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EMPEZABA a comprender cómo se medía el tiempo según las diferentes circunstancias. En el mundo normal, el sacrificio de Manuel nos habría atormentado durante semanas y meses, antes de que pudiéramos volver a centrarnos en nuestra vida diaria. En el bote, en menos de una hora estábamos trazando planes de supervivencia.

Cuando salió el sol, era como si la muerte de Manuel hubiera ocurrido un par de años antes en lugar de unas horas. Una hora de supervivencia valía por varios meses en tiempo real, y teníamos que aprovechar cada segundo, o estábamos perdidas. No teníamos agua ni comida, y a mediodía teníamos la boca completamente reseca y pegajosa, y nos acurrucábamos bajo la manta sin molestarnos ya en colocarla sobre los remos.

Delirando por el calor, mis pensamientos volvían a Jeremy una y otra vez. Jeremy bebiendo café americano sentado ante la mesa de la cocina. ¿O era la hora de comer? No sabía cocinar mucho. Quizá mi madre le había hecho su guiso de pollo favorito y se lo había entregado envuelto en varias capas de plástico porque no confiaba en los tupperware. Jeremy durmiendo en nuestra cama, buscándome en sueños. Quizá duerme ya con otra porque no cree que vaya a volver. Cree que mi vida cubana me ha engullido para siempre.

Nadie sabe que estamos aquí. Podríamos estar flotando a la deriva en el Atlántico. Pero las aguas del Atlántico serían oscuras y procelosas, y estas aguas siguen siendo de un azul intenso y a veces se ven franjas de color turquesa.

Lucinda, tus ojos son del color del océano. Cuando los abres y los vuelves hacia mí, es como si tus ojos fueran unas grandes ventanas redondas con vistas al mar. Debería decírtelo, pero tengo la boca tan seca que no puedo abrirla. ¿Te he dicho que Jeremy me trae el café por la mañana? Sabe que me gusta con poca azúcar y cremoso y me lo sirve en mi taza favorita. Seguramente también a ti te llevará el café por la mañana. ¿Te gustaría? No me respondes, pero eso es porque reservas tus energías, igual que yo.

¿No es curioso que no estemos ni despiertas ni dormidas? Estamos las dos cosas a la vez. Pero sé cuándo estoy más dormida que despierta, porque entonces no siento sed. Sueño con nadar en agua potable. Estoy echando dulces bebidas refrescantes sobre cubitos de hielo que crujen y susurran en los vasos como maracas. De mi boca brota un manantial de agua. Es tan fuerte que no puedo cerrarla. Hace presión contra mis dientes y me hiere la garganta si trato de tragar. Esto es peor que la sed que mi mente entiende y contra la que puede luchar. Ya no puedo soportarlo más. Espero que tú no sientas lo mismo, por Dios lo espero.

Negros nubarrones aparecieron en el cielo con la puesta de sol. Otro día pasaba como un universo de tiempo olvidado. Las olas crecían entre las sombras y nos rodeaba una penumbra grisácea cuando abandonamos el abrigo de la manta. Noté una gota de lluvia en la nariz y luego otra. Gotas minúsculas se posaban en las pestañas de Lucinda haciendo que parpadeara con curiosidad. Inmediatamente, cayó una lluvia torrencial. Achiqué el agua con los zapatos de Manuel y le dije a Lucinda que bebiera del fondo del bote. Yo hice lo mismo. Gracias a Dios aún conservábamos las botellas de agua vacías y pude llenar la mitad de una antes de que dejara de llover, antes de que Lucinda vomitara el agua que había bebido a grandes tragos. Yo también vomité. Estábamos bebiendo agua contaminada por la mugre de nuestros cuerpos de casi una semana. Perdimos todo el agua que habíamos bebido y quizá más, pero al menos la piel la había absorbido y había lavado la película de sal que la cubría. La manta estaba mojada, igual que nosotras, pero esa noche dormimos más profundamente. Bebimos agua de lluvia de la botella a pequeños tragos y contemplamos las estrellas en su discurrir por el firmamento.

Lucinda, ¿te he hablado de cuando tu madre y yo planeamos escapar de casa? Ella quería rescatarme para que no me hicieran monja. Estábamos seguras de que nos divertiríamos mucho más siendo coristas. Lo de ser coristas fue idea de tu madre. En realidad, casi todas las ideas eran suyas, pero siempre salía en mi defensa. Era muy valiente y yo siempre deseé parecerme más a ella. Era la chica más hermosa y lista de cuantas he conocido. Cuando pasaba por la calle, atraía todas las miradas, todos los elogios. Caminaba con la mirada al frente, la espalda recta, sin mostrarse vanidosa ni avergonzada, sólo feliz de ser como era y de estar donde estaba.

Lucinda, escúchame. Si Jeremy ya no me quiere, ¿te conformarás viviendo sólo conmigo? Hay muchas posibilidades de que ya no me quiera, ¿sabes? Sí, me ama, pero no comprende que tuviera que quedarme contigo. No podía abandonarte, y puede que ahora muramos aquí juntas. No tengo miedo de morir, Lucinda, Tu mami murió tranquilamente entre mis brazos aquella tarde en la playa. Respiró hondo una última vez, le temblaron un poco los labios, y tuvo una muerte tan hermosa como su vida. La echo mucho de menos.

Dame la mano, Lucinda. Quiero que cojas esto. Es la vela que tu mami dejó para mí. La traía en la bolsa con las naranjas. Tengo cerillas, y si no están mojadas, la encenderé cuando sea de noche. Sé que a ti también te gustaría verlo. Puedo ponerla aquí, encima del asiento, para que las dos podamos mirarla tumbadas. ¿Verdad que es bonita? Ahora podemos dormir sintiéndonos seguras. La luz nos protegerá de todo mal.

Alguien me sacude la cara y me frota los ojos y tira de mí por un lado y por el otro. Alargo la mano buscando a Lucinda, pero ya no está a mi lado. Intento incorporarme y muchas manos me sujetan contra una superficie rugosa como papel de lija que huele a plástico y a lejía. Unos hombres hablan a mi alrededor. Sus palabras amortiguadas vienen y van. Debo encontrar a Lucinda. Puede que se haya caído al agua y es ciega y no sabe nadar. ¿No entienden lo que les digo? ¡Tengo que encontrar a Lucinda!

—Lucinda está bien. Está muy deshidratada, pero duerme tranquilamente bajo cubierta. —Apenas puedo abrir los ojos, pero reconozco la voz de Jeremy y son sus ojos castaños los que me miran—. Y tú también estás bien, amor mío, gracias a Dios.

Quiero hablarte, quiero hablarte, Jeremy, pero no consigo articular las palabras.

Sus dedos temblorosos me acarician la frente y veo con mayor claridad sus ojos hinchados y abotargados por el llanto y la falta de sueño. Los míos quieren cerrarse, pero temo que Jeremy haya desaparecido cuando vuelva a abrirlos.

—Beba me llamó la mañana que os fuisteis —me susurra al oído—. Me dijo que no habíais conseguido subir al barco y que debía buscaros en el mar. Llevamos una semana buscándoos y os hemos encontrado esta mañana, justo antes de que saliera el sol. Dábamos ya media vuelta cuando vimos el humo. El bote se estaba quemando. No os hubiéramos encontrado jamás de no ser por el humo.

Jeremy me acuna en sus brazos y llora y me besa la cara una y otra vez.

—Ahora lo único que importa es que volvemos a casa, amor mío. Tú, yo y Lucinda volvemos a casa.