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NOVIEMBRE de 1962
Querida Alicia:
Aún no hemos aterrizado, pero ya sé... que nunca seré americana.
Todo el mundo es feliz en el avión y no hacen más que hablar sobre lo mucho que desean probar su primera comida americana con montones de carne americana, y que beberán cerveza americana hasta que les salga por las orejas, cuando lo único en lo que puedo pensar yo es en mi última conversación con Beba.
Ha venido a mi habitación cuando estábamos esperando a que el abuelo nos llevara al aeropuerto. No olvidaré lo que me ha dicho mientras viva. —Cuando mi gente vino de África a este país, muchos perdieron su alma, pero algunos sobrevivieron, Norita. Nunca olvidaron quiénes eran ni de dónde procedían. Fueron los más fuertes y yo sé que tú serás fuerte como ellos.
Le he dicho que me sentía débil como una niña pequeña y realmente lloraba como si lo fuera. Beba ha sacado un pañuelo blanco del bolsillo de su delantal y me ha secado los ojos.
—No eres débil, Norita —me ha dicho—. Eres fuerte y tienes un corazón de oro. Pero la gente en Estados Unidos intentará robártelo y tú tienes que resistirte o estarás perdida.
Le he preguntado cómo podía impedir que me robaran el corazón y ella me ha contestado:
—Igual que mis antepasados. Dales tu corazón fantasma porque insistirán en que les des algo, pero guárdate tu corazón auténtico para ti... para siempre.
Cuando el mundo era como debía ser, le habría hecho un millón de preguntas sobre lo que era el corazón fantasma y cómo distinguirlo del corazón auténtico. Y ella me lo habría explicado a su modo, que siempre me ayudaba a comprenderlo prácticamente todo. Pero justo entonces mi padre ha irrumpido en la habitación anunciando que era hora de marcharse. Apenas hemos tenido tiempo de despedirnos de Beba, pero mientras escribo esta carta, veo su cara en las nubes, y estaré pensando en ella y en ti cuando pise por primera vez la tierra que podría robarme el corazón si no estoy atenta. Ya no tardaremos mucho.
Nunca lo habría imaginado, pero he hecho una promesa a Dios como las que le gusta hacer a la abuela. Le prometo que cada día que me despierte en este nuevo lugar, lo primero que haré será arrodillarme y pedir a Dios que acabe la revolución para que podamos volver a casa. No me cortaré las pestañas como la abuela, pero sí me cortaré las uñas muy cortas y las mantendré así hasta que volvamos. Si tú también haces una promesa, quizá pronto volveremos a escuchar nuestros discos de Elvis en mi habitación y a pasear por la playa temprano, antes de que sople el viento. Iremos a El Encanto a comprarnos vestidos nuevos porque habrá muchos más bailes cuando la revolución termine.
Cuando encontremos un sitio para vivir, volveré a escribirte en un papel más adecuado (sólo tenía estos impresos de inmigración). Y protegeré mi corazón, tal como dice Beba.
Nora
*
Cuando descendimos del avión y pisamos suelo de Estados Unidos, esperaba que la tierra temblara y me rechazara como un caballo desbocado, pero no tuve tanta suerte. Nos ordenaron inmediatamente que formáramos una fila pegados a la pared en un gran edificio lejos del aeropuerto principal. Por un momento me sentí como los pobres diablos alineados contra el muro de El Morro esperando a ser ejecutados.
Se lo susurré a Marta, pero papi me oyó y me zarandeó por el hombro.
—Escúchame bien —dijo—. Ahora éste es tu país. Es gratitud lo que quiero oírte expresar y nada más.
Pobre papi. Sus ojos rebosaban miedo, que ni siquiera desapareció cuando nos encontramos en la pequeña Habana, en el centro de Miami, al día siguiente. Estábamos rodeados de exiliados cubanos por todas partes, comiendo sándwiches cubanos, bebiendo café cubano y escuchando la música cubana que atronaba en los altavoces de la calle. Mami, Marta y yo nos habríamos alegrado de quedarnos en aquel lugar, que estaba tan cerca de Cuba, lo más cercano a Cuba que era posible, pero el miedo de papi iba en aumento. Le habló a mi madre de un amigo del Banco Nacional de Cuba que había encontrado un buen empleo en California. Su amigo decía que en California no era como en Miami, donde la compasión por los exiliados empezaba a disminuir y cada vez era más difícil hallar oportunidades. Y en California no había guetos cubanos.
Unos días más tarde embarcábamos en otro avión con destino a California y lo único que me impidió unirme a las protestas de mi madre y de Marta fue la mirada de mi padre. No le había visto los ojos tan brillantes desde la revolución y era un consuelo, a pesar de que sabía que en California no habría una Cuba en miniatura esperándonos.
*
Nuestro hogar en California era un apartamento minúsculo. Marta y yo dormíamos en la sala de estar en un sofá que al abrirse era una cama llena de bultos, y mis padres dormían en el único dormitorio. Cada día durante la primera semana, una señora de la iglesia con un asombroso pelo rubio que parecía un montón de heno apilado sobre la cabeza nos traía comida. En español vacilante, nos explicaba que las señoras de la iglesia se turnaban para hacernos comidas especiales que nos curaran la nostalgia.
La primera vez que hizo este anuncio, destapamos la fuente con avidez y echamos un vistazo bajo el papel de aluminio. Debajo encontramos varias capas de queso fundido burbujeando sobre unas alubias con carne. Jamás habíamos visto una comida como ésa, pero se suponía que debía ahuyentar nuestra nostalgia.
—Enchilada —dijo la señora rubia—. Comida mexicana para hacerles sentir como en casa.
Nadie tuvo valor para decirle que no habíamos comido ese plato tan extraño en nuestra vida y que la comida mexicana era muy diferente de la cubana, pero de todas formas la enchilada estaba muy buena y nos la comimos alrededor de la pequeña mesa de la cocina en la que apenas cabían dos personas. Nuestras rodillas chocaban bajo la mesa, pero tratábamos de tomárnoslo con buen ánimo y centrarnos en lo afortunados que éramos por tener comida suficiente para llenar el estómago. Yo trataba de sentirme agradecida, pero todo me parecía extraño e inconexo: la comida, el clima, incluso el modo en que caían las hojas de los árboles, una a una, como recordándome que me estaba muriendo un poco cada día.
Algunas veces, después de comer, papi, Marta y yo nos íbamos a pasear mientras mami fregaba los platos. Ella decía que no necesitaba que la ayudáramos, pero yo sabía que no quería que la viéramos llorar. De repente, sus lágrimas habían pasado a ser un asunto privado.
Durante uno de nuestros paseos, detecté un olor a quemado en el aire similar al de las brasas cuando se preparaban para asar un cerdo. Sabía que era imposible, pero aquella simple idea llenó mi corazón de añoranzas.
—¿Qué es ese olor, papi? —pregunté. Marta y papi olisquearon el aire, desconcertados como yo.
—A lo mejor están quemando basuras —sugirió Marta.
Seguimos caminando y papi señaló la ventana de una gran casa de dos plantas situada en medio de una extensión verde con una valla blanca alrededor. Allí vimos la fuente del olor: en aquella casa ardía un fuego, justo en medio de la sala de estar. Había oído hablar de eso y lo había leído en los libros, pero resultaba extraño verlo en la realidad. ¿Cómo podía un país tan grande y moderno usar leña para calentar las casas? Me parecía ilógico, cuando todo el mundo sabía que Estados Unidos era el país más rico y poderoso del mundo.
Tampoco la estufa de nuestro apartamento hacía que me sintiera demasiado bien. Durante toda una semana, mami se negó a que mi padre la encendiera porque creía que explotaría en medio de la noche. No teníamos mantas suficientes para protegernos del frío, y cuando por fin le permitió encenderla, se pasó toda la noche en vela sentada junto a ella, vigilando la llama azul que danzaba tras la rejilla.
Se notaba que a papi le gustaba la casa con el fuego en su interior porque, cada vez que pasábamos por delante, aminoraba un poco el paso y la contemplaba.
—¿Qué os parecería tener un día una casa grande como ésa, chicas? —nos preguntó. Yo le habría recordado que ya teníamos un apartamento en Cuba que daba al mar y que era igual de grande, y que la casa de la tía María era el doble de grande, pero no dije nada.
—No quiero una casa grande —dijo Marta, al borde de las lágrimas—. Sólo quiero volver a casa.
Papi me lanzó una mirada de complicidad. Sólo él y yo seguíamos siendo fuertes. Me tragué mis lágrimas lo mejor que pude.
—Una casa como ésa estaría bien, papi. Estoy segura de que a mami también le gustaría.
Enero de 1963
Querida Alicia:
Soñé contigo por primera vez desde que nos fuimos. Caminabas por la costa de la isla, arrastrando los pies por la arena y preguntándote por qué yo aún no había vuelto a casa. No te dabas cuenta de que estaba sentada en la parte superior de la palmera más alta, mirándote. Yo trataba de gritarte, pero mi garganta estaba pegada y no podía emitir ningún sonido. La única opción que tenía era arrojarme al suelo. Estaba dispuesta a saltar, no tenía miedo. Incluso en mi sueño notaba el calor que me rescataba de la pesadilla de este frío país.
Cuando me desperté y me di cuenta de dónde estaba, cerré los ojos esperando que, si no movía un solo músculo y volvía a dormirme, sería capaz de hablar contigo antes de que terminara el sueño, pero no lo conseguí.
No había llorado desde el día que abandoné Cuba. Había tratado de ser fuerte por papi, por mami y por Marta, pero aquella mañana, antes de que se despertaran los demás, enterré mi cabeza en la almohada y lloré tan desconsoladamente que me costaba respirar y sentía en los pulmones el dolor que había guardado dentro desde nuestra llegada. Beba se sentiría decepcionada al saber que en tan poco tiempo había permitido que mi corazón se volviera tan frágil como las hojas que crujían bajo mis pies.
Marta y yo empezamos a ir al colegio la semana pasada. Aquí los chicos y las chicas van juntos. Las chicas se pintan los ojos con un grueso perfilador negro y se pintan los labios con brillo, lo que las hace parecer muñecas de vudú, y los chicos llevan el pelo casi hasta los hombros. Incluso el ayudante de la profesora, Jeremy McLaughlin, lleva el pelo largo y también barba. Todas las chicas opinan que es guapo. Supongo que lo es, si no te importa que seguramente no se haya pasado jamás el peine por el pelo, de lo rizado que lo tiene. Pero no debería criticarle. Ha sido muy amable y ha empleado tiempo extra en explicarme cosas sin darle una importancia excesiva ni llamar la atención sobre el hecho de que mi inglés no es muy bueno. Todo el mundo aquí es americano y nosotras somos las únicas cubanas de todo el colegio.
Procuro hablar lo menos posible en clase. Pero un día mi profesora decidió empezar la clase con una charla sobre la actualidad. Nos mostró la portada de un periódico y el titular que rezaba: «Embargo comercial; USA responde a Castro». Luego me pidió que explicara al resto de la clase lo que pensaba de eso.
Al principio yo no sabía qué decir. Para mí se trataba de algo más que una noticia de actualidad, era mi hogar, mi corazón y mi vida. Para practicar, te escribiré en inglés lo que dije:
«El embargo comercial a Cuba... no es suficiente para conseguir un cambio. Castro no tiene hambre aunque la gente tiene hambre y mucho miedo. Van a la cárcel si están contra el comunismo. Echo de menos mi país y rezo cada día para poder volver. Hay cosas peores que el hambre».
Nadie dijo una palabra y cuando volví la vista hacia Jeremy, vi que tenía los ojos rojos.
Es tan extraño oírme decir a desconocidos cosas que no puedo decir en casa. Echo de menos mi hogar y te echo de menos a ti.
Nora
*
No estaba preparada aún para admitir, ni siquiera a Alicia, que esperaba con ansia el momento de ir al colegio por una única razón. Jeremy estaría allí, sentado tras su mesa, con téjanos, camisa y corbata, corrigiendo exámenes diligentemente y dando respuesta a preguntas, la mayoría formuladas por alumnas que buscaban cualquier excusa para estar cerca de él. No me extrañaba. Su tranquila mirada y su atractivo sin pretensiones eran irresistibles, y también yo desviaba la mirada hacia él desde mi pupitre de la primera fila varias veces en cada clase. En más de una ocasión, me lo encontré mirándome, pero no apartó la vista como yo, avergonzado. Sonreía con pesar, con tristeza, seguramente compadeciéndome por mis ropas almidonadas y mis calcetines hasta las rodillas, examinándome como si fuera una extraña criatura de otro mundo. Era doloroso ver mi situación reflejada en sus ojos.
Abandonaba el recinto escolar aquella primera semana, cuando le oí llamarme por mi nombre, esforzándose como solía por pronunciarlo correctamente en español. Sentí un nudo en el estómago al verle acercarse y estoy segura de que se dio cuenta del sonrojo que empezaba alrededor de mi cara y se extendía como una oleada de enamoramiento por todo mi cuerpo. Estaba acostumbrado, naturalmente, acostumbrado a que las chicas le adoraran a cada paso. Así que tenía tantas oportunidades para practicar el arte de fingir que no se daba cuenta Conmigo fingía muy bien.
Un poco jadeante, repitió mi nombre.
—Nora. Espero que no te moleste si te pregunto una cosa.
—No creo —contesté, asombrada por el simple hecho de estar hablando con él. No pude evitar percatarme de que Cindy, la guapa rubia de mí clase nos miraba fijamente desde su taquilla.
—¿Qué es peor que el hambre? —preguntó él, y luego exhaló un suspiro que parecía haber estado guardando durante una semana.
No se me ocurrió nada en aquel momento y me distrajo la intensa expresión de sus ojos, como si tratara de leer mis pensamientos mientras se formaban.
—Siento haberte pillado desprevenida de esta manera. Es sólo que... he estado pensando en lo que dijiste y quería saber... —Dejó la frase sin terminar.
—Es fácil encontrar comida —dije con cautela—. Quizá no te guste, pero te la comes y el hambre pasa. Cuando pierdes la esperanza —una vez más, me contemplé en sus ojos de un suave tono avellana— aguardas y la esperanza te encuentra, pero a veces no te encuentra.
Jeremy reflexionó sobre mi respuesta y lentamente asintió, indicando que lo comprendía.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Me gustaría mejorar un poco mi español. Si yo te doy clases particulares de inglés, ¿me darás tú clases de español?
—¿Quieres aprender español? —pregunté sonriendo.
—Oh, sí —dijo con seriedad—. Estoy planeando ingresar en el Cuerpo de Paz¹ y vivir en Sudamérica algún día.
*
Era imposible llegar a mis clases sin pasar por la taquilla de Cindy. Me preguntaba si había pedido que le dieran una situada en el centro para que todos y cada uno de los alumnos tuvieran que fijarse en ella al menos una vez durante el día. Y sacaba el máximo partido de esta exposición. Siempre estaba rodeada de amigas que reían sin cesar mientras miraban de soslayo, con sus ojos generosamente pintados, para ver si creaban suficiente espectáculo, conversando y chismorreando sin preocuparse por quién pudiera oírlas. Yo nunca les prestaba atención; me habría sido difícil captar sus palabras y frases y juntarlas de un modo coherente. La única razón por la que tenía cierto interés era que, en más de una ocasión había visto a Cindy caminando junto a Jercmy cuando éste se dirigía al comedor de profesores. Cindy parloteaba y caminaba un poco como de lado, chocando contra su hombro a menudo, como por accidente, pero se notaba en el brillo de sus ojos que no lo era.
—¡Grasicntos! —la oí gritar desde su taquilla al semicírculo de amigas apiñadas en torno a ella—. ¡Le gustan los grasientos! —exclamó, y soltó una serie de risitas agudas que contagiaron al resto del grupo.
Me alejaba ya, invisible y silenciosa como siempre, cuando Cindy se dirigió a mí por primera vez.
—Eh, te llamas, Nora, ¿no?
—Me llamo Nora García.
Más risitas del resto del grupo.
—Bueno, ¿y por qué crees tú que a un bombón como Jeremy le gustan los grasicntos? —Cindy ladeó la cabeza y me miró de arriba abajo, mientras yo me esforzaba en comprender aquella utilización de las palabras «bombón» y «grasiento» fuera de su contexto habitual.
Esto provocó un nuevo estallido de risitas histéricas y comentarios incoherentes por parte del grupo. Recordé a Beba y su mirada glacial que podía acallar la peor de las tormentas. Sentí que crecía dentro de mí y me llenaba los ojos, ardiente y clara. Atrapó los ojos grises de Cindy, haciéndola parpadear una vez con curiosidad, y luego otra, aturullada al ver que yo no parpadeaba en absoluto.
—¿Qué estás mirando? —musitó.
Esperé un momento más y luego la liberé y me alejé de ella sin decir una palabra.
Tras un breve silencio, oí a una de sus amigas que me gritaba.
—La grasienta no lo entiende. Eh, ahora estás en los Estados Unidos, así que, ¿por qué no aprendes inglés?
Seguí caminando hasta que llegué a mi aula. Jeremy estaba sentado en su mesa y levantó la vista de su trabajo, sonriéndome al verme entrar. Dejé los libros delante de él y no me anduve con rodeos.
—¿Soy una grasienta? —pregunté. El pareció confuso y molesto.
—Detesto esa palabra.
—Acaban de llamarme así.
La inquietud de Jeremy se tiñó de vergüenza.
—Es un insulto que usan los idiotas para describir a la gente de origen hispano.
—Entonces soy una grasienta —dije, encantada y sonriente, con la cálida noción de que Cindy había dicho que a Jeremy le gustaban los grasientos. Estaba casi segura de que lo había dicho.
—No me gusta oírte decir eso, Nora.
—Soy una grasienta —repliqué muy satisfecha—. Soy hispana, como tú dices. Y los hispanos son unos grasientos, así que yo también lo soy.
Jeremy movió la cabeza esbozando una leve sonrisa y conteniendo su regocijo.
—De acuerdo, si tú lo dices... Pero no hace falta que lo repitas. ¿Qué te parece si te refieres a ti misma como latina o hispana o simplemente... cubana?
¹ En inglés, Peace Corps, organismo del gobierno federal que surgió inspirado por un discurso del entonces senador J. F. Kennedy en la Universidad de Michigan en 1960, en el que animó a los estudiantes a trabajar por la paz sirviendo como voluntarios en países del Tercer Mundo. (N. de la T.)