolo, pero hubo de reconocer, divertido, que no tenía posibilidad alguna frente a la atrayente figura de la preciosa periodista.

Pensó en el extraño sueño recién vivido entre las cuatro paredes de la Sixtina, en compañía del autor de La Pietà y el arrogante y despótico Julio II. Tenía grabadas en la memoria cada una de las escenas de la larga y tormentosa pesadilla. Le parecía escuchar aún la atronadora voz del anciano escultor; desafiante ante la inquebrantable autoridad papal; criticando sus más inconfesables vicios y defectos; retando desde su puesto de asalariado protegido la imponente autoridad del príncipe de la Iglesia.

Parecía ver todavía volar pinceles, brochas, tintes, vasijas y cuencos con destino al infortunado osado que se atrevió a profanar el sagrado reducto del artista. Aún sentía la mandíbula desencajada a causa de la hilaridad y el regocijo que había seguido a tan vergonzosa huida.

Todo parecía tan real, tan verdadero. Sus manos aún temblaban al recordar la participación, unido al gran maestro, en la confección de los magníficos frescos de la bóveda. Solo el alma de un artista es capaz de comprender la emoción que le embargaba al pensar que, si bien en sueños, había trabajado in sieme con el gran genio renacentista Buonarroti. Sintió cómo la emoción, al recordar aquella escena, humedecía sus ojos y  hacía que el vello se erizara. Aquel fantástico sueño no era otra cosa que la materialización de sus más ocultos deseos y desenfrenados devaneos. La admiración que sentía por Miguel Ángel, cercana a la idolatría, le estaba conduciendo, de manera irremisible, a la irremisible pérdida de la cordura, haciéndole confundir las elucubraciones imaginadas en sus fantásticos sueños con la racionalidad del presente. Cada hora que pasaba servía para convencerle del inminente deterioro de su mente, que avanzaba rápido e inexorable hasta sumergirse en las turbulentas aguas de la locura.

Más… ¿Por qué tan voraz demencia se había presentado justo ahora?

No quería ahondar en su propia desgracia, lo único que lograría sería sentir lástima de sí mismo. Recordó la reciente cita con Bianca. Miró el reloj, apenas si faltaba media hora para que viniera a buscarlo.

Se dirigió al cuarto de baño donde tomó una ducha tibia y procedió a realizar el cuidado personal, sin poder apartar de la cabeza el continuado reposo que había ocupado aquellas dieciséis largas horas. A pesar de ello, seguía sintiendo cansancio, es más, si no fuera por la agradable cita que acababa de concertar, hubiera deseado dormir, de buena gana, unas cuantas horas más. Otra prueba inequívoca de la enfermedad que comenzaba a consumirle, poco a poco.

Una vez eliminada la espesa barba del rostro, preparó los apósitos para realizar la cura de la herida. Retiró con cuidado el estropeado esparadrapo, pegado a la gasa que hacía de barrera protectora antibacteriana, y se dejó al aire el corte.

―¡Dios mío! ―exclamó a la vista de la herida.

No era para menos su admiración y asombro. Apenas si se apreciaba en la sien una pequeña y fina cicatriz rosácea, cerrada y cicatrizada, casi imperceptible a cierta distancia. Pasó con suavidad el dedo por encima de la herida sin apreciar molestia alguna. Presionó con la yema de los dedos la zona afectada, sin dejar de analizar con atención cada una de las sensaciones sentidas. Nada, no sentía dolor, escozor ni siquiera una ligera molestia. Estaba prácticamente curado y sellado, resultaba absurdo cubrir con gasa aquella zona. La desinfectó con cuidado y tomó la decisión de dejarla al aire.

De regreso a la habitación se sentó en el borde de la cama e intentó asimilar tan milagrosa curación. Desde luego no era médico pero, como cualquier persona, sabía que los golpes y heridas tienen un proceso curativo determinado, con unas características específicas y, sobre todo, unos tiempos  razonables. Cierto que depende del individuo que dicho proceso sea más o menos rápido, pero aquello no era rapidez sino puro vértigo. La brecha originaria era mayor de ocho centímetros. Había necesitado más de quince puntos de sutura para volver a juntar ambos extremos, separados de forma traumática por la dureza del mármol, sin embargo… La pequeña cicatriz que ahora apreciaba en el espejo no mediría ni dos centímetros, después de desaparecer todo vestigio de puntos y marcas. Para venir a complicar más las cosas, en realidad, no había tomado, ni siquiera abierto, los distintos medicamentos que le recetara el médico, tan solo un par de antiinflamatorios el primer día y cuatro tomas de antibióticos. ¿Cómo podía haber experimentado aquella sorprendente curación? Más semejaba cosa de brujería que de auténtico proceso médico.

Acudieron a su mente las palabras que dirigiera al desconocido en la capilla la noche del accidente:

―Entonces… ¿practicas la brujería?

¿Qué le estaba sucediendo? Nunca se había dejado llevar de supercherías y ocultismos. No creía en ellos, opinaba que eran propios de personas de mente débil, de poca formación e impresionables con extrema facilidad. Pero… todo cuanto le había aconteciendo en los últimos tres días parecía querer tambalear la estructura de sus viejas convicciones.

Lo sobresaltó el timbre del teléfono, miró la hora y vio que era tarde. Se maldijo por haber permitido que las dudas le hubieran hecho olvidar la cita con Bianca.

―¿Dígame?

Signore una signorina pregunta por usted.

―Dígale que ya bajo. ―Colgó el aparato y acabó de vestirse con rapidez.

Corrió escaleras abajo para evitar perder tiempo en espera del ascensor. Al llegar al vestíbulo vio a Bianca que, con medio cuerpo fuera del edificio, observaba preocupada el emplazamiento del coche, con el miedo a ser multada.

―Lo siento mucho. Créame. Me ha sido imposible bajar antes. ―No encontraba palabras para excusar aquella nueva descortesía.

―Al menos espero que no se haya visto involucrado en un nuevo atasco de tráfico ―criticó con fina ironía.

Él aceptó la indirecta con una amplia sonrisa.

―Merezco su reproche. No es muy caballeroso hacer esperar a una dama.

―Sobre todo cuando la espera acaba convirtiéndose en costumbre ―puntualizó.

―Puedo asegurarle que lamento estos minutos perdidos que me han privado del disfrute de su grata compañía.

―Ante eso ¿Quién podría sentirse ofendida? ―dijo entre divertida y halagada―. No se apure, no tiene la menor importancia.

―¿Nos vamos?

Salieron y se metieron en el pequeño Mini.

―¿Dónde quiere que vayamos? ―preguntó ella al arrancar el motor.

―Sigo siendo un visitante más de la Città Eterna. Seguro que usted conoce mil sitios mejores de los que yo podría proponerle. Elija el que más le apetezca.

―Conozco un local en la zona de Piazza Navona que tiene un ambiente distendido y bastante agradable para tomar una copa. Suelo ir allí a veces con los amigos. Si le parece, podíamos acercarnos.

―Por mí perfecto.

No tardaron diez minutos en arribar al citado establecimiento. Se trataba de un moderno pub que recreaba en su interior algunos de los rincones más representativos de la bella ciudad romana, todo ello superpuesto, con cuidado y al detalle, en un entorno moderno, elegante y un tanto sofisticado.

Todavía era temprano para este tipo de local, a pesar de ello, eran varios los clientes que ya ocupaban sus mesas, ocupados en entretenida y amigable charla. Eligieron una un tanto apartada de la pequeña pista de baile que permitía, a cuantos clientes lo deseaban, disfrutar de los encantos y placeres de la danza.

―¿Le gusta el sitio? ―Quiso saber ella, una vez eligieron la bebida.

―Es agradable y original. ¿Viene muy a menudo?

―No… No suelo salir mucho. Prefiero quedarme en casa con un buen libro entre las manos y una hermosa música de fondo. Vengo de vez en cuando con alguno de mis conocidos.

La camarera se acercó llevando un coctel margarita y una cerveza en copa helada. Julio se dio cuenta de que Bianca no dejaba de observar su herida con disimulo.

―Ya veo que se ha quitado el apósito ―comentó ella, luego de comprender que su mal encubierta curiosidad no había pasado desapercibida.

―Así es. Al hacerme la cura antes de salir he visto que estaba tan bien que he preferido dejarla al aire, para que acabe de cicatrizar.

―Es sorprendente lo rápido que ha evolucionado ―comentó sin dejar de observar la pequeña cicatriz.

―Es cierto. Yo mismo estoy asombrado. Imagino que será porque tengo una buena encarnadura, como dicen en mi tierra.

―Pudiera ser ―aceptó sin acabar de creérselo―. Me ha sorprendido no verlo por los museos, ayer creí entenderle que reanudaría los trabajos de investigación.

―Y con esa idea me acosté, pero el sueño ha sido más fuerte que mi deseo. Aún no puedo comprender cómo he podido dormir de un tirón dieciséis horas seguidas. Es la primera vez que me pasa algo así.

―No creo que merezca la pena pensar más en ello ―opinó ella, quitando importancia al tema―. Estaba cansado y el cuerpo ha exigido recuperarse de todo lo pasado.

―Tal vez tenga razón. No hablemos más de mí. Cuénteme algo de usted.

―¿Qué quiere que le diga? Mi vida no tiene nada de particular. Cada día me levanto para ganarme la vida. Vivo independizada de mi familia desde hace varios años. Tengo pocos amigos, aunque muchos conocidos, siempre he pensado que calidad y cantidad no congenian bien; para mí la palabra amigo tiene importantes connotaciones, no es fácil encontrar a personas afines a nuestra particular manera de ser.

Llevó la copa a sus labios y apenas si los mojó. Él no dejaba de observarla mientras hablaba.

―Como ya habrá podido adivinar no soy una persona sencilla, es más, muchos consideran que soy algo retorcida. Mi gran defecto es que llevo la verdad como abanderado y, por  desgracia, a muy pocas personas les gusta escuchar aquello que no desean oír.

―Creo que también es periodista ―comentó Julio, sonriendo ante semejante autocrítica.

―Si es que puede considerarse periodismo a cubrir algunos renombrados acontecimientos de la sociedad romana, ¡sí lo soy! Según mi propia opinión, no dejo de ser una «alcahueta» que critica vanidad de vanidades de la jet set de esta ciudad. A veces siento vergüenza de publicar ciertas noticias, tengo la sensación de que me estoy rebajando, que regalo lo mejor de mi misma para que millones de curiosos compulsivos satisfagan, durante unos instantes, su morboso deseo de comadreo.

Levantó la cabeza y respiró en profundidad, tras apartar la vista del acompañante que, sin perder detalle de cuanto decía, la contemplaba admirado.

―Por desgracia, es un trabajo bien pagado, mejor dicho, muy bien pagado. Aun cuando la mayoría de mis libros han tenido bastante éxito, no viviría con demasiada holgura si mis únicos ingresos fueran los de escritora. Es por ello que prostituyo mi pluma al servicio de noticias vanas e irrelevantes, pero altamente gratificadas.

Una amplia sonrisa iluminó sus perfectos labios. La triste amargura que encerraba su mirada, momentos antes, había desaparecido por completo.

―Como ya le dije. ¡No dejo de ser una mujer del montón!

―Permítame dudarlo. Una mujer normal, como dice, no es capaz de escribir de la forma en que usted lo hace, ni de airear la verdad como estandarte frente a los demás, tampoco se menosprecia por tener la fortaleza de ser autocrítica consigo misma, ni valora los sentimientos humanos hasta el punto en que usted lo hace y, por último, pero para mí lo más importante: Una mujer normal no tiene el grado de sensibilidad y humanidad que usted posee.

Sus ojos reflejaban una confusa mezcla de agradecimiento y ternura. Ella no fue capaz de resistirlo y bajó los suyos.

―Todavía no he podido olvidar la expresión de su rostro la otra mañana, en el suelo de la capilla.

―Ya le he dicho que… ―intentó protestar ella.

―Lo sé, lo sé… ―cortó él sin dejarla continuar―. Pero allí se reunieron numerosas personas y a ninguna le pasó por la cabeza intentar transmitir vida y compartir el calor de su cuerpo con un desconocido moribundo. Hace falta mucha humanidad y… mucho amor para hacer algo así.

―Yo… Ni siquiera lo pensé. ―Se sentía cohibida ante aquel comentario―. Al verlo pálido y herido, en medio del helador mármol, no se me ocurrió mejor remedio para ayudarlo.

―Y así fue ―continuó él, rozando su mano con dulzura―. No fue solo el calor de su cuerpo el que me devolvió a la vida, también la fuerza de esa mirada que ahora me envuelve lograron infundirme el ánimo necesario, en aquel crítico momento, para reaccionar como lo hice. Es por ello que siempre le estaré agradecido.

―Creo que sigue exagerando. ―Retiró la mano de debajo de la suya, visiblemente turbada―.Los seres humanos tenemos en ocasiones reacciones sorprendentes e inesperadas. Tal vez la mía de la otra mañana sea una de ellas.

Hizo un supremo esfuerzo de voluntad para evitar que él se diera cuenta del efecto que las anteriores palabras acababan de provocar en su ánimo.

―Lo importante de todo esto es que usted está mejor, es más, diría yo restablecido por completo. Debe de tener una naturaleza de hierro para haber superado un accidente como este de forma tan rápida y satisfactoria.

―Sí, es cierto. Resulta algo milagrosa esta misteriosa curación. ¿No cree? ―preguntó a su compañera sin esperar en el fondo una respuesta―. ¿Quién sabe si ha llegado a existir?

―¿Qué quiere decir? ―preguntó ella, repuesta ya del momentáneo instante de debilidad e intrigada por lo recién escuchado.

―Nada, tonterías. ―Comprendió que había otorgado demasiada libertad a su lengua―. Bobadas que se le ocurren a uno al estar encerrado entre cuatro paredes.

―A veces es interesante dar libertad a nuestros pensamientos delante de otra persona. Eso suele liberar tensiones y ayuda a eliminar miedos.

―¿Cree que tengo miedo?

―¿Lo tiene? ―preguntó con descarada sinceridad.

―Tal vez… Quizá la pesadilla de la otra noche no haya finalizado aún.

Hablaba con voz ronca, apenas audible, ahogada por el fuerte sonido de la música de baile que llevaba unos minutos envolviendo, con alegres y nostálgicas notas, el pequeño salón en el que se encontraban.

―¿Quiere que hablemos de ello? ―Era ella quien intentaba leer en sus ojos la zozobra que adivinaba en su mente.

―No merece la pena ―respondió con triste sonrisa―. Hemos salido a divertirnos ¿No es cierto?

No tuvo tiempo de contestar, la frase murió en el borde de los labios.

―¡Bianca, cariño!

Ambos dirigieron la vista hacia el individuo que avanzaba hacia ellos, con los brazos abiertos y paso un tanto vacilante.

―¡Carlo! ―Su cara reflejaba la incomodidad y desagrado que aquella inesperada visita le ocasionaba―. ¿Qué haces tú aquí?

―Ya ves, venir con los amigos a tomar unos mojitos. Bien sabes que odio el ambiente de este pub, pero sigo opinando que preparan los mejores mojitos de toda Roma. ¡Ven, te los presentaré! ―Cogió su muñeca e intentó levantarla.

―No, Carlo. Estoy acompañada.

El hombre dirigió una rápida mirada a Julio, sin demostrar interés alguno por su persona. Tampoco este pareció tomar a bien tan inoportuna interrupción.

―Está bien, vendremos nosotros entonces. Haznos un hueco, ¡preciosa! Voy a llamarlos.

―Carlo. No he venido aquí a pasar el rato con tus amigos ni contigo. Ya me despediré de ti cuando nos marchemos.

El hombre quedó cortado ante tan frío recibimiento, solo entonces condescendió a mirar a Julio y molestarse en hacer un rápido y crítico análisis.

―Como quieras ―rezongó, con gesto enfadado―. ¡Me voy!

Julio lo vio marchar aliviado. No le gustaba aquel individuo, el simple hecho de la camaradería que mostraba con Bianca era suficiente motivo para incluirlo en su lista de indeseables.

―¿Decíamos? ―preguntó a su acompañante, reanudando la interrumpida conversación.

―Comentaba que habíamos salido a divertirnos ―recordó ella.

―Es cierto. Basta ya de divagar sobre sueños, sombras y espectros. ¡Volvamos a la vida!

―Nadie había hablado de espectros hasta ahora. ―Analizaba atenta cada una de sus palabras y reacciones.

―¡Ah! ¿No? Me había parecido ―dijo cortado, supliendo con forzada sonrisa su falta de veracidad―. La visita de su amigo me ha despistado. Creo que el sueño no me abandonó del todo, todavía ando un poco «espeso».

―Le preguntaba si quería que habláramos de ello ―insistió ella, cada vez más convencida de que ocultaba algo.

―¡No! Desde luego que no. No quiero arruinar de nuevo nuestra reunión.

Comenzaba a ponerse nervioso. Por nada del mundo quería sacar a relucir, en aquel ruidoso local, los descabellados miedos y sospechas que minaban su ánimo. Lo único que deseaba, en aquellos momentos, era pasar un rato agradable y relajado en compañía de aquella maravillosa mujer y disfrutar de una amena conversación, admirando su exquisita belleza e inteligencia. Tiempo tendría después de regresar a las dudas y temores que el enloquecido cerebro le tendría preparado en la soledad de la triste habitación de hotel.

―¿No confía en mí?

―Bianca… Yo…

Por una fracción de segundo pareció tentado a confesarse ante ella, hacerle partícipe de aquellas extrañas vivencias y temores. Había algo en lo más profundo de su ser que le inducía a hacerlo, a liberar mente y alma ante aquella mujer que ya había sabido alejarlo de la muerte en otra ocasión. Al final, la razón habló sobre el corazón, sellando su boca.

No podía hacerlo. Era absurdo. ¿Qué quería que le dijera? ¿Que hablaba con los muertos? ¿Que se codeaba con la flor y nata de los más célebres personajes del Renacimiento italiano? ¡Qué solemne estupidez! Le tomaría por loco apenas abrir la boca.

Pero… ¿Acaso no lo estaba? Tal vez debería comenzar por ahí.

―Señorita Monterelli, debe usted saber que, en los últimos días, he descubierto que estoy loco…».

Deprimente tema de conversación para pasar el rato en el desenfadado y festivo ambiente de un pub.

Ella comprendió que no quería compartir sus inquietudes. ¿Acaso no era lógico? Eran casi dos desconocidos. ¿Qué derecho tenía para inmiscuirse en su vida privada? Le reconocía todo la razón a preservar su intimidad. A pesar de ello…, le dolió aquella falta de confianza.

―Me he dejado el móvil en el coche ―rebuscaba en el interior del bolso―. Estuve hablando antes de ir a buscarle y he debido dejarlo encima del salpicadero. Mejor voy a buscarlo antes de que alguien lo vea.

―No se preocupe. Yo iré ―se ofreció él.

―Como quiera, tenga las llaves.

Observó cómo se alejaba. No hacía falta ser muy sagaz para darse cuenta del abatimiento en el que estaba sumido. La melancólica mirada era un libro abierto que dejaba adivinar todo un historial de dudas e incertidumbres. Si ya el día anterior lo había encontrado preocupado, como ausente, hoy se le antojaba hundido en una profunda e incomprensible tristeza. Lo cierto era que no acababa de entender el por qué de su invitación. No parecía disfrutar demasiado de la velada.

«―Qué extraño es todo esto ―pensó―. Cuanto más evidente es su mejoría física, más deteriorado y decaído está su ánimo».

―¡Qué Bianca!, ¿te dejó tu «amiguito»?

Ocupada como estaba en aquellas reflexiones no se dio cuenta de la cercana presencia de Carlo que, algo más animado que ya entrara en el bar, se había acercado tambaleante al ver a la amiga, por fin, sola en la mesa.

―Ha ido a… ―Miró al hombre que, con ojos vidriosos y embrutecido por el alcohol, la miraba con estúpida sonrisa bobalicona―. ¡Déjame. Estás borracho!

―Borracho no…, alegre… Solo alegre, querida ―puntualizó con voz entrecortada y lengua perezosa―. Todavía me faltan unos cuantos mojitos para llegar a emborracharme.

Bianca lo miró con gesto adusto, desaprobando el lamentable espectáculo que mostraba.

―Mejor que te vayas a casa y duermas la borrachera. Mañana ni te acordarás de las tonterías de esta noche.

―No pienso marcharme ―se negó el amigo―. Ven, vamos a bailar. Después si quieres me marcharé a casa, pero contigo.

Intentaba arrastrarla a la pista de baile, a pesar de su rechazo.

―¡Déjame, estúpido borracho! ―protestó ella que intentaba soltarse.

―No seas mala, ¡nena…!

No pudo seguir la frase. Unos fuertes brazos acababan de sujetarlo por los hombros y hacerle retroceder un par de pasos, lo cual estuvo a punto de dar con su humanidad en el sucio suelo.

―Disculpe ―intervino Julio, que era quien le trataba de semejante manera―. La señorita estaba conmigo.

Carlo fue capaz, aún sumido en la idiotez de la embriaguez, de intentar el enfrentamiento con su oponente.

―No sabes con quién hablas. ¡Entrometido extranjero! ―logró balbucir.

―Es cierto ―admitió Julio―. Pero puedo asegurarle que no tengo el menor interés en saberlo.

Bianca miraba a los dos hombres, asombrada de cuanto acababa de ocurrir en tan breve espacio de tiempo. Vio al embrutecido amigo que luchaba por mantener la verticalidad y a Julio que, con mirada desafiante, parecía esperar la violenta reacción del oponente. Los compañeros de Carlo se acercaron a toda prisa para retirarlo de la pista de baile, temerosos de que se enzarzara en una vulgar pelea, lo cual podría tener nefastas consecuencias para un Onorevole Deputato.[21]

―No ha debido usted intervenir ―recriminó la periodista, no bien se sentó de nuevo―. Carlo no es una persona que olvide con facilidad.

―Será porque tiene buena memoria ―comentó jocoso.

―¿Sabe quién es ese hombre? Es uno de los Diputados del Parlamento Italiano.

―Tanto mejor para él, aunque no por ello deja de ser un sucio borracho.

―No precisaba su ayuda. Conozco a Carlo desde que éramos niños, por eso sé cómo tratarlo. ¿Por qué lo ha hecho?

―Porque la molestaba―zanjó él decidido―. O ¿no?

No pudo rebatir semejante evidencia. Siguieron unos minutos de tensión, en los que cada uno parecía analizar cuanto acababa de ocurrir.

―¿Quiere que bailemos? ―propuso él de improviso.

Bianca lo miró sorprendida, acto seguido sonrió e intentó borrar de la memoria el mal trago recién pasado.

―¡Por qué no!

Salieron a la pequeña pista de baile; apenas un par de parejas giraban a su lado al compás de una melodiosa y romántica balada, con nostálgicas reminiscencias de los años 80. Era la primera vez que existía un acercamiento entre ellos, si no fuera el contacto in extremis de la Cappella Sistina. Ahora no se hallaba en juego la vida de nadie, solo el delicioso placer de sentir la cercanía de sus cuerpos, mecidos y arropados en una dulce sinfonía de acariciantes sonidos. La tensión de los primeros instantes acabó por desvanecerse, luego de dejarse llevar por las agradables sensaciones que ambos comenzaban a sentir, aún en contra de sus deseos. Ninguno quería admitir la posibilidad de una relación más allá del compañerismo, ni siquiera el concepto de amistad había entrado a formar parte de sus pensamientos. Utilizaban el formalismo de la palabra como barrera, sin consentir que el tuteo se inmiscuyera en aquel frío y ceremonioso trato. Ambos huían de compromisos y distracciones sentimentales que entorpecieran el mutuo y absorbente trabajo.

Entonces… ¿Por qué se sentían estremecer ante el roce de sus cuerpos? Cuál era la razón que hacía que él deseara estrecharla y acariciar con dulzura el contorno de su rostro, rozando apenas, con mimo, el insinuante dibujo de sus sensuales labios. Y qué la movía a ella a arroparse en el refugio de sus brazos, abandonada y sumisa a las calladas y desconocidas promesas de delicias y sensaciones, buscando con avaricia la caricia de sus manos.

Resultaba obvio que algo comenzaba a suceder, si bien, no era nada novedoso. Aún sin saberlo, ni siquiera desearlo, los dos habían sido atacados por igual mal desde el primer instante en que se cruzaron sus vidas, pero… ¿Estarían dispuestos a aceptarlo?

Solo ellos conocían la respuesta.

El manuscrito de Michelangelo
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