6
VOLVÍ a oír los tambores en mi sueño. El miedo que había sentido en casa de la tía Panchita volvió a adueñarse de mi corazón con un alarmante estruendo, sordo y pesado. Seguía esperando a que Alicia regresara de su encuentro con Tony. El tiempo se paralizó y empecé a temblar tratando de respirar el aire enrarecido. La perdería para siempre y tendría que explicar lo ocurrido con mentiras y castañetear de dientes. Peor aún, tendría que vivir sabiendo que podría haberla salvado.
Pero esta vez había algo distinto. El sonido de los tambores era más profundo y el ritmo tentador que me hacía mover los pies a pesar del miedo fue reemplazado por unos golpes irregulares que me despertaron sobresaltada.
No estaba en casa de la tía Panchita, sino en mi habitación del séptimo piso en La Habana. Los tambores no se oían en la ciudad, sólo en la profunda selva que bordeaba los pueblos pequeños, donde crecía la caña de azúcar en abundancia. Y el sonido que sacudía los cristales de las ventanas no era de ningún tambor. Un sordo estallido quebró el silencio, extendiéndose por la ciudad como una tormenta eléctrica. El miedo me puso los pelos de punta. No me atreví a salir de la cama para mirar por la ventana.
La luz del pasillo se encendió y la débil luz que entraba por debajo de la puerta iluminó mi habitación. Oí las zapatillas de mami que se acercaban. Abrió primero la puerta de la habitación de Marta y luego la cerró deprisa. A Marta no la despertaba nada. Siempre bromeábamos diciendo que ya podía llegar un huracán, abrir su ventana y llevársela por los aires, que ella seguiría durmiendo como un tronco, y se preguntaría qué había pasado cuando se encontrara tirada en la calle en medio de los árboles. Mi puerta se abrió lentamente.
—Nora, ¿estás despierta?
—¿Qué es ese ruido, mami?
—No pasa nada. Está muy lejos.
—Pero ¿qué es?
Mami entró y se sentó en mi cama. La delicada arruga que se formaba entre sus cejas cuando sopesaba preocupaciones simples, como a quién invitar para una cena, o si Marta y yo debíamos llevar el vestido del mismo color por Semana Santa, con la penumbra, se había convertido en una sima. Me contestó con palabras cuidadosamente medidas.
—En otra parte de la ciudad, hay gente furiosa haciendo estallar bombas.
—¿Por qué?
—Quieren cambiar el gobierno.
Me incorporé en la cama, sintiéndome más segura ahora que mi madre estaba en la habitación.
—¿Tiene algo que ver con lo que dijo ayer papi sobre la gente a la que habían matado?
—Quizá. —La arruga cambió y se alisó un poco—. También estaban en contra del gobierno. Mira, hay mucha gente que quiere expulsar a Batista. Quieren elecciones libres.
Yo había oído hablar de eso en fragmentos de conversaciones que me habían llegado a lo largo de los años cuando los adultos discutían en el porche, o debatían cuando tomaban el café en la sobremesa, o cuando mis padres hablaban en el coche. Todos nuestros conocidos se oponían a Batista y querían un nuevo gobierno mejor. Se hablaba de revolución y de elecciones libres desde que yo tenía uso de razón, pero nunca había ocurrido nada. Al parecer ahora estaban ocurriendo de pronto cosas terribles.
—¿Tú y papi también queréis que se vaya Batista?
—Así no. Elecciones libres como en Estados Unidos, eso es lo que queremos. Ahora duérmete.
Por el modo en que se mordía el interior de la mejilla, me di cuenta de que no quería hablar más del tema.
—Mañana tienes colegio. Aquí estás a salvo y también estarás a salvo allí.
Me dio un beso en la frente y cerró la puerta al salir. Oí otro estruendo distante, pero ya no eran los ruidos del exterior lo que me mantenían despierta. Era la imagen del rostro de mi madre, cambiante y borroso, con una sonrisa revoloteando en sus labios cuando trataba de tranquilizarme. Fingía ser fuerte en lugar de ser fuerte, como era siempre, y eso hizo que creciera en mí una inquietud antes desconocida.
Cerré los ojos y me pregunté si Alicia oiría también las explosiones desde su casa. ¿Estaba en la cama temblando igual que yo? No, seguramente estaría asomada a la ventana, cayéndose casi al tratar de ver lo que ocurría. Si Alicia estuviera allí conmigo, lo convertiría en una aventura. Seríamos espías clandestinas que intentarían salvar al país de Batista, hermosas heroínas que haríamos chasquear los dedos y daríamos órdenes a los revolucionarios con nuestro ingenio y belleza. Y tras una noche de aventuras desafiando a la muerte, todo volvería a la calma por la mañana. En la cocina nos esperaría el café con leche con pan fresco untado de mantequilla, y Beba nos dedicaría una de sus sonrisas de oreja a oreja con dientes tan blancos como terrones de azúcar, y nos diría que iba a ser un nuevo y precioso día.
*
Marta y yo llegamos a casa de vuelta del colegio y encontramos a Alicia y a su madre, la tía Nina, sentadas en el sofá de nuestra sala de estar. Nunca antes nos habían visitado en días de colegio. Más extraño aún era que papi estuviera en casa, cuando aún faltaban horas para que volviera de la oficina. Y en lugar del uniforme del colegio, Alicia llevaba los pantalones blancos de pescador, con zapatillas de deporte y suéter amarillo, un atuendo de fin de semana. La tía Nina parecía enferma. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en un moño apresurado. Tenía los ojos rojos y paseaba la mirada por la habitación sin mirar nada en concreto, mientras chupaba un cigarrillo apagado. Jugueteaba con el encendedor, pero acabó arrojándolo sobre la mesa junto con el cigarrillo y se echó a llorar con la cara entre las manos.
Papi se sentó en el sofá a su lado, silencioso y pensativo. Era obvio que llevaba la mayor parte del día viéndola llorar. Mami llegó corriendo de la cocina cuando oyó los sollozos de la tía Nina. En sus manos tintineaba una taza de té caliente y mami hizo una mueca de dolor cuando derramó un poco y se quemó los dedos.
—Esto te ayudará a calmarte —dijo, colocando la taza delante de la tía Nina. Luego nos lanzó a Marta y a mí una mirada de las que decían sentaos y no digáis una palabra, y nosotras dejamos caer los libros y nos sentamos allí mismo, en el suelo. Marta y yo nos volvíamos muy obedientes cuando estábamos asustadas.
Alicia también tenía los ojos hinchados de tanto llorar, pero mantenía las manos juntas sobre el regazo y sonrió débilmente al vernos. Quería hablar, pero las dos sabíamos que debíamos guardar silencio y limitarnos a escuchar, si no queríamos que nos mandaran a la habitación. Yo sabía que Beba había asomado la cabeza, por la puerta de la cocina mientras preparaba la cena, tratando de enterarse de lo que pasaba. Sus ojos lanzaban chispas, movía la cabeza con expresión indignada y gruñía ruidosamente expresando su desaprobación.
La tía Nina tomó un sorbo de té entre temblores. La taza y el platillo tintinearon todo el camino hasta sus labios y luego al volver a la mesa. Después la tía contó la historia que llevaba contando todo el día, pero que repetía una y otra vez como si ella misma no pudiera darle crédito.
—Aún no había salido el sol cuando los hemos oído. Os aseguro que apenas ha tenido tiempo de vestirse. —La tía Nina nos lanzó una ojeada a Marta y a mí y se interrumpió al darse cuenta de que estábamos allí, pero luego apartó la vista y continuó hablando—. La policía ha llegado unos quince o veinte minutos después.
—¿Qué han dicho exactamente? —preguntó mi padre con expresión fría y los ojos negros llenos de miedo, como nunca le había visto antes. Papi no tenía nunca miedo; a veces se enfadaba o impacientaba, pero no se asustaba nunca.
—Sospechan que tenía algo que ver con las bombas de anoche, pero él ha estado conmigo toda la noche. No ha salido de casa para nada. Querían saber dónde está, y yo les he dicho que no lo sabía... Y no lo sé, ésa es la verdad.
Papi se mesó los cabellos con manos temblorosas.
—Cuanto menos sepas, mejor, Nina.
—Dios mío, ¿le matarán si le encuentran? —La tía Nina se dejó caer hacia atrás en el sofá, aterrizando casi sobre mi padre. Él se apartó de golpe y fulminó a mami con la mirada como si esperara que ella hiciera algo.
Beba asomó la cabeza y gritó:
—No son más que unos vulgares criminales y deberían matarlos a tiros. —Luego desapareció otra vez y la oí gruñendo en la cocina mientras trajinaba con los cacharros.
Mami se arrodilló junto a la tía Nina y le acarició el pelo suavemente para echárselo hacia atrás.
—Todo saldrá bien, Nina. Todos rezamos por él. Todo saldrá bien.
—Papi sabe cuidar de sí mismo —dijo Alicia, cogiéndole la mano a su madre—. No llores más.
—Tiene razón, Nina. Carlos sabe cuidar de sí mismo, como siempre ha hecho —dijo papi con una certeza que resultaba tranquilizadora. Pero yo notaba en su mirada ensimismada y en los dientes apretados que pensaba en cosas de las que no podía hablar delante de los demás, cosas que harían que Nina se preocupara aún más.
*
Nos pasamos el resto del día en mi habitación. La tarde era soleada, el cielo era tan azul como siempre y veíamos el océano lanzando sus juguetones destellos. Pero un silencio insólito se había apoderado de la calle. El zumbido constante de los coches en la amplia avenida había quedado reducido a algún ruido ocasional. Las bombas de la víspera habían empujado a mucha gente a quedarse en casa y la diversión, característica de las noches de La Habana, se había esfumado. Estaba todo tan silencioso que oíamos a los pájaros en los tejados y el tintineo de algún vendedor ambulante de tamales o zumo de caña de azúcar. Pero incluso sus voces eran distintas, como si no les interesara vender nada, sino regresar a casa con su familia por si las explosiones les pillaban en la calle.
—Si Batista captura a mi padre, le matará —dijo Alicia con total naturalidad, sentada en mi cama, con los pies desnudos colgando del borde. Me fijé entonces en el esmalte rosa y agrietado de sus uñas. ¿Cuándo había empezado a pintarse las uñas de los pies? Faltaba mucho para que se cumpliera un año desde que había hecho todas sus promesas a Dios.
Marta gimió horrorizada, pero Alicia prosiguió.
—Le matarán, igual que mataron a los otros. Por eso tiene que esconderse. Cuando Batista se haya ido, podrá volver.
—Algunas personas dicen que nunca se irá —dije.
—Entonces iré a buscar a mi padre a las montanas y viviré con el.
Era terrible pensar que tío Carlos se encontraia en semejante situación. Le recordé tocando la guitarra, cantando canciones tradicionales cubanas a sus compañeros y contándoles historias graciosas, y a ellos riendo y dándole palmadas en la espalda y metiéndole cigarros en el bolsillo de la camisa, porque era muy inteligente y divertido. Resultaba difícil imaginarle haciendo cosas tan serias como para que tuviera que ocultarse de la policía. Incluso cuando estaba serio, lo que no ocurría a menudo, sus ojos sonreían. Conseguiría evitar que le capturaran, de eso estaba segura. Saldría bien de cualquier cosa gracias a su labia y a su sentido del humor, con el que podía engatusar a cualquier hombre para que le diera hasta la camisa, por no hablar de una caja de puros. Y Alicia lo sabía aún mejor que yo y por eso no tenía miedo.
Pero la tía Nina no se mostraba tan confiada. A medida que pasaban los días sin que se supiera nada, aumentó su desesperación y perdió tanto peso que sus bonitos vestidos le colgaban de los hombros como si aún estuvieran en la percha. Hablaba sin cesar con voz entrecortada y fumaba tanto que las yemas de los dedos empezaron a amarillearle. Nos sentábamos ante la mesa para comer los deliciosos manjares que preparaba Beba, pollo y bananas, yuca con mojo, el mejor flan de toda La Habana, pero la tía Nina no comía nada. Beba movía la cabeza al ver que la tía Nina no probaba el estofado de carne con patatas, su plato favorito, y musitaba que no podía comer. Al final se decidió que la tía Nina debía irse a algún lugar lejos de La Habana a curarse de los nervios, y que Alicia se quedaría con nosotros para que pudiera seguir yendo al colegio.
No habíamos pasado mucho tiempo juntas desde que habíamos estado en casa de la tía Panchita. Ahora nos mirábamos en el espejo mientras escuchábamos discos de Elvis Presley y fingíamos que nos preparábamos para grandes fiestas en las que conoceríamos a chicos guapísimos que inmediatamente se enamorarían de nosotras por nuestra asombrosa belleza y nuestra destreza en el baile. Marta, que todavía se alegraba simplemente por el hecho de no ser excluida, representaba a menudo el papel de dama de compañía que nos hacía de carabina en nuestras citas y nos reprendía cuando permitíamos a los chicos que nos cogieran de la mano o nos besaran en la mejilla si ella no estaba mirando. Alicia y yo nos turnábamos para interpretar el papel de chico, y yo sospechaba que, independientemente de cómo actuara yo, ella siempre imaginaba que era Tony. Siempre era Tony quien la sacaba a bailar y el que espantaba a los rivales cuando llegaba la hora de volver a casa. En una ocasión, cuando fingía que otro chico me había dado una paliza y me había dejado tirada en el suelo suplicando clemencia, Alicia me corrigió: «Tony nunca se rendiría». El juego duraba horas y evolucionaba hacia variaciones fascinantes, cuyo mágico embrujo nos acompañaba cuando comíamos, cuando salíamos a hacer recados con mi madre, incluso cuando estábamos en el colegio. Yo estudiaba con alegría pensando que por la tarde recibiría la recompensa de la deliciosa compañía de Alicia.
Transcurrieron los meses y el tío Carlos seguía fuera. De vez en cuando oíamos explosiones en medio del día o de la noche, pero ya nos habíamos acostumbrado. No nos impedía ir al colegio, hacer los deberes, comer o charlar de nuestras cosas. Muy al contrario, nos hacía sentir que éramos invencibles. Cuando topábamos con los escombros causados por una explosión de la noche anterior, nos intrigaba, más que asustarnos, como si contempláramos las ruinas de alguna ciudad antigua, y no de la farmacia que conocíamos de toda la vida. Pero mi madre se ponía tensa y empezaba a caminar muy deprisa, tanto que casi no podíamos seguir su paso, y bajo las gafas de sol, los ojos se le llenaban de lágrimas. Yo sabía que mi madre no quería que Alicia la viera llorar por miedo a que se preocupara por su padre, así que no le preguntaba nada.
Alicia hablaba por teléfono con su madre todos los días, y una tarde, casi cuatro meses después de haberse venido a vivir con nosotros, colgó el teléfono con expresión sombría.
—Mami volverá la semana que viene y yo me iré a mi casa —dijo.
Me sentí vacía y perdida al oír la noticia, como si una magní fica fiesta estuviera a punto de tocar a su fin.
El tío Carlos reapareció unas semanas más tarde, más delgado y asustadizo, pero de buen humor como siempre. Batista se había ido de Cuba para siempre, expulsado por un hombre atractivo de poblada barba negra.
A partir de entonces, la gente sólo hablaba de Fidel Castro y de la revolución. Por supuesto, todos habíamos oído hablar de él con anterioridad. Llevaba años combatiendo en las montañas con unos cuantos partidarios, pero nadie le prestaba demasiada atención. Ahora, en cuanto se encendía el televisor, allí estaba él. Si cambiábamos de canal, allí estaba Fidel. Si encendíamos la radio, Fidel estaba allí perorando sobre una nueva Cuba que se haría más fuerte y rica y que ocuparía en las Américas el lugar que le pertenecía por derecho.
Todo eso sonaba muy bien y a la mayoría de los adultos de mi familia les gustaba lo que oían, y papi estaba tan contento de tener al tío Carlos de vuelta, que pensé que por fin acabarían poniéndose de acuerdo en algo. Se quedaban de pie delante del televisor durante los discursos de Fidel como soldados en formación. A mi padre le complacía especialmente su promesa de reinstaurar el proceso para celebrar elecciones libres y democráticas. El tío Carlos simplemente estaba exultante porque Batista se había ido y él había contribuido a echarlo, aunque se mostraba muy misterioso sobre la naturaleza de su participación.
—No puede haber nada peor que ese pedazo de cabrón —decía una y otra vez con los ojos siempre riendo y un puro en el bolsillo de la camisa.
Mientras tanto, Beba observaba la escena desde la puerta de la cocina con los brazos cruzados, moviendo la cabeza cubierta por el turbante blanco con gesto de desaprobación.
—Tengo un mal presentimiento con ese hombre.
—¿Con Castro? ¿Por qué? —pregunté.
Ella me miró entrecerrando los ojos suspicazmente, como solía hacer cuando pensaba que me había comido a hurtadillas un trozo de flan recién hecho que guardaba para los postres.
—Alguien que es capaz de estarse de pie tanto tiempo soltando discursos... ha de tener algo malo.
Yo sólo sabía que las bombas habían cesado y que sólo debía preocuparme de acabar los deberes del colegio, de planear el fin de semana, o de si mis padres me dejarían afeitarme las piernas como hacían las otras chicas.
—Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas —dijo mami.
—Las tengo tan peludas como las de papi y todas las chicas del colegio se las afeitan ya.
—De acuerdo, pero sólo hasta las rodillas, ¿me has entendido? Sólo las chicas de la calle se afeitan las piernas por encima de las rodillas.