Abandonaron el local poco después, subieron al coche y se dirigieron hacia el hotel, donde aparcaron en las inmediaciones.

―Gracias por traerme, y… gracias por una velada tan agradable.

―Yo también he disfrutado.

Era más que evidente que ambos deseaban alargar aquella despedida, si bien, no parecían encontrar la forma de hacerlo. Desde el inesperado baile se habían apagado las palabras y encendido las emociones.

―Bueno, creo que es mejor que me marche ―comentó al fin Julio con desgana, después de unos momentos de embarazoso silencio.

―Es cierto, tiene que descansar.

―Opino que las dieciséis horas de sueño deberían servirme por un par de días. ¿No cree?―bromeó.

―¿De verdad no quiere hablar de ello?

―No… Creo que no… ¡No puedo hacerlo!

―¿Por qué no tiene confianza en mí?

La contempló con gesto triste y abatido, maldiciendo en su interior aquella desgraciada situación creada tras el accidente que le impedía expresar con libertad todo lo que comenzaba a agobiar su espíritu. No podía consentir que existiera ningún tipo de relación entre ellos. No, desde el instante en que sabía que su razón estaba marcada por la terrible enfermedad de una incipiente locura. Sería un miserable si consintiera transmitirle sus problemas y angustias. De ningún modo… Ella tenía que mantenerse al margen. Aunque… sería tan consolador poder liberar el pensamiento atormentado, más aún, siendo ella la receptora de sus angustias.

―Créame. Si existe alguien en el mundo a quién querría descubrir mis pensamientos sería a usted.

―¿Entonces…?

Lo miraba esperanzada, anhelante, consciente de la carga emotiva que venía soportando en soledad, deseosa de compartirla. Dos gruesas lágrimas se desprendieron de las cuencas de los bonitos ojos que regaron silenciosas la tersura de sus mejillas.

No fue capaz de resistirse. Se acercó a ella y la estrechó emocionado entre sus brazos, buscando con avidez la sensualidad de sus labios, aquellos labios que ya profanara en sueños y que ahora se le ofrecían temblorosos y apasionados, prometedores de sabrosas delicias para él desconocidas.

Ella se dejó guiar en aquel impulso amoroso, participando con ternura y abandono en tan dulce caricia. Jamás la habían besado de semejante manera, aquel beso hizo vibrar lo más recóndito de su deseo de mujer. Cerró los ojos y deseó que aquel instante se hiciera eterno en el tiempo en tanto el mundo se paralizaba a su paso.

―¡Bianca!... ―susurró él sin separar los labios de los suyos, imantado por tan excitante frescura―. Yo… No puedo…

Se apartó, con súbita brusquedad y retiró las manos de su cuerpo.

―¡Tengo que marcharme! ―Abrió la puerta del coche y salió al exterior, sin volver la vista atrás.

―¡Julio!... ―llamó ella, asombrada y aturdida aún por las sensaciones sentidas a raíz de aquel amoroso encuentro.

No obtuvo respuesta alguna. Julio desapareció tras la puerta del hotel, asustado y atemorizado tras la escena recién vivida, aunque invadido por un nuevo sentimiento, hasta entonces no conocido, que parecía elevarlo por encima de las miserias humanas.

Bianca miraba consternada la puerta por donde él acababa de desaparecer, atontada y desconcertada, sin atreverse a valorar lo recién ocurrido. ¿Qué había pasado? ¿Cómo habían llegado hasta ese punto? El vacío que invadía su cabeza no le ayudaba a comprender tan extraño comportamiento. El cerebro se encontraba paralizado en una idea fija, impensable y descabellada, pero… ¡exquisitamente deliciosa!

Posó los dedos sobre los labios, palpando la huella dejada por su masculina boca. Sonrió feliz.

El manuscrito de Michelangelo
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