La pesadilla continúa

 

 

Analizaba delante del espejo la profunda brecha producida por la caída. Recordó las palabras del doctor tras el primer examen. La aprehensión y el miedo a lo desconocido volvieron a aprisionar su ánimo. Nunca hubiera podido pensar, la tarde anterior, que un acto tan inofensivo como sacar fotos a una famosa pintura podría tener para él tan negativas consecuencias.

Colocó un nuevo apósito sobre la reciente herida, salió del cuarto de baño y fue a tumbarse en la cama. Lo cierto era que se encontraba bien, apenas si sentía dolor, de hecho, ni siquiera llegó a abrir el paquete de analgésicos que le recetara el médico. A pesar de la aparente gravedad del corte, este, evolucionaba favorablemente, con asombrosa rapidez; tan solo unas pequeñas molestias le recordaban, de vez en cuando, que una parte de su cara estaba cosida y reestructurada. No podría decir lo mismo del cuerpo, dolorido y magullado. Sentía un enorme cansancio, producto de la pérdida de sangre y la  incomodidad que se vio obligado a mantener durante tan largas horas, en el inhóspito suelo.

Miró los restos de comida, abandonados en la pequeña mesa-buró, y no pudo reprimir sentir nauseas en el estómago. Era evidente que el organismo comenzaba a reaccionar a la terrible experiencia de la noche. El ser humano es capaz de soportar de manera increíble las situaciones más difíciles, pero, con el paso del tiempo, cuando el motivo de peligro y angustia se ha disipado, el organismo pasa factura de los esfuerzos realizados. Esa era la fase que atravesaba en aquellos momentos.

Cerró los ojos. Necesitaba descansar a la vez que analizar cuanto le había ocurrido. No era el accidente en sí lo que más le preocupaba, sino todo el conjunto de imágenes y recuerdos que se almacenaban en la confusa memoria.

¿Qué había sucedido en realidad? Tenía muy presente la misteriosa imagen del anciano que le ayudara durante el sueño, así como fragmentos del diálogo que mantuvieran entrambos. Aquella extraña y trasnochada forma de hablar y de comportarse. El exagerado enfado que sus palabras le produjeran y, sobre todo…, la terrible revelación de su verdadera identidad. El simple recuerdo le provocaba temblor.

Todo aquello semejaba tan real… Aún le pareció sentir el roce de la encallecida mano al limpiar la sangre de la herida abierta y untarle el sanador ungüento. Con instintivo reflejo llevó la mano a la cabeza. Cierto que aquella gran brecha había evolucionado de manera inusual, casi milagrosa.  Hasta el propio facultativo lo había reconocido. Él no recordaba para nada haberse limpiado y curado la herida, en realidad, ni siquiera tenía medios para hacer tal cosa. Alguien tuvo que hacerlo, pero… ¿quién? El profundizar en aquellos confusos recuerdos le provocaba un molesto dolor de cabeza.

Cuanto más analizaba lo ocurrido más confusión se creaba en su ánimo. ¿Por qué el subconsciente había elegido el personaje de Miguel Ángel como posible salvador? ¿Qué mensaje quedaba oculto ante tamaña fantasía?

En cierto modo, no resultaba tan disparatado el haber relacionado al escultor italiano con el accidente. Se encontraba dentro de la Capilla Sixtina, verdadero hogar artístico del genio. Las investigaciones que venía realizando desde hacía años tenían como eje central la figura del artista, de hecho, había dejado de lado su carrera de pintor profesional por sumergirse de lleno en el estudio de la obra del insigne personaje. Comía, bebía y dormía rodeado de papeles, imágenes, libros y textos en los que el nombre de Michelangelo aparecía grabado a letras de fuego. ¿Era pues de extrañar su reacción ante la pérdida de la voluntad y la consciencia?

La obsesión que sentía hacia el atormentado personaje del Cinquecento[18] había llegado a minar gran parte de su subconsciente, pasando a hacer suyos pensamientos, poemas y sentimientos propios del orgulloso fiorentino.

Estaba convencido. Tan solo un sueño, convertido en alucinante pesadilla, había ocupado las frías horas nocturnas y lo había mantenido sumergido entre la locura y la razón, tras compaginar instantes de lucidez con alocados delirios de fantasía irreal.

La idolatrante admiración que sentía hacia el creador del magnífico David, le había hecho creer, al menos durante unas horas, que había tratado como a igual al incomparable artista.

Tan solo hacía cuarenta minutos que había conseguido conceder el merecido descanso a su aturdida cabeza, cuando le pareció escuchar unos ligeros golpes sobre el tablero de la puerta de la habitación. En principio imaginó que el sueño continuaba aferrado al cerebro, pero, ante la insistencia de los mismos, se incorporó de la cama para preguntar:

―¿Quién es?

―Soy Bianca.

Al levantarse de forma precipitada notó un pequeño vahído, lo que le obligó a seguir sentado, al borde de la cama , durante escasos segundos.

―¿Puedo entrar? ―escuchó que pedía al otro lado de la puerta.

―Sí, sí… ¡Por supuesto! Un momento.

Se levantó e intentó recoger la destartalada habitación. Guardó la ropa sucia que utilizó en la noche y que, al llegar, se quitó despreocupado, tirándola de cualquier manera. Se puso bata y zapatillas mientras echaba un vistazo alrededor.

―Enseguida voy ―gritó apurado al tiempo que buscaba el segundo zapato de calle que había caído debajo de la descalzadora del rincón.

―¿Ya ha recogido la habitación? ―preguntó Bianca sonriente una vez abrió la puerta.

Él no pudo evitar sonrojarse al sentirse descubierto.

―No… ―protestó turbado―. Buscaba algo que ponerme encima.

―Si molesto, me voy.

―No, no ¡por favor! Entre usted. Le ruego disculpe el estado de la habitación, más semejante a una leonera.

―Lo contrario me hubiera sorprendido, no creo que después de lo soportado la noche pasada deba dedicarse a ordenar el cuarto. No se preocupe por mí. Solo venía a interesarme por su estado.

―Estoy bien. ¡Muchas gracias! Trataba de descansar un poco.

―Entonces he venido a molestarle. ―Se sentía violenta. Hizo intención de marcharse―. ¡Lo siento mucho! Ya me voy.

―No. Se lo ruego. Nada podría alegrarme más que su compañía. Le agradezco mucho todo cuanto está haciendo por mí ―se apresuró a decir, tras invitarla con un gesto a tomar asiento en el sillón situado al lado de la ventana―. Esta mañana casi me salva la vida y ahora se molesta en venir a interesarse por mi salud. No merezco tal atención.

Había arrimado una silla junto a ella.

―No exagere. Yo no hice más que tomarle el pulso para asegurarme de que todavía seguía vivo.

―Y ofrecerme el calor de su cuerpo. ¿Le parece poco?

En esta ocasión fue ella la que enrojeció.

―¿Tiene muchas molestias? ―preguntó nerviosa, en un intento de desviar el tema de conversación.

―No muchas. De hecho ni siquiera he tomado ningún analgésico, solo el antibiótico y el antiinflamatorio. No soy muy amigo de introducir al cuerpo fármacos innecesarios. Lo único que siento es cansancio.

―Lógico y normal. Ha debido pasar usted una noche espantosa. Imagino que será una vivencia que no olvidará con facilidad.

Julio dirigió la vista hacia la ventana. La tarde comenzaba a ceder paso a la penumbra de la noche, a pesar de ello, todavía era posible imaginar el contorno de los edificios cercanos; muchos de ellos comenzaban a iluminar ventanas y balcones, ofreciendo la velada imagen de escenas y paisajes interiores.

Sopesó, durante un breve  instante, hacer partícipe a Bianca de las fantasmales experiencias nocturnas. Descartó la idea de inmediato. Conociendo el carácter burlón y mordaz de la visitante, sintió vergüenza de confesar tan descabellados pensamientos. De seguro le tacharía de loco o, cuando menos…, de ingenuo.

―Desde luego ―comentó, luego de un largo lapsus que su interlocutora supo respetar sin dejar de observar sus cambios de expresión―. Puedo asegurarle que jamás olvidaré esta noche.

―También a mí me resultará difícil olvidarlo. ―No bien acabó la frase se arrepintió de haber hablado.

Él la observó con curiosa mirada. Resultaba obvio que estaba turbada. Aquel interés que se había despertado en ella, a raíz del accidente, contrastaba con el trato al que le tenía habituado desde que la conociera. Aquella mujer, burlona, crítica, algo cínica e hiriente en sus expresiones, semejaba haberse humanizado. El desafortunado accidente había conseguido extraer la parte secreta que él imaginó descubrir, días antes, en el análisis de su fotografía de las páginas del libro.

―De todos modos, creo que lo mejor será no pensar demasiado en ello.

―Aplaudo esa manera de pensar. En la vida lo mejor es seguir adelante, sin apenas preocuparnos del pasado. Por cierto, siento lo de la cámara.

―¿Qué? ―preguntó con expresión bobalicona, sin comprender a qué se refería.

―Su cámara de fotos. Por lo que he podido valorar, creo que tiene mal arreglo.

―¡Ah! la cámara… Ni siquiera he mirado en qué estado está.

―Destrozada. Se lo aseguro. Dudo mucho que pueda repararla. Creo que será mejor que vaya pensando en comprar una nueva.

―Tendré que hacerlo, aunque lo siento, era una gran cámara. Mañana veré si puede salvarse algo.

De nuevo el embarazoso silencio se posicionó en el ámbito de la habitación, sin que ninguno de ellos pareciera ser capaz de solventarlo.

―En fin. Lo dejo descansar. ―Se levantó del sillón y fue a coger el chaquetón que colocó al entrar encima de la cama―. Espero volver a verlo pronto por el Vaticano.

―Si puedo, mañana mismo reanudaré el trabajo ―aseguró acompañándola a la salida.

―No tenga prisa. Lo más importante es que se reponga. A veces los golpes son muy traicioneros. Debe cuidarse.

Se encontraban bajo el dintel de la puerta cuando ella dirigió la mirada a la mesita de noche y descubrió su biografía sobre Michelangelo. Dirigió una burlona mirada entre asombrada y divertida al joven pintor.

―No sabía que lo contaba entre mis admiradores.

―Lo vi la otra tarde en una vieja librería. Me interesa todo lo relacionado con Miguel Ángel ―se apresuró a aclarar él.

―No necesita justificarse ―corrigió con sonrisa maliciosa.

―Lo sé.

―¡Hasta pronto!

Salió de la habitación. Julio mantenía la puerta abierta, en tanto ella esperaba la llegada del ascensor.

―Bianca. ―Se volvió al escuchar su nombre―. No necesito su libro para convertirme en su admirador.

Entró en el ascensor sin decir palabra, antes de que se cerraran las puertas correderas pudo ver a Julio que, apoyado en el marco de la puerta, contemplaba su partida.

**********

Se dio la vuelta e intentó buscar una posición más cómoda para no dañar la zona de la herida. No tenía idea de la hora, pero la pereza que sentía y la laxitud de sus músculos parecían indicar que estaba en las horas centrales de la noche. Quería seguir durmiendo, es más, necesitaba hacerlo, sabía que después de lo pasado era la mejor medicina que podía regalar a su organismo. Acomodó la cabeza en la ahuecada almohada y se dispuso a continuar el sueño interrumpido.

Algo hizo que pasara del velado sopor a la total consciencia. Era un ruido casi imperceptible, sordo y acompasado, semejante al fino escape del aire. Sin querer abrir los ojos puso los cinco sentidos en localizar el origen de aquel extraño sonido. El corazón le dio un brinco. Aquello parecía una respiración humana. ¡No estaba solo en la habitación!

Hizo acopio de valor y abrió los ojos, permaneciendo inmóvil, petrificado cual estatua. El susto le atenazó la garganta. Había visto una sombra con figura humana en medio de la habitación. El corazón se aceleró y la salivación pareció escaparse de la lengua. Los horrores de la noche pasada volvieron a atemorizar su ánimo. Acababa de reconocer en aquella quieta y silenciosa aparición a Michelangelo Buonarroti.

Con mano temblorosa apretó el botón de la lámpara que reposaba sobre la mesilla de noche. Se medio incorporó en el lecho y miró al importuno visitante con ojos desorbitados por el miedo.

―No pareces feliz de volver a verme. ―El intruso dio un paso hacia la cama.

―¿Qué buscas aquí? ―preguntó al fin con voz temblorosa por la fuerte impresión sufrida.

―¡A ti!

El sudor inundó su cuerpo de forma repentina. Las dudas que había albergado, durante todo el día, respecto a lo fantástico e irreal de la aparición nocturna, acababan de obtener respuesta. Aquello que ahora presenciaba no era producto de un sueño, era real, humano y tangible. Tenía ante sí a un hombre que llevaba muerto hacía cuatrocientos cincuenta años. Veía su arrugado y algo encorvado cuerpo, oía la vibrante y potente voz, podía sentir la fuerza de aquella mirada dominadora que parecía traspasar los pensamientos. Y… ese espectro, hecho hombre, venía a por él…

―¿Qué quieres de mí? ―preguntó con un hilo de voz.

―Todo. Tus manos, tu cuerpo, tus pensamientos.

―¿Quieres mi vida?

―No es suficiente. ¡Necesito tu esencia! Quiero tu espíritu de artista, tus pensamientos más elevados, las ilusiones y esperanzas que guían tu existencia, el amor que profesas a tus seres más queridos. Preciso de tus manos y tu inteligencia y, ante todo, exijo tu cuerpo.

Según escuchaba aquel discurso el terror se reflejaba en su rostro, sin que él se esforzara en disimularlo en modo alguno.

―¿Quieres cual Fausto que te venda mi alma?

Una fuerte risotada vino a acompañar esas últimas palabras.

―No, muchacho. El alma pertenece Dios. Su Gracia nos presta en el inicio de nuestros días ese hálito de vida inmortal, tan solo Él tiene la potestad de arrebatárnosla. El mito de Fausto no deja de ser una excelente pieza literaria, pero sin ninguna base científica, ni mucho menos lógica.

Julio sintió la curiosidad de preguntarle cómo él, un hombre del Renacimiento italiano, conocía la obra del gran poeta romántico Wolfgang von Goethe, pero comprendió que existían otras muchas preguntas sin respuesta aún más apremiantes.

―Dime entonces ¿qué quieres de mí?

―Ya te lo he dicho. Necesito que me complementes, que tu ser se mezcle con el mío.

―Pero… ¡¡Tú estás muerto!! ―gritó fuera de sí, sin poder contener por más tiempo la terrible tensión que aquella escena le provocaba ―¿Quieres matarme?

―Todo lo contrario ―contestó, alzando la voz, il  divino―. Te necesito vivo para ejecutar mis actos a través de tu persona.

―¡No entiendo nada! ―Julio se llevó las manos a la cabeza con gesto desesperado―. ¡Estás rematadamente loco!

―¡No vuelvas a insultarme, botarate, o te arrepentirás de tu descarada osadía!

―Pero no comprendes que cuanto me dices no tiene pies ni cabeza.

Apartó la ropa de cama que hasta el momento utilizara como débil barrera defensiva y se levantó, enfrentándose a su oponente. El terror y el miedo habían dado paso a una osada valentía. El sentirse a las puertas de la muerte parecía otorgarle nuevos e inusitados bríos. Si aquel espectro quería su vida tendría que luchar por ella.

―¿Cuántas cosas razonables no dejan de ser auténticas locuras? En cambio, ¡qué cantidad de locuras están cargadas de razón! ―sentenció el visitante.

―No me vengas con tus filosóficos devaneos ―protestó Julio, señalándole con el dedo con gesto amenazador.

―Si no fuera por la filosofía ¿qué habría sido del mundo?

―¡¡Basta ya!! ¡Estoy harto de tus lógicos razonamientos.

Se había parado junto a él. Apenas un palmo de distancia mediaba entre ellos. Ambos sostuvieron un duro desafío a través de la mirada, sin que ninguno de ellos resultara vencedor en tan singular combate.

―Está bien ―razonó Michelangelo, haciéndose partícipe del caos y la confusión que se albergaban en el cerebro de su elegido―. ¿Qué es lo que deseas saber?

―¡Todo! ―gritó el joven sin acabarse de creer que accediera a sus peticiones.

―Pregunta pues.

El extraño marchó hacia la ventana y tomó asiento en el mismo sillón que había ocupado Bianca la tarde anterior.

―¿Por qué me has elegido a mí, y no a otro, para tan descabellada empresa?

―Porque tú has sido, desde mi muerte, el más aventajado de mis discípulos.

―¿Yo? ¿Desde cuándo eres mi maestro? ―protestó incrédulo.

―Desde el primer día que cogiste un pincel en tus manos. A partir de ese instante te he modelado, enseñado y pulido las diferentes habilidades y técnicas. La verdadera conjugación de colores, los misterios de la simetría corporal, los secretos y enigmas mejor guardados de mi arte. Te he inspirado tus creaciones y corregido los errores cometidos por tu joven inexperiencia a través de tus propias manos.

Julio escuchaba asombrado aquella sorprendente revelación. Aun cuando pareciera descabellada y ridícula no dejaba de encerrar una aplastante lógica. Siempre había sido autodidacta en su arte. Los antiguos profesores y compañeros de estudio se lo habían repetido hasta la saciedad. Era cierto, a fuerza de la autocorrección, había ido configurando su propio y personal estilo, alejado de los cánones de belleza actuales y fuera de toda regla académica impartida en la Universidad. Por otro lado, la influencia de la pintura buonarrotiana en su arte resultaba más que innegable.

―Entonces… ¿Eras tú quien pintaba? ―Tenía un amargo sabor de boca. Si lo que acababa de escuchar era cierto, él quedaba reducido a un mero instrumento del genio.

―No, por cierto ―se apresuró a responder el gran artífice―. Yo solo he ejercido mis funciones de maestro, al igual que lo hice en vida con tantos otros jóvenes que acudieron a mi taller de trabajo. Las creaciones son tuyas. Yo te he enseñado la técnica y tú has dado vida y color a tus cuadros. ¿Comprendes ahora el por qué eres El Elegido?

―De acuerdo, pero… ¿por qué ahora? ¿Por qué no en otro momento? Si llevas a mi lado tantos años. ¿Qué te ha impedido hacerte visible mucho antes?

―No son míos los designios divinos, ni soy quién para cuestionar sus mandatos.

―¿Quieres hacerme creer que Dios me ha elegido? ―preguntó en el colmo del estupor.

―No. No seas tan ególatra. La decisión es mía. Ambos no dejamos de ser miserables peones en el infinito tablero de la vida. A mí me derribaron hace ya cientos de años, pero fue un tremendo error. Al retirarme del juego me impidieron defender la causa justa que estaba en lid. Es por ello que, al quedar mi labor inconclusa, se me permitió permanecer al lado del susodicho tablero, a la espera de mi partida interrumpida. Apenas hace unas semanas que se ha reanudado esta definitiva partida. Ese es el motivo de que te haya buscado.

―¿Y qué movimientos se supone que debo realizar por mi parte?

―No lo sé. Tú tendrás que tomar la decisión cuando te llegue el momento. Todo depende del resto de jugadores.

―¿Quiénes son? ―Comenzaba a intrigarle aquella historia.

―Los irás conociendo en su momento. No seas impaciente. Lo importante es que nunca te dejes sorprender. Tienes que tener en cuenta que en este juego existen más vencidos que vencedores, siendo el precio final a pagar: ¡la muerte!

Julio levantó la cabeza y miró con fijeza al visitante.

―¿Tengo opción a renunciar?

―¡No! ―Su ronca voz sonó rotunda y seca.

―¿Me enseñarás al menos las reglas del juego?

―Siempre estaré a tu lado, al igual que lo estuve durante estos largos años. ―Vio la duda y la zozobra reflejadas en sus ojos―. No temas, jugamos en defensa de la Justicia y la Verdad. Esas son nuestras mejores bazas.

―Me siento como un nuevo Quijote, cabalgando contra gigantes invisibles ―comentó, en tanto esbozaba una irónica sonrisa.

―Otro gran mito literario ―comentó el anciano―. Por desgracia, nosotros no somos personajes de ficción, como tampoco lo son nuestros temibles oponentes.

Se levantó del sillón que había ocupado durante aquel largo coloquio.

―Debo irme.

―¿Adónde? ―preguntó Julio intrigado.

―A mi casa, he de preparar muchas cosas.

―¿Te volveré a ver?

―No lo dudes.

―¿Cuándo? ¿Dónde?

―En el preciso momento que sea necesario. No te apures.

―Pero…yo quisiera…

―Poco a poco, hijo. Cada situación requiere su momento y… siempre existe un determinado momento para cada situación.

―Espera…

**********

Se encontró de nuevo en la cama. La luz estaba apagada y él parecía no haberse movido de la posición anterior. Se incorporó con rapidez y encendió la lámpara. Buscó, con ávida mirada, al recién acompañante, pero… ¡estaba solo! Todo en el cuarto se encontraba tal y como él lo dejara antes de acostarse. Nada en aquella habitación parecía indicar que alguien hubiera permanecido en ella aparte de él.

¿Habría sido un sueño? ¿Sería tan solo fruto de la imaginación? Llevó la mano a la sien al sentir un fuerte pinchazo que parecía querer atravesar su cabeza de parte a parte. Se dejó caer abatido en la cama. Temió que, tal vez, el fuerte golpe recibido comenzaba a afectar su cerebro, conduciéndole a imaginar desvaríos alucinógenos.

Intentó conciliar el sueño interrumpido, en espera de que la luz matutina trajera sensatez y cordura al confuso entendimiento.

**********

Apuntaba, con escritura nerviosa, algunos de los datos más importantes y sorprendentes contenidos en aquel incunable de 1483 escrito por el, en su día, infortunado fraile Savonarola; acusado de herejía, excomulgado, ahorcado y quemado en la Piazza della Signoria, de la vecina ciudad de Florencia, el 23 de mayo de 1498.

Llevaba más de dos horas constatando información entre varios textos que hacían referencia a la trayectoria y evolución de la Iglesia renacentista, desde los iniciales tiempos del papa Sixto IV a los últimos años de Paulo IV. Aunque eran muchas y sustanciosas las noticias y curiosidades que descubriera, referentes a tan largo período de la historia papal, no podía evitar sentirse nerviosa e insatisfecha. Trabajaba con ahínco, acelerada, casi con forzada ansiedad. Más que buscar información para su libro parecía querer ocupar la mente, distrayéndola de todo tipo de pensamientos que no tuvieran relación directa con aquellas investigaciones.

Levantó la cabeza del centenario volumen y se quitó las gafas. Odiaba utilizarlas, nunca las había soportado, le molestaban, macerándole el puente de la nariz; tal vez por ello apenas si las usaba en contadas ocasiones, pero aquella                                               mañana se sentía demasiado cansada.

Tras pasar una mala noche, apenas si logró conciliar el sueño más de dos o tres horas, se había levantado con una molesta jaqueca que no parecía tener intención de abandonarla durante la jornada, a pesar de haber acudido al auxilio de los fármacos. Cerró los ojos y masajeó con suavidad la zona de la nariz en que ajustaban los lentes.

Se sentía incómoda, contrariada consigo misma. Lo más curioso era que no existía un motivo aparente para ello. El trabajo de biblioteca estaba saliendo a las mil maravillas, hasta el punto de haber conseguido subsanar gran parte de las dudas que le impedían continuar con la escritura de la nueva biografía. A pesar de que el día anterior lo había perdido, debido al incidente de la Cappella Sistina, pues, si bien tuvo tiempo libre para reanudar el interrumpido trabajo, la alteración de su estado de ánimo le impedía concentrarse. Por ello decidió darse un día sabático que aprovechó para solucionar un par de dudas con su editor y dedicarse a efectuar algunas compras atrasadas desde hacía semanas. Así pasó la mañana hasta regresar a casa para el almuerzo. Fue a media tarde, mientras saboreaba un aromático café casero, cuando le pasó por la cabeza la idea de hacer una visita al pintor.

Lo cierto era que no había podido borrar la imagen matinal vivida en el sagrado recinto de la Cappella. No dejaba de pensar en las palabras del médico al asegurar que solo unos milímetros habían evitado el fatal desastre. Pensar que podría haberse matado a causa de una caída tan tonta y simple. Hubiera sido una verdadera desgracia. Aunque no sintiera un especial interés por el spagnoletto, no podía alejar aquella idea de la cabeza. Fue por ello que vistió ropa de calle y salió decidida a hacerle una visita de cortesía. Al fin y al cabo, existía una cierta relación entre ellos, gracias a la casual investigación que conjuntamente empezaran el mismo día.

El verdadero desasosiego llegó después de aquella visita. El comprobar en persona el satisfactorio restablecimiento del joven pintor, lejos de tranquilizarla como esperaba, solo sirvió para sumirla en la duda y la incertidumbre. Resultaba milagrosa la pronta recuperación tras tan traumático golpe. Aunque no era una experta en el terreno médico, resultaba evidente que la gravedad de la herida debería haber originado efectos, cuando menos, duraderos, si no graves. Existía algo muy extraño alrededor de aquel nocturno suceso.

Cuando ella lo arropó con el cuerpo y sujetó la cabeza entre sus manos, pudo apreciar con total claridad el sorprendente grado de cicatrización de la herida. Parecía que llevaba semanas inmersa en el proceso de regeneración celular, no horas como en realidad ocurría. A pesar de haberlo tenido junto a ella, durante diez largos minutos, ni una sola mancha de sangre llegó a ensuciar su ropa. Por el contrario, parte de la piedra del altar y el suelo aparecían embadurnados de negruzcas manchas sanguinolentas, algunas aún sin terminar de secar, como muestra fehaciente de la importancia y gravedad del accidente. Era de todo punto imposible que el herido no tuviera restos de sangre adheridos al rostro y cabello. Era por tanto evidente que «alguien» había auxiliado al herido antes de la apertura de la puerta, pero… ¿quién? Y, de ser así, por qué dejarlo abandonado, tirado en el frío suelo, exponiéndole a morir de hipotermia.

Todavía recordaba cómo al salir del coche, luego de dejar a Julio en el hotel, había notado los dedos pringosos, impregnados de una pasta espesa y pegajosa que despedía un aromático olor a hongos y hierbas silvestres. En principio no dio importancia a este detalle, creyendo que habría sido el doctor quien aplicara tal crema al herido, pero, al pensarlo con detenimiento, se daba cuenta de que ella no había vuelto a tocarlo desde el instante en que los servicios de primeros auxilios y la policía entraran en la Cappella.

Tampoco la reciente conversación mantenida con el pintor contribuyó a despejar estas dudas. Si bien se le veía restablecido, consciente y sin secuelas aparentes que hubieran afectado a su natural forma de actuar, había algo en la expresión de su rostro que invitaba a poner en duda tan aparente mejoría. No sabría explicarlo. Lo había visto en sus ojos, no era la misma mirada limpia y despreocupada, un tanto orgullosa y altanera que parecía ser su sello de presentación. Aquella nueva mirada presentaba un tinte de incertidumbre y miedo. Cierto que podía ser producto del reciente susto pasado, pero, no le parecía que fuera un hombre que se llegara a dejar impresionar ni asustar con demasiada facilidad. Algo, o alguien, habían contribuido a instalar el miedo y la incertidumbre en su mente.

―¡Por fin la encuentro! He recorrido tres salas. Comenzaba a creer que se había marchado.

Dio un involuntario respingo en la silla al escuchar su voz al mismo tiempo que sentía cómo el rostro se teñía del color de la grana.

―Estaba a punto de hacerlo. Llevo más de dos horas entre estos libros y mis ojos apenas si reconocen otra cosa que no sean vocales y consonantes.

Sonreía, un tanto cohibida, con la absurda convicción de que había adivinado parte de sus pensamientos.

―Entonces llego en buen momento.

―¿Cómo no está en la cama? Debería descansar ―recriminó ella, más por deferencia que por deseo.

―No podía soportar seguir encerrado entre aquellas cuatro paredes. No creo que la habitación de un hotel sea el lugar idóneo para soportar una convalecencia.

Parecía alegre y despreocupado. La palidez del día anterior había dado paso a su natural color moreno, brillante y un tanto cetrino, aunque bastante saludable. Una amplia sonrisa acompañaba sus frases, en tanto la agilidad del cuerpo era muestra inequívoca de que el organismo había superado el difícil trance. Solo la mirada mantenía aquel preocupante halo de tristeza e inseguridad.

―En efecto. No se me ocurre peor lugar para encerrarme, enferma y con el ánimo decaído.

―Entonces. ¿Ha terminado su trabajo?

―Por esta mañana, sí. Estoy agotada y un poco harta de las idas y venidas de papas y cardenales que, por otro lado, no se moverán del lugar que ahora ocupan ―bromeó.

―Estoy de total acuerdo y creo conocer el remedio para ese agotamiento. ¿Qué le parece si vamos a comer a algún restaurante agradable? Hablaríamos de todo menos de las intrigas cardenalicias y las bulas papales.

Bianca rió la ocurrencia, desde luego, si algo le apetecía era desconectar de todo aquello y, por qué no admitirlo, su compañía era un agradable añadido a tan sugerente propuesta.

―Acepto encantada. Una buena comida nos vendrá bien a ambos. Creo que a usted también le conviene cambiar de aires.

―¡No se imagina cómo!

La forma en que expresara aquel comentario no pasó desapercibida a la suspicaz periodista.

Recogieron el anorak y bolso de Bianca y caminaron hacia la salida de los museos.

―Creo que será mejor que elija usted el sitio. Aunque he visitado otras veces Roma no conozco ningún restaurante que merezca la pena, amén de pizzerie y trattorie.

―Es natural. Cuando uno viaja a otra ciudad o se deja guiar por algún nativo que le aconseje, o come y cena en la cafetería, o restaurante, más próximo al hotel.

Acababa de arrancar el Mini John Cooper rojo, aparcado en el estacionamiento privado de los Museos Vaticanos.

―Podemos ir a uno de mis restaurantes preferidos, en pleno barrio de Trastevere ―dijo ella mientras giraba a la derecha, en dirección a Via Garibaldi, en el pintoresco barrio medieval―. Creo que le gustará.

―No tengo la menor duda. ―Observaba, con mirada distraída, los diferentes lugares que atravesaban.

Diez minutos más tarde aparcaban en las inmediaciones del restaurante Antica Pesa, en pleno corazón del barrio, junto a la renombrada Piazza di Santa Maria di Trastevere.

Nada más atravesar la puerta de entrada él se dio cuenta de que su acompañante era de sobra conocida en el local. Algunos de los camareros la saludaron con gesto amigable, aunque respetuoso, así como el metre que se acercó solícito y sonriente, nada más verla.

Signorina Monterelli. ¡Qué alegría volverla a ver!

―Buon giorno, Stefano! ―saludó ella―. Nos busca una mesa, por favor.

―De inmediato, vengan por aquí.

Les acompañó hacia uno de los rincones más agradables del bonito y cuidado local. Todo en él estaba decorado con gusto y detalle; desde los frescos murales que adornaban la práctica totalidad de las paredes, hasta la estudiada combinación del arco de oscuro ladrillo, asociado al muro; también era digna de resaltar la singular sala empapelada con idénticos marcos que salvaguardaban numerosas fotografías de personajes famosos, clientes en algún momento del restaurante, o la no menos original gran losa de cristal, ubicada en medio del suelo del salón, que permitía ver los entresijos de las excelentemente abastecidas bodegas.

―Es un lugar encantador ―comentó Julio, después de un breve recorrido por el interior―. Si la comida está a la altura de la decoración, el éxito es seguro.

―No digo yo que sea el mejor restaurante de Roma, pero sí puedo asegurarle que se encuentra entre los más renombrados.

―¿Viene aquí a menudo? Parece que es muy conocida.

―Acudo de vez en cuando, con los amigos ―aclaró ella al tiempo que tomaba la carta que el metre le ofrecía―. Es un lugar agradable para pasar la velada. En las noches de verano tendría que ver el ambiente que se crea en la terraza.

Aunque Julio conocía bastante el idioma rogó a su acompañante fuera ella quien eligiera, pues muchos de los platos de la carta tenían nombres de difícil traducción para él.

―Pienso que deberíamos comenzar con algunos entrantes. ¿Le parece? ―Julio hizo un gesto afirmativo con la cabeza―. Después podríamos pedir algo de pasta o ¿prefiere pasar a la carne o pescado?

―Lo que a usted le apetezca. No tengo problemas con la comida. Me gusta de todo.

―Por mi parte, con los entrantes y algo de pescado tengo suficiente.

―Me parece perfecto.

―Para beber, ¿vino, cerveza…?

―En España no se entiende una buena comida si no va acompañada de un buen vino ―aseguró un tanto presuntuoso.

―También en Italia nos gusta acompañar los platos con buenos vinos. Dejo que sea usted quien elija la bebida.

Llamó al encargado de sala que se acercó rápido y atento.

―Stefano, tomaremos un maletín di antipasti como entrante, una ensalada variada con queso ricotta y frutas tropicales, y como plato fuerte… calamares en salsa reducida de cigala y erizo de mar. Para beber, el caballero le dirá.

―Creo que podría maridar bastante bien un vino blanco de Rueda.

―Perfecto, signore. ―El empleado retiró ambas cartas y se alejó hacia la cocina para cursar el pedido.

―No sé si habré acertado con la elección, la verdad es que desconocía la mayoría de los vinos de la carta.

―No se preocupe, seguro que será perfecto. Aunque en Italia tenemos excelentes vinos, de todos es conocida la calidad de los vinos españoles.

Julio sonrió agradecido mientras echaba un vistazo al salón comedor en el que se encontraban. Bianca lo observaba con disimulo según desdoblaba la servilleta. Se había dado cuenta de que, aunque aparentaba estar sereno y relajado, no parecía disfrutar del momento, como si la mente no estuviera en las mismas coordenadas que su cuerpo. No hizo ningún comentario. Poco tardó el camarero en traer, en un carrito camarera, los entrantes pedidos.

Él se quedó asombrado al ver que en realidad se trataba de un auténtico maletín de madera cuyo interior contenía, ordenados y alineados de manera perfecta, los diversos aperitivos que componían el original plato. Ella sonrió ante su cara de asombro.

―Sorprende ¿verdad? La misma cara se me quedó a mí la primera vez que me lo sirvieron. La presentación es muy original. Es uno de los platos estrella de la casa.

―Asombroso y de buen gusto.

El camarero fue sirviéndoles, a cada uno en su plato, parte de los distintos aperitivos allí contenidos: una fresca y jugosa ensalada verde, con hojas de lechuga de roble, romana, escarola y alguna que otra variedad de temporada; un par de lonchas de prosciuto, finamente cortado; tres diferentes variedades de quesos curados, acompañados de nueces y rociados con un fino hilo de puro aceite de oliva virgen; delgadas lonchas de tocineta salada, casi transparentes, tan típica en la Toscana; carne cocida de prosciuto, bastante salpimentada, con mezcla de hierbas frescas… Todo ello acompañado con deliciosos y contundentes trozos de foccacia, como perfecto complemento.

―Algo muy similar, aunque con distinta presentación, ya lo había comido en Florencia.

―Este tipo de antipasti es muy popular en Italia ―le informó Bianca según degustaban los alimentos―. Si bien, cada región introduce las variantes propias de los productos de su zona.

―Es cierto, lo he observado en los distintos lugares que he visitado, sobre todo en este último viaje. ―Rellenaba la copa de la mujer del suave y transparente vino castellano―. Aunque podría decirse que se trata de un mismo plato con diferentes variantes. En España, la diferencia gastronómica entre regiones es bastante más acusada. Nada tiene que ver una buena paella, con un cocido madrileño, una fabada asturiana o unas sopas mallorquinas.

―España es uno de los destinos que tengo pendiente de visitar. ―Acercó la copa a los labios―. El año pasado estuve a punto de viajar a Madrid para la presentación oficial de la edición española de mi libro sobre Dante. Pero, al final, surgieron problemas de fechas y la editorial decidió suspender la presentación.

―Una verdadera lástima. Me hubiera gustado verla en mi ciudad natal.

―Con toda seguridad no habríamos coincidido ―sonrió ella burlona―. Ni siquiera nos conocíamos.

―Es cierto, pero… ¿acaso nos conocemos ahora?

Bianca no fue capaz de soportar su mirada, desvió la vista y no respondió. El camarero se acercó y preguntó si deseaban que sirviera el siguiente plato. Le indicaron que podía hacerlo, con lo cual, acercó a la mesa la ensalada  variada que, más que un plato alimenticio, semejaba un artístico bodegón, tal era el mimo y esmero con que se había cuidado la presentación, siendo el brillante colorido, la variedad de contenidos y la calidad de los productos, los tres puntos fuertes del mismo. El contraste lo ponía la nívea blancura de los trozos de queso ricotta, junto a la variedad de flores comestibles que hacían de aquella ensalada una auténtica obra de arte.

Sin tiempo de continuidad les sirvieron los calamares, presentados en un gran plato que contenía un cefalópodo entero a la griglia[19] y dos colas de cigala; todo ello regado por la deliciosa salsa de cigalas y erizos, con mezcla de perifollo, basilico y ajo, salpimentado con ligereza, respetando los genuinos sabores de las azules aguas mediterráneas. La estudiada combinación de pescado y marisco resultaba apetitosamente deliciosa.

―¡No parece gustarle mucho la comida! Apenas si ha probado bocado.

No dejaba de observarlo con disimulo. De los entrantes solo había hecho, como aquel que dice, la «cata». En cuanto a la ensalada picó un par de trozos de queso, alguna pieza de fresón y uva y un par de nueces.

―No, no. ―Se apresuró a contestar―. Está todo delicioso. Lo que ocurre es que hoy no tengo mucho apetito.

―¿Se encuentra bien?

―Como nuevo. Tal como le dije ayer, lo único que necesitaba era descansar.

―Permítame que lo dude ―rectificó ella con rotundo acento.

―¿Qué quiere decir? ―Se sintió turbado. Temía haber pecado de indiscreto.

―Que no creo que esté repuesto como asegura. No tiene usted mucha semejanza con el «españolito» que me presentaron en la Biblioteca Vaticana.

Julio sonrió ante tan franco comentario y el apodo nacionalista en que acababa de encasillarle. Por el contrario, ella sí seguía siendo la mujer directa y clara de la primera entrevista.

―Puede que tenga razón. Tal vez el accidente de la otra noche me haya minado más de lo que yo mismo crea.

Ella hubiera deseado preguntar el motivo de aquella callada tristeza que parecía llevar prendida en la mirada, pero comprendió que no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada. Miró el plato que apenas había tocado y preguntó:

―¿Va a querer algo de postre?

―No, pero usted pida lo que le apetezca.

―Tampoco tengo mucha hambre. Este dolor de cabeza no acaba de abandonarme desde que me levanté esta mañana ― Llevó la mano a la frente―. Si quiere nos vamos.

Llamaron al camarero para que trajera la cuenta. Julio se negó a que pagara su parte, a pesar de las reiteradas quejas de la bella acompañante.

―He sido yo quien ha querido invitarla. Tómelo como una muestra de agradecimiento por la ayuda que me prestó la otra mañana.

―No tiene que agradecerme nada ni me debe nada ―respondió ofendida―. Lo que hice no tiene la menor importancia, cualquiera lo hubiera hecho.

―Para mí lo importante es que lo hizo usted.

―¡Vámonos! ―dijo Bianca levantándose de la silla.

Fueron hacia el coche, tras salir del restaurante, que se hallaba estacionado a pocos metros de distancia.

―Lo llevaré al hotel ―comentó ella según se abrochaba el cinturón.

Arrancó el auto y tomó la dirección del Palazzo Quirinale, en cuyas cercanías se encontraba el hotel de Julio. La tarde se había tornado grisácea y plomiza. No llovía, pero la humedad podía olerse en el ambiente. Cruzaron el río Tíber por el puente de Sixto, alejándose así del turístico barrio de Trastevere.

―Bianca, siento mucho haberla molestado ―comentó Julio, sin dejar de observar a través de la ventanilla los distintos edificios que pasaban veloces ante sus ojos.

―¿Por qué dice eso?

―Sé que le ha molestado mi último comentario.

Ella no contestó en un principio.

―No es cierto. No solo no me ha molestado, sino que… me ha emocionado.

Ambos guardaron silencio, sin que ninguno pareciera decidido a romperlo.

―Lo cierto es que no me apetece en absoluto encerrarme de nuevo en la habitación ―comentó él como hablando consigo mismo, después de meditar un largo instante―. La cafetería del hotel resulta bastante agradable. ¿Le apetece un café?

― Solo si pago yo ―propuso ella sonriente.

―No me parece muy caballeroso, pero… ¡acepto!

Apenas diez minutos más tarde se sentaban en una tranquila esquina de la mencionada cafetería.

Hacía tiempo que había entrado la noche cuando Bianca subió al coche, luego de pasar la tarde en amigable y distendida charla dentro de aquel tranquilo y acogedor local. Hablaron de muchos y variados temas: de las aficiones y preferencias literarias de cada uno; de las diversas opiniones sobre arte y música; hasta salieron a relucir algunos de los gustos o vicios gastronómicos, más o menos inconfesables; también el socorrido tema político tuvo su momento de apogeo; del tiempo, la lluvia, las finanzas…

En resumen, de todo aquello que no tocara el terreno personal e íntimo de ambos.

Al final resultó ser una más que agradable velada entre dos desconocidos.

 

 

El manuscrito de Michelangelo
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