8

LAS explosiones volvieron a empezar, pero ahora acompañadas por disparos. A veces sonaban como si estuvieran pegando tiros delante mismo de nuestra casa, y no en algún lugar distante de la ciudad. En más de una ocasión, los tiros se produjeron en pleno día y tuvimos que tirarnos al suelo como soldados en una película de guerra, temblando y esperando a que volviera a hacerse el silencio. Una tarde, Beba y yo nos tiramos al suelo de la cocina. Beba volcó sin querer los tomates y las cebollas que preparaba para la comida y pasamos varios minutos entre las hortalizas. Cuando todo terminó, recogimos con cuidado hasta el último trozo y lo lavamos bien. La escasez aumentaba de día en día y no podíamos permitirnos el lujo de desechar nada.

Nos apiñábamos en torno al televisor a todas las horas del día y de la noche, esperando enterarnos de alguna noticia nueva que nos diera esperanza o aliviara nuestra creciente desesperación. Prevalecía un estado de ánimo frío y receloso, como si asistiéramos a un funeral por alguien al que hubieran asesinado y cuyo asesino siguiera suelto, quizá entre nosotros, quizá en la casa de al lado u otra de la misma calle. Podía ser cualquiera en aquel clima inestable e impredecible, pero una cosa era cierta: Castro ya no era el redentor, el hombre que podía salvar a Cuba y situarla al mismo nivel que Estados Unidos, el hombre que barrería la corrupción de Batista y de sus compinches multimillonarios, y que pintaría el país con una resplandeciente capa de ideales democráticos. Abundaba la sospecha y el miedo de que las promesas de Castro fueran falsas y de que su súbita ascensión al poder tuviera el apoyo de las personas menos democráticas de todas.

Sabíamos que las explosiones que oíamos día y noche las provocaban los que eran contrarios al régimen de Castro, y la discordia surgió de nuevo entre mi padre y el tío Carlos. El tío Carlos creía que la posición militar de Castro era necesaria en aquellos tiempos de incertidumbre y que cambiaría cuando se hubiera conseguido la estabilidad. Creía que aún era posible una solución democrática. Pero mi padre había perdido toda esperanza. Se quedaba sentado en su silla con sus trajes inmaculados y sus zapatos lustrosos, mientras oía las explosiones callejeras y observaba a Castro gesticulando en la televisión. Tenía los párpados pesados por la falta de sueño.

—Es sólo cuestión de tiempo —decía a mi madre, que no tenía nada que decir, pero compartía su expresión ausente.

A pesar de los sonidos de guerra y la insoportable tensión de después, cuando los adultos discutían sobre política y sobre las decisiones inevitables con las que tendrían que enfrentarse algunos, procurábamos seguir con nuestra vida de antes y la mayor parte del tiempo yo conseguía olvidar aquella situación.

Alicia y yo regresábamos a la playa siempre que podíamos. Y hablábamos sobre lo que ocurriría si teníamos que abandonar Cuba. Nos tumbábamos en la arena blanca como cuando éramos niñas y contemplábamos las palmeras bamboleándose al viento. Nadábamos hasta la plataforma y volvíamos como un par de delfines, y nos reíamos al sacudirnos el pelo mojado para apartarlo de los ojos, acicalándonos siempre cuando veíamos aparecer chicos guapos. Como de costumbre, la mayoría de miradas y comentarios iban destinados a Alicia, cuya voluptuosa figura era una baliza para cualquier macho que anduviera cerca. Yo me contentaba con algún que otro comentario o cumplido sobrante cuando se fijaban en la chica morena que acompañaba a la belleza.

—No quiero irme de Cuba —dijo Alicia, mientras estábamos tumbadas, secándonos al sol tropical.

—Yo tampoco.

—No hay lugar mejor que éste en todo el mundo. No podría ser feliz en ningún otro sitio.

De no ser porque estaba a punto de dormirme, le habría dicho que «otro sitio» era algo imposible de contemplar siquiera. Éramos cubanas y Cuba era nuestro país. Las cosas mejorarían porque siempre era así. Si no podías contar con la tierra que pisabas, ¿qué te quedaba? Pero, ¿para qué decir todo aquello, cuando el viento acariciaba nuestros cuerpos con tan perfecta calidez? ¿Para qué interrumpir el coro del mar, que lo expresaba todo mucho mejor que yo? Estábamos en nuestro hogar y allí estaríamos siempre.

*

Papi llegó temprano de la oficina y no se sentó en su lugar habitual, sino que se fue directamente al dormitorio sin decir una palabra a nadie, sin tan siquiera decir hola con un beso a mami, que le esperaba angustiada desde primera hora de la tarde. Mami le siguió al dormitorio y Marta y yo nos fuimos junto a Beba, como hacíamos siempre que queríamos enterarnos de lo que pasaba de verdad. En el colegio no se hablaba de política, de hecho, se evitaba, y mis padres seguían protegiéndonos de la verdad siempre que podían. Pero Beba tenía una visión especial de rayos X que le permitía traspasar la compleja superficie de las cosas y comprender los simples huesos desnudos de la verdad sin explicaciones fantásticas ni excusas. Ella decía: «Tu mamá no quiere que te afeites por encima de las rodillas, porque ningún hombre te ha de ver lo que hay más arriba. Y si no le gusta lo que ve, es más probable que no lo toque». O, «tu figura se desarrollará cuando sea su momento. Además, a algunos hombres les gustan las mujeres flacas. No vale la pena preocuparse por los planes del Buen Dios. Siempre son los mejores».

Entramos en la cocina y la encontramos cortando cebollas con tanto brío que parecía que iba a traspasar la tabla de madera. Tenía los ojos húmedos por la cebolla, y pronto los míos también empezaron a lagrimear.

—¿Qué ocurre, Beba? ¿Qué les pasa a papi y a mami? —preguntó Marta.

Beba se secó los ojos con el dorso de la mano y luego se limpió las manos en el delantal. Se apoyó en la encímela, como hacía cuando le dolía la rodilla por estar de pie demasiado tiempo; así que le acerqué una silla y ella se sentó con un audible suspiro de cansancio.

—El mundo que conocemos está cambiando. Algunas personas creen que debe cambiar. Algunas personas creen que debería seguir igual. —Giró la cabeza ligeramente y me percaté de que las lágrimas de sus ojos no las causaba la cebolla.

—¿Qué quieres decir?

—Mientras estabais hoy en el colegio, ese hombre ha hecho otro de sus discursos que duran más de seis horas. Santo Dios, ¿cómo puede un hombre hablar tanto tiempo sin perder la voz? —Hacía semanas que Beba se negaba a pronunciar el nombre de Castro, porque creía que por el mero hecho de pronunciarlo le otorgaría más poder—. Ha dicho lo que yo imaginaba dede el principio; que era comunista y que Cuba será el estado socialista más poderoso del mundo occidental.

Marta y yo guardamos silencio. Aunque no estábamos muy seguras de lo que era el comunismo, sabíamos por las conversaciones que habían llegado a nuestros oídos que aquél era el peor resultado de todas las posibilidades que se habían debatido durante los últimos meses.

Mis padres salieron de su dormitorio. Mami tenía la cara llorosa y enrojecida. Papi se sentó en su lugar a la cabecera de la mesa después de darnos un beso en la frente a cada una con gesto fatigado. En la cocina, mami nos susurró que debíamos abstenernos de hacer preguntas.

—Vuestro padre está muy alterado y no quiero que se altere aún más.

—Mami, ¿es cierto? ¿Cuba es comunista? —preguntó Marta, y mami se volvió hacia ella de repente, como si fuera a abofetearla, aunque yo no la había visto abofetear a nadie en mi vida. Pero se limitó a apartarse el pelo de la cara y se dio la vuelta para ayudar a Beba a poner la mesa. Le dio dos platos a Marta y otros dos a mí.

—Puede que Castro sea comunista, pero Cuba no —dijo con una convicción escalofriante—. Cuba jamás será comunista.

—Que Dios la oiga, doña Regina. Que sus palabras vayan derechitas al cielo —dijo Beba desde el otro lado de la cocina, y todas rezamos por lo mismo.

*

La comida dominical en casa de la tía María se había convertido en una ocasión sombría, pero que había adquirido mayor significado, puesto que nos aferrábamos al mundo familiar que se desmoronaba a nuestro alrededor. No se oían risas en el porche, ni había nubes de humo de cigarro generadas por un círculo de hombres felices que se palmeaban la espalda, ni se preparaban las fichas de dominó después de comer con bromas inofensivas sobre quién jugaba mejor o engañaba mejor. Aunque había mucha menos carne, el pollo con arroz estaba tan delicioso como siempre, y la tía María recibía sus cumplidos con una triste inclinación de su cabeza plateada, sin prometer un festín para la semana siguiente. Los primos no nos separábamos de los adultos para divertirnos por nuestra cuenta, como solíamos hacer antes. Nos quedábamos cerca para enterarnos del estado de las cosas y de lo que iba a ocurrir. Mi primo Juan parecía mejor informado que los demás, incluso que Alicia.

—El gobierno se está quedando con todo —dijo con tono de autoridad—. Ya se han quedado con las azucareras. Los bancos serán los siguientes.

Me pregunté si sería posible que un gobierno hiciera tal cosa. ¿Podían entrar tranquilamente en una de las cientos de azucareras y echar a los trabajadores y asumir el control? ¿Abrirían las gigantescas bóvedas de los bancos, donde yo imaginaba que vivía un hombrecillo arremangado contando el dinero, y lo echarían de su silla para que otro hombre con traje verde de faena del ejército siguiera contando donde él lo había dejado? Me parecía imposible, irreal. ¿Ypapi? Era una persona importante en el Banco Nacional. Seguro que no podían echarlo, ¿no? El banco no podía funcionar sin él, de eso estaba segura. Yjamás llevaría uno de esos uniformes verdes. Antes preferiría morir.

—Creo que tendremos que marcharnos —dijo Juan, cogiendo un buen trozo de flan con la cuchara.

—¿Marcharnos a dónde? —pregunté.

—A Estados Unidos, por supuesto. A Nueva York o Miami. Apuesto a que tarde o temprano también vosotros os iréis, ya lo verás.

Intercambiamos miradas de sorpresa, algunas más horrorizadas que otras, pero Alicia mantuvo la calma y sonrió serenamente.

—Yo no me iré jamás. Si intentan obligarme, huiré a las colinas y me esconderé allí como hizo mi padre.

—Estás loca —dijo Juan, mientras rebañaba hasta la última gota del dulce caramelo con la cuchara.

*

Le di muchas vueltas en la cabeza a lo que había dicho Juan sobre irse a Estados Unidos, y escuché atentamente todas las conversaciones de mis padres. Me sentí aliviada al comprobar que no decían nada sobre abandonar Cuba. De hecho, parecían albergar esperanzas de que las cosas cambiaran. Todos parecían estar de acuerdo en que Estados Unidos no toleraría jamás un país comunista tan cerca de sus democráticas playas, después de que Castro se hubiera pronunciado tan claramente. Lo considerarían una enfermedad que podía infectar sus ideales capitalistas. Todos sabían que Estados Unidos y la Unión Soviética eran enemigos acérrimos, y el propio Castro había confirmado los rumores de que los rusos colaboraban con él en su nuevo estado socialista. Había demasiadas razones para creer que Castro tenía los días contados y que volveríamos a estar como antes; demasiados días y noches pegados al televisor, como si nuestras vidas dependieran de su fantasmagórico resplandor. Por primera vez en mi vida, empecé a palidecer y ponerme amarilla por la falta de sol. Al menos la abuela se alegraría de ver mi cutis más claro.

Mami lloraba todos los días. Al principio no quería que la viéramos y se retiraba a su dormitorio, y luego volvía a reanudar sus quehaceres con los ojos hinchados y una sonrisa trémula. Pero a medida que pasaban los días, dejó de preocuparle que pudiera parecer débil y no se recató en sollozar siempre que sentía el impulso de hacerlo, allá donde estuviese: en el sofá mientras veía las noticias, en la cocina mientras ayudaba a Beba a preparar la comida con nuestras escasas provisiones, o fuera, en el balcón, mientras miraba cómo desaparecía el sol en la ancha franja del océano. Evitaba ir a comprar siempre que podía, y si alguna vez se aventuraba sola por la calle, regresaba peor de lo que se había ido, amargada por la experiencia, que le hacía arrugar la cara de disgusto y fruncir los labios sin pintar como si le hubieran obligado a chupar un ácido limón todo el día.

Una tarde volvió del mercado con una bolsa pequeña de patatas medio podridas y las dejó caer sobre la mesa del comedor con un golpe sordo.

—He hecho tres horas de cola para esto —dijo, y se encerró en su habitación para llorar un buen rato.

Acabó por negarse a hacer otra cosa que no fuera estar en casa y charlar con Beba. Parecía que Beba era la única que podía apaciguarla con su charla directa y sin tapujos sobre el gobierno y la sociedad y cómo deberían ser las cosas. Todo ello aderezado con una buena taza de fuerte té de canela. Mami se sentaba en la mesa de la cocina y asentía mientras Beba hablaba siguiendo el ritmo de su cuchillo al caer sobre la tabla de cortar. A veces mami se reía a pesar de su angustia, cuando Beba decía cosas como: «A ese hombre tendrían que llevárselo a lo más profundo del océano infestado de tiburones y hundirlo con un peso colgando del cuello. Luego nos repartiríamos sus huesos, bien limpios, y los usaríamos para tocar los tambores en una gran fiesta de celebración por la libertad de Cuba».

Pero llegó un día en que ni siquiera Beba pudo tranquilizarla, íbamos en coche a uno de los pocos restaurantes que seguían sirviendo comidas, pues muchos habían cerrado debido a la escasez. Las luces que habían centelleado siempre alegremente a lo largo del malecón se estaban apagando una a una, dejando el paseo marítimo silencioso y gris. Donde en otro tiempo se oían canciones y música, había ahora un escenario vacío y silencioso donde se amontonaban las basuras de tiempos más felices.

Papi decía que debíamos usar tanto dinero como fuera posible, porque pronto dejaría de tener valor. Lo gastaba en todo lo que encontraba, como dos cajas llenas de aceite de maíz, que podían usarse para cambiarlas en el mercado negro, junto con diez pares de zapatos caros de mujer de diferentes medidas, que compró a un hombre viejo y desdentado en un callejón de la parte antigua de La Habana. También pagó a Beba el doble de su salario habitual, que ella aceptó tristemente, haciendo chasquear la lengua y moviendo la cabeza.

—Daría todo el dinero del mundo para que ese hombre se fuera. El Señor lo sabe.

Fuimos por la ruta habitual, pasando por delante de nuestra parroquia, que tan bien conocíamos. Delante estaba la pequeña fuente en la que arrojábamos monedas, y en la esquina, el hombre que solía vender los mangos helados con los que tanto disfrutábamos los domingos después de misa.

—Os vais a manchar el vestido de fiesta con zumo de mango —nos decía mami.

—Tendremos cuidado, mami. Ya no somos niñas pequeñas —contestábamos.

Pasamos por delante de la iglesia y mami alzó la mano derecha para santiguarse, como siempre, cuando de pronto lanzó un grito ahogado de agonía. Papi frenó con tanta brusquedad que Marta y yo fuimos a dar contra el respaldo del asiento delantero. Miré por la ventanilla, pensando que habríamos atropellado a alguien, o le habríamos dado a un perro. A veces corrían sueltos por aquella parte de la ciudad.

—¡No! ¡Santo Dios! —gimió mami, echándose las manos a la cara. Al principio yo no entendí lo que veía. Tos negros que había en al patio de la iglesia parecían muy contentos y bailaban y reían como si estuvieran celebrando una fiesta de las que veíamos a menudo en el campo, cuando los tambores hacían resonar sus ritmos contagiosos y las sonrisas centelleaban como hermosas medias lunas. Tal vez estaban contentos porque Castro se había ido y Cuba volvía a ser libre. El corazón me dio un vuelco al pensar en esa posibilidad.

Me pegué a la ventanilla para verlo mejor. Unos hombres jóvenes se balanceaban colgados de las puertas de madera tallada, llevando las coloridas túnicas de los sacerdotes, que lanzaban a lo alto y se arrebataban unos a otros con frenesí. Un hombre descalzo fingía ser torero y agitaba el paño que se ponía en el altar para comulgar, incitando a su compañero, que lucía dos crucifijos en la cabeza a modo de cuernos. Varias mujeres se habían envuelto en capas bordadas y movían las caderas al ritmo de las congas que sonaban desde la sacristía, llenando la calle con su martilleo de ecos místicos y embrujos malignos.

Mi corazón latía también, pero de rabia. Aquélla era la iglesia de nuestra familia, el lugar en el que se habían casado mis padres y donde nos habían bautizado a Marta y a mí. Era el lugar en el que me habían hablado de Dios y de sus designios benevolentes. Esperaba que un rayo partiera el cielo en dos y cayera sobre aquellos desvergonzados pecadores, haciéndoles arder por su blasfemia. Pero brillaba el sol y la brisa era tan cálida y suave como siempre.

Marta tenía el rostro anegado en lágrimas.

—¿Dónde están los sacerdotes, papi?

—Se han ido —respondió él, impresionado, pero sereno—. Algunos se han vuelto a España. No sé a dónde han ido los demás, pero ya no están aquí.

—¿Por qué no puede haber religión? No le hace daño a nadie —preguntó Marta.

—Un estado comunista es un estado ateo —susurró mami con desprecio y veneno en la voz—. Lo único a lo que se puede adorar ahora en este país es a ese hombre.