Recepción oficial en el Vaticano

 

 

―Llegas tarde, preciosa ―se quejó el fotógrafo de Il Corriere… que cubriría la noticia―. Llevo en tu busca desde hace veinte minutos. El jefe de la guardia ha preguntado por ti en tres ocasiones.

―¿Tienes lista tu cámara? ―preguntó por toda respuesta mientras arreglaba su cabello, en un inequívoco gesto de coquetería, antes de pasar a la sala.

―Preocúpate del guión y déjame a mí el trabajo fotográfico ―contestó su compañero un tanto molesto.

―Señorita Monterelli, ¡por fin ha aparecido! ―Se volvió intrigada por conocer al autor de aquel comentario―. Ya pensábamos que no vendría.

―Señor Cartelli ―saludó al coronel de la guardia―. Jamás he faltado a ninguna de mis entrevistas y no iba a ser esta la primera vez que lo hiciera.

―Me alegro de escucharlo ―aceptó el hombre con una forzada sonrisa―. Si ya están ambos listos, podemos pasar a la sala. El presidente acaba de llegar y en pocos minutos hará acto de presencia. Por aquí, ¡por favor!

Abrió las puertas de acceso que comunicaban una estancia con otra y se apartó con estudiada galantería, tras indicar con la mano el camino a seguir. Bianca entró en la sala con gesto serio y adusto, un tanto altanero. Le había molestado sobremanera el comentario del coronel, y no iba a borrar aquella mala impresión con sus forzados y estudiados ademanes de hombre de mundo.

―En unos minutos llegará el presidente. Colóquense a este lado y no se sienten hasta que lo haya hecho él ―informó el oficial―. No se preocupen, yo les iré indicando a lo largo de la audiencia cómo deben comportarse.

―¿Estará usted presente en la entrevista? ―preguntó ella sorprendida―. No es lo habitual.

―Tenga usted en cuenta, señorita Monterelli, que la reunión de esta tarde marca un hito en la historia de ambos estados y que yo estoy al frente del sistema de seguridad ―respondió con cierto aire de orgullo―. No se preocupe, no les interrumpiré. Mi único cometido es velar por la seguridad del mandatario durante el tiempo que permanezca en territorio vaticano.

Bianca no quedó muy conforme con aquella intromisión que podría entenderse como un claro atentado a la libertad de prensa. Pero, antes de que pudiera responder a su interlocutor, vio cómo se abrían las puertas de nuevo, dando entrada en el cuarto al presidente en persona que, acompañado de dos guardaespaldas y el ministro de defensa de su país, les saludó con diplomacia, tomando asiento frente a ellos en un cómodo y elegante sillón, estilo Luis XIV, tapizado con fino raso de un blanco inmaculado.

La entrevista se desarrolló dentro de los límites habituales durante los primeros minutos. El presidente no dominaba el inglés, ni tampoco el italiano. Gracias al ministro de Defensa, que actuó como intérprete, la reunión pudo realizarse sin mayores inconvenientes.

―Señor presidente ―preguntó ella―. ¿Qué se siente al ser el indiscutible centro de un encuentro histórico como este?

―Una gran responsabilidad unida a la inmensa satisfacción de saberse protagonista de un momento histórico ―repuso él, una vez le tradujeron la pregunta―. Aunque mi país es laico y aconfesional, no por ello dejamos de ser respetuosos con las distintas religiones y, resulta innegable, que una de las más importantes a nivel mundial es la religión católica. Esta entrevista ha sido uno de los trabajos pendientes que he mantenido desde el día en que la revolución proletaria, del pueblo soberano de mi país, dio la victoria al partido que tengo el honor de presidir.

―¿Este inicio de relaciones supone un verdadero acercamiento de las posturas políticas de su partido hacia el mundo occidental? ―mantenía clavada la mirada en el rostro del entrevistado, en busca de cada una de sus reacciones.

―Podríamos decir que en el futuro, tal vez, pudiéramos llegar a unificar algunos conceptos, aunque, desde luego, nunca admitamos la ideología de un capitalismo decadente y opresor del pueblo.

Bianca sonrió levemente ante tan estudiada respuesta que admitía y negaba al mismo tiempo tal posibilidad. Tenía la sensación de que, aquel presidente, no dejaba de ser un hombre de paja, movido por potentes resortes, muy alejados del lugar en que se encontraban en aquellos momentos e incluso de su propio país.

―De tal modo, ¿se podría hablar de una posible «occidentalización» del régimen marxista en su país? ―volvió de nuevo sobre el tema.

―Yo no he dicho tal cosa, señorita ―aclaró el extranjero―. Usted no ha comprendido mis palabras.

―Discúlpeme, señor presidente, me había parecido entender que esta nueva política de apertura a regímenes menos totalitarios, no era sino un paso a favor para la clara integración en una Europa más democrática y próspera.

Observó cómo el coronel de la guardia, que se había mantenido todo el tiempo detrás del sillón presidencial, le dirigía una crítica mirada, desaprobando la manera de llevar aquella entrevista hasta el momento. No le preocupó en lo más mínimo. Le caía mal aquel hombre. Desde que lo conociera, la mañana del accidente de Julio en la Sixtina, albergaba una cierta antipatía hacia su persona, por el solo hecho de no haber investigado a fondo el asunto, al darlo por zanjado sin apenas analizar los motivos y las causas. Aún recordaba la excusa dada por el doctor:

…Pues bien, los años me han enseñado que no todo es demostrable, que existen situaciones y casos especiales en los que la lógica y la razón pierden todo sentido…

Ella era una mujer práctica y luchadora, no podía admitir que uno de los máximos dirigentes de la Guardia Suiza, que manejaba la vida del sumo pontífice entre sus manos trescientos sesenta y cinco días al año, durante las veinticuatro horas, se conformara con admitir que existen en la vida cosas difícilmente explicables. Si a ello le sumamos el desgraciado comentario que le dirigiera antes de la entrevista, no era de extrañar la animosidad con que ella lo miraba. Aunque, tal vez, lo más desagradable de todo fuera su mirada. Aquel individuo tenía una mirada turbia, dura, arrogante y, en ocasiones, colérica. Daba la sensación de que no aceptaba que una mujer llevara la voz cantante en asunto tan delicado.

Dejó de prestarle atención y se centró en el entrevistado. Saltaba a la vista que no lo pasaba nada bien. Parecía que la trayectoria de la entrevista se había desviado de las respuestas que traía programadas. Comenzaba a moverse nervioso y molesto en el cómodo sillón.

―La única prosperidad que busca mi país es la del pueblo ―respondió con gesto serio al sentirse acorralado por aquella periodista que se salía del guión acordado.

―Para lograr la prosperidad de una nación se necesita mantener las arcas llenas y de todos es sabido el enorme hándicap económico que arrastra la suya, con un déficit muy por encima de sus ingresos. ¿Es eso lo que le ha motivo a esta ronda de visitas a países europeos? ¿Viene usted a rellenar con dinero capitalista esas arcas vacías?

El ministro de Defensa tradujo sus palabras, a media voz, al cada vez más incomodado presidente. Según  escuchaba aquello que le traducía el ministro el mandatario cambió de expresión, enrojeciendo de rabia y vergüenza. Se levantó del sillón con un brusco movimiento que lo desplazó unos cuantos centímetros y dio media vuelta para marchar hacia la salida, sin contestar tan comprometida pregunta, ni siquiera mirar o despedirse de la incómoda periodista.

―El señor presidente no contestará más preguntas por hoy ―informó el ministro, que intentaba quitar hierro a aquella salida altanera y desafiante del presidente, mientras corría tras las huellas del máximo dirigente de su país que, ofendido e irritado, cruzaba el umbral de la enorme puerta, protegido, hombro por hombro, por los dos musculosos y silenciosos guardaespaldas.

Bianca lo vio alejarse con una irónica sonrisa en los labios. Sabía que lo había herido en el punto más vulnerable: su orgullo. Aunque todo el mundo conocía el motivo de aquel sorprendente viaje, que lo había llevado a admitir relaciones diplomáticas y políticas con países a los que había criticado desde su subida al poder, nadie había puesto sobre la mesa el verdadero móvil de aquella capitulación: ¡el dinero! Su país se encontraba al borde de la quiebra, sólo la ayuda económica  de otras naciones más desarrolladas lograría evitar el cantado desastre financiero y humano.

―Creo que te has pasado un «pelín», Bianca ―bromeó sonriente su compañero, el cámara del periódico, que no dejó de tomar instantáneas durante toda la entrevista.

―¿Has conseguido tomas de la última reacción y su estampida? ―quiso saber ella, indiferente a la crítica.

Su compañero hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras se entretenía en apagar y guardar el objetivo de la estupenda cámara.

―Señorita Monterelli me ha sorprendido usted de modo muy desagradable ―comentó Cartelli al acercarse a ella con gesto enfadado―. ¿Cómo ha podido ser tan poco diplomática?

―Señor Cartelli ―replicó ella con gesto desafiante―. No soy diplomática, sino periodista. Mi cometido es no engañar a mis lectores. Lo único que he pretendido en esta entrevista es saber la verdad de sus intenciones. Si se ha sentido ofendido no es mi problema. O ¿es que está usted en contra de la libertad de información?

El oficial no respondió, se contentó con dirigirle fría y crítica mirada, cargada de desprecio y rencor. Ella mantuvo desafiante aquella mirada, sin apartar los ojos de los de él, retando a la superioridad machista que había adivinado en el arrogante oficial.

―¡Vámonos, Bianca! ―intervino su compañero al tiempo que tiraba de ella―. Tenemos que acabar de confeccionar la noticia, recuerda que las máquinas de impresión están paradas a la espera de los archivos.

―Sí, mejor nos vamos. ―Admitió ella al recordar su cita con Julio.

Dio media vuelta, sin despedirse del oficial, y salió acompañada del fotógrafo, comentando la inusual entrevista que acababan de protagonizar.

―Veremos cómo se toma el jefe tu osadía ―reía el fotógrafo según descendían por la escalera.

―Me da lo mismo cómo la tome ―repuso ella tranquila―. Ese tipo es un farsante, un pelele impuesto por una gran potencia y todos lo sabemos.

―Una cosa es que lo sepamos y otra que lo pregonemos ―objetó él―. Tienes que admitir que has sido muy dura, fuera de toda diplomacia.

―Te repito como al coronel de la guardia: no soy diplomática, sino periodista. Si al director de Il Corriere… no le gusta mi forma de trabajar que me despida. No vivo de un sueldo. Pero no conseguirán callarme.

―Está bien, no te enfades. Yo pienso como tú, pero creo que debes estar preparada para un fuerte rapapolvos del jefazo. Seguro que, a estas alturas, ya ha recibido un telefonazo de la oficina de prensa vaticana.

―¡Como si se desgañita gritando! O me admite como soy o no vuelvo al periódico ―aseguró, harta de tener que justificarse por algo tan justo y obvio. Bastantes problemas tenía ella como para, encima, preocuparse por el buen nombre del periódico―. Te dejo, he quedado con alguien.

Corrió escaleras abajo al reconocer a su enamorado que se alejaba por el patio, camino de la biblioteca.

―Julio, Julio.

Dio la vuelta y vio a Bianca que se dirigía con paso rápido a su encuentro.

―Tenemos que hablar ―dijo no bien llegó a su lado.

―Por eso he venido a buscarte. ―La tomó del brazo y se alejaron de oídos indiscretos―. Creo que he descubierto parte del misterio. Vamos a algún lugar más reservado.

Hablaba a media voz al darse cuenta de que el coronel de la Guardia Suiza, que viniera detrás de ella, conversaba con los dos soldados que, hacía unos instantes, le habían impedido la entrada.

―Podemos volver a casa ―opinó ella.

―No, mejor que no nos alejamos mucho de estos muros. No lo sé, pero tengo como un oscuro presentimiento que ni yo mismo soy capaz de explicar. Vamos a la cafetería o a algún lugar donde podamos pasar desapercibidos entre la gente.

Se alejaron del patio, en busca de la ruidosa intimidad de una cafetería pública o el silencioso amparo de un rincón solitario, lejos de miradas y oídos indiscretos y curiosos, donde poder cambiar impresiones sobre los mutuos hallazgos.

―Yo también he descubierto algo ―dijo ella cogida de su brazo y hablando a media voz, con mirada de misterio―. No me extrañaría que el hombre al que acabo de entrevistar esté mezclado de alguna manera en el asunto del manuscrito.

―¡Schsssssss! ―indicó él que observaba alrededor con recelo, temeroso de que fueran escuchados por oídos extraños―. ¿En qué te basas?

―No lo sé. Siento al igual que tú una extraña sensación. No es un hombre de fiar, sus estudiadas maneras y confusas respuestas ocultan algo. ¡Estoy segura!

Ella relató, con concisa brevedad, lo ocurrido en aquella escasa media hora de entrevista, sin obviar detalle alguno, ni siquiera su brusca y airosa retirada. Julio sonrió. Aquella era su Bianca, incisiva y directa, sin pararse a pensar en las posibles consecuencias, siempre en busca de la verdad y la razón.

―¿También tú opinas que he sido demasiado dura? ―preguntó al ver dibujada la sonrisa en su cara.

―¡No! Por lo que me has explicado no deja de ser un cínico embustero que se cubre con la piel del cordero, ocultando sus garras de león…

No había terminado la frase cuando una rápida idea le pasó por la mente:

piel de cordero y palabras de dragón…

¿Sería él la nueva bestia?

Pasaban por una de las antesalas de la biblioteca que, a la sazón, se encontraba completamente vacía, debido a que pocos eran los investigadores y eruditos bibliófilos que quedaban aún en los recintos de la misma.

―Bianca, puede que lleves razón. También yo he encontrado algo que pudiera relacionarse con cuanto acabas de decirme. Pienso que estamos un poco más próximos al descubrimiento del maléfico manuscrito.

―¡Cállate, insensato! ―escucharon decir, al tiempo que veían a un oscuro personaje que emergía, por así decirlo, de una de las paredes de la antesala.

―¡Michelangelo! ―exclamó con alegría al ver de nuevo a su insigne maestro―. ¿Dónde te has metido? Tenemos muchas novedades que desconoces.

―No es este un buen lugar para desvelarlas ―atajó con aire misterioso―. ¡Venid conmigo!

Tomó a ambos de la mano, antes de que pudieran protestar, y se desplazaron, sin tener apenas conciencia de ello, a una pequeña habitación, casi en penumbra, donde resultaba muy difícil percibir los muebles y enseres que la adornaban.

―Aquí hablaremos tranquilos. Nadie puede escucharnos.

―¿Dónde estamos? ―preguntó curiosa.

―En una pequeña habitación aledaña a las del sumo pontífice. ¡Mirad!

Ella dirigió la mirada hacia donde señalaba y entornó los párpados para fijar mejor la vista.

―¡Es una capilla! ―exclamó sorprendida.

―El oratorio privado del santo padre.

―¿Piensas que sea este un lugar seguro? ―preguntó Julio dudando de tal posibilidad. Se sentía molesto por lo que consideraba una descarada intrusión en la intimidad del representante de la Iglesia.

―En estos momentos no lo hay mejor en todo el Vaticano. El papa está conferenciando con el mandatario extranjero y después asistirán a la rueda de prensa y despedida oficial ―informó el anciano―. Tenemos tiempo suficiente para hablar con total tranquilidad.

―Desde luego, me asombras. ―No pudo por menos que comentar Julio―. En ocasiones conoces al detalle todo lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá, en tanto, otras veces…

―Vuelvo a repetirte que no me es dado conocer sino aquello que es necesario que conozca, sin que yo pueda dirigir mis pensamientos ni mis acciones. Solo lo que es útil a nuestra empresa está grabado en mi cerebro, todo lo demás quedó borrado de la memoria con mi último suspiro. ¿Qué es aquello que teníais que contarme?

―Bianca piensa que el político extranjero está relacionado con nuestra famosa partida. Tan solo es una corazonada, pero hay algo en él que no le inspira confianza.

―Y no os engañáis, señora ―afirmó el genio sonriente―. Bien os ha servido vuestra femenina intuición.

―¿También tú lo crees? ―preguntó algo sorprendido el joven.

―No solo lo creo sino que lo aseguro. Lo que no puedo precisar es en qué medida está implicado.

―Entonces ya habéis resuelto el complejo misterio ―dijo Julio un tanto decepcionado ante la facilidad aparente de aquella resolución.

―¡Ni por asomo! Recuerda que lo nuestro es una partida con múltiples fichas e innumerables jugadas. El tal político puede no ser más que un simple peón, sin apenas poder ni mando. Lo importante ahora es localizar de nuevo el manuscrito. Mientras siga en manos de nuestros enemigos el peligro va en aumento con el paso de las horas.

Julio quedó pensativo en tanto analizaba la nueva situación e intentaba coordinar y relacionar sus hallazgos con los nuevos acontecimientos.

―Si en realidad ese hombre es quien pensamos ―comentó, razonando consigo mismo―, lo lógico es que el manuscrito esté en sus manos. ¿No has visto que llevara nada encima? ―preguntó a Bianca―. Tal vez lo ocultaba entre la ropa o… ¡en una cartera!

―No, iba con las manos libres y nada parecía indicar que ocultara el documento. ¡Quizá lo tuviera alguno de los hombres que lo acompañaban!

―Eso es imposible ―atajó el escultor―. Quien conozca el poder del documento no permitirá que sea manejado por manos extrañas. Es demasiado valioso como para confiarlo a terceros.

―Pero… ¿Qué diablos encierra ese maldito papel? ―quiso saber Julio

Michelangelo le dirigió una triste mirada.

―A fuer de ser sincero te diré que no lo sé. Desconozco el exacto contenido del documento, aunque puedes estar cierto de que su lectura desplegará las furias desatadas de los infiernos, ocasionando el caos y la desolación de la raza humana.

La mujer sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo. Se aferró con fuerza al brazo de su compañero sentimental, en busca de refugio y protección.

―¿Cuál es su origen? ¿Quién lo redactó? ―preguntó de nuevo él―. ¿Con qué fin está creado?

―Tiene sus orígenes en las lejanas tierras del Antiguo Egipto. En vida aún de los Apóstoles que sembraban la semilla de Cristo resucitado a lo largo del mundo conocido surgieron toda una serie de corrientes, más o menos heterodoxas, que adaptaron las enseñanzas apostólicas a sus propias creencias y tradiciones. Entre ellas nació el Patriarcado Ortodoxo Griego de Alejandría (una de las catorce Iglesias autocéfalas de la Iglesia ortodoxa). Con el paso de los años, los antiguos ritos paganos comenzaron a fusionarse con las nuevas creencias, lo cual originó sectas secretas que, al amparo en ocasiones de la doctrina cristiana, celebraban ocultas sesiones perseguidas y prohibidas por la Iglesia oficial copta.

―¿Fueron estas sectas las que escribieron el manuscrito? ―preguntó Julio que no perdía detalle de cuanto narraba el mentor.

―¡No! De ninguna manera. Ese documento tiene un origen antiquísimo, desde los tiempos de las grandes dinastías egipcias, mucho antes de que el pueblo de Yahvé habitara en las orillas del Nilo. Cuenta una milenaria tradición que fue el propio Moisés quien lo sacó del palacio faraónico, donde se conservaba custodiado por los numerosos sacerdotes de la diosa Isis. El día que el arrepentido faraón decidió conceder la libertad al pueblo elegido, convencido de que todos los males que habían asolado a su infortunado pueblo habían salido de los malignos caracteres de aquel ancestral papiro, el gran patriarca lo guardó celosamente junto a él, conocedor del terrible poder que encerraba. Su sucesor, Josué, fue el encargado de mantener el secreto durante años, hasta traspasarlo a su vez a los sucesivos jefes hebreos en cuyas manos recayó la guía y gobierno del Pueblo de Dios, por mandato de Jehová. Según esto, todos los grandes patriarcas del pueblo judío han conservado y guardado en vida este peligroso manuscrito.

Bianca escuchaba en silencio cuanto el anciano decía, sin separarse de Julio, quien, a su vez, intentaba asimilar y comprender la enorme importancia y trascendencia de cuanto allí se trataba.

―Pero… Lo que vimos en Sant’Angelo no era un papiro, ni siquiera un pergamino. ¿Quién hizo su conversión a un lenguaje más moderno?

―Nadie podría hacerlo. No son palabras escritas por mano de hombre ―aclaró el anciano con misterio en la voz y mirada velada por la pesadumbre.

―¿Entonces…?

―Desconozco el cómo y el por qué, pero puedo asegurarte que ese texto ha evolucionado a través de miles y miles de años, adaptándose a las necesidades y modos de cada época.

Julio quedó pensativo. En cualquier otro momento hubiera tachado de fantásticas y poco creíbles las explicaciones del maestro, pero llevaba mucho recorrido de la mano del viejo escultor. Había vivido demasiados acontecimientos y experiencias extrañas e inexplicables, en apariencia, en su compañía como para dudar de tan oscuras palabras.

―¿Cómo es que del pueblo judío pasó a manos de los pontífices católicos? ―preguntó al fin, hilvanando datos en aquella complicada historia.

―Fue a raíz de las cruzadas, con la conquista de Jerusalén. Los caballeros templarios que regresaron a Europa trajeron grandes tesoros, extraídos del propio Templo de Jerusalén, encontrándose entre otros muchos este manuscrito, del que desconocían sus poderes. Sería el papa Nicolás III, gran erudito y exegeta quien, movido por su insaciable curiosidad, iniciaría el análisis  del manuscrito. Revolvió en el pasado, entre multitud de pergaminos y otros muchos documentos, así llegó a obtener  pruebas documentadas de cómo, cada vez que el citado manuscrito había sido abierto y dado a conocer su contenido, grandes desgracias habían acontecido bajo la faz de la tierra.

Cayó unos instantes. Ninguno de los oyentes habló, sumidos en profundos pensamientos, sin dejar de analizar todo lo escuchado, desbordados por la descomunal importancia de la empresa en que se veían involucrados, aún contra su voluntad.

―¿Por qué no se destruyó? ―preguntó ella, dejando dar rienda suelta a su sentido práctico―. Se habrían ahorrado muchos desvelos y sufrimientos.

―Se ha hecho en numerosas ocasiones ―aseguró el escultor, con gesto cansado y derrotado―. Pero no ha servido de nada, cual ave Fénix, vuelve a reaparecer de sus propias cenizas al cabo de los años.

―Entonces… ¿Es indestructible? ―preguntó horrorizado Julio, cuyo ánimo comenzaba a decaer en vista de los insalvables impedimentos que deberían sortear.

―Así es ―admitió el genio apesadumbrado―. Su destino corre paralelo al mal en el mundo. ¡Es imposible erradicarlo de la faz de la tierra!

―¿Para qué luchar entonces?

―Para conseguir la victoria ―respondió rápido el viejo―. No se puede destruir, pero sí vencer.

―¿De qué serviría? ―intervino la mujer con desánimo.

―¡Para salvar a vuestro mundo!

―¡No lo entiendo! ―exclamó, decepcionada y confusa.

―Así es, Bianca. Está muy claro ―dijo Julio que sujetaba a su amada por los hombros, mientras ésta lo miraba sin comprender tan repentino entusiasmo―. Este maldito manuscrito aparece cada cierto tiempo, sembrando la destrucción. Lo que el maestro quiere explicarnos es que ahora, en este mismo momento, está a punto de ocurrir algún tipo de cataclismo a gran escala y que se encuentra en nuestra mano el intentar impedirlo. ¿No es eso?

―Correcto, pero no me preguntes dónde ni cuándo ocurrirá, porque esa información la desconozco.

―Tal vez pueda yo ayudarte ―aclaró Julio que comenzaba a localizar los huecos de las infinitas piezas de aquel complejo y peligroso puzle―. Bianca ¿Puedes llevarme a donde se entrevistan ambos dirigentes?

Esta lo miró con asombro.

―Es una entrevista privada, en principio se reúnen ellos dos solos, tal es la importancia y secreto de los temas que van a tratar. Nadie puede estar presente en esa conversación, ni siquiera el servicio de seguridad.

―¿Tampoco el del papa? ―preguntó él asustado.

―Pues… No. Sería una prueba de desconfianza por parte del anfitrión.

―Michelangelo, ¡necesito estar allí!

―Creo que comienzo a comprenderte ―contestó el anciano que empezaba a compartir la complicidad de aquel plan―. ¡Vamos!

―Acaso estáis locos los dos ―criticó ella― ¿Cómo vais a presentaros en medio de la charla? Antes de que os deis cuenta estaréis rodeados por una docena de guardias suizos.

―Tendremos que arriesgarnos.

―No es necesario. La conversación estará a punto de finalizar. Si hubiera ocurrido algo ¿pensáis que no nos habríamos enterado? Debemos estar a pocos pasos del cuarto de conferencias.

―Tenéis razón señora ―intervino el genio―, pero es necesario que Julio entre en contacto con ese hombre, sea quien sea, es la única persona capaz de frenarlo e impedir que siga adelante con su diabólico plan.

No bien terminó de hablar, cuando se escucharon voces cercanas y ruido de pasos acelerados. Los tres se miraron asustados, creyendo que el temido desastre acababa de desencadenarse en su presencia.

L’intervista è finita! Chiamate a i giornalisti![42]

Bianca reconoció de inmediato la voz del coronel de la guardia.

―¡Ven conmigo! ―Cogió la mano de Julio que no opuso resistencia.

Salieron por una de las puertas de la estancia en que se desarrolló el anterior encuentro y fueron a mezclarse con el nutrido grupo de periodistas, reporteros y fotógrafos que se dirigían, en confuso tropel, a la sala de reunión para tomar parte en la pequeña rueda de prensa posterior a la esperada entrevista de los dos altos dirigentes.

―Francesco ―llamó ella al compañero de trabajo que seguía al resto de fotógrafos con idea de asistir a la reunión―. Dame tus credenciales y la cámara de fotos.

El individuo la miró con expresión incrédula. Conocía las excentricidades y rarezas de su compañera de trabajo, pero aquello sobrepasaba los límites de la lógica. ¿Cómo podía creer que se iba a desprender de su preciada cámara réflex? Aquella cámara no era solo un instrumento de trabajo, era parte de sí mismo. Antes hubiera prestado la novia a un amigo que su cámara a un desconocido.

―¿Estás loca? ―No pudo por menos que decir.

―Necesito que me des tu cámara ―pidió ella con gesto desesperado―. ¡Por favor, Francesco!

Él comprendió que era algo importante. Conocía a Bianca y si de algo se la podía tachar era de exceso de profesionalidad. Se despojó de las credenciales que colgaban de su cuello y de la preciada y venerada cámara, muy a pesar suyo.

―¿Qué haré yo mientras tanto? Tengo que sacar las fotos de ambos dirigentes.

―No te preocupes ―lo tranquilizó ella―. Nosotros lo haremos.

―Cuídamela como si fuera tu novia ―pidió a Julio con voz lastimera―. ¡El jefe me va a matar!

Dio media vuelta y se perdió por las habitaciones contiguas mientras ellos entraban, sin mayor problema, en la sala de reuniones donde los dos mandatarios charlaban entre risas y bromas, en tanto una nube de flash y focos portátiles empequeñecían, con su apabullante luminosidad, las pupilas de los grandes protagonistas de aquella histórica escena.

Julio consiguió hacerse sitio, a fuerza de empujones, hasta conseguir colocarse en la zona preferente, sin querer hacer caso de los airados y groseros comentarios que algunos de los afectados no cesaban de dirigirle al sentirse avasallados por aquel desconocido compañero del gremio periodístico.

Lo primero que hizo fue fijar la mirada en el desconocido presidente, intentando identificar o adivinar algún indicio o movimiento de peligro. Analizó de arriba abajo su aspecto sin que encontrase nada que levantara sospechas, al igual que su interés. Tal y como lo había descrito Bianca era un hombre normal, casi corriente, sin apenas rasgos destacables que ayudaran a diferenciarlo de un ciudadano medio. Su porte nada tenía de llamativo, ni siquiera el costoso traje que lucía conseguía conferirle ese aspecto distinguido de hombre elegante. Las facciones anodinas, si no feas, impersonales. Nada en su cara era digno de atención, sumido en una normalidad que rallaba en lo vulgar. La fría mirada, apagada y sin brillo, los labios finos, casi inexistentes a la vista, la estrecha frente y la casi ausencia de pómulos, restaban encanto e interés a su rostro.

No, aquel no parecía un terrible enemigo, sino, más bien, un vulgar oficinista que consume su rutinaria existencia amarrado a la mesa del despacho, entre montañas de papeles y continuas llamadas telefónicas. ¡No era aquello lo que andaba buscando!

Comenzó a realizar instantáneas del celebrado acontecimiento, sin dejar de observar por el ocular del visor hacia un lugar y otro de la abarrotada estancia.

―¿Ves algo? ―susurró a su oído ella, en tanto fingía tomar nota de cuanto los protagonistas decían mientras miraba a todos los lados, sin una clara idea de qué y dónde buscar.

―Nada. Creo que nos hemos equivocado, ese hombrecillo no me parece peligroso en lo más mínimo.

―¡Callaros de una vez! ―protestó a su lado una rubia platino que cubría la noticia para una de las revistas de amas de casa con más tirada del país―. No me entero de lo que dicen.

Julio apretó el brazo de su impetuosa amante, impidiendo que respondiera a tan inoportuna compañera, tras indicarle con la mirada tranquilidad y buen juicio.

La sesión de fotos estaba a punto de finalizar, ambos hombres de estado se estrechaban la mano posando así, con la mejor de sus sonrisas, ante las numerosas cámaras que recogían para la posteridad un hecho histórico y único. Julio comenzaba a dudar que los anteriores presentimientos tuvieran fundamento alguno. Fuera lo que fuere lo que había de ocurrir, no sería en aquel lugar.

Observaba la mesa de escritorio de su santidad, en la que se veían diseminados algunos documentos y un par de libros voluminosos de temática religiosa, cuando creyó notar que algo se movía detrás de la pesada cortina de terciopelo rojo. Adelantó la cabeza para tener mayor campo de visión y el corazón le dio un salto al descubrir un par de brillantes zapatos negros, medio ocultos por los dobleces de tela de los amplios cortinones que besaban con sobrada generosidad el suelo. Sin apenas continuidad, vio moverse de nuevo el cortinaje que dejó asomar la punta metálica de un revolver y la velada imagen de la mano que lo empuñaba. No lo pensó.

―¡¡¡Noooooo…!!! ―Se abalanzó hacia los dos hombres que se volvieron sorprendidos y asustados al escuchar su grito y verse arrollados por aquel desconocido que se les echó encima y  arrastró hacia al suelo.

Su propio grito apagó el fuerte estallido del disparo que salió  del cañón de la pistola que él había sabido adivinar medio oculta. A pesar de tan rapidísima intervención, no pudo impedir que la bala se incrustara en el cuerpo del pontífice que cayó derribado al suelo, lanzando un gemido de dolor, al tiempo que se enrojecían las blancas vestimentas de gala con la sangre que brotaba a borbotones de la reciente herida.

Julio no perdió tiempo, se incorporó rápido y corrió hacia la cortina detrás de la cual se había ocultado el desconocido magnicida. Llegó justo en el momento en que se cerró una pequeña puerta disimulada en el muro. Se lanzó tras ella en persecución del criminal asesino.

―¡Giulio! ―gritó Bianca, que intentaba seguirlo tras sortear a cuantos se interponían a su paso.

Todo se convirtió en confusión y alboroto en aquella sala. A los gritos de:

―¡Han asesinado al papa!

Los soldados suizos de la guardia personal del pontífice irrumpieron en la dependencia papal. Las puertas de la sala se cerraron herméticas para evitar que nadie pudiera escapar del lugar del atentado. Los fotógrafos no paraban de inmortalizar con las cámaras el lúgubre suceso, en tanto, la mayoría de los periodistas allí encerrados procuraban contactar con las respectivas agencias para conseguir la primera exclusiva de tan sorprendente agresión.

Bianca atravesó la puerta por la que acababa de desaparecer su amante, sin que nadie intentara impedírselo. Se encontró en una oscura habitación en la que difícilmente podía distinguirse el mobiliario, máxime cuando sus ojos venían acostumbrados a la cegadora luz de los focos. Quedó confusa e indecisa, sin saber qué camino tomar.

―¡Venid, señora! ―escuchó a su lado, mientras sentía que una fría y huesuda mano tomaba la suya y la guiaba hacia un lugar desconocido, sin que ella pudiera hacer nada por oponerse.

Al instante se encontró en una inmensa sala que a primera vista reconoció al instante. Estaban en la Cappella Sistina, justo antes de la verja separadora de ambas naves, en la zona del presbiterio. Miró a su guía, que no era otro que el buen Michelangelo, que, con un dedo en los labios, la recomendaba silencio y discreción. Recorrió con la mirada el amplio habitáculo, una vez sus ojos se hubieron acostumbrado a la mortecina luz que se filtraba a través de los ventanales suspendidos sobre sus cabezas. Un agudo gemido se escapó de su garganta.

―Giulio! Mio Giulio!...

**********

Julio atravesó la puerta por la que acababa de huir el desconocido magnicida sin encontrar rastro del mismo en la contigua habitación. Una repentina y extraña sensación pareció inundar su mente, cerró los ojos y se sintió transportar por una fuerza superior, a la que era incapaz de resistirse. Al abrir de nuevo los párpados descubrió que se hallaba en el entorno de la Capilla Sixtina que, a la sazón, se encontraba escasamente iluminada, vacía, a excepción de un hombre que, detrás del altar situado debajo de El Juicio Universal, deshacía, con manos nerviosas, las ataduras de un viejo documento enrollado sobre sí mismo y cerrado con una ancha cinta roja. No reparó en la persona, su cerebro solo parecía tener ojos para el citado documento, en el que acababa de reconocer el maléfico manuscrito alejandrino.

―¡No lo toques! ―ordenó al desconocido en alta voz. Corrió a través de la sala con idea de impedir su apertura―. ¡No se te ocurra abrirlo!

El hombre lo miro, primero sorprendido y asustado para pasar al cínico desprecio.

―Y quién crees que va a impedírmelo ―preguntó con altanero acento burlón―. ¿Acaso tú?

―Si es necesario lo haré ―respondió decidido, según llegaba al lugar donde se encontraba el extraño―. No puedes imaginar lo peligroso que puede llegar a ser.

―En eso te equivocas ―respondió el otro―. Conozco bastante mejor que tú el fabuloso poder que se encierra almacenado entre las palabras aquí escritas.

―E ¿incluso así pretendes abrirlo? ¿Estás loco? ―preguntó Julio que observaba por primera vez al extraño personaje con mirada incrédula―. Yo te conozco. ¿No eres el coronel de la guardia del pontífice?

Una sonora risotada coreó su pregunta.

―Pudiera ser ―admitió sin dejar de reír.

―¡Desgraciado! Tú has sido quien ha disparado al pontífice ―acusó Julio―. ¿Cómo has podido faltar a tu juramento de armas? Tu deber era defenderlo frente a los asesinos como tú.

Se sentía furioso ante aquel descubrimiento, pensar que el venerable religioso creía en aquel cobarde hasta el punto de elevarlo a la protección de su persona. Sentía hervir la sangre de indignación rabia.

―¿Qué majadería es esa? Yo no tengo deber alguno ni con este papa ni con ningún otro que haya existido o existirá.

―¡Asesino de ancianos indefensos! ―gritó el pintor que se abalanzó hacia él y dirigió un fuerte puñetazo que le hizo tambalear, hasta el punto de que hubiera caído al suelo de no haber buscado sujeción en la gruesa mesa de mármol del altar mayor.

―¿Cómo te atreves a tocarme? ¡Vil reptil! ―vociferó al tiempo que retrocedía y lo miraba asustado―. ¡A mí! ¡Ayuda!

Julio quedó paralizado durante unos breves instantes. ¡Aquella voz!… Encontraba algo familiar en su acento y la manera de expresarse. Fueron apenas unos segundos, en seguida reaccionó de nuevo y persiguió al oficial que salió corriendo, torpemente, hacia una de las puertas laterales de la Cappella.

―¡Ven aquí, cobarde! ¡No huyas, desgraciado asesino!

Había alcanzado casi al escurridizo coronel cuando se abrió de pronto la puerta junto a la que se encontraban, dejando el paso libre a cuatro hombres que, vestidos de soldados de la guardia pontificia, acudían al auxilio de su superior. Julio peleó denodadamente con aquellos jóvenes soldados, a los que puso muy difícil su captura. Pasarían varios minutos hasta que lograran reducirlo e inmovilizarlo. Uno de ellos sujetó sus brazos por la espalda, en tanto otro lo encañonaba con la pistola apoyada sobre el corazón.

―¿Quién es ahora el cobarde? ―preguntó el oficial, engallándose con su oponente según avanzaba hacia él―. Es la segunda vez que me pones la mano encima, pero… ¡Juro por Satán que no habrá una tercera!

Julio lo miró desafiante, aun cuando se sabía en franca inferioridad. El contrincante había llegado junto a él, tanto que podía percibir el nauseabundo olor del asqueroso aliento. Aquella sensación de su pituitaria activó en el cerebro la masa de los recuerdos. Indagó en lo profundo de aquella turbia mirada y no pudo evitar sentir un escalofrío que le convulsionó todo el cuerpo.

―¿Tú?

―Sí. Yo ¿Creíste que me habías vencido? ―preguntó arrogante su adversario―. No eres rival para mí, ¡insignificante gusano!

Julio dejó caer la cabeza por unos instantes, en un gesto abatido y desesperado. Se sentía derrotado y solo. Jamás pudo imaginar que tuviera que enfrentarse a semejante oponente. Lo cierto era que nunca quiso imaginar nada, solo se había dejado llevar por los acontecimientos, conducido por sus propios impulsos, sin pensar ni analizar nada de cuanto ocurría o sentía. En honor a él, aquel desánimo apenas si duró unos segundos. De inmediato, se implantó en su cerebro el recuerdo del inminente peligro en que se encontraban millones de personas. En ese instante comprendió que él era el único, ¡El Elegido!, como dijera Michelangelo, que podía impedir el desastre. Aunque desconociera la manera de hacerlo, tenía que intentarlo, era su destino, para esa labor se le venía preparando desde hacía siglos. Por fin había llegado el momento crucial. ¡No pensaba fallar a su mentor!

―¿Por qué has esperado hasta ahora? ―Miraba retador al oponente―. Podías haber aparecido en cualquier otro momento de la historia.

Era consciente de que se encontraba en medio de una mortal partida, donde cualquier movimiento en falso, la más mínima duda o vacilación, daría la victoria al contrincante. Pensó que lo más inteligente era ganar tiempo y el mejor modo que se le ocurrió fue preguntar y mantener entretenido al otro jugador, evitando así que abriera el documento y desatara la ira de los elementos, al menos, hasta que los acontecimientos jugaran a su favor.

―¿Y quién te dice que no lo he hecho? ―preguntó a su vez el otro, con sarcástica risa que dejaba entrever unos dientes amarillentos y multiformes―. Desde que tomé en mis manos este manuscrito he pasado a ser mortal en más de una ocasión.

El joven abrió los ojos con gesto de auténtico asombro.

―¿Te sorprende? ―preguntó socarrón, seguro al ver al enemigo amarrado, sin poder de reacción―. Lo curioso es que haya sido en tan poco espacio de tiempo. Creí que debería esperar más hasta mi próxima aparición.

Julio intentó avanzar hacia él, cosa que impidieron los tres fornidos guardias que, sin intervenir en la conversación, no lo perdían de vista ni relajaban la presión que ejercían sobre él.

Iba a preguntar en qué momento del pasado había dado salida al mensaje alejandrino cuando se escuchó un ligero ruido de pasos en el fondo de la inmensa sala. Todos los presentes dirigieron la mirada hacia el presbiterio, detrás del cual podía apreciarse un movimiento de figuras que se desplazaban con sigilo. El pintor observó cómo una de ellas se separaba del acompañante y aparecía en la entrada al tiempo que gritaba:

―Giulio! Mio Giulio!

Sintió que la sangre se le helaba en las arterias. Acababa de reconocer a Bianca que intentaba correr hacia el lugar que ocupaba, haciendo oídos sordos a las llamadas de prudencia que Michelangelo le dirigía.

**********

Quedó aterrada a la vista de su joven enamorado que, maniatado y reducido por cuatro jóvenes guardias, forcejeaba desesperado por librarse de aquella férrea atadura. Paralizada por el miedo y la angustia al ver al pintor de aquella lastimosa manera, miraba consternada a los seis hombres que se encontraban en las escalinatas próximas al altar mayor.

―Bianca. ¡Vete de aquí! ―gritó Julio revolviéndose rabioso por soltarse―. ¡Llévatela! ¡Sácala de este lugar! ―ordenó al genio fiorentino que recién acababa de aparecer en busca de Bianca.

―Coge a la mujer. ¡Imbécil! ―ordenó el sorprendido Cartelli a uno de los subalternos para que fuera en pos de ella, tras tomar el arma y encañonarle él mismo.

El guardia no se hizo repetir la orden y salió en busca de la mujer que apenas si se movió al verlo venir, inmovilizada y atontada como estaba al ver en tan grave peligro al amante. De buen seguro hubiera logrado su intento el uniformado militar si no hubiera sido por la rápida y violenta reacción del escultor que, anteponiéndose de escudo delante de ella, recibió al atacante e inició la pelea con una fuerza e ímpetu envidiable. No hubiera conseguido derribarle su enemigo de no ser por la ayuda de los otros compañeros de armas que, a un gesto del coronel, soltaron al prisionero y fueron a reforzar al joven guardia. Pocos minutos después, tras batallar con el anciano artista, consiguieron reducirlo y conducirle en compañía de Bianca, que apenas si se había movido durante la refriega, a presencia del máximo responsable de la guardia pontificia.

Este no había perdido de vista al Elegido, apretando con mano temblorosa la mortífera arma de fuego contra el pecho de su enemigo. Solo respiró tranquilo cuando se vio rodeado de nuevo por la reducida escolta.

―¡Mira a quién tenemos aquí! ―exclamó luego de volverse hacia el artífice del Moisés, una vez se hubo asegurado de que Julio se hallaba bajo severa vigilancia―. Volvemos a vernos de nuevo. ¡Asqueroso fiorentino!

Michelangelo se revolvió rabioso al oírse así insultado e intentó en vano desembarazarse de su captor.

―Debí imaginar que tú serías el verdadero oponente en este sucio juego. ¡Deja ir a la mujer! ―respondió con mirada cargada de odio.

Cartelli soltó una sonora carcajada que encontró amplio eco y resonancia en el vacío habitáculo de la Cappella. Fue hacia donde Bianca no retiraba la vista de su enamorado que buscaba sus ojos para intentar transmitirle valor y confianza. Una confianza que él mismo no sentía a la vista de cómo se iban desarrollando los acontecimientos. Solo el valor, acrecentado por la contenida furia y la desesperación, se mantenía firme e indestructible en su ánimo.

―¿Me crees imbécil? ―preguntó el oficial. Se dirigía al anciano, tras coger con violencia a la mujer y acercarla hacia él.

―¡Suéltala! ―clamó Julio furioso sin cesar en sus inútiles esfuerzos por liberarse.

―Vuelve a moverte y ordeno que te traspasen el corazón ―gritó a su vez Cartelli, quien retrocedió ante su avance sin soltar la presa, tras servirse de ella como escudo.

―¡No! ―gritó Bianca que, por fin, reaccionó ante el peligro inminente―. ¡No te muevas!

―Eso es. ¡No eres tan estúpida como podría pensarse! ―admitió su agresor.

―¿Quién eres? ―preguntó ella, repuesta del repentino shock,  al mismo tiempo que se volvía hacia el hombre que le retorcía con fuerza ambos brazos, produciéndole un intenso dolor en los hombros―. ¡Cartelli!

El oficial rió de forma ruidosa ante la expresión de asombro reflejada en la cara de la mujer.

―A su servicio, señorita Monterelli.

―¿Qué es lo que hace? ¿Por qué nos detiene a nosotros? Debería buscar al asesino del papa.

―Bianca… ―intervino Julio abatido―. ¡Él es el asesino! Él disparó el arma, oculto tras la cortina.

―¡¿Él?! ―exclamó horrorizada, sin poder creerse semejante monstruosidad―. ¡No es posible!

Nunca le había caído bien aquel tipo, desde luego, pero llegar a pensar que siendo el más alto responsable de la seguridad del Vaticano hubiera podido atentar contra la vida de su máximo dirigente… ¡Aquello era demasiado!

―¿Por qué el coronel de la guardia pontificia va a desear la muerte del papa? ―preguntó aún incrédula.

―¡Mírale! Él no es quien parece ―repuso Julio, contemplándola con tristeza.

Ella alzó los ojos, obediente a la orden del amante, observó con mayor detenimiento al hombre que tenía junto a ella e intentó relacionarlo con alguno de sus recuerdos. De inmediato, un contenido grito se escapó de la garganta.

―Mio Dio!

Había cruzado su mirada con la del hombre y un convulso temblor recorrió su cuerpo. Sintió cómo las piernas se doblaban sin fuerza, al tiempo que el miedo y el terror se adueñaban de su ánimo.

¡Gian Pietro Carafa!

El manuscrito de Michelangelo
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