Girolamo Savonarola
―Y vosotros, impíos pervertidos, que asoláis con vuestra desvergüenza y amoralidad las sagradas regiones de esta fecunda tierra que Dios se sirvió regalaros en el principio de los tiempos, no quedaréis sin castigo por tan sangrantes ofensas a la Divinidad.
Toda la Piazza del Duomo se fundió en un abrumador clamor tras las últimas palabras de aquel monje, enjuto de rostro, de nariz aguileña y mirada penetrante y acusadora. Su expresión terrible se veía exacerbada con el personal gesto de sus labios. Unos labios desiguales, donde el superior semejaba camuflarse entre la amplia morbidez del inferior. Aquellos labios eran las puertas que daban paso y libertad al torrente de feroces críticas y amenazas que atronaban los oídos de cuantos se concentraban en la principal plaza de Florencia.
A la sombra del impresionante Duomo al que en su día diera forma el mítico Arnolfo di Cambio y arropado por las magníficas estructuras del Baptisterio fiorentino y el desafiante Campanile di Ghiotto, el religioso dominico conseguía enardecer los ánimos de aquellas buenas gentes que, cansadas del continuado abuso de poder de gobernantes y representantes de la Iglesia romana, veían en el justiciero orador el precursor de un mundo más honesto y justo, donde los hombres pudieran llegar a tratarse como iguales, tal como lo predicara Cristo casi mil quinientos años antes.
―¡Temblad, corrompidos pecadores! No servirán vuestros ruegos engañosos. Estáis malditos, condenados a la peor de las muertes. Vuestra mísera arrogancia se perpetuará en el agonizante dolor de las sombras infernales. Sumidos en el terror y la tortura por los siglos de los siglos.
Un fuerte murmullo de aprobación acompañó aquella parte de su discurso.
―Será entonces. Solo entonces. Cuando vuestra alma piangera[22] desolada, a la vista de los placeres celestes que jamás alcanzaréis la fortuna de disfrutar. ¡Arrepentíos, blasfemos! Devolved a los pobres lo que por derecho divino les corresponde. ¡Despojaos de vuestras envenenadoras riquezas! Tan solo el día que aprendáis a compartir ese pan, que arrojáis a vuestros mal criados mastines, con el pueblo de Dios vivo… iniciaréis la reconversión de vuestra depravada alma.
Vítores y aplausos ahogaron estas últimas palabras. Aquellas sencillas gentes, aquel pueblo, que llevaba siglos soportando privaciones, vejaciones, abusos de todo tipo, robos e injusticias, no podía por menos de ensalzar y venerar a aquel adalid extranjero que exigía, a los poderosos gobernantes, les devolvieran el honor y la dignidad que, como seres humanos, tenían derecho a mantener. Cierto era que no todos los allí reunidos podrían ser clasificados en los niveles del pueblo llano. Muchos nobles hidalgos, religiosos de diferentes órdenes, hombres de ciencia y sobre todo artistas, se entremezclaban entre la abigarrada multitud, confundiendo sus comentarios y exclamaciones de aprobación con el grito unánime de:
¡Justicia y Dignidad para el oprimido!
Cerca del mordaz predicador se encontraban dos curiosos personajes que, camuflados entre la turba, intentaban pasar desapercibidos sin perderse palabra de cuanto allí se decía. Los desconocidos, que no eran otros que Miguel Ángel y Julio, no expresaban opinión alguna, tan solo escuchaban en silencio las hirientes críticas de aquel controvertido salvador del pueblo.
―Mas… ¡Ay!, hermanos, que no toda la maldad se concentra en la política y el gobierno de esta mísera ciudad ―continuó el dominico, enardecido por los aplausos y la aceptación que podía adivinar en los ojos de todos los presentes―. Alejados de sus murallas, en la pagana y corrupta ciudad de Roma, se alzan los más grandes enemigos que el hombre haya podido imaginar hasta nuestros días. Amparados por el poder y la potestad que la fe católica les brinda, habitan en sus lupanares de vicio y perversión. Manchando con execrables y abominables pecados de lujuria, sodomía, incesto, avaricia y crueldad, el puro nombre de la santidad de la Iglesia de Cristo. De qué ha servido que el Hijo de Dios entregara su propia vida y derramara la Sangre Divina en la Sagrada Cruz, si estos sucios fornicadores y despiadados asesinos siguen gobernando sobre el trono de Pedro, en tanto inflan sus alforjas y sus cuerpos con dinero manchado por sangre de víctimas inocentes.
Se inclinó amenazante sobre el improvisado púlpito erigido en el centro mismo del Duomo y señaló, con dedo inquisitorio, a los atemorizados asistentes.
―Yo os aseguro, ¡desgraciados!, que ninguno de vosotros que continúe bajo la dirección e influencia de semejante carroña del pecado, entraréis en el glorioso reino de Dios, pues, obedeciendo sus mandatos, os hacéis cómplices de sus miserias y aberrantes obscenidades. Sólo en la palabra de Cristo encontraréis la salvación de vuestra alma. Tan solo Él tiene el poder y la gloria. Huid de la Iglesia de Roma como del propio diablo, pues desde aquí, puede olerse el hedor que se desprende de la Plaza de San Pedro.
Un tumultuoso rugido brotó de las bocas de la inmensa mayoría de los asistentes al acto. La gente comentaba entre ellos, con aparatosos gestos, voces y gritos, el total acuerdo con que participaban de aquel peligroso discurso del censurador religioso.
―¡Vámonos de aquí! ¡Rápido! ―dijo el viejo maestro al discípulo. Lo agarró del brazo y tiró de él hacia una de las salidas de la plaza.
―¿Por qué? ―preguntó Julio, sin entender tan precipitada huída.
―¡Mira! ―Señaló, con un gesto de cabeza, el emblemático edificio del Duomo.
La puerta principal de la catedral de Sancta María dei Fiori, hasta el momento cerrada a cal y canto, se abrió de improviso, dando paso a un nutrido grupo armado de guardias pontificios que se encaminaron hacia el lugar donde se encontraba el furibundo predicador.
―Hermanos, las fuerzas del mal vienen a intentar enmudecer mi voz ―gritó, con voz poderosa, el exaltado religioso que se había percatado de la apertura de la puerta―. Pero no temáis. Mi voz no sale de mi boca, sino de Dios, y no existe en el universo fuerza capaz de acallarla. ¡Dios os bendiga hermanos y proteja de esta inmunda raza de víboras!
En el mismo instante de su bendición, cuatro hombres armados se abalanzaron sobre él. Lo redujeron y arrojaron sobre el basto piso de madera de la informe plataforma que había servido de atalaya para tan enardecida como peligrosa exposición.
Ante esta repentina muestra de represión, el grupo de asistentes se dividió con claridad en dos bandos separados. Unos corrían apresurados con intención de poner tierra por medio entre los guardias y sus personas, en tanto otros, más exaltados o valientes, decidieron enfrentarse con la fuerza de las manos a los pocos soldados que se habían atrevido a detener al valeroso monje. Por desgracia, un simple error de cálculo convirtió aquel acto religioso en una auténtica masacre. Los guardias, no bien se sintieron desbordados por la furia amenazadora de las masas descontroladas, lanzaron gritos de auxilio a los compañeros atrincherados en el reducto del templo. Poco tardaron en aparecer centenares de hombres armados hasta los dientes que, sin miramiento alguno, comenzaron a golpear a diestro y siniestro, sin respetar en su ofuscada violencia a ancianos, mujeres o niños.
Apenas se necesitó media hora para regar de sangre la sagrada piazza. Por doquier podían verse cuerpos maltratados y ensangrentados, quejumbrosos muchos de ellos y sumidos en un silencio eterno otros tantos. Gracias a la agilidad y rapidez de una gran mayoría de los presentes, que corrieron despavoridos hacia las calles aledañas, aquella dramática escena no llegó a perpetuarse como una de las mayores masacres de la historia de la ciudad.
Triste día para la independiente Florencia el que tuvo que contemplar a un elevado número de sus hijos acallados, brutalmente, por la cruel represión de los fanáticos representantes de la Verdad.
Girolamo Savonarola fue juzgado y condenado poco tiempo después por el alto tribunal de la Iglesia regida por el papa Alejandro VI, descendiente de los Borgias, luego de sufrir crueles torturas y ser obligado a firmar una confesión de culpabilidad por los pecados de blasfemia, difamación e insumisión al santo pontífice. Su cuerpo se expuso desnudo en la Piazza della Signoría, siendo ejecutado por medio del «garrote vil» y quemado, posteriormente, en la hoguera[23]. Las cenizas se esparcieron sobre las frías y profundas aguas del rio Arno, junto al Ponte Vecchio, con la intención de evitar, de tal modo, el nacimiento de un mártir.
**********
―Atranca la puerta con aquel madero ―ordenó jadeante aún, tras la veloz huída.
Julio ajustó un grueso tablero junto a la puerta, con lo que impidió que pudieran entrar indeseados intrusos.
―Terrible noche de brujas caerá sobre Firenze ―murmuró el anciano meditabundo, hablando consigo mismo.
―Todavía no alcanzo a comprender qué es lo que ha ocurrido ―comentó el joven a su vez, tras tomar asiento en un burdo taburete que encontró en uno de los rincones del taller.
―Acabas de presenciar el prendimiento del monje Savonarola, enemigo acérrimo del papa Alejandro VI, defensor del desvalido pueblo fiorentino, torturador de la memoria de la familia Medici y víctima de su propia soberbia.
―¿Ese individuo de la plaza era Girolamo Savonarola? ―preguntó Julio, impresionado ante tal descubrimiento.
―Así es hijo. En el último de sus sermones. Has sido testigo directo de un hecho que historiadores, religiosos e investigadores siguen todavía analizando en tu época.
―¿En realidad soy testigo? ―preguntó dubitativo.
―¿Cómo puedes dudarlo? Acabamos de estar a punto de que los guardias del pontífice nos ensartaran con sus armas.
―Es cierto. ¡Parecía tan real!
El ilustre escultor observaba al pupilo con bondadosa y comprensiva mirada.
―¿Aún dudas de lo que ves? ¿Cuándo acabarás de convencerte de que este mundo existe?
―Dirás más bien, existió ―corrigió él con amargura.
―En efecto. Existió en su momento y a ti, ¡solo a ti!, se te ha concedido el don de volverlo a vivir bajo la crítica perspectiva de tu tiempo. Deberías sentirte orgulloso.
―No dudes que lo estaría si cuanto tengo ante mis ojos fuera real. Me consideraría el más feliz de los mortales ―aseguró Julio, dando salida a los atormentados pensamientos que, poco a poco, ensombrecían su ánimo―. Por desgracia, tú y yo sabemos que esto no es más que una quimera, una fantástica y cruel farsa creada por mi cerebro que, a fuerza de admirarte hasta la veneración, ha enfermado de manera irremediable.
―¡Voto a bríos! Pusilánime mancebo. No creí que la cobardía fuera a hacer de ti una plañidera mujerzuela. ¿Dónde has dejado los atributos de varón?
―¿A qué viene semejante tontería? ¿Llamas cobardía y afeminamiento a reconocer y aceptar la cruda realidad? ―Se levantó ofendido y fue al encuentro del viejo maestro.
―¿Qué realidad es esa? ―preguntó iracundo el otro―. Acaso piensas que hubiera derrochado mis gastadas energías, concentradas durante siglos a la espera de alguien con la suficiente capacidad artística y moral como para enfrentarse a aquellos a los que yo no fui capaz de doblegar, si no hubiera estado seguro de tu valía. ¿Me crees estúpido acaso?
―No lo sé ―contestó Julio enfadado a su vez―. Tal vez sí. Quizá no sea yo el único loco en esta descalabrada empresa.
―Vuelve a insultarme y romperé esta estatua sobre tus costillas ―amenazó al tiempo que levantaba una estatuilla de mármol de Carrara que representaba una diosa medio desnuda que cubría, pudorosa sus partes íntimas.
Julio lo creyó muy capaz de hacerlo, por ello, no quiso irritar más al enfadado artista, con lo que decidió volver a ocupar el asiento que acababa de dejar. No se lo permitió el maestro.
―¡Ven! ―ordenó al tiempo que sujetaba con fuerza su muñeca y lo llevaba, a pesar de su rechazo, hacia el fondo del oscuro taller.
Llegados a un punto donde aparecía un trapo negro que, semejante a una cortina, ocultaba a los ojos de curiosos algún objeto valioso, dijo:
―¡Mira, incrédulo!
El alumno quedo atónito ante la visión que se presentaba ante sus asombrados ojos. Ni una palabra, ni un gesto, ni tan siquiera un suspiro brotó de su interior. Estaba paralizado, atontado a la vista de tanta belleza. Ante él se encontraba la impresionante estatua del Moisés, figura central del magnífico mausoleo del Papa Julio II que hoy puede admirarse en Roma, en San Pietro in Vincoli, la iglesia de la familia Della Rovere.
―¡Tócala! ―ordenó el genio―. Palpa cual Santo Tomás, ya que no te ha bastado la fe para creer en mí.
El joven pintor reaccionó ante tal orden. Se acercó a la inmensa mole de piedra y recorrió con temblorosas manos la fría superficie de mármol de la preciada estatua. Una alegría indescriptible inundaba su espíritu, idéntica a la sentida bajo la bóveda de la Sixtina. Llegó a sentir un placer muy cercano a la sensualidad al acariciar con sus dedos cada uno de los pliegues y recovecos de la magistral figura.
―¿Creerás ahora? ―preguntó il divino, más calmado al comprobar el efecto que la impresionante estatua había provocado en su elegido.
Julio lo miró con expresión disipada, embriagado de tanta perfección artística. No pronunció palabra, tan solo sonrió al pensar que, si aquello en realidad era un sueño, deseaba no volver a despertar.
Unos fuertes gritos en la calle lo sacaron de su éxtasis escultórico. Miró inquieto al anciano que, con gesto rápido, le indicó que guardara silencio, al tiempo que apagaba la débil luz del candil. Alguien intentó forzar la entrada, mientras, fuera, se escuchaban voces en demanda de ayuda, gritos y juramentos, agudos chillidos de terror e inequívocos aullidos de muerte. Veinte minutos más tarde el silencio volvió a reinar en la calle desierta. El peligro había pasado.
―¿Qué ocurrirá ahora? ―preguntó el joven sin dejar de pensar en el sufrimiento que, fuera de aquellos muros, todavía padecían centenares de personas.
―La caza continuará durante unos días, hasta que se haya saciado la sed de venganza.
―Pero… ¿Quién manda a esos canallas?
―El todopoderoso Borgia, papa Alejandro VI.
―¿Es posible que se persiga y se asesine bajo el nombre de la Iglesia? ―preguntó incrédulo, aún cuando había leído largo y tendido sobre el tema.
―Durante muchos siglos ha sido la norma, pasarán bastantes años antes de que, esa Iglesia, comience a preocuparse en exclusiva de cuestiones religiosas, abandonando la espada a favor de la palabra.
―Duros tiempos te ha tocado vivir ―comentó Julio con mirada compasiva.
―Todos los tiempos lo son ―sonrió su compañero―. No pienses que en el tuyo estáis exentos de insidias y aberraciones.
―¿Qué quieres decir?
―Ya te lo explicaré. Todo a su tiempo ―aconsejó misterioso.
―El personaje de esta tarde ¿también forma parte de la imaginaria partida?
―Podríamos decir que representa la figura de un caballo, con infinitas posibilidades de desplazamiento a través del ancho tablero. Deberás tenerlo en cuanta cuando llegue tu jugada.
―¿Cuándo será eso? ―En el fondo, parecía comenzar a creer en aquel hipotético enfrentamiento.
―¡Se paciente! Todo en esta vida requiere preparación. Fíjate en este medallón, representa la esfinge de Cosme I. Repara en el detallismo del grabado. ¿Cuánto tiempo crees que tardó el orfebre Cellini en realizar esta pequeña pieza de arte?
―¿Es obra de Benvenuto Cellini? ―preguntó a su vez maravillado, cogiendo la moneda con respetuosa curiosidad―. Tienes razón, es magnífica. Pero dime, ¿son ciertas las historias que circulan alrededor de este artista?
―Depende de cuáles sean ―contestó el escultor mientras volvía a tapar con cuidado El Moisés.
―En general a su fama de juerguista, pendenciero y mujeriego.
―Respecto a lo primero no pasaba día en que no asistiera a alguna fiesta o sarao. Como hombre de espada, pendenciero y bravucón, mantuvo más de una cuenta con la justicia, a causa de los múltiples enfrentamientos con nobles y cortesanos. En cuanto al tercer rumor, tendrían que contestarte cuantas damas y plebeyas disfrutaron de su hombría ―respondió con tono socarrón.
―Da la sensación de que indultas sus vicios ―se quejó Julio―. Nunca lo hubiera pensado en ti, siendo un hombre tan metódico y asceta.
―La historia desfigura muchas veces las verdades. No voy a decirte que haya sido un juerguista cual Cellini, pero alguna de sus fiestas también contó con mi presencia. Respecto a lo segundo, nunca me he considerado un hombre violento, a pesar de lo fuerte y brusco de mi carácter. En cuando al tema de las féminas, nunca me he sentido muy interesado por ellas, considero que son seres inferiores al hombre. Necesarias para la conservación de la raza humana y, por desgracia, causa y motivo de muchos de los males que acontecen al varón.
―Me dejas asombrado ―exclamó Julio, impresionado por semejantes pensamientos―. Siempre he creído que eras un hombre sensato, abierto a las libertades renacentistas, donde el ser humano toma conciencia de su propia valía, frente a los ocultismos y cortapisas medievales.
―Lo he sido y lo sigo siendo ―aseguró orgulloso―. Es más, diría yo que puedo considerarme como el prototipo, junto a mi rival Leonardo Da Vinci, del hombre renacentista. ¿Cómo te atreves a ponerlo en duda?
―No lo hago yo, sino tú mismo. Ese desprecio del que haces gala respecto a la mujer no deja de ser un prejuicio arcaico y trasnochado, más propio del oscuro Medievo. Intolerable en una mente abierta y un espíritu noble ―lo criticó sin ningún reparo.
―¿Qué sabes tú del sexo femenino, jovenzuelo desvergonzado? ―Semejante crítica consiguió enfurecerle.
―Lo suficiente para respetarlas y… ¿por qué no? ―pensó en los deliciosos instantes vividos junto a Bianca, hacía apenas unas horas. Un suave y delicioso escalofrío volvió a hacer vibrar su cuerpo, al simple recuerdo de la ternura de aquel beso―… Amarlas.
―Ninguna mujer merece más tiempo que el que tardas en cubrirla ―repuso enfadado.
―¡No seas soez y deslenguado! ―exclamó irritado Julio―. No todas las mujeres son concubinas o meretrices. También pueden ser hermanas, esposas y madres. ¿Acaso has olvidado que gracias a una mujer estás en este mundo? ¿Que si no hubiera sido por tu madre todo esto que nos rodea, incluido tu fabuloso Moisés, no habría llegado a existir? ¿Cómo puedes ser capaz de insultarla e injuriarla de forma tan baja y rastrera?
Michelangelo se sentó en la desvencijada silla que se encontraba junto a la mesa de trabajo y sujetó la cabeza entre las manos. Por un largo instante, el silencio campeó por el destartalado taller.
―Jamás conocí a mi madre ―explicó al fin, luego de un largo mutismo―. La veía, de vez en cuando, los días que me llevaban a casa de mi padre. Poco después de nacer me separaron de ella, al tener que atender al resto de mis hermanos. Me trasladaron a casa de un cantero, donde me crié. A los seis años, un día me dijeron que había muerto mi verdadera madre. ¿Quieres creer que no lloré? Apenas si tenía recuerdo de su imagen. Para mí fue siempre una completa desconocida.
Julio lo miraba callado, emocionado por la triste confesión de aquel gran hombre que no había tenido el consuelo y las caricias de una madre ni siquiera en los tiernos años de la infancia.
―Cuando la sangre comenzó a hervir a través del conducto de mis jóvenes venas, osé fijarme en Contessina, la hija de mi padre adoptivo y protector, Lorenzo di Medicis. En aquel entonces aún creía que el amor podía atravesar fronteras, más, a pesar de sus promesas y juramentos, no dudó en acatar las órdenes de su padre y acudir a Roma a casarse con Piero Riboldi, un hombre al que no conocía ni amaba, abandonándome sin una simple explicación, ni siquiera una palabra de perdón.
Sus vidriosos ojos eran fiel reflejo del dolor contenido que aquellos viejos recuerdos seguían despertando en su alma.
―En un par de ocasiones torné a llamar a las puertas de Cupido, esperanzado de encontrar la deseada compañera de fatigas. Lo cierto fue que, tales amores, no existieron más que en mi calenturienta imaginación, ninguna hembra supo responder a mi llamada. Fue entonces cuando decidí apartar a las mujeres de mi vida.
―¿También a Vittoria Colonna? ―preguntó Julio, conocedor de la íntima relación que ambos personajes mantuvieran durante años.
―No mientes siquiera su nombre ―prohibió ofendido, levantando la cabeza que había mantenido inclinada durante el anterior relato―. ¡No manches con tus labios su memoria!
Él comprendió que había tocado un tema tabú para su mentor. Sí, existía por tanto una mujer.
―La historia habla de una amistad de años.
―La historia es estúpida, confeccionada por hombres estúpidos para lectores estúpidos ―sonreía con tristeza―. ¿Qué pueden saber de los más profundos e íntimos sentimientos del ser humano? ¿Cómo pretenden atravesar la barrera de la carne para llegar al pensamiento?
»Vittoria fue una increíble mujer, culta, piadosa e inteligente. Una fémina fuera de lo común en su época. Amó a su marido en vida y lo honró en la muerte. El respeto a todos los hombres y mujeres, sin distinción de credos ni razas; la profunda religiosidad que la llevó a desear la drástica y profunda limpieza de los estamentos de la Iglesia católica; su facilidad con la pluma y el exagerado amor al arte, la convirtieron en una deidad inalcanzable.
Calló por unos instantes.
―¿La amabas? ―se atrevió a preguntar el joven.
―¿Tú no lo hubieras hecho? ―Esbozó una ligera sonrisa plena de tristeza y amargura―. Por desgracia todo se enfrentaba contra nosotros: la edad avanzada, las circunstancias político-religiosas, el profundo respeto hacia el honor de su esposo y el linaje de su rancia nobleza y, sobre todo…, nuestros propios miedos e indecisiones. La muerte la alejó de mí sin haber conseguido robarle siquiera un beso… ¡Tan solo un sencillo y consolador beso!
De nuevo se escucharon en la calle ruidos y gritos que se acercaban precipitados. Pocos instantes después, unos golpes secos atronaron la estancia, lo cual produjo la alarma en sus ocupantes.
―¡Abran! ―Ordenaba una ronca y autoritaria voz―. ¡En nombre de la Iglesia!
Ambos hombres se miraron, con el pensamiento puesto en la forma de solventar tan crítica situación. No habían cruzado palabra cuando la maltrecha puerta de madera saltó, hecha añicos, forzada y desvencijada, lo cual permitió el paso a una decena de guardias del papa Alejandro, férreamente armados, con modales altaneros y amplia sed de venganza.