La Santa Inquisición
o
Congregación del Santo Oficio
Reposaba tranquilo en el cómodo sillón del apartamento de Bianca mientras echaba un vistazo a algunos de los últimos apuntes que había tomado antes del aciago día del infortunado accidente. Llevaba varias jornadas ausente del trabajo de investigación que lo había conducido a Roma. El forzado reposo, unido a los extraños acontecimientos en que se había visto mezclado, le había impedido retomar el contacto con su trabajo anterior. Por ello no dudó en levantarse de la cama, huido el sueño, y ponerse a revisar y recordar los puntos más importantes analizados hasta el momento.
Se levantó con sigilo e intentó no despertar a Bianca que dormía tranquila e ignorante de su fortuito insomnio. Habían pasado el día juntos, perdidos entre las vías romanas, mezclados con visitantes y nativos por los lugares más representativos de la imperial ciudad. Comieron en un acogedor restaurante, medio escondido en las callejas cercanas a Piazza di Spagna, para ir a perderse, más tarde, en el concurrido Mirador del Pincio, donde gozaron de unos momentos de relajada diversión mientras paseaban abrazados, disfrutando de las espléndidas vistas de una Roma efervescente de actividad y vida.
Era bien entrada la tarde cuando llegaron al piso. Ambos habían decidido que él pasara la noche allí y no en el hotel. Luego de la suculenta cena, amenizada de una más que agradable sobremesa, se retiraron a descansar, no sin antes volver a disfrutar de otra deliciosa experiencia amorosa que contribuyó a sellar aún más su reciente unión.
Serían las tres de la mañana cuando se despertó de golpe, sin motivo aparente, despejado y consciente, sin asomo de cansancio o pereza. Intentó conciliar de nuevo el sueño, pero fue inútil. Temiendo despertar, con inoportunos movimientos, a su linda enamorada, que yacía junto a él sumida en feliz reposo, decidió levantarse e ir al salón, con idea de revisar los trabajos atrasados.
Llevaba cerca de una hora y comenzaba a notar cierto escozor en los ojos, doloridos y agotados por la falta de descanso y el esfuerzo de mirar el cuaderno de notas con tan escasa luz. Cerró los párpados y frotó los ojos con suavidad, en la esperanza de aliviar tan molesto picor. Fue al abrirlos de nuevo cuando lo vio, sentado frente a él, observándole en silencio.
―Ya comenzaba a echarte de menos ―comentó tranquilo, convencido de que aquel repentino insomnio tenía alguna lógica motivación.
―He querido dejarte un tiempo libre para que disfrutaras de tu éxito.
―¿Mi éxito? ―preguntó con sonrisa incrédula―. ¿A qué te refieres?
―A la consecución del manuscrito.
―¿Eso supone para ti un éxito? Por mí puedes llevártelo cuanto antes y hacerlo desaparecer para siempre. No sé qué contiene, pero no me gusta. ¡No quiero tenerlo en mi poder!
―Siento oírte decir eso porque eres el único que puede guardarlo ―replicó el artista con tono un tanto socarrón.
―¡No puedes hacerme esto! ―protestó nervioso y enfadado, alzando la voz sin ser consciente de ello―. Ese documento no contiene nada bueno. Lo sé. Lo he sentido. Su simple tacto quema mis dedos.
―¿Lo has notado entonces? ―preguntó el genio tras abandonar la sonrisa y acercarse al pintor con gesto misterioso.
―¡Naturalmente! Y ¿quién no lo sentiría? Contenga lo que contenga ese manuscrito está maldito. De lo contrario no estarías tú aquí.
El anciano quedó pensativo durante un breve instante.
―Llevas razón y estás equivocado, a la vez ―sentenció.
―¡Explícate! ―exigió el pupilo, cansado de tanto secreto―. Estoy empezando a hartarme de tus misterios a medias.
―Si vuelves a gritarme así te dejaré con la duda y algún que otro palo sobre tu espalda. ¡Insolente! ―amenazó el orgulloso fiorentino.
―¡Lo siento! ―se disculpó Julio al reconocer que se había dejado llevar por los nervios y el mal humor.
―Eso me gusta más. Eres osado, pero no necio. ―El joven no supo si sentirse alabado o insultado―. Te decía que llevas toda la razón en cuanto a la maldición que rodea a ese manuscrito. Lleva siglos, milenios, pasando de mano en mano, guardado con el mayor celo para evitar que su lectura desate las Furias del infierno y las Diez plagas de Egipto. Por el contrario, te equivocas en cuanto a que cualquiera puede sentir su calor y adivinar el peligro que encierra. Tan solo los escogidos pueden llegar a notarlo.
―¿Vuelves otra vez con tus ideas sobre mí? ¿Cómo he de convencerte de que no soy ningún elegido?
―Si no lo fueras no te habría sido posible burlar la estricta vigilancia y hacerte con el documento.
―No me parece que haya estado tan bien vigilado, tampoco nos ha costado tanto obtenerlo.
―¿Te parece poco precio arriesgar la propia vida? ―Comenzaba a irritarse.
―No puede exponer la vida quien la ha perdido ―respondió Julio.
―No es mi vida la que está en juego, sino la tuya. ¡Majadero! ―gritó enfadado Miguel Ángel.
―¿Mi vida? ―preguntó él al tiempo que un profundo escalofrío le atravesaba la columna―. ¿Qué importancia puedo tener yo para todos esos personajes?
―Porque tú eres El Enemigo. El único que puede hacerles frente. Ningún otro se interpone en su camino.
―¡Estás completamente loco! Y no me digas que me calle porque no lo haré. ―Se levantó furioso y comenzó a deambular nervioso por el salón―. Yo no sé nada de todos estos misteriosos enredos que os gustaba urdir en el lejano Renacimiento. Ni tan siquiera me he preocupado en estudiar ni conocer las vidas de todos ellos, si no es en lo tocante al trato que pudieran tener contigo. Soy un artista, no un politiquillo clerical. ¿Lo entiendes?
―No soy yo quien tengo que entenderlo, sino ellos ―replicó obstinado el escultor.
―¡Pues al diablo con ellos y contigo! ―gritó fuera de sí―. Podéis iros todos directos al infierno a continuar maquinando vuestras sucias intrigas palaciegas, vuestras costumbres corrompidas y vuestros asesinatos en masa. Yo soy un hombre del siglo XXI que solo busca que le dejen trabajar tranquilo y amar a una maravillosa mujer con la que, quien sabe, poder formar una familia, tener hijos y envejecer.
―Ella ya forma parte desde el instante en que la has hecho partícipe del secreto ―criticó el escultor.
―No se te ocurra meterla en esto. ¿Me oyes? ―amenazó volviéndose furioso contra el anciano―. ¡Aléjate de ella! Bianca no tiene que saber nada.
―¿Saber el qué…?
Se volvió sobresaltado al escuchar la voz de su amante, corrió a la puerta de acceso y se interpuso entre amada y mentor.
―Bianca, vete de aquí. ¡No entres! ―ordenó desesperado.
―Te recuerdo que esta es mi casa ―dijo ella fríamente, mientras intentaba penetrar en la estancia a través del cuerpo del amante―. Te he oído hablar. ¿Con quién estás?
Julio volvió la vista hacia el lugar donde se encontraba el escultor, esperanzado de que hubiera desaparecido. Por desgracia, el viejo artista seguía en el salón, erguido y rígido, mirándolos a ambos en silencio.
Bianca logró por fin atravesar la férrea defensa y entrar en el penumbroso salón. Pronto sus ojos recayeron en la figura imponente del florentino. Fue tan fuerte la impresión que solo los brazos del joven evitaron que cayera al suelo, al ver, en medio de la noche, a tan extraño e inesperado visitante en su propia casa.
―Bianca... ¿Te encuentras bien? ―preguntó Julio, asustado ante el incipiente desmayo―. ¡Ven! ¡Siéntate!
La condujo al sillón que él antes ocupara y comenzó a abanicarla con la libreta de apuntes.
―¿Por qué no has desaparecido? ―criticó irritado al maestro, sin dejar de mover nerviosamente el cuaderno.
―¡No lo sé! Algo me lo ha impedido. Debía haberlo hecho. Se supone que solo soy visible para ti. No comprendo cómo ella puede verme.
―Toma, sigue abanicándola. Voy a buscar un vaso de agua a la cocina.
Salió disparado a la cercana cocina, en busca del alivio para su pareja. Mientras, el viejo escultor, movía de forma acompasada la libreta, sin dejar de observar a la mujer con mayor detenimiento que lo hiciera hasta entonces. Tenía unas bellas facciones, equilibradas y armoniosas, perfectamente alineadas en el conjunto de su rostro; frente despejada, mentón alargado y pómulos salientes, no en demasía. Los ojos cerrados no permitían ver la expresividad que los adornaba, la pequeña y algo respingona nariz le confería un cierto aire infantil, sus labios, no muy grandes, hablaban de perfección…
―¡Aléjate de ella! ―ordenó Julio no bien entró en la sala con el vaso de agua en la mano.
Tal vez la voz de su amado la hizo recobrar el sentido, pues abrió los ojos justo en el instante en que él llegaba a su lado y le acercaba el vaso a los labios.
―Bebe un poco. ¡Cariño! Tranquilízate, no pasa nada.
Ella volvió a fijar la vista en el desconocido con ojos de terror.
―¿Es…?
―Te presento a Michelangelo Buonarroti ―dijo él tras señalar al intruso con gesto ceremonioso.
Ella tuvo que beberse medio vaso de agua antes de poder pronunciar palabra.
―Entonces… ¿Es todo verdad? ¿No era tu locura?
―A no ser que nos hayamos vuelto locos los dos ―replicó Julio con ironía.
―¡Dios mío! Creo que voy a volverme a desmayar.
―No, ¡pequeña! Tranquila. En el fondo es mejor que lo hayas visto, al menos no dudarás de mis palabras. Si bien yo hubiera deseado que no pasaras por este trago.
―Siento mucho, señora, haberos asustado ―se disculpó el artista, luego de hacer una ceremoniosa reverencia.
Bianca se sintió estremecer al escuchar aquella voz profunda y cavernosa. Tuvo que agarrarse al brazo del amante para continuar con los ojos abiertos.
―No comprendo cómo ha podido ocurrir esto ―comentaba a Julio el genio―. Sólo le hallo una explicación y es que ella esté de alguna forma relacionada con nuestro cometido.
―¿Cómo va a estarlo? ―protestó él sin querer siquiera pensar en aquella posible vinculación―. La única relación es que está unida a mí.
―Pudiera ser, pero no tiene mucha lógica ―contestó el anciano con aire dubitativo.
―¿Estás mejor? ―Se volvió preocupado hacia ella que parecía haber recobrado el color.
―Sí. ¡Lo siento!
―No tienes nada que sentir. La culpa es solo mía. No debí haberme quedado aquí ―protestó, enfadado consigo mismo.
―De ningún modo. Prefiero que sea así, a pesar de haberme impresionado tanto. Ahora estoy más tranquila al saber que tu locura no existe. En el fondo pensaba que realmente estabas enfermo.
―Ya lo sé, ¡mi vida! Pero no deberías haber presenciado todo esto, ahora también tú estás implicada en este sucio negocio.
―Hija ―oyeron decir tras de ellos―. ¿Tenéis alguna relación directa con la Iglesia romana?
Ambos miraron al anciano que había vuelto a sentarse en actitud pensativa.
―No… ―respondió ella con miedosa timidez, asida con fuerza al brazo de su pareja―. Solo con respecto a mi trabajo de investigadora y por cubrir alguna noticia de prensa.
―¿A qué os dedicáis?
―Soy escritora y periodista.
―¿Escritora? ―preguntó el anciano interesado―. ¿Sobre qué escribís?
―¿Quieres dejarla en paz? ―protestó Julio, abrazándola con gesto protector―. ¿No te das cuenta de que está asustada?
―¡No! Déjalo, amore. ¡Estoy mejor! ―dijo ella―. He escrito varios libros de diferente temática, pero sobre todo soy biógrafa. He publicado diversas biografías sobre Dante Alighieri, Brunelleschi, Leonardo Da Vinci, Michel… Bueno, usted mismo, Giulio II…
El viejo se levantó del asiento al escuchar el nombre del Papa Guerrero.
―¿También habéis escrito e investigado sobre Giuliano II?
―Sí, el libro se publicó hace tres años. Fue un gran éxito en principio, aunque luego descendieron las ventas, aun así, considero que es uno de mis libros más populares, junto al de Dante ―según hablaba se reforzaba su confianza al sentirse más segura y animada.
―Tendríais que documentaros mucho para escribir ese libro ¿No es así? ―Su despierta mente trataba de recopilar el máximo de información que le permitiera aclarar el por qué, aquella intrusa desconocida, había sido capaz de visionarlo.
―Efectivamente ―reconoció con cierto aire de orgullo―. El escribir narrativa histórica conlleva un largo y tedioso trabajo preparatorio. Cualquier error puede dar al traste con el éxito del libro.
―Y… ¿Cuáles son vuestras fuentes?
Julio comenzaba a comprender el tortuoso camino que seguía la mente del artista florentino. En el fondo, buscaba algún nexo de unión entre el trabajo de investigación de Bianca y la peligrosa partida que los mantenía unidos. Dejó que ella fuera quien despejara sus sospechas y se mantuvo al margen de la conversación.
―Me abastezco de varias fuentes a la vez. En biografías de otros autores, antiguos y contemporáneos; enciclopedias, diccionarios y libros de distinto tipo; numerosas consultas en las distintas webs especializadas, etc. Si bien, mis puntos básicos de información los he tomado de la Biblioteca Vaticana, donde se almacenan miles y miles de datos sobre cada uno de los pontífices que han asumido la directriz del rebaño de Pedro.
Un veloz relámpago de inteligencia, apenas perceptible, cruzó por la mirada del genio. Sólo Julio fue capaz de adivinarlo, tal vez por la indiscutible unión que le ligaba al soberbio personaje.
―De todos modos ―prosiguió Bianca―. Ninguno de los libros escritos hasta el momento me ha llevado tanto trabajo de estudio e investigación como el actual sobre Gian Piero Carafa.
―¿Recabáis información del papa Paulo IV? ―De nuevo se puso en pie, movido por oculto resorte, y dirigió los pasos hacia donde ambos se encontraban.
Hasta el propio Julio se admiró de tan inesperada reacción y mucho más de la expresión de su rostro.
―¿Qué tiene de particular? ―preguntó a su vez, asombrado de tan brusco comportamiento.
―Si tu dama lo está investigando, ella misma puede decírtelo.
Julio miró a Bianca que, tan sorprendida como él, no se atrevía a decir palabra.
―Yo… No sé… ―tartamudeó, sin comprender muy bien a qué se refería.
―Contadle que, gracias a él, millares de personas murieron atormentadas y descuartizadas, en nombre de la Santa Inquisición, sin respetar, rango, creencias o estado. Bastaba el no comulgar con sus fanáticas ideas para caer en desgracia y pasar a engrosar las listas de los ajusticiados por el Santo Oficio. Habladle de cómo no hubo hombre, mujer o niño al que se le permitiera exponer sus ideas en público, bajo pena de excomunión y muerte.
Julio miró a su compañera que asintió con un ligero gesto de cabeza, corroborando cuanto acababa de exponer el escultor de Caprese.
―Podríais referirle la brutal persecución que organizó contra escritores y editores, mediante la edición del Index Librorum Prohibitorum[34]. Prohibió la publicación de todo texto que no pasara por la censura inquisitorial, cuyo máximo representante era él mismo. Grandes obras de la historia, aun las propias de los antiguos, fueron prohibidas, quemadas y destrozadas, dictando sentencia de muerte para aquellos que las poseyeran u osaran leerlas.
»Ni la Biblia se salvó. Primero la aceptada por Lutero y seguidores y después la propia admitida por la Iglesia ―dirigió su mirada al pintor―. ¿Sabías que durante años estuvo prohibido que ningún hombre o mujer, que no fuera religioso, tuviera su propia Biblia? Yo arriesgué mi vida al mantener una Biblia de bolsillo en mi casa. No querían, más bien, no podían permitir que el pueblo y las buenas gentes conocieran la verdadera palabra de Cristo, a no ser transformada por su particular e interesada versión. Habría sido peligroso que se hubieran hecho conjeturas sobre las enormes diferencias entre los mandatos divinos y su vergonzante forma de vida.
―En eso tampoco es que hayamos avanzado mucho ―admitió Julio con irónica sonrisa―. Tampoco hoy en día interesa que los pueblos piensen por sí mismos. Es demasiado peligroso.
―Es cierto ―admitió Miguel Ángel―. Pero no te condenan por ello como en aquella sombría etapa de terror. Piero Carafa organizó una auténtica caza de científicos e intelectuales, con la excusa de desavenir las reglas eclesiásticas.
―¿Cómo es posible que, con semejante despotismo, las gentes no se alzaran contra su tiranía?
―Por lo que acaba de decir él ―intervino Bianca tras señalar al anciano ―. La pobreza y la incultura son fieles aliados de los grandes. En aquella época era un verdadero privilegio no ser analfabeto para el pueblo común. La gente se levantaba, trabajaba, mal comía y volvía a acostarse, siendo su mayor preocupación encontrar sustento y refugio. No podían permitirse el lujo de oponerse a los grandes señores y, mucho menos, al papa. Eso si no tenían la desgracia de pertenecer a otra étnica o religión diferente de la católica.
»Es de todos conocida la bula Cum nimis absurdum, mediante la cual se recordaba a los cristianos que los judíos, al haber sacrificado al Hijo de Dios, habían quedado malditos para la posteridad, lo que les condenaba a subsistir solo bajo la condición de esclavos. Fueron confinados en un gueto restringido del Rione di Sant’Angelo[35], obligados a lucir sombrero glauco los hombres y velo o mantón de igual color las mujeres para poder ser identificados. Tenían orden de volver al barrio antes del anochecer, bajo estricta pena de muerte. Se les confiscaron los bienes que debieron restituir a cualquier cristiano que lo pidiera, negándoles el tratamiento de señor y el ejercicio de su profesión entre los cristianos, así como cualquier tipo de relación social o humana con católicos.
―Sigo sin comprender cómo el propio pueblo no arrojó del solio papal a semejante monstruo ―repitió Julio mientras se movía incómodo en el sofá, incapaz de dominar su indignación.
―Realmente lo hizo ―aclaró Miguel Ángel―. Apenas se conoció su muerte, con el cuerpo del pontífice aún caliente sobre el lecho, el pueblo romano se amotinó y asaltó el edificio del Santo Oficio en Roma. Hartos de los injustos rigores de su pontificado, quemaron y destruyeron cuanto hallaron a su paso, dejando en libertad a todos los prisioneros allí encerrados. Para demostrar su odio y repulsa a Paulo IV derribaron e hicieron añicos la gran estatua que se erguía en la Colina Capitolina, erigida en su memoria.
―En mi opinión esperaron demasiado ―comentó el pintor sin quedar muy satisfecho con aquellas aclaraciones―. Deberían haberle dado un escarmiento en vida.
―El peso de la venganza inquisitorial era demasiado fuerte para aquellas pobres gentes ―justificó el artista con voz triste―. Tendrías que haber contemplado los escalofriantes medios de tortura utilizados. Yo, por desgracia, tuve la ocasión de conocer a más de uno de aquellos desdichados que, si bien lograron sobrevivir, perdieron algo más importante y precioso para el ser humano que la vida: la dignidad y el orgullo.
Un profundo silencio acompañó sus palabras. Cada uno de los presentes parecía imaginar cómo se habrían desarrollado aquellos macabros acontecimientos en la ya lejana época renacentista, donde el hombre comenzó a tomar conciencia de su propia valía en el universo, como centro indiscutible del mundo, alejado y liberado de la oscura y triste concepción medieval.
―Pero… Estamos perdiendo un tiempo precioso. ―Miguel Ángel se levantó e invitó a su discípulo a seguirlo―. Tenemos que marcharnos.
―¿Adónde? ―preguntó Bianca, con expresión de asombro y miedo.
―A conocer a una de las fichas más importantes de nuestra partida.
―¿Quién es? ―preguntó Julio, apenado de que ella quedara preocupada con su ausencia.
―Tu dama acaba de nombrarlo ―contestó con voz solemne.
―¡Gian Pietro Carafa! ―exclamó ella asustada―. ¡No vayas, Julio, ¡por favor!!
―¡Mi vida, tengo que ir! Antes de que te des cuenta estaré de vuelta contigo ―aclaró él, intentando serenarla, aunque no muy convencido de sus propias palabras.
―¡No quiero que vayas! ―repitió ella al tiempo que tiraba de su brazo para impedir que fuera hacia el mentor― ¡Te lo prohíbo!
Julio la miró con una sonrisa en los labios, enternecido ante aquel desesperado arranque posesivo. Hubiera deseado besarla con arrebato, tan hermosa le parecía en aquellos momentos.
―¡Date prisa, muchacho! ¡Vámonos! Ellos nos están esperando.
―No le hagas caso, Giulio. ¡No le sigas! Tú no conoces a ese hombre, fue fanático y sanguinario.
Las lágrimas acudían a sus ojos, empujadas por el miedo y la angustia.
―Mio amore. Non mi lasciare![36] ―gimió agarrada a su enamorado.
Miguel Ángel miraba enternecido el dolor de aquella hermosa mujer que rogaba sumida en lágrimas, plena de amor y ternura hacia el ser amado. Por un momento, tan solo por un breve instante, deseó ser su pupilo, con el único deseo de sentir la dulce emoción de saberse el motivo de semejante prueba de amor.
Julio olvidó al maestro, emocionado y enamorado perdido. Cogió entre los brazos a Bianca y transmitió, con un lungo[37] y ardoroso beso, todo el amor y la pasión que lo inundaba. Durante unos instantes, el mundo perdió importancia ante él. Solo por aquel beso merecía la pena vivir.
―¡Espérame! ¡Vida mía! ―murmuró, sin dejar de mirar sus ojos.
Se separó de ella y fue en busca del anciano que, emocionado ante aquella escena, no se atrevía a intervenir. Solo cuando este alargó el brazo tomó su mano con decisión.
―¡Nooooooo…! ―gritó Bianca aferrándose a su cuello…
**********
―¡Bianca! ¿Qué has hecho? ―Estaba consternado. Sin poder creerse todavía lo que acababa de ocurrir―. ¿Cómo has sido capaz de cometer semejante locura?
Sujetaba a la mujer que, atontada y temblorosa, no cesaba de llorar, enganchada a él.
―¡Devuélvela ahora mismo a su mundo! ―pidió al anciano escultor.
―¡No puedo hacerlo! ―respondió Michelangelo, confundido con cuanto sucedía.
―¿Cómo que no puedes hacerlo? ―gritó Julio fuera de sí―. ¡Sácala de aquí! ¡Ahora mismo!
―¡No me iré sin ti! ―intervino ella con acento resuelto.
―De todos modos no podría hacerlo ―aseguró el genio.
―¿Qué estás diciendo? Tú puedes moverte en el tiempo. Estoy harto de que me lleves de un lado para otro una y otra vez. ¿Qué te impide hacerlo ahora?
―No hijo. No soy yo quien te transporta. Yo soy solo un instrumento, tu contacto más directo.
―¿Quién entonces? ―exigió colérico.
―Algo muy superior a ti y a mí. La misma Fuerza que me ha mantenido casi cinco siglos, expectante, en este mundo intermedio entre la vida y la muerte. Con cuerpo de hombre vivo y pensamiento de muerto.
―Pues pídele a esa Fuerza que la saque de aquí, que la aleje del peligro. Me queríais a mí ¿no?, pues ¡aquí estoy! ¡Dejadla volver a ella!
―Por desgracia no soy quién para cuestionar sus decisiones. Todo esto es muy extraño ―comentó para sí―. Ella no debería haberme visto, ni mucho menos haberse trasladado en el tiempo. Si eso es así, será porque tiene algún desconocido cometido en esta peligrosa aventura.
Julio se soltó de Bianca que seguía aferrada a él, sin querer apartarse de su lado, y se dirigió al genio con gesto compungido.
―Maestro ―rogó―, si de verdad me has acompañado como dices a lo largo de la vida, tienes que saber lo que esta mujer significa para mí. Yo no he dudado en seguirte en este loco juego ni aún ante el riesgo de perder la vida. Estoy dispuesto a llegar hasta el final por seguirte, pero… ¡te lo ruego! No la mezcles a ella en este sucio asunto. ¡Déjala al margen!
El anciano fiorentino observaba a ambos con tristeza en la mirada, sentía una aguda lacerada de dolor en el viejo corazón, al tiempo que la ya olvidada rebeldía lo transportaba a sus ardientes años juveniles. Hubiera dado parte de sí mismo por poder ayudarlos, pero… ¿Cómo dar lo que no se posee? ¡Él ya no existía!
―Muchacho, te prometo por mi honor de gentilhombre que la protegeré de cualquier peligro que pueda amenazarla ―dijo, acompañando su juramento con gesto grave y serio.
―¡Podéis traer al infiel ante Nos!
Los tres se miraron perplejos al escuchar aquellas voces en la lejanía. La anterior conversación había tenido lugar en un pequeño gabinete, ricamente adornado con tapices color granate, ribeteados con elegantes y lujosos flecos dorados. Las paredes se veían decoradas en la práctica totalidad, a excepción de alguna columna cubierta con imágenes estucadas, de hermosos frescos pintados que representaban diferentes escenas, en su mayoría religiosas, de extraordinaria belleza y preciado colorido.
Varias eran las personas que se aproximaban a donde ellos se encontraban, a juzgar por los diferentes tonos de voz que comenzaban a escucharse, cada vez con más clara nitidez. Entre todas sobresalía, por encima de las demás, una voz gastada y avejentada, pero firme y con arraigado poder de mando.
―¡Venid conmigo! ―susurró a media voz el genio. De inmediato abrió una pequeña puerta, que ejercía de trampantojos, disimulada en medio del hermoso fresco de una de las paredes de la antesala―. Por aquí. ¡Seguidme!
Entraron en una sala que aparecía apenas iluminada con algunos velones soportados por robustos candelabros a lo largo de las paredes. Ellos podían observar cuanto ocurría en la estancia sin ser vistos, gracias a la tupida celosía de madera que permitía ver con bastante claridad. Nada más se cerró la pequeña puerta que les había servido de acceso, vieron y oyeron a un grupo de personas que, en número de cuatro, hacían acto de presencia en la inmensa habitación. Uno de ellos se acercó a encender dos enormes velas que, sobrepuestas en altos soportes de hierro forjado con robustas peanas, contribuyeron a completar la iluminación de la estancia, lo que permitió a los curiosos intrusos ver cuanto en ella se encerraba.
El cambio de ambientación era tan grande que semejaba que se hubieran desplazado, escaleras abajo, a la más lúgubre y sórdida mazmorra de un viejo castillo medieval. Lejos quedaban los preciosos cortinajes de rico y tupido terciopelo, ninguna bella pintura ni tapiz enriquecía ni hermoseaba aquella sombría sala. Tampoco se veía adornada con coquetos y lujosos muebles de estilo, cuya mejor utilidad es la de alegrar la vista de cuantos admiraban la paciente labor artesana de sus creadores. Las artísticas cristaleras, laboriosamente emplomadas, que adornaban los amplios ventanales se mostraban tapiadas, cerradas y selladas con hermetismo desde afuera, sin dar posibilidad a que penetraran los beneficiosos rayos solares, como tampoco curiosas miradas no deseadas. Apenas dos sillas de madera podían verse diseminadas, en el conjunto de la enorme estancia, acompañadas de un soberbio sillón de castaño, de artística y elaborada talla, cuyo elevado respaldo se erguía, orgulloso y desafiante, encima del pequeño pódium, en uno de los extremos de la sala. Desde él era fácil dominar cualquier rincón de la misma, sin necesidad alguna de moverse del asiento.
El anciano de voz autoritaria entró en la habitación, seguido de otros tres individuos. Se dirigió con paso decidido hacia el pequeño montículo donde se encontraba el llamativo sillón y tomó asiento sin ningún tipo de ceremonial. Mientras, uno de los acompañantes se ocupaba en encender los dos enormes velones.
Se trataba de un hombre mayor, casi octogenario, delgado y de estatura media. Su rostro, de frente ancha, nariz un tanto aguileña, pobladas cejas y espesa barba grisácea, pudiera hablarnos de un anciano que aguarda paciente el paso tranquilo de las horas, sin exigir grandes cosas a la vida. Sólo la firme resolución de sus finos y arrugados labios, apenas perceptibles entre el poblado bigote, unida a la dura y fiera mirada, impregnada de arrogancia y odio hacia todo y todos cuantos le rodeaban, describirían con total precisión el dominante carácter de aquel personaje, en el que el fanatismo y la intransigencia eran las tarjetas de visita dominantes.
Michelangelo y sus acompañantes seguían sus movimientos en absoluto silencio, sin apenas respirar, intentando acostumbrar las sorprendidas pupilas a la sombría estancia. Gracias a la luz despedida por los dos bloques de cera, se presentó a su mirada cuanto aquel habitáculo encerraba.
Lo primero que llamó su atención fueron los diversos aparatos y utensilios que aparecían colocados, sin un orden aparente, a lo largo del cuarto. Eran muchos y variados. Casi en el centro se encontraba una enorme rueda doble en cuyo eje se ajustaba la larga manivela de hierro que servía para hacerla girar. Algo más alejada aparecía una especie de armadura, de tosco y robusto acero que, mediante la acción de unas bisagras, permitía abrirla, lo cual dejaba libre la visión del interior, hueco, aunque adornado por unas punzantes y afiladas púas, estratégicamente repartidas a lo largo de todo ella, desde la parte de la cabeza hasta los pies, sin que ninguna zona del cuerpo pareciera quedar libre de su contacto. Se trataba de la Virgen de hierro o Virgen de Nüremberg[38].
A su lado, arrinconada, se encontraba la Pirámide de Judas, un artefacto de forma piramidal sobre el que se dejaba caer a la víctima desde lo alto para que su afilada punta se clavara en la zona anal o los genitales.
En la parte del fondo de la sala se mostraba a la vista un extraño sillón, construido en rústica madera sin tratar; la morbosa originalidad de este tosco asiento la conferían los centenares de clavos que dejaban ver y sentir los puntiagudos extremos en respaldo, asiento y reposabrazos que, junto a robustas correas de cuero con que inmovilizar al individuo, hacían de aquel aparato uno de los más temidos y utilizados.
Toda suerte de tenazas, ganchos, tijeras, grandes serruchos, cuchillos y objetos punzantes y cortantes de curiosos y escalofriantes tipos, difíciles de imaginar para una mente no enferma, completaban el atrezo de aquel dantesco escenario de suplicio y dolor.
Se encontraban en el interior de una de las salas de tortura del Santo Oficio Romano, situada dentro del propio Vaticano, muy cerca de las habitaciones del pontífice.
Los improvisados intrusos miraban con expresión incrédula y horrorizada todos aquellos elementos de sádica tortura. Aún el propio Miguel Ángel no podía evitar un continuo escalofrío a la vista de aquellas aberraciones que la mente humana había sido capaz de ingeniar. Por indulgencia divina, en más de una ocasión, se había visto liberado de probar semejantes aparatos. Sólo su buena suerte o, tal vez, la gloria alcanzada en vida con su arte, lo habían salvado de sufrir semejante vejación.
Por su parte, Julio, sentía bullir la sangre en las venas a la vista de aquellos instrumentos, en tanto trataba de imaginar los sentimientos de aquellos desgraciados que se vieron obligados a probar semejante barbarie. Apretaba contra el pecho a su enamorada, en un vano intento de liberarla de la visión de aquel horrible espectáculo, con desesperado instinto de protección y culpa por haber permitido que entrara en aquel maldito juego de locos.
Bianca se aferraba a su cuerpo, temblorosa y asustada, con los párpados fuertemente apretados para evitar la vista del macabro contenido de aquella sala. Ella había estudiado y analizado en numerosas ocasiones todos aquellos aparatos de tortura, hasta en sus más mínimos y morbosos detalles, en libros e incunables que hablaban de la barbarie que el Santo Oficio desarrolló en esos negros y vergonzantes años de oscura represión religiosa y moral. Si bien, cuanto abarcaba su mirada en aquellos momentos tenía cuerpo y forma, no eran tan solo caracteres escritos sobre papel.
―¡Traed aquí al condenado! ―ordenó el anciano Paulo IV, que no era otro quien se disponía a presenciar y dirigir aquel santo interrogatorio.
Uno de los acompañantes, el mismo encargado de encender las grandes velas, salió rápido a cumplir la orden. Regresó a los pocos minutos arrastrando tras sí a un pobre desgraciado, vestido con un sencillo hábito marrón hecho jirones, sucio y demacrado, de mirada ausente y gesto atemorizado que, no bien se vio ante el sumo prelado de la Iglesia, clavó los ojos en el suelo, sin atreverse a dirigir la mirada a tan distinguido verdugo.
―Fray Benedicto ―comenzó a decir el papa, con voz y gesto tranquilos―. Siempre os habéis distinguido por ser un hombre de Dios. Nos, estimamos la labor que venís desarrollando dentro de nuestra Santa Iglesia en el convento de San Francisco, desde años. ―Lo miraba con ojos fríos y sagaces que intentaban descubrir, en cada movimiento, sus más ocultos pensamientos y emociones―. Es por ello que, Nos, estamos entristecidos y apesadumbrados ante vuestra incomprensible obstinación y mutismo. Os pedimos, «humildemente», que informéis a este santo tribunal de cuantos participantes conozcáis que actúan, envilecidos, en contra de la sagrada fe cristiana, con el fin de purificar sus almas y reconducirlos, si ello fuera posible, al verdadero sendero de Dios.
Esperó en silencio algún tipo de reacción en el prisionero. Por desgracia, ningún indicio partió de aquel desdichado que, con la cabeza baja, hombros caídos y aspecto enfermizo, escuchaba sin oír, en apariencia, el soliloquio del papa.
Un momentáneo gesto de rabia desfiguró el rostro del anciano religioso. Fue rápido y pasajero, casi imperceptible para los presentes.
―Nos, os aconsejamos que no persistáis en vuestro equivocado proceder. Sabéis que disponemos de métodos y medios para sacaros cualquier tipo de información que precisemos. Ya habéis conocido alguno de ellos. No nos obliguéis a enseñaros ningún otro.
De nuevo el silencio y la inmovilidad fueron la sola respuesta a tan directa amenaza.
―¡Levántale la cabeza! ―ordenó a uno de los cardenales que participaban en el interrogatorio para que obligara al prisionero a mirarlo cara a cara―. Comenzáis a irritarnos con vuestra actitud desafiante. ¿Vais a hablar?
El pobre fraile, obligado a dirigir los ojos a su juez, no rechazó en ese instante el enfrentamiento visual y, mirando al religioso con más odio y desprecio que miedo, dejó que las palabras fluyeran de su boca, con voz ronca y apagada, apenas audible, tras el voluntario mutismo anterior.
―Vuelvo a repetirlo por decimonona vez, santidad. ¡No sé de qué me estáis hablando!
―¡Mientes, miserable embustero! ―exclamó el viejo papa tras levantarse airado del sillón que ocupaba―. Sabemos que eres parte de esa maldita secta de I Spirituali. Tú y los tuyos no sois sino escoria pagana, encubiertos seguidores de las envenenadas doctrinas de Lutero. ¿Crees, sucio imbécil, que no conocemos vuestras secretas reuniones? Podría deletrearte una larga lista de nombres asiduos a esas prohibidas prácticas clandestinas.
―Si tanto sabéis, ¿a qué me preguntáis? ―respondió el afligido monje en un arranque de desafiante orgullo.
―¡Osado puerco! ―gritó el pontífice, indignado ante aquellas retadoras palabras―. Te juro que esta noche lamentarás haber hablado a tu prelado con lengua tan ligera y mordaz. ¡Atadlo a la rueda! ―vociferó a los esbirros con gesto descompuesto.
Los tres hombres no esperaron ninguna otra orden, se abalanzaron sobre el indefenso frate y lo arrastraron, a pesar de sus esfuerzos, a la enorme rueda que se alzaba monstruosa en medio de la habitación. Allí le ataron con fuertes correas de cuero los pies y manos hasta inmovilizarlo por completo, de tal modo que sólo la cabeza tenía cierta libertad de movimiento.
Mientras, el justiciero papa, había vuelto a retomar la posición anterior, a la espera, paciente y malhumorado, de que finalizaran los preparativos.
―¿Vas a hablar? ―preguntó más sereno, conocedor de que el dolor corporal desataba las lenguas más reacias.
―No escucharás de mis labios nada que te satisfaga ―desafió el torturado, perdido todo respeto y discreción.
―¡Girad la rueda un punto! ―gritó colérico ante aquel nuevo desafío.
Un fuerte y prolongado chasquido de huesos, tejidos y tendones desgarrados, inundó la cavidad sonora de la sala, al mismo tiempo que un desgarrador alarido de dolor brotaba de la garganta de la infortunada víctima.
―¿Hablarás? ―volvió a preguntar el viejo Paulo, después de indicar por señas al encargado de la enorme manivela que relajara por unos momentos la tensión.
―¡Jamás! ―aseguró el valiente fraile, sin apenas voz ni aliento. Sumido en un horrible espasmo doloroso que había acabado de desencajar sus ya de por sí famélicas facciones.
―¡Girad doble punto! ―ordenó con rabia― ¡Veremos hasta dónde llega tu terca estupidez!
Dos vueltas de tuerca volvieron a «deformar» el cuerpo del infeliz desdichado que, a punto estuvo de perder el sentido a causa del intensísimo dolor en cada una de las articulaciones tan salvajemente destrozadas.
Bianca se mordía los labios, intentando evitar el grito. Sentía cómo el llanto se deslizaba por las mejillas mientras trataba de ahogar los quejidos en el fondo de su garganta. Julio miraba horrorizado aquella salvaje escena, sin dejar de abrazar a su compañera al tiempo que procuraba contener la furia e indignación que invadía su ánimo ante tan cruel injusticia. Por su parte, Michelangelo, contemplaba aquel suplicio sumido en el más absoluto silencio; inundadas las cuencas de los viejos ojos, apretados los puños y conteniendo, a duras penas, los deseos de venganza contra aquellas despiadadas alimañas con forma humana.
―¡Habla, figlio di cagna![39] ¿Quiénes son los cabecillas de I Spirituali ―volvió a exigir el anciano religioso, según arrojaba el sombrero, de fina seda granate, que lo había protegido desde su entrada y que dejaba al descubierto una más que acusada calvicie―. El cardenal Pole está entre vuestros elegidos. ¿No es cierto? ¡Habla de una vez! Sporco maledetto![40]
―Yo no sé nada ―pudo decir al fin el reo, con un débil hilo de voz, agotado y atormentado física y mentalmente, mientras una bocanada de pastosa y negra sangre brotaba de la desencajada boca.
―¡Mientes, blasfemo impío! Deberías sentir vergüenza de manchar y deshonrar las sagradas vestiduras de tu congregación.
―¿Le doy otra vuelta de tuerca más, zío?[41] ―preguntó Carlos Carafa, el verdugo encargado de aplicar la tortura al desgraciado fraile, quien parecía disfrutar de la escena con mirada brillante por el sadismo que poblaba su mente deformada.
―¡No, espera! ―ordenó el protector―. ¡Dejémosle recapacitar! Tal vez la sensatez le haga entrar en razón.
―Una sabia observación, venerable Santidad ―intervino el otro cardenal hasta entonces, simple espectador.
―¿Os ablandáis, cardenal Salviosi? ―preguntó el pontífice con irónica sonrisa.
―¡De ningún modo, reverencia! Solo opino que, si forzamos demasiado la máquina, acabaremos por provocar su muerte y eso nos dejaría sin un valioso elemento en nuestra investigación.
―Sensatas razones, Salviosi. A ver si aprendes querido Carlo, en ocasiones la paciencia es una gran virtud. La vida de este desgraciado no vale un ápice para Nos, pero reconocemos que nos es necesario para descubrir a sus cabecillas, por ello es preciso tener paciencia, sobrino. Lo malo será que no nos dure demasiado. Tenemos que conseguir una confesión cuanto antes. ¡Forzad la manivela pero sin exagerar la tensión! Si pierde el conocimiento no será útil y habremos perdido la jornada.
Carlo Carafa se dispuso a retomar su lúgubre faena, no muy conforme con tantos miramientos. Giró la manivela y mantuvo la tensión para no permitir la relajación del pobre desgraciado, provocando de nuevo la rotura y el desgarro de ligamentos, venas y tejido muscular de gran parte de su cuerpo.
―¡Piedad! ―suplicó el infeliz religioso, incapaz de soportar por más tiempo tan atroz castigo ―. ¡Matadme de una vez!
―Eso desearías, ¡perro sarnoso!, pero aún te queda mucho que padecer si te encierras en tu silencio.
―¡En nombre de Dios! ―imploró el pobre frade, en los límites del paroxismo del dolor―. Si alguna vez en vuestra vida fuisteis realmente un hombre de Dios… ¡Tened piedad de mí!
―Dame la lista de tus jefes y permitiré que te pudras en una sucia mazmorra ―concedió el iracundo pontífice, tras mirarlo con desprecio.
El miserable desgraciado debió valorar unos instantes tal posibilidad, pareciéndole aún más espantosa de aquello que había ya soportado. Al fin y al cabo, poco más podría resistir el destrozado cuerpo. Tal vez por ello hizo acopio del valor que le permitía la propia desesperación y se encaró al viejo:
―Puedes arrancarme la piel a tiras, satánico asesino, pero jamás oirás salir de mi boca nombre alguno. ―Hizo un esfuerzo supremo y estirando el agarrotado cuello arrojó un escupitinajo en dirección a donde se hallaba el pontífice―. Con el último hálito de mi aliento escupo sobre tu asquerosa persona. ¡Indigno representante de Cristo!
Paulo IV se levantó furioso e iracundo, fue hacia el osado fraile y abofeteó su cara con toda la violencia que le permitían sus ya gastadas fuerzas de octogenario. Pronto dos regueros de sangre brotaron de las macilentas mejillas del condenado, provocados por las heridas que el grueso anillo papal le había inferido con sus golpes.
―¡Aprieta hasta descoyuntar sus huesos! Si no quiere hablar ya no nos es de ninguna utilidad ―ordenó, llevado por la furia, a su sobrino que no dejaba de mantener la manivela en tensión―. Pero antes… ¡Cortadle la lengua y arrojádsela a los perros!
Bianca sintió que iba a desvanecerse tras la tensión mantenida durante aquel salvaje interrogatorio. Tan solo el miedo por su amado y ella misma, la habían mantenido en silencio y ayudado a retener las lágrimas, sin dejar de temblar en brazos de Julio que, al igual que ella, también temblaba, pero de rabia e impotencia.
―¡No! ―oyó decir.
En principio no fue capaz de identificar la dirección de aquella voz firme y vigorosa que acababa de entrar en escena.
―¡Aparta tus asquerosas manos, infame desalmado, del cuerpo de ese hombre santo!
Todos los presentes en la sala fijaron los ojos en Miguel Ángel que, sin poder soportar por más tiempo aquellas infamantes bestialidades, avanzaba sereno y arrogante hacia el centro de la estancia.
―¡El Buonarroti! ―exclamó Carlo, verdaderamente asombrado, tanto, que soltó la maléfica manivela del instrumento de tortura, lo cual permitió que el maltrecho cuerpo del moribundo fraile se destensara por unos instantes.
―¿Qué hacéis vos aquí? ―preguntó Paulo no bien consiguió salir del asombro ante aquel inesperado intruso―. ¿Cómo habéis osado entrar en mis dependencias particulares?
―Sabes muy bien a lo que vengo ―contestó el fiorentino desafiante, tratando de igual a igual al máximo representante de la Iglesia, con lo cual demostraba su desprecio―. La hora está próxima. Nuestra partida inconclusa exige un final y esta vez… no terminaremos en tablas.
―¡Prendedlo! ―vociferó el papa, echado hacia atrás para dejar espacio a sus secuaces y, de paso, evitar cualquier tipo de agresión.
Los otros religiosos se abalanzaron sobre el genio que, con inusitada agilidad logró esquivarlos tras saltar hacia uno de los laterales. Si bien, eran tres hombres, algunos bastante más jóvenes que él, poco pudo resistirse a tan desigual ataque. Luego de unos instantes de continuo forcejeo consiguieron reducirlo e inmovilizarlo, al menos por el momento.
―¡Soltadlo, asesinos!
Escucharon detrás de ellos. Todos quedaron asombrados al ver al papa Paulo IV que, con la punta de su propio puñal en el cuello, miraba aterrado al desconocido atacante que lo mantenía inmovilizado por el miedo. Julio, al ver en peligro al admirado maestro, corrió en su ayuda sin pensárselo. Con sagaz mirada descubrió, colgado del cinturón del pontífice, el pequeño y lujoso puñal que parecía provocar su atención, aun en la distancia.
―¡Os he dicho que lo soltéis! ¡Cabrones! ―exigió Julio clavando la punta de la pequeña y afilada hoja en la yugular del pontífice.
Un fino hilo de sangre comenzó a chorrear a través del arrugado cuello, lo que provocó un abundante y frío sudor en la frente del viejo papa, quién creyó llegado el final de sus días.
―¡Soltadlo, imbéciles! ―chilló con un desesperado gemido a los fieles seguidores―. ¿O pretendéis que me mate?
No fue muy rápida la reacción a esa orden, tal vez, porque más de uno de los presentes no se hubiera entristecido demasiado si el anciano pontífice no hubiera vuelto a ver la luz del nuevo día. Tras unas pequeñas vacilaciones, los tres inquisidores soltaron la presa, quien no quiso perder tiempo con semejantes subalternos. Fue derecho hacia Paulo IV y se encaró con el aterrado pontífice que lo miraba con ojos desorbitados por el miedo.
―¿Qué se siente al convertirse en víctima? ―preguntó sin poder desligarse de su increíble tono burlón―. Querías descuartizar a este pobre hombre solo por enterarte del nombre de los componentes del grupo de I Spirituali. ¿No es cierto? ¡Sabandija inmunda! Pues bien, no es necesario que continúes tu tortura. ¡Yo soy un miembro de la Santa Hermandad de I Spirituali! Uno de los que ha jurado derrocarte del trono que tan injustamente ocupas. Llevo siglos a la espera de este momento y, ¡por fin!, Dios nos va a permitir mandarte a lo más profundo de las sinuosidades abismales, en compañía de tus bastardos, para que vivas una eternidad de sufrimiento y miseria, purgando cada uno de tus execrables crímenes y atrocidades.
―Imaginaba que también tú estabas metido en esta pagana secta. No eres sino un vil artesano que has precisado vivir del trabajo de tus manos. Indigno de medirte con los grandes señores.
―¡Cállate, viejo loco! Mi estirpe está muy por encima de la tuya. ¡Asqueroso napolitano! Mis manos encallecidas no han hecho sino servir a Aquel que me concedió al nacer el don de crear la belleza. Por el contrario, las tuyas, están llenas de cadáveres que llegarán a pedir cuentas el día final de los tiempos. Tiembla entonces, pues la justicia del Sumo Hacedor caerá sobre ti con toda su divina cólera.
En medio de este enfrentamiento verbal ninguno de los dos visitantes llegó a darse cuenta de que, el cardenal Salvatieri, de manera lenta e imperceptible, se había desplazado hasta quedar justo detrás de Julio que, interesado en tan jugosa conversación, no llegó a adivinar la estratagema seguida por el sagaz inquisidor.
―¡Giulio, a tu espalda! ―oyó decir a Bianca que, perdido todo miedo y prudencia, salió del escondite que la había mantenido alejada y protegida, hasta el momento, de cuanto en la sala ocurría.
Él volvió la cabeza en dirección a la amante durante unos breves segundos, momento que aprovechó el pontífice para escurrirse de su acoso, al mismo tiempo que el cardenal Salvatieri se abalanzaba sobre él para intentar quitarle el puñal.
Los instantes que siguieron fueron de completa confusión y desorden. Julio trataba de liberarse de la presión que ejercía sobre su garganta el citado cardenal. Paulo IV corrió a buscar refugio junto al sillón. Presionaba y se frotaba, dolorido, la pequeña herida que, no obstante, continuaba sangrando de manera aparatosa. Carlo Carafa fue derecho a prender a la mujer que, asustada, corría por toda la estancia, en un intento de evadir al perseguidor. Poco tardó este en detener su carrera y arrastrarla hacia el lugar en que se encontraba su tío. Por su parte, Michelangelo, luchaba cuerpo a cuerpo con el cardenal Roncini, el cuarto integrante del grupo de inquisidores eclesiásticos.
En apenas unos minutos, la situación inicial había dado un vuelco de ciento ochenta grados. Julio había sido reducido con la ayuda del papa que, tomando del suelo el puñal que antes blandiera el joven pintor, se lo colocó a la altura del pecho, gritando:
―¿Quién tiene que sentir ahora miedo?
―¡Noooooo…! ―gritó Bianca que intentaba deshacerse del asqueroso abrazo que la mantenía inmóvil y abalanzaba el cuerpo en un intento de ayuda a su pareja.
―¡Detente, desdichado! ―clamó Miguel Ángel con gesto solemne, abandonada la lucha contra el oponente―. ¡Nada puedes contra él!
―¿Qué estás diciendo? ¿Acaso él es…? ―preguntó el viejo asombrado, con las pupilas dilatadas por el temor y el espanto.
―¡El Elegido! ―le informó el escultor―. El único capaz de anular tu poder.
Gian Piero Carafa retrocedió con el miedo reflejado en el rostro, como si de una espantosa aparición infernal se tratara. El puñal cayó de la mano que, sin fuerza alguna, quedó suspendida en el aire, sin que su dueño hiciera intención de recuperar la posición inicial.
―Tal vez El Elegido tenga ese extraño poder, pero no la mujer ―exclamó Carlo retorciendo el brazo de Bianca hasta arrancarle un agudo grito de dolor.
―¡Suéltala, hijo de perra! ―gritó Julio tras apartar al asustado pontífice de su camino para acudir en ayuda de la escritora.
Apenas dos zancadas le bastaron para llegar a donde el miserable inquisidor no cesaba de torturarla para así evitar que huyera de su acoso. De un fuerte tirón arrancó el preciado trofeo de manos del antiguo mercenario, haciéndole tambalear. Una vez vio libre a Bianca, comenzó a propinar una auténtica lluvia de golpes sobre el cardenal Carafa que, a duras penas, lograba defenderse de aquel vigoroso ataque. Julio sentía duplicadas sus naturales fuerzas. La indignación y la furia contenidas durante tanto tiempo, redoblaron sus posibilidades, de tal manera, que poco tardó en arrojar al contrincante al duro suelo, lleno de moretones y magulladuras y las ropas empapadas de la sangre que, en abundancia, corría por la rota nariz.
Antes de que los otros jueces inquisitoriales pudieran reaccionar, Michelangelo, rápido y ágil, recuperó el puñal que poco antes dejara caer Paulo al suelo y se fue en busca de Bianca que forcejeaba con el viejo Salvatiere.
―¡Déjala tranquila! ―ordenó al cardenal.
―¡Cerdo florentino! ―Fue la respuesta del religioso que intentó enfrentarse al genio.
Éste no lo dudó y hundió la punta del arma en el costado de su atacante que, dando un aullido de dolor, cayó al suelo sin sentido.
El viejo cardenal Roncini a la vista del escalofriante espectáculo que se mostraba a sus ojos, corrió a la puerta, la abrió de par en par y comenzó a gritar sin dejar de correr, alejándose del peligro que intuía en aquella sala maldita:
―¡A mí la guardia del pontífice! ¡El santo padre está en peligro!
―¡Vámonos! ―ordenó Michelangelo a los suyos. Sujetaba a Bianca que, medio desfallecida por el titánico esfuerzo realizado para librarse de sus atacantes, lo seguía dócil y agotada, deseosa de alejarse cuanto antes de aquel espantoso lugar.
Julio se acercó al anciano Paulo que retrocedió, aterrado, ante su cercanía.
―No sé cuándo ni dónde, pero juro que el día que te encuentre de nuevo no dudaré en acabar con tu inmunda existencia.
―Ya llegará tu momento, muchacho ―dijo tras él el mentor― Pero… ¡Aún no es este!
Tomó su mano y los tres desaparecieron tras la celosía que les sirviera de escondite al inicio de aquella escalofriante aventura nocturna.
Gian Piero Carafa siguió con mirada vacía y extraviada la precipitada huía de los tres personajes que habían venido a desbaratar todos sus planes secretos, sembrando el caos en su mente y el miedo en el corazón. Fuertes voces en la galería contigua, unidas a atropellado ruido de pasos, le ayudaron a volver a la realidad. Poco tardó en reaccionar, una vez se sintió arropado por su guardia de honor, lejos del peligro de tan poderosos adversarios.
―Retirad a estos hombres de ahí ―ordenó al capitán de la guardia, señalando, con gesto despectivo, a los cardenales mal heridos que yacían en el suelo―. Que los atienda el galeno.
Los guardias cumplieron las órdenes con asombrosa rapidez, sin querer preguntar ni indagar qué había ocurrido en aquella lóbrega estancia, ni qué hacía aquel cuerpo moribundo, atado a una rueda de tortura. En su fiel juramento de defensa a la institución papal, no tenían permitido pensar ni opinar sobre cuanto veían y oían dentro y fuera del Vaticano.
―Santidad ―preguntó el cardenal Roncini una vez estuvieron solos―. ¿Qué hacemos con el prisionero?
―¿Ese?... Que le corten la lengua cuando despierte y que sea quemado vivo en el próximo acto de fe en la Piazza di San Pietro.
―Como ordenéis Santidad ―dijo el inquisidor, después de hacer una profunda reverencia y alejarse hacia atrás, sin perder de vista al pontífice.
―Claro que volveremos a vernos, ¡maldito bastardo! ―murmuró Paulo, hablando en alta voz―. No eres digno rival para mí. La partida llega a su fin, pero lo que no imaginas es que yo dispongo de la última jugada.
Una macabra y enigmática carcajada brotó de su garganta, la cual provocó que la sangre manara con mayor fuerza a través de la pequeña herida. Se dirigió con paso lento y ceremonioso hacia la salida y abandonó la sala.
Atrás quedaba la huella de la barbarie y el sadismo que habitaban en su despiadada mente. Un lugar de dolor y sangre, creado para destruir la libertad y la decencia humana en el santo y venerable nombre de la religión católica.
Un inesperado y violento golpe de viento apagó los gruesos velones de la estancia, no bien se cerró la puerta, con lo que quedó sumergida en completa oscuridad, como si los propios elementos de la naturaleza se aliaran en su afán de ocultar, a los ojos del mundo, el salvajismo y crueldad que puede ser capaz de albergar la inteligencia del hombre.
Las campanas de la Basilica di San Pietro arrancaron con su alegre y metálico canto, llamando a los fieles a la oración y la penitencia sacramental, en aquel festivo y glorioso Domingo de Ramos de 1557.