―Y bien, ¿qué era eso tan importante que tenía que contarme? ―preguntó sonriente una vez se sentaron en la cercana cafetería.
Julio no supo que responder. Había ideado, camino al Vaticano, mil y una maneras de disculpa, pero ahora, frente a ella, parecía haber enmudecido, negándose las palabras a fluir de su boca.
―Yo no he dicho que tuviera que contarle nada en especial. ―Se le ocurrió mentir para salir airoso del paso―. Solo que había ido a buscarla.
―Es cierto, pero… si me buscaba sería por algún motivo.
Él se sintió derrotado ante la franqueza de aquellos ojos «amielados», no podía resistir tan hermosa mirada sin desear perderse entre las profundas aguas de sus más profundos pensamientos.
―¿Es necesario un motivo para desear verla de nuevo?
Ella bajó los ojos, un tanto avergonzada tras su halagüeña galantería.
―Imagino que no ―contestó al fin, tras sentir las mejillas enrojecer―. Creí que, después de su rápida despedida de ayer, querría darme una explicación.
Comprendió cuánta razón contenía aquella velada queja. No podía seguir callando, ella no lo merecía, tenía derecho a que le expusiera sus razones.
―Bianca… Yo quería disculparme por mi insensato proceder de anoche. No fue muy caballeroso por mi parte dejarla de aquella manera… después de lo ocurrido.
Ella no pronunció palabra. Tampoco se atrevía a mirarlo. A pesar de la enorme seguridad que parecía dominar su carácter, en el fondo, era una mujer sensible en extremo, casi tímida, sobre todo en lo referente al plano sentimental.
―No pude evitar mi reacción, algo superior a mí hizo que huyera. Como tampoco fui capaz de impedir hacer lo que hice. No era yo en aquel momento.
Se sentía empequeñecido, ridículo y miserable, avergonzado de su propia cobardía. Era incapaz de mirarla a los ojos, de haberlo hecho, hubiera percibido el dolor y la desilusión que sus palabras acababan de causarle, por no hablar de las contenidas lágrimas que luchaba por mantener ocultas.
―Comprendo ―aceptó con un hilo de voz―. Todos podemos hacernos esclavos de un incontrolado deseo en algún momento.
―No, no es eso lo que he querido decir ―se apresuró en aclarar el malentendido―. Mi caricia no fue involuntaria, ni fue el simple deseo el que me impulsó. Mi beso de anoche no contenía nada inconfesable, todo lo contrario, no era sino el fruto de la admiración y el cariño que he almacenado durante estos días hacia usted, según la he ido conociendo. Lo que sucedió es que no fui capaz de dominarme. No debí haberme atrevido a tanto. Por eso quiero pedirle perdón.
―¿Esa fue la razón de que huyera? ―quiso saber ella.
―Esa fue una de las razones… ―No quiso continuar con las explicaciones―. ¡Espero sepa disculpar mi atrevimiento!
―¿Volvería a hacerlo?
―Nada desearía más.
Bianca se acercó y, sin dejar de mirarlo, posó sus labios en los suyos. Julio no se paró a analizar el significado de aquella entrega, como tampoco pareció importarle el lugar público donde se hallaban. La envolvió con sus brazos y respondió a la caricia con redoblado ardor, incapaz de resistirse a la increíble atracción que aquella mujer poseía sobre él. ¡Qué importancia podía tener todo cuanto no se encerrara en aquel beso! Ni siquiera sus miedos fueron lo suficientemente intensos para impedir que se sumergiera en el infinito placer de aquella deliciosa y excitante caricia.
―Bianca… ―murmuró en su oído, con voz apasionada.
―Giulio, mio amore… ―susurró ella, entregada y estremecida con el suave roce de sus dedos.
―Bianca, no…, no podemos dejar que esto continúe. ―Se quejaba sin dejar de acariciarla, cubriendo de finos besos sus cabellos―. Esta relación es una locura.
―¿Por qué? ―preguntó ella con mirada soñadora.
―Porque es de todo punto imposible que exista ningún tipo de relación entre nosotros.
―¿Estás casado? ―De pronto comprendió que no conocía su pasado.
―No, no es eso y, si lo estuviera, te juro que lo abandonaría todo por estar a tu lado.
―¿Qué motivo puede haber entonces para separarnos?
Él se apartó de su lado, no sin enorme esfuerzo, rendido como estaba ante sus encantos femeniles.
―Uno tan grave e importante que hace de todo punto imposible nuestra unión.
―No acabo de entenderte. ¿Qué es eso tan terrible que tiene poder sobre nuestro mutuo futuro?
―Es mejor que no lo sepas.
―¡Quiero saberlo! Creo que tengo derecho a conocer lo que impide que sea feliz ―exigió ella resuelta.
Julio reconoció lo razonable de tal exigencia. Hasta el momento aquella renuncia sólo le afectaba a él, pero, desde el instante en que ella participaba de igual modo de la mutua atracción y deseo, también se veía afectada por la separación. Cuando menos, tenía derecho a conocer los motivos.
―Es mejor que no sigamos adelante con esto ―comenzó a explicar mientras jugueteaba distraído con la cucharilla del cappuccino―. Solo conseguiría hacerte daño y… es lo último que deseo.
―Pero… ¿Qué razón es esa? ¡Por Dios! no sigas angustiándome ―rogó al sentirse arrastrada por el miedo y la duda.
―¡Estoy enfermo!
Ella sintió un vuelco en su interior. ¡Enfermo! ¿Qué terrible enfermedad padecía para llegar a tan drástica decisión? De inmediato pensó en lo peor.
―¿Cáncer? ―preguntó acobardada.
―¡No! ―sonrió con amargura―. Algo bastante peor, más lento, cruel y doloroso.
―¿Qué?
―¡La locura! ―dijo muy bajo―. Esa terrible enfermedad que termina por minar tu mente, vaciándote, poco a poco, y te priva del regalo más maravilloso que el ser humano posee, la inteligencia.
―¿Qué dices? ¡Es imposible! Tú no estás loco.
―Más de lo que puedas imaginar. Tengo continuas alucinaciones que me hacen confundir con extrema facilidad la realidad con la fantasía. De continuo me transportan a épocas y situaciones que el cerebro ha almacenado a lo largo de mi vida. Creando personajes ficticios con los que hablo e interactúo. Así, veo y siento todo aquello que en realidad desearía haber vivido. Es como si realizara un viaje a la carta a través de la historia.
Miró a la mujer para ver la reacción que sus palabras acababan de provocarle. Bianca lo escuchaba atenta, en tanto intentaba asimilar y analizar todo cuanto había dicho, sin atreverse a sacar conclusiones por el momento.
―¿Comprendes ahora mi negativa a iniciar una relación? No puedo consentir que te unas a mí en semejantes condiciones. Dios sabe durante cuánto tiempo lograré mantener la lucidez. Cada día que pasa siento cómo mi salud se deteriora a pasos agigantados.
Se llevó la taza a los labios de forma mecánica y dedos temblorosos. Estaba cansado, aquella confesión lo había agotado emocionalmente.
―Pero… puede tener remedio ―aventuró esperanzada―. Hoy en día la ciencia médica ha avanzado. La mente ya no es un misterio para psicólogos y psiquiatras. Hay fármacos milagrosos. ¿Qué dice el médico?
―No he ido al médico.
―¿Qué? ¡Cómo es posible que no hayas buscado la ayuda de un especialista en este tipo de enfermedades! ―comentó extrañada.
―No he tenido tiempo ―se excusó Julio.
Una duda cruzó por la cabeza de la mujer.
―¿Desde cuándo sufres ese tipo de alucinaciones?
―Desde hace unos días.
―¿Qué día en concreto?
―La noche de mi accidente ―reconoció él cabizbajo―. He llegado a dudar de que los hechos fueran como recuerdo, tal vez sufrí un desmayo o algo similar y al caer me golpeé con la piedra del altar.
―No recuerdas nada más de aquella noche.
―Nada importante.
Su orgullo se resistía a confesarse ante ella. No podría explicarlo, pero, a pesar de todo, no quería aparecer como un ridículo y absurdo loco y eso es lo que pensaría si le contaba que había hablado con el mismísimo Michelangelo Buonarroti, durante gran parte de la velada.
Bianca no se conformó con aquella ambigüedad. Desde el mismo instante en que supo que sus males habían florecido la noche del golpe, su calculador cerebro comenzó a maquinar y relacionar escenas y situaciones. Todavía tenía muy presente la conversación mantenida con el médico en el despacho del Vaticano. La duda que la llevó a consultar al facultativo se había convertido en inquietante sospecha. Nunca vio claro aquel extraño accidente, siendo la anómala curación y sobre todo, el cambio que había observado desde aquel accidente en Julio, lo que la decidió a pedir una opinión más autorizada. A raíz de la conversación mantenida con el doctor, estaba convencida de que alguien, o algo, había socorrido al pintor en el transcurso de la noche. No era de extrañar que, ante la reciente confesión de su enamorado, la cabeza comenzara a atar cabos, si bien, por desgracia, no acababa de encontrar una explicación lógica que hubiera motivado las alucinaciones de que él hablaba, a no ser que, tan duro golpe, afectara a alguna de las áreas más sensibles del cerebro.
―Tal vez eso que a ti no te parece importante sí lo sea en realidad. ―Cogió su mano y lo miró con dulzura―. Ten confianza en mí. Cuéntame lo que ocurrió esa noche. ¡Por favor!
No podía negarse a semejante ruego, no si era ella quien se lo pedía de aquella deliciosa manera.
―Lo que voy a contarte te va a parecer una solemne tontería, sin lógica ni sentido alguno.
―Tal vez no.
Julio comenzó a explicarle cómo recordaba haberse demorado en sacar las fotografías, aprovechando hasta el último momento para no perder el trabajo ya realizado. Habló del cierre de la puerta de acceso y de su precipitada carrera para llamar la atención de los guardas, sin olvidar el momento en que se tambaleó y perdió el equilibrio, golpeándose al caer.
Hasta ese punto, ella, conocía todos los detalles, pues era la misma historia que le contó a la mañana siguiente al accidente.
―Perdí el sentido al caer. No recuerdo el tiempo que permanecí tendido en el suelo, solo sé que al despertar me sobresalté al ver a un hombre frente a mí que me miraba con descarada fijeza. Me dirigí a él en demanda de auxilio; cuando conseguí que hablara noté que se expresaba en un extraño lenguaje, un tanto arcaico, aunque, por extraño que parezca, comprensible a mis oídos. Al poco tiempo desapareció, creí que me había abandonado, más, al rato, volvió con vendas y ungüentos para curarme la herida. Le pedí que me ayudara a salir de allí, aunque, lo reconozco, no con muy buenas maneras, entonces se ofendió y me gritó. También grité a mi vez, exigiéndole que me dijera su identidad si no quería que pensara que practicaba la brujería.
Cayó por unos instantes, bebió un largo trago de agua mineral para ayudar a hidratar la garganta, reseca por la tensión nerviosa. Mientras, ella, no había perdido ni una sola palabra de su narración, sin dejar de observarlo, empatizando con él, hasta tal punto, que creyó sentirse transportada al misterioso y frío ambiente de la Cappella Sistina.
―En vez de contestar me pidió que me volviera, así lo hice y quedé enfrentado al inmenso fresco del Juicio Final. Poco tuve que buscar para obtener contestación a mi pregunta. Mis ojos se detuvieron en la figura de San Bartolomé, fue entonces cuando comprendí que, aquel buen samaritano que había salvado mi vida, no era otro que Miguel Ángel Buonarroti.
La cara de sorpresa de Bianca podía haber sido motivo de un detallado estudio psicológico. Las pupilas dilatadas por la emoción, el silencio en que quedó al escuchar aquel nombre, unido a la extrema palidez que cubrió sus facciones, eran claros indicios de que estaba a punto del desmayo. Jamás hubiera imaginado un final como aquel. Movida por sus sospechas había recreado, mentalmente, infinitas probabilidades de lo ocurrido aquella noche, aunque nunca, ni en sus más descabellados sueños, se le hubiera ocurrido imaginar semejante desenlace.
Él esbozó una amarga sonrisa mientras acariciaba la blanca y fina mano de su acompañante, consciente de la impresión que había supuesto para ella semejante relato.
―¿Comienzas a comprender mis reservas y temores? Solo a un espíritu perturbado se le podría ocurrir semejante locura.
―En el fondo no es más que una consecuencia del golpe recibido ―se aventuró a justificar al fin.
―Así lo creí también al principio, pero, la cruda realidad pronto me sacó del error. Ese mismo día, después de que te marcharas del hotel, volví a tener otra alucinación. Él se presentó de nuevo para hablarme de sus proyectos con respecto a mí. Explicó que me había elegido, que él había sido quien guiara mi carrera, acto seguido me habló de una imaginaria partida entre algunos de los principales personajes de la historia, entre los que está en juego un hecho, según él, crucial para la humanidad.
―¿Y por qué te iba a informar de ese hecho? ―peguntó, apenas sin voz, asustada ante el cariz que iba tomando el relato.
―Porque, en su opinión, yo soy el comodín principal.
Bianca sintió un confuso temblor que recorrió su cuerpo. Julio se dio cuenta de ello:
―¿Estás bien?
―Sí, sí… Es que de pronto… he sentido frío.
―Es mejor que nos marchemos. ―Hizo intención de levantarse. Se había dado cuenta del sobresalto que aquella descabellada historia había causado en ella. Lo más prudente y sensato era dar por finalizada la conversación.
―No ¡por favor! ―pidió.
―No, Bianca. Creo que ya te han quedado claros los motivos por los que no puede existir nada entre nosotros. Todo cuanto sigamos hablando sobre ello no dejará de ser una pérdida de tiempo.
―Yo no estoy de acuerdo con tu forma de enfocar este asunto. Supongamos que en realidad estás enfermo. Lo que necesitas es ayuda, acudir al especialista, medicarte, seguir una terapia adecuada que elimine de tu cabeza todas esas divagaciones. Será en esos momentos cuando más apoyo necesites y… yo estoy dispuesta a dártelo.
―No pienso aceptar semejante sacrificio por tu parte ―protestó ofendido―. Si te he contado todo esto ha sido porque considero que tienes derecho a saber el motivo por el que no podemos iniciar una relación duradera, ¡no para que me tengas lástima!
Estaba herido en su orgullo y hombría, no deseaba su caridad, no admitía ser digno de lástima.
―¡Vámonos!
―¿Por qué rechazas mi ayuda?
―Porque no tienes ni deseo que tengas obligaciones conmigo. Eres una mujer maravillosa, admirada, querida y temida por muchos. Con una inteligencia fuera de lo normal, un brillante futuro y unas enormes ganas de cambiar el mundo. Continúa tu camino y olvídate por completo de que he existido. ¡Bórrame de tu memoria!
―¿Crees que eso es posible? ―preguntó ella airada, sin importarle las curiosas miradas del resto de clientes―. Tal vez llegara a borrarte algún día de mi memoria, pero nunca del corazón.
Julio sintió un loco impulso de correr a ella y abrazarla enamorado, pero tuvo la entereza suficiente para mantenerse en su puesto, sin hacer otra cosa que mirarla embelesado, emborrachándose con cada una de aquellas dulces palabras que, a pesar de todo, eran música celeste para sus oídos.
―Vámonos, ¡por favor! ¡Salgamos de aquí!
Fuera llovía, se dirigieron con paso rápido al cercano aparcamiento donde se encontraba el automóvil. Ella entró en el interior, luego de abrir con el mando y procedió a colocarse el cinturón de seguridad.
―¡Adiós, Bianca!
―¿Qué? ¿No vienes?
―No, mejor despedirnos ahora, cuanto más nos veamos más dura nos resultará la separación. ―Estaba decidido a terminar―. Gracias por ser como eres y permitirme compartirlo contigo, al menos durante estos breves días.
Cerró la puerta y salió andando en dirección a la vía más próxima.
―Julio, Julio… ―llamó ella, a través de la ventanilla―. Espera. ¡No puedes dejarme!
Él se volvió a mirarla con una triste sonrisa dibujada en los labios.
―Siempre vivirás en mí, pequeña. ¡Jamás te olvidaré!
**********
Cerró con un fuerte portazo y arrojó enfadado la prenda de abrigo encima del pequeño sillón. Estaba alterado y furioso consigo mismo. Había vuelto a cometer la estupidez de dejar con la palabra en la boca a Bianca. ¿Qué es lo que le sucedía? Sentía un interés por aquella mujer como nunca pensó que podría sentirlo por nadie. Su sola cercanía era capaz de anularlo, quedando a merced de sus deseos. Cada vez que la tenía entre los brazos parecía transfigurarse, convirtiéndose en otro hombre, y ¿qué decir del tentador poder de sus besos y caricias? Le hacían desear perderse entre los pliegues de su cuerpo sin intención de regresar de tan deliciosa prisión.
¿Por qué entonces rechazaba esas caricias y atenciones? Vino a su memoria la imagen de incredulidad y tristeza que reflejaba su cara tras la última separación. ¡Era un completo imbécil! ¡Un estúpido egoísta! La obsesión por aquella enfermedad lo había convertido en un miserable cobarde. El miedo a perder la cordura estaba haciendo que se comportara como un auténtico descerebrado.
Dio un fuerte golpe a la silla que se interponía en su camino y la arrojó al suelo, sin hacer intención de reponerla. Miró a través de la cristalera del balcón. Había dejado de llover. El sol hacía tiempo que atravesó el cénit de su órbita y comenzaba a perder fuerza, si bien, mantenía la suficiente energía como para calentar, con agradable tibieza, a través de los cristales. Se dejó caer derrotado en el sillón y apoyó la cabeza sobre el desgastado respaldo. Cerró los ojos en busca de la imagen de la amada, sin acertar a comprender si aquel hermoso recuerdo traía más dolor que placer al espíritu abatido.
Abrió los ojos de nuevo y contempló entristecido el entorno que lo rodeaba. Jamás le pareció tan deprimente lugar alguno como se presentaba ante él, aquella tarde, la fría e impersonal habitación del hotel. Repasaba, ausente, el escaso mobiliario que conformaba aquel cuarto: el cabecero con gruesos barrotes de madera, las pequeñas mesillas desgastadas por el uso, la vieja colcha blanca que comenzaba a amarillear, gracias a los frecuentes lavados con lejía y detergentes poderosos…
La vista se detuvo en un pequeño y redondo objeto que dormitaba, apoyado encima de la almohada, que le había pasado desapercibido hasta el momento. Un curioso impulso le hizo levantarse, olvidando, por un breve instante, los problemas que le atormentaban.
Antes de cogerlo pudo darse cuenta de que era una especie de medallón, con la esfinge de un hombre de perfil.
―¡¡Dios santo!!
Acababa de reconocer la medalla que había tomado de las manos a Michelangelo en la bottega fiorentina. Era la primorosa joya realizada, cinco siglos antes, por uno de los más importantes orfebres del Renacimiento italiano: Benvenuto Cellini.
Tuvo que buscar asiento en el borde de la cama, incapaz de mantenerse en pie. Las piernas parecían negarse a sostenerlo, en tanto un frío sudor le cubrió la frente. ¿Cómo había llegado eso hasta allí? ¿Quién dejó encima de la almohada aquel preciado medallón? Sentía el ánimo turbado. Recordaba con detallada exactitud la escena protagonizada junto al gran maestro, en la que éste le llamó la atención sobre aquel grabado. Aún parecía temblar de emoción al coger en la palma de su mano tan inestimable joya; lo que parecía perderse en el olvido era lo ocurrido con ella desde ese instante. Los desafortunados acontecimientos que rodeaban aquella visión nocturna precisaron su más completa atención. Con toda seguridad seguiría en su poder en el momento de la irrupción de la soldadesca pontificia. Entonces… ¿Cómo había llegado hasta allí?
Los nervios le atenazaban la garganta, impidiéndole salivar con facilidad. ¿Qué es lo que estaba ocurriendo? ¿Cómo podía su locura haber materializado aquella parte del sueño alucinógeno? A menos que… ¡Todo fuera real!
Sintió que se le iba la cabeza, ahora sí, teniendo que agarrarse con fuerza a la cama para evitar dar con la misma en el suelo. ¿Sería verdad? ¿Aquellos imaginados encuentros históricos no eran sino parte de un pasado revivido a cientos de años de distancia? Y de ser así, ¿cómo poder explicarlo?
Pero… ¿Qué le importaba a él el cómo o el cuándo de lo sucedido? Lo importante es que era real y no una enfermiza quimera. Aquella pequeña y magnífica prueba material probaba, sin lugar a dudas, que las vivencias de los días anteriores no eran mero producto de su desequilibrada imaginación. ¡Que no se estaba volviendo loco!
Por tanto… ¿Qué impedía su amor hacia Bianca? Sintió un intenso calor en el rostro, la satisfacción de saber que era libre para unirse a ella, para hablarle con total libertad, sin la angustia ni el complejo de hacerla partícipe de la pesada carga de tan terrible enfermedad, hizo que se le acelerara el corazón a un ritmo vertiginoso, provocando que la sangre fluyera indómita en los canales de sus venas. ¡Tenía que hablar con ella!
Se levantó nervioso, sacó el teléfono del bolsillo del abrigo y buscó con avidez el número recién grabado en la mañana, aún no memorizado. Cada tono de llamada parecía eterno: uno, dos, tres, cuatro… Pensó que, tal vez, ofendida tras su grosera y brusca despedida, no querría atender la llamada.
―Ciao!
―¡Bianca, soy yo!
―¡Julio!
―Sí, Julio. Necesito verte cuanto antes. Es muy urgente ―explicó, agitado y nervioso.
―Pero…
―¡Por favor! ―rogó desesperado, consciente de su reticencia después del reciente desplante―. Es preciso que te vea. ¡Es muy importante!
―Está bien ―respondió ella extrañada y preocupada ante la alteración que parecía invadirle―. En una hora paso a recogerte…
―No, no vengas. Yo iré a buscarte donde me digas.
―Tú no tienes coche ―objetó.
―Cogeré un taxi. ¿Dónde quedamos?
―No sé… ―contestó dubitativa―. ¿Quieres venir a mi casa?
―Perfecto. Dame la dirección.
**********
Apagó el móvil con gesto preocupado, él había conseguido transmitirle su nerviosismo y excitación. ¿Qué podría haber ocurrido? Hacía apenas una hora que la había dejado plantada en el aparcamiento, luego de huir sin querer hacer caso a sus llamadas. ¿Por qué ahora esa prisa repentina por hablar con ella?
Imaginó que, avergonzado por lo grosero de su actitud, querría disculparse de nuevo, como ya lo hiciera antes. Con cualquier otro, Bianca, hubiera rechazado este nuevo arrepentimiento por medio de algún mordaz comentario, pero, ahora era distinto. Julio era un hombre diferente a cuantos había conocido hasta el momento. No era petulante, engreído ni machista. Estando sobrado de cultura y conocimientos, apenas si hacía gala de ello; era educado, detallista y comprensivo. Cierto que llevaba el orgullo y la dignidad como tarjeta de visita, sentimientos ambos quizá un tanto trasnochados en estos acelerados tiempos en que vivimos, pero a ella, más que defectos, le parecían excelentes cualidades difíciles de encontrar y dignas de valorar.
La confesión de la mañana la había sumido, aún más, en la duda respecto a lo acontecido la noche famosa en la Cappella. Desde luego que eran extrañas y preocupantes las fantásticas alucinaciones que decía haber sufrido, si bien, no parecían tan descabelladas según se iban atando cabos. Lo único que resultaba evidente era que, aquel accidente, había tenido serias y aún desconocidas consecuencias para él y quién sabe si habría finalizado tan terrible pesadilla.
Se hallaba ocupada en estas y otras muchas reflexiones cuando sintió que llamaban al timbre de la puerta. Miró a través de la mirilla y vio la cara del pintor.
―¿Qué ocurre? ―Su voz dejaba traslucir cierto temor―. ¿Te ha pasado algo?
―Sí, Bianca. Me ha ocurrido algo sorprendente e inimaginable, algo difícil de explicar y creer, pero al mismo tiempo maravilloso.
Ella se hizo receptiva al momento de la alegría y optimismo del artista. Reía con gesto atontado, sin entender el verdadero motivo ni la razón que había provocado un cambio tan brusco y radical en él, aunque feliz de verlo en aquel estado.
―Pasa ―invitó, tras hacerse a un lado para que traspasara el quicio de la puerta― y cuéntame qué es lo que te ha ocurrido.
Ambos se sentaron en el amplio sofá.
―Bianca, ¡mira! ―dijo él con la sonrisa en los labios, enseñando victorioso la medalla del mítico Benvenuto―. ¿Qué te parece?
―¡Hermoso! ―Admitió, sin acabar de comprender que significado podría tener.
―Desde luego, hermoso y valiosísimo, pues su autor es uno de los mejores orfebres italianos que han existido. Esta maravilla es una creación del legendario Benvenuto Cellini.
Hubiera esperado cualquier nombre menos aquel. La admiración y el asombroso podían leerse en sus ojos, sin acabarse de creer semejante noticia.
―¿Y de dónde has sacado esa joya digna de estar en un museo? ―De inmediato la duda aguijoneó su cerebro― ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es auténtico?
―Por la persona que me lo entregó ―respondió con ademán triunfante.
―¿Quién fue?
―Miguel Ángel Buonarroti.
Bianca sintió que el mundo se le venía encima. Lo que en un principio tomó como clara mejoría, cercana a la curación, resultaba ser un episodio de locura desbordante. Sin darse apenas cuenta de lo que hacía se levantó apenada, tal vez para evitar que viera las lágrimas que acudían a sus ojos. Él comprendió que no solo no creía en la autenticidad de aquel medallón, sino que había servido para convencerla, todavía más, de la gravedad de su enfermedad. No se desanimó, ahora que tenía la prueba de su cordura, no estaba dispuesto a renunciar a nada y, mucho menos a ella.
―¡Mi amor! ―susurró sobre su oído, envolviéndola en sus brazos con gesto amoroso―. Imagino lo que piensas, puedo asegurarte que jamás me creerás más loco de lo que yo me he creído.
La hizo girar con lentitud y la miró con dulce sonrisa, anegada de comprensión y cariño.
―Esta medalla es la prueba de que todas aquellas alucinaciones y vivencias no eran un simple producto de mi fantasía. La pasada noche, el propio Michelangelo ―levantó con suavidad su cabeza para así mirar sus ojos―, sí, el verdadero y genial Michelangelo, me la ha entregado dentro de su antigua bottega en Florencia.
―¡Julio…! ―lo recriminó ella con tristeza.
―Bianca, comprendo que pueda parecer absurdo, irreal y hasta demencial cuanto te digo, pero… ¡es cierto! Desde la noche en que tuve el accidente no he dejado de ver y hablar con el gran genio florentino. Cuanto te he contado esta mañana es verdad, solo que, cuando lo hice, estaba convencido de que tan solo era fruto de mi mente enferma. Pero no es así. ¡Estoy cuerdo!
―Mio amore! ¿No comprendes que es imposible que puedas codearte con los muertos? ―Lo miraba apenada, sintiendo rabia y dolor al hacerlo.
―Hasta encontrar esta moneda abandonada en mi almohada he pensado como tú, con mayor rigidez si cabe. Pero este hallazgo ha cambiado mis creencias y nuestro futuro ―La abrazó emocionado―. Ahora soy libre para decirte: ¡Te quiero! Que te he querido desde el mismo instante en que me miraste con tus hermosos ojos cargados de crítica y enfado. Desde que intentaste enemistarme con Enrico Stremboli, o te reíste en mi cara por admirar La Fornarina de Raffaello.
Buscó sus labios y los selló con los suyos, convirtiendo en delicioso silencio las excusas y protestas que murieron en la profunda cavidad de su boca, ahogadas por el ardor y el deseo que él transmitió en aquel beso.
―Giulio mio! ―susurró con un hilo de voz, recuperando el aliento que él le robara tras la caricia―. T’amo tanto. Mio amore![24]
Notaba una deliciosa lasitud que la obligaba a apoyarse en el pecho de su enamorado. Nunca pudo imaginar que llegara a sentirse tan desvalida y al mismo tiempo tan protegida y segura en la presencia de un hombre.
―Entiendo que te cueste comprender cuanto te he contado. No pretendo que me creas por ahora, solo te pido que ¡confíes en mí! ―Mantenía sus manos entre las suyas―. Si yo tuviera la más mínima duda de cuanto te he dicho, no dudes, ni por un momento, que no habría venido a buscarte. Lo último que deseo en esta vida es hacerte daño.
Ella sonrió entre lágrimas, confundida por las dudas y miedos, sumergida en la ilusión y la esperanza. Lo único que importaba era que se encontraba en sus brazos, feliz al sentir el acelerado latido del corazón junto al suyo, estremeciéndose con las caricias de sus manos.
―¿Tienes confianza en mí? ―Intentaba leer en sus ojos la verdadera respuesta.
―Cariño, no es cuestión de confianza, sino de fe. Antes de que llegaras estaba dispuesta a aceptar cualquier excusa que me ofrecieras, por muy burda y falsa que sonara. También me siento fuerte para afrontar a tu lado la dura batalla contra la enfermedad. ¿Me pides confianza y fe? No estoy segura de podértelas entregar. De lo único que estoy plenamente convencida es de que te quiero como jamás imaginé en mi vida que se pudiera llegar a querer a nadie. Qué sería capaz de seguirte hasta el mismo infierno, si me lo pidieras. Que entregaría gustosa la vida por ti si ello fuera necesario.
»Me pides mi confianza y yo solo puedo darte mi amor.
Julio sintió cómo la sangre acaloraba su cuerpo, aquella sentida y apasionada declaración hacía brotar en él sus emociones más íntimas. Adoraba a aquella mujer, la amaba hasta enloquecer. Había reprimido y acallado sus sentimientos desde un principio por miedo a mezclarla en su desgracia, pero, desde el instante en que tuvo la certeza de que todo lo vivido era una realidad, extraña y misteriosa, pero al fin y al cabo realidad. Desde ese mismo momento los sentimientos se desbocaron, exigiendo un protagonismo ahogado hasta entonces por los miedos de la duda y el sufrimiento.
¿Cómo resistirse ahora que la sentía estremecer, abandonada y entregada al goce de sus caricias? Recorría el esbelto y delgado cuerpo con contenidas ansias de rendido enamorado, acariciando ardoroso sus femeniles formas, en un incitante y sensual descubrimiento del deseado cuerpo.
―¡Te adoro, vida mía! ―susurró sobre sus labios, emborrachado con la dulzura de aquella boca que había sabido despertar, desde el primer día, sus más apasionados deseos.
―Giulio, amore ―murmuraba ella que se dejaba conducir a través de aquel nuevo juego amoroso―. ¡Cómo he podido vivir sin ti! No me importa lo que ocurra, pero… ¡No me dejes nunca! Ahora que te he conocido, no podría soportar tu ausencia.
Correspondía a sus caricias con exquisita dulzura y mimo, encendiendo, poco a poco, la mal contenida pasión de su enamorado que sentía cómo se inflamaba, poco a poco, su excitación y deseo. También ella deseaba compartir con él sentimientos y experiencias.
―Vieni, caro! ―susurró a su oído mientras lo guiaba a la vecina alcoba.
―¡Bianca…! ―Se resistió él.
―¿No lo deseas, amore? ―preguntó con mimo.
―Más que nada en este mundo ―admitió derrotado―. Daría mi vida por tenerte a mi lado y mi alma por sentirte mía.
―No quiero tu vida… Tampoco deseo tu alma… ―murmuró insinuante con acento burlón― ¡Solo a ti!
Aquel encuentro de amantes enamorados no tuvo nada de común. Luego de las duras tensiones sufridas en los días precedentes, en los que ninguno de ellos se atrevió a dar libertad a sus reprimidos sentimientos, esta unión venía avalada por el deseo de gozar, en absoluta libertad, de un amor vetado para ellos por la duda y la desesperación hasta aquel instante. ¿Era de extrañar que disfrutaran de la mutua cercanía con desbordante pasión? Solo cuando estás cierto de perder la libertad, comienzas a valorarla. Tal vez por ello, aquellos dos seres que yacían sobre el lecho, entrelazados los desnudos cuerpos, cubierta su desnudez con el invisible manto de los besos y caricias; unidos por los sagrados lazos del cariño, la ternura y el amor, consiguieron, por fin, evadirse del mundo, al menos durante unas horas, y abandonarse en los adormecedores brazos del placer, solamente reservado a aquellos afortunados mortales que, a fuerza de no esperar, encuentran el verdadero tesoro de su existencia.
La prudente noche avanzaba pudorosa, ocultando a la mirada indiscreta el recién nacido romance de aquellos dos seres que acababan de consumar la indisoluble fusión de sus almas y sus cuerpos.