19
EL verano había llegado de nuevo y mami llevaba casi una semana afanándose en la casa con nerviosa ansiedad. Venían visitas de Miami y era importante que la casa estuviera en perfectas condiciones. Contrató a un limpiaventanas y cuidadosamente eligió las mejores flores del jardín para adornar la casa. El cuarto de baño se equipó con toallas nuevas de vistosos colores y cuencos con popurrí. Mami y la abuela se quedaron hasta tarde preparando croquetas y papas rellenas, y papi preparó el hoyo para asar el cerdo.
Prepararlo todo para recibir invitados era lo que más feliz hacía a mi madre. Había organizado muchas cenas a medida que mi padre progresaba en su carrera, pero con los amigos cubanos y la familia se volcaba de lleno en el proceso. Se puso su danzón favorito en el estéreo y movió las caderas siguiendo el ritmo mientras limpiaba el polvo. Se dejó convencer para tomar un par de vasos de vino y disfrutar de la puesta de sol en el porche aunque fuera miércoles por la noche y quedaran aún muchas cosas por hacer antes de que llegaran los invitados.
—¿Recuerdas a tu primo Juan? —me preguntó.
—Por supuesto. Tenía quince años cuando nos fuimos. Lo recuerdo todo.
—Es abogado en Miami. Con mucho éxito, tengo entendido, y vendrá aquí con su madre, la tía Carlota, para no sé qué conferencia.
Mami procedió a informarnos sobre los últimos chismes de la familia. Yo escuchaba a medias mientras papi leía el periódico sin molestarse siquiera en parecer interesado. Mami habló con vehemencia sobre la locura que había cometido Juan al unirse a una llamada Hermandad Cubana que pretendía precipitar la caída de Castro.
—No quiero que hable de esas tonterías en mi presencia. Todo eso me altera mucho y me hace concebir esperanzas para nada.
Juan y la tía Carlota llegaron el viernes desde el aeropuerto en una limusina negra. La tía Carlota lucía el uniforme cubano del éxito: un elegante traje de lino beige con bolso de diseño y kilos de joyas de oro colgando de las manos y el cuello. Llevaba el pelo con un leve tono rojizo (yo la recordaba morena) tan rígido por la laca que casi me arañó la mejilla cuando le di el beso de rigor para saludarla. Juan era el doble de gordo de lo que yo le recordaba, embutido en la perfección de un costoso traje gris hecho a medida. Pero tenía el mismo aire sonrojado de siempre cuando habló de su vida y de su trabajo para la Hermandad Cubana.
Mami se tapó las orejas con las manos, aunque sin dejar de sonreír.
—Por favor, Juan, no quiero saberlo.
La tía Carlota lanzó a Juan una mirada severa y él, como buen hijo, obedeció. No era ningún secreto que él se había ocupado de su madre (su padre había muerto de cáncer poco después de exiliarse) y que ella había podido recobrar, e incluso sobrepasar, elestilo de vida que llevaba en Cuba, gracias a su hijo. Aun así, nohabía perdido su autoridad como madre.
Estábamos sentados en la sala de estar entre las flores del jardín, bebiendo vino y mordisqueando manjares cubanos, cuando Juan se inclinó hacia mí, forzando su voluminoso contorno, para hablar sólo conmigo. Se dirigió a mí en español, y entonces me di cuenta del tiempo que hacía que no hablaba en lengua materna con alguien de mi generación. Marta y yo conversábamos casi siempre en inglés, y ya sólo hablaba español con mis padres y mis abuelos. Hablar español con Juan hizo que me sintiera como si lo que íbamos a decir fuera más importante.
—¿Has tenido noticias de Alicia? —me preguntó.
—Mantenemos el contacto por carta.
—Entonces sabrás que es comunista y que se casó con un comunista que literalmente le lavó el cerebro.
—Sé que ama a Tony y que tienen una hija, Lucinda.
—Me han dicho que es ciega.
—Están esperando que los llamen de una famosa clínica ocular de La Habana.
Juan se metió una papa en la boca y rió entre dientes mientras masticaba. Parecía que con la patata se tragaba también toda la alegría y la esperanza.
—Nunca los llamarán —dijo, y bebió vino para aclararse la garganta—. Es bien sabido que las mejores clínicas atienden a las necesidades de los dignatarios extranjeros y los miembros más destacados del partido. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso a ellas.
No supe qué decir. Juan parecía seguro de su información. Vivía en Miami, y por sus actividades y entrega en la lucha, tenía acceso a las informaciones más recientes. Nosotros vivíamos alejados de todo aquello en California, donde los asuntos latinos se centraban en los problemas con los emigrantes mexicanos y la educación bilingüe en las zonas urbanas deprimidas. Quería rebatir sus palabras, pero carecía de munición y él disponía de todo un arsenal.
—Tú puedes ayudarla, Nora.
—¿Cómo?
—Convéncela para que solicite el visado. Estoy seguro de que podré mover los hilos desde aquí si lo hace.
—No abandonará a Tony. No abandonará Cuba.
Me parecía que estábamos de vuelta en el jardín de la tía María.
—Juega conmigo a béisbol, Nora —me decía él, juntando sus manos regordetas como en una ferviente oración.
—Siempre me lanzas la pelota demasiado fuerte —respondía yo.
—Esta vez no lo haré, te lo prometo. —Me arrojaba su guante y yo me lo probaba. Me quedaba demasiado grande, pero aceptaba porque yo era lo más parecido a un compañero de juegos que tenía Juan en aquellos momentos, y porque sabía que no cejaría en su empeño. Jugábamos en el jardín hasta que las sombras se alargaban y nos engullían, hasta que ya no podía hacer caso omiso de las quejas de mi madre porque me estaba ensuciando, o hasta que Alicia venía y me tentaba con algo más interesante.
Ea la única de nosotros que queda allí —añadió Juan, recordando tal vez que yo siempre me rendía a sus peticiones.
—¿Ah, sí?
—De nuestro grupo. Aparte de ella, sólo se quedaron los ancianos.
—Como la tía Panchita.
Juan frunció la gruesa frente y miró de reojo a su madre, que escuchaba nuestra conversación fingiendo que no escuchaba. Imitó entonces la expresión turbada de su hijo y se volvió hacia mi madre, que reordenaba las croquetas y las papas rellenas en la bandeja.
—La tía María dijo que os llamaría —dijo la tía Carlota.
—¿Para qué? —preguntó mami, dejando caer una papa sobre su pie.
—Panchita murió hace dos semanas. Dicen que murió mientras se fumaba un puro, aunque el médico le había dicho que no debía fumar, y que la escasez de tabaco en Cuba la había beneficiado.
Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas al incorporarse, todavía con la papa sobre la punta de sus zapatos de salón marrones.
—Que en paz descanse.
—Era una buena mujer —añadió la tía Carlota con un solemne movimiento de su rígida cabeza.
—Apreciaba a los negros como si fueran de su propia sangre.
—A veces en detrimento de su propia gente...
—Si hubiera aconsejado a Alicia de modo distinto, ahora Alicia sería libre y no estaría apresada en esa mentira comunista... —comentó Juan.
—Dicen que antes de la revolución, su plantación habría ido mucho mejor si no les hubiera cedido el control a sus amigos negros.
—Dicen que fue Lola la que la aficionó a fumar cada día y que Panchita se gastaba el dinero que no tenía en mantener el hábito.
Mami recogió la papa del pie con una servilleta y la envolvió cuidadosamente en ella.
—Puede que no fuera muy lista, pero Panchita era una buena mujer.
—Era una buena mujer —dijeron todos a coro.
Sonó el timbre de la puerta y mami fue a abrir. En el umbral apareció un sonriente Greg. Mami lo presentó orgullosamente como mi «novio», cosa que no estaba muy segura de que me gustara oír. Tras un fuerte apretón de manos con mi primo Juan, Greg se sentó en la silla contigua a la mía. Aunque nos habíamos acostado ya media docena de veces, no se habría atrevido a besarme ni a ponerme una sola mano encima en presencia de mi familia. Yo estaba afligida y confusa por la muerte de la tía Panchita y no le hice caso.
Me levanté y derramé una copa de vino tinto en la alfombra blanca. Mami ahogó un grito y Greg se apresuró a secar la mancha con su servilleta.
—La tía Panchita era una gran mujer. Fue la única que no le dio la espalda a Alicia cuando se casó con Tony —declaré a un asombrado grupo.
—Cálmate, Nora —dijo mi madre.
—Criticáis a la tía Panchita porque ayudaba a los negros, porque quería a Lola más de lo que la mayoría de la gente quiere a sus hermanos... Por eso hubo una revolución.
Mi madre se levantó.
—No sabes de lo que hablas, insensata.
La tía Carlota carraspeó.
—Quizá deberíamos irnos, Regina. Nora está nerviosa.
—No vais a ninguna parte —dijo mi madre, alzando la mano con firmeza. Dio un paso hacia mí—. Cuidado con lo que dices, jovencita. Mientras estés en esta casa, tendrás que mostrar respeto.
Salí por la puerta de casa, oyendo a mi espalda la tensa explicación de Greg.
—Está muy estresada buscando trabajo... Últimamente está muy nerviosa... —Imaginé su cara, roja como la mancha de la alfombra que había intentado limpiar.
—Está demasiado mimada —dijo mi madre—. Se cree que es más lista que todos los demás.
*
—Definitivamente tiene la sonrisa de los García —dijo papi, asomándose a la cuna.
—No seas tonto, José. Aún no puede sonreír.
—Te digo que acaba de sonreír hace un momento cuando no mirabas.
Nos habíamos acostumbrado a las amables discusiones de mis padres desde el nacimiento del bebé. Parecía que al haberse convertido en abuelos, hubieran olvidado momentáneamente cómo seguir con su vida. Mami no hablaba más que del bebé y de cómo estaba Marta y de si Eddie y ella llevaban bien la paternidad. Cualquiera habría pensado que Marta y Eddie habían contraído una enfermedad exótica e incurable que requería la vigilancia constante de todo el mundo. Y por primera vez en muchos años, papi volvía pronto del trabajo para así acompañar a mami en su visita diaria antes de que acostaran al bebé. Le oíamos silbar una melodía cuando entraba por la puerta de atrás con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero la alegría de mi madre por la buena fortuna de Marta no bastaba para distraerla de los decepcionantes sucesos de mi vida.
—No comprendo por qué has dejado escapar a ese joven tan agradable, Nora. Tenía un buen trabajo y era una persona decente. Más aún, yo diría que estaba muy enamorado de ti.
Cuando mami sacaba el tema, como si no lo hubiéramos comentado ya veinte veces por lo menos, me preguntaba si no sufriría de demencia senil. Hacía semanas que había hablado con mis padres por separado para explicarles que ya no salía con Greg. Papi aceptó la noticia con una mezcla de sorpresa y curiosidad y luego hizo un sencillo comentario: quedaba claro que había adoptado los ideales americanos, incluso más que cuando decidió que prefería el fútbol americano al béisbol.
—Mientras tú seas feliz, Nora. Eso es lo que tu madre y yo queremos por encima de todo. —Reflexionó un momento—. Si no se lo has dicho a tu madre aún, te sugiero que lo hagas cuanto antes. Se ha encariñado mucho con Greg.
Mami se me quedó mirando como si le acabara de decir que me había hecho astronauta y que me iba a la luna al día siguiente.
—¿Ha sido decisión tuya?
—Sí. Simplemente no me sentía cómoda con él, mami. —Podría haberle dicho que había empezado a repugnarme su contacto y que la última vez que nos habíamos acostado, me había puesto a pensar en el dolor de espalda que tenía y en lo horrible que había sido arrancarme mi primera cana el día anterior.
Mami extendió una camisa de papi sobre la tabla de planchar, pero su ceño se hizo más profundo y enrojeció.
—Espero que te lo hayas pensado bien. Greg es un buen hombre. Tiene un buen trabajo y una carrera muy prometedora y eso no se encuentra todos los días, ¿sabes?
—Lo sé, mami.
—Y él comprendía ciertas cosas...
—Sí, mami.
—Sobre nuestra cultura y el respeto y... quiero que sepas que creo que estás cometiendo un gran error. —Empezó a planchar furiosamente—. Ah, ya sé cómo se hacen las cosas aquí. Se supone que los padres no deben inmiscuirse en la vida de los hijos. Se supone que sólo han de sonreír y decir: «Muy bien, querido. Lo que a ti te haga feliz, querida».
—La verdad es que eso fue exactamente lo que dijo papi.
Mami dejó de planchar y me fulminó con la mirada.
—Tu padre es un hombre y no comprende que cuanto mayor es una mujer menos opciones tiene.
—Por amor de Dios, si apenas tengo veinticuatro años.
Ella asintió y siguió planchando como si llevara veinte años seguidos planchando y le fuera imposible parar.
—Cuando yo tenía veinticuatro años, estaba casada, tenía dos hijas, una casa y una criada. —Me miró de nuevo con ojos acusadores—. ¿Qué tienes tú?
—Una educación universitaria.
—Para lo que te ha servido —masculló—. Ni siquiera sabes reconocer a un buen hombre cuando lo ves.
*
Agosto de 1971
Querida Nora:
Estoy segura de que ya sabes que la tía Panchita ha muerto. Gracias a Dios Tony estaba aquí cuando ocurrió, porque no habría podido superarlo yo sola. Antes de que muriera, la llevé a Guines una última vez. El autobús llegó con tres horas de retraso y la carretera tenía tantos baches que pensé que iba a caerse a trozos, pero la tía no se dio cuenta. Simplemente miraba por la ventanilla con sus grandes gafas y no dejó de suspirar en todo el trayecto. En realidad parecía que mejoraba cuanto más nos acercábamos a Guines.
Cuando por fin llegamos a la casa, no dijo una sola palabra. El tejadillo del porche se había derrumbado parcialmente y había destrozado la mayor parte de los peldaños. Traté de disuadirla, pero ella insistió en que nos sentáramos en el porche sobre un cajón de embalaje, mientras yo rezaba para que el techo no se viniera abajo y nos matara a las dos. Contemplamos la selva, lo único que no ha cambiado.
Apenas habló en todo el día, pero en aquel momento dijo que aquel era el único lugar del mundo que podía mirar y comprender. «Cuando me siento aquí, en mi sitio, sé quién soy», dijo.
Luego trató de convencerme para que la dejara pasar la noche allí, en el porche. Fue una ardua discusión, pero al final comprendió que era una mala idea, o quizá estaba demasiado cansada para seguir discutiendo. Se quedó dormida en el autobús y cuando llegamos a La Habana, había muerto. Unas semanas más tarde arrojé sus cenizas sobre su porche, porque no me cabe la menor duda de que fue allí donde dejó su alma.
Aún voy a la iglesia siempre que puedo. Hace semanas que no veo a las ancianas, así que me siento en un rincón yo sola y rezo hasta que se me seca el corazón. Sobre todo rezo para que reciban pronto a Lucinda en la clínica ocular. Tony dice que será muy pronto porque los miembros del partido tienen prioridad y le han invitado a unirse a él. Sigue creyendo en la revolución. Lee libros y escucha los discursos de Castro en la radio como si fuera una comida cada vez más escasa. A veces, cuando está cansado, me pide que le lea en voz alta, pero yo apenas escucho las palabras que salen de mi boca.
Antes, Tony podía decir que las cosas habían de empeorar para mejorar después, y yo le creía. Podía decir que el capitalismo era la religión de los ricos y poderosos, y que el corazón puro del socialismo triunfaría al final, y yo le creía. Sigue diciendo las mismas cosas y yo le escucho porque sé que lo necesita, pero ya no le creo.
Paseamos por la amplia avenida del malecón todos los domingos, llevando a Lucinda de la mano. Miro a los ojos a las personas que hacen lo mismo, que pasean por delante de edificios que en otro tiempo eran hermosos y resplandecientes y que ahora son como enormes tumbas habitadas por ratas hambrientas. El sol se ha convertido en una mera bombilla cegadora que acentúa la fealdad de nuestra vida. Sólo de noche puede uno consolarse fingiendo. Contemplo las luces que parpadean en el malecón y recuerdo. ¿Fue todo un sueño, Nora? ¿Realmente reímos juntas alguna vez, tumbadas en la playa sin una sola preocupación en el mundo, con la certeza de que nos aguardaba una comida abundante con sobras suficientes para que se las llevaran los criados? Ahora podría alimentar a mi familia todo un mes con la comida que dejaba entonces en mi plato. Podría vivir un día con las migas que caían al suelo.
Perdóname por quejarme, pero uno de los pocos consuelos que me quedan es el de saber que tú leerás esto y me comprenderás pero te aseguro que mi tristeza ya no me consume como antes. Por extraño que parezca, se ha convertido en mi fortaleza, porque me recuerda que ya no puedo perderme en sueños fantásticos si quiero sobrevivir. No sé si estoy madurando o simplemente me estoy hartando. Quizá sea un poco de ambas cosas.
Antes de acabar, debo decirte lo orgullosa que estoy de que hayas roto con Gregorio. Se necesitaba un valor que tu madre no comprende. El corazón te guiará hacia tu destino. Tienes que escribirme pronto y decirme a dónde te lleva.
Alicia
*
Encontré empleo en Los Ángeles como maestra de primer curso de Primaria, con niños que empezaban a aprender inglés. Me gustaban los niños y estaba muy ocupada con mi trabajo en la escuela y disfrutando de mi sobrina siempre que podía. El tiempo pasaba deprisa sin que apenas pensara en hombres o en citas. Acepté por compromiso un par de invitaciones a cenar, entre ellas la de un amigo de Eddie que, según Marta, era mi media naranja, pero rechacé una segunda invitación en ambos casos.
Marta y mi madre me advertían de que no debía ser tan exigente, pero yo no tenía la sensación de serlo. Simplemente esperaba a esa persona que me hiciera sentir bien. Esperaba que la esperanza me encontrara, como siempre. Una vez más mis pensamientos se volvieron hacia la oferta de sor Margarita. Tal vez poseía el don de penetrar en mi futuro y ver las calamidades románticas que podía evitar si seguía su santo ejemplo. Tal vez sor Margarita tenía razón.
*
Mis esfuerzos académicos siempre habían sido fructíferos, de modo que al llegar el otoño empecé a prepararme para un curso de posgrado. Tuve que volver a la universidad unas cuantas veces a fin de recoger unos documentos para completar mi solicitud. Me sorprendió lo bien que me sentía al volver, y aún me sorprendió más encontrarme delante de la puerta del despacho de Jeremy una tarde, con dos vasos de café humeante en las manos. Le oí hablar por teléfono, tratando de tranquilizar con su voz serena a un alumno que, según todos los indicios, no estaba contento con su nota. No esperé a que terminara de hablar para llamar a la puerta y asomar la cabeza. Jeremy pareció sorprendido de verme y tartamudeó al buscar el modo de acabar con la conversación telefónica. Dejé los cafés sobre su mesa y me senté junto a él. Nos miramos sonriendo sin decir nada durante casi un minuto entero.
—¿Qué tal te han ido las cosas? —preguntó al fin.
—Bien, ¿y a ti?
—Bien, bien.
Sonreímos un poco más y luego él se recobró y empezó a ordenar unos papeles de su mesa.
—Déjame adivinar —dijo—. Has venido para invitarme personalmente a tu boda.
Reí, extrañamente encantada de que hubiera dicho algo así.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tuve la clara impresión de que estabas saliendo con alguien y encaminada hacia una boda feliz la última vez que te vi. ¿Cuánto hace?
—Dos años casi... creo.
—Pueden pasar muchas cosas en dos años —dijo, sin dejar de revolver papeles y sin mirarme apenas.
—Sí, bueno... desde luego no voy a casarme. Puede que no me case nunca.
Jeremy se cruzó de brazos y asintió despacio, pero se le dibujaban los hoyuelos de las mejillas como si estuviera conteniendo la risa. Se recostó en el asiento sin dejar de estudiarme.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Parecías tan americana al decir eso —respondió, moviendo la cabeza.
—¿Eso es malo?
—No, no es malo —contestó sin dejar de sonreír.
Volvía a notar una agradable sensación en el estómago y cierta euforia.
—¿Qué ha sido de tu vida en este tiempo?
Jeremy separó los brazos antes de contestar.
—Nada del otro mundo. —Se llevó los dedos a la cara y empezó a acariciarse la barbilla como solía hacer en el instituto cuando trabajaba en una traducción. Su mirada se paseó por el techo y luego se posó de nuevo en mi cara con decisión—. Eso no es del todo cierto... Jane y yo nos separamos hace algún tiempo. El divorcio será definitivo cualquier día de estos. Había pensado en llamarte para decírtelo, pero no me pareció... —Se detuvo de pronto y se inclinó para poner su mano sobre las mías, que tenía en el regazo. No fue un accidente esta vez. Su voz era afectuosa y clara cuando siguió hablando—. No hay razón para que no te lo diga ahora, y quizá no vuelva a gozar de otra oportunidad. —Me apretó las manos como si se armara de valor para continuar—. Desde el primer día que te vi hace tantos años, con tu cola de caballo y tus calcetines hasta las rodillas... te he amado, Nora. Te busqué cuando volví de Perú, pero te habías mudado y pensé que habías vuelto a Cuba, como decías. Luego conocí a Jane y pensé que sería mejor que siguiera adelante con mi vida, pero cuando volví a encontrarte, comprendí que me había equivocado.
Las lágrimas me llenaban los ojos y su imagen se hizo borrosa, como en un sueño.
—No pretendía alterarte...
El corazón me latía más deprisa que nunca y pensé que me desmayaría si no me concentraba en inhalar y exhalar el aire despacio.
—Hace años te dije que cuando pierdes la esperanza es peor que el hambre, porque tienes que esperar a que la esperanza te encuentre, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
Estaba equivocada, Jeremy. Muy equivocada. No debía esperar a que la esperanza me encontrara, debía salir a buscarla yo misma. Y sor Margarita también se equivocaba.
—¿Quién es sor Margarita?
—¿No te hablé de ella?
—No, pero te escucho.
Empecé a hablarle de sor Margarita, pero me aturullaba con las palabras, y cada vez que le miraba a la cara y le veía sonreír cariñosamente, se me hacía imposible hablar con coherencia. Temblando aún, alargué la mano hacia mi café, esperando que eso me calmara, pero Jeremy me quitó el vaso de la mano y volvió a ponerlo sobre la mesa. Acercó su silla a la mía hasta que nuestras rodillas se tocaron y se inclinó hacia mí con los ojos anegados de una serena añoranza.
—Siempre he deseado preguntarte una cosa —dijo.
—Desde luego.
Se acercó más aún.
—Cómo se dice en español «¿Puedo besarte?»
—Ya lo sabes —respondí, sonrojándome como una adolescente.
—Pero me gusta como lo dices tú. ¿No quieres decírmelo?
Estaba tan cerca de mí que notaba su cálido aliento en los labios.
—¿Puedo besarte? —dije.
Me acarició la mejilla y repitió en perfecto español:
—Nora, ¿puedo besarte?
—Sí, Jeremy —dije—. Para ti la respuesta siempre será sí.
*
Inmediatamente escribí a Alicia para darle la buena noticia sobre Jeremy y yo, pero transcurrieron los meses sin que supiera nada de ella, y me desesperaba pensando que podía haberles ocurrido algo malo a ella, a Tony y a Lucinda. Como había señalado mi primo Juan, Alicia era la única que quedaba en Cuba de toda la familia, así que no había nadie a quien pudiera llamar por teléfono o escribir para preguntar por ella. Sólo conseguía calmar mis temores diciéndome a mí misma que, de hallarse Alicia en algún grave aprieto, lo sabría. Siempre habíamos sido capaces de adivinar lo que pensábamos y de algún modo podría percibir la verdad de la misma forma que, en el fondo de mi corazón, había sabido que Alicia sobreviviría a la muerte de su padre.
Me convencí a mí misma de que estaba bien y la imaginé devorando mis cartas como pequeños aperitivos de mi vida que la ayudaban a seguir viviendo en medio de sus estrecheces. Pero las cartas las escribía más para mí que para ella. Me recordaban quién era yo. Eran mi viaje psicológico de vuelta a casa y me sentía incompleta sin ellas. Así que volví a escribirle una y otra vez, aunque ella no me respondiera.
Noviembre de 1974
Querida Alicia:
Jeremy y yo hemos comprado una casita en la playa de Santa Mónica. No está junto al mar como la casa de los abuelos en Varadero, pero si me pongo de puntillas sobre el retrete en el cuarto de baño, lo vislumbro por encima de los tejados. Damos frecuentes paseos sea cual sea la estación, porque Jeremy cree que el océano es hermoso bajo cualquier clima. Me ha convencido para que pida una excedencia mientras consigo el título de maestra, y así tendremos más tiempo para pasarlo juntos.
Mami me está enseñando a cocinar. Casi todas las mañanas, cuando Jeremy se va a la universidad, me voy en coche a su casa. Hasta ahora he aprendido a hacer arroz con pollo, picadillo, kimbobo, plátanos fritos, pierna de cerdo con salsa mojo y flan. Recuerdo haber pasado horas en la cocina ayudando a Beba a picar cebollas, tomates y ajos hasta que apestaba, pero nunca hablábamos de cocinar. A Beba le gustaba hablar de los espíritus que vivían en la selva y de las desgracias que caían sobre los insensatos que no los respetaban como debían. Mami actúa igual que ella, así que tengo que prestar mucha atención a lo que hace mientras chismorrea sobre la hermana de Eddie, que va por su segundo matrimonio.
Ahora sé cómo te sentías hace años cuando me escribías que morirías feliz si tu vida no cambiaba a partir de entonces. Cada día es una flor perfecta que se inicia con Jeremy en mis brazos y termina de la misma manera.
No sé si a ti te pasaba lo mismo, pero a mí me asusta un poco ser tan feliz. Temo que un día me despierte y descubra que he perdido a Jeremy y nuestra casa y nuestros paseos al atardecer y todo lo demás. Intenté explicárselo a Jeremy, pero él no lo entiende. Se limita a decirme: «No me iré a ninguna parte. Nunca nos separaremos».
Pero por las noches me quedo despierta mucho después de que Jeremy se haya dormido, preocupada. Sé que soy una tonta. Jeremy no me ha dado ningún motivo para dudar de él. Es un marido tan bueno y tan atento como cuando sólo era mi amigo, incluso más. Pero mi inquietud no tiene nada que ver con Jeremy, forma parte de mi carácter y no desaparece como le ocurrió a mi acento.
Un día, mami me preguntó por mi expresión tensa y le hablé de mis miedos injustificados y de lo infantil que me sentía. Ella me dijo lo que supongo que en realidad ya sabía.
—No es nada infantil —dijo, tan segura de sí como si le hubiera mostrado un mango confundiéndolo con una banana—. Cuando tu padre consiguió su primer trabajo aquí, estaba segura de que lo perdería en una semana. Y cuando compramos esta casa, vigilaba la calle sin descanso, esperando ver acercarse a un americano de traje negro que vendría a decirnos que todo era un error y que teníamos que devolverla. Cuando en una ocasión pierdes todo lo que tienes en la vida, lo más probable es que no te vuelva a suceder, pero es imposible olvidarlo y es natural que te preocupes.
Así que ahora que tengo permiso para preocuparme, déjame decirte lo preocupada que estoy por no haber recibido ninguna carta tuya desde hace tanto tiempo. Estoy segura de que ya debes tener mi nueva dirección. ¿Tal vez has vuelto a mudarte y no has pedido que te manden el correo a la dirección nueva? Por favor, no olvides que, por mucho tiempo que pase, Lucinda, Tony y tú estáis siempre en mis plegarias.
Nora
*
Junio de 1976
Querida Nora:
Perdóname por haber tardado tanto en responderte. He leído todas tus cartas una y mil veces. Lloré de alegría cuando me enteré de tu boda con Jeremy y me alegro muchísimo de saber que sois tan felices juntos. Siempre supe que sería así.
No sé por dónde empezar ni dónde lo dejé en mi última carta. Mi vida es como una receta muy compleja en la que no recuerdas si ya habías añadido el azúcar o la sal, y sigues adelante porque ya no importa, está arruinada de todas maneras.
Verás, Tony ya no está a mi lado. Esta vez no es culpa de su amor a la revolución, sino de su odio creciente. No cambió de un día para otro. El hechizo empezó a romperse a medida que crecía su ira, como el latido incesante de un tambor que se oía cada vez más alto hasta hacerle gritar de dolor, atormentándolo con una serie de promesas rotas. Esa luz esperanzada que brillaba siempre en los ojos de mi marido fue sustituida por una oscura rabia que bullía en él de manera impredecible.
Tony iba cada semana a la clínica para preguntar por la lista y para asegurarse de que Lucinda seguía en ella. Siempre le decían lo mismo: que la recibirían en cuanto fuera posible y que nos enviarían el aviso a casa. Un día, le dijeron que el nombre de Lucinda ya no estaba en la lista y dos policías tuvieron que sacarlo a rastras de la clínica. Le habrían arrestado de no ser porque uno de los policías era un antiguo amigo de Angola.
Tony cambió a partir de entonces. Se pasaba horas sentado, mirando por la ventana sin ver. Me recordaba a mí misma después de la muerte de mi padre, sólo que yo no conseguía ganármelo como había hecho él conmigo. Sólo Lucinda lograba arrancarle un asomo de sonrisa, y pocas veces.
Entonces vino aquel policía amigo suyo y le dijo a Tony que un vecino me había visto entrando en la iglesia con Lucinda y que por eso habían borrado su nombre de la lista. Puede que te preguntes cómo es posible que diez o quince minutos al día en una iglesia vacía arruinen tu vida, pero en el partido comunista, las inclinaciones religiosas de cualquier tipo se consideran una debilidad que viola la integridad del comunismo y amenaza a la revolución. Tratamos de seguir con nuestra vida como de costumbre, pero nuestra desesperación aumentaba. Lucinda también lo notaba y lloraba por cualquier cosa.
Una noche, Tony se metió en la cama y me susurró al oído. Estaba sin resuello y le temblaba la voz. Dijo que no podía esperar a ver cómo el mundo se desmoronaba y Lucinda y yo nos íbamos consumiendo. Hicimos el amor con tanta pasión aquella noche como si fuera la primera vez... como si fuera la última.
Unas semanas más tarde, arrestaron a Tony junto con otros manifestantes y periodistas en la plaza José Martí. Hace más de seis meses y nadie puede decirme si está vivo o muerto o si volveré a verle. Ahora voy a la iglesia de día y no me importa quién me vea. Lucinda viene conmigo y se sienta muy quieta a la luz de las ventanas y reza conmigo. Reza por su padre y por su país en alto con su voz dulce como la de un ángel.
Puede que te parezca extraño, pero incluso después de todo lo ocurrido, vuelvo a tener esperanzas. Aunque Tony y yo estamos físicamente separados, nuestra mente y nuestro corazón están más unidos ahora que en los últimos meses, cuando podíamos tocarnos.
Se me permitió sacar a Lucinda de la escuela porque aún es demasiado pequeña para ir a la escuela del gobierno para ciegos. Le enseño yo misma con la ayuda de una nueva amiga, Berta. Trabaja en un hotel y es muy divertida. Ahora es más importante que nunca que riamos siempre que podamos.
Te prometo escribir más a menudo por el bien de las dos.
Alicia
*
Se acercaba la Navidad y nos esforzábamos, como todos los años, en encontrar un lugar donde nos vendieran un cerdo entero para asarlo. A Jeremy le fascinaba esta tradición de las fiestas y podría haber sido nuestra Navidad más feliz en mucho tiempo, si el abuelo no hubiera empezado a sufrir problemas de corazón, que hicieron necesaria su tercera hospitalización en seis meses.
Yo le visitaba diariamente y pasábamos el rato viendo sus culebrones favoritos y se reía y se quejaba del extravagante comportamiento de los actores, como si fueran sus amigos y vecinos. Pero en cuanto terminaban los programas, volvía a sumirse en su humor sombrío. Me dijo que esta vez no saldría del hospital y yo le recordé que había dicho lo mismo durante la hospitalización de hacía un año. Él negó con la cabeza y se hundió en la almohada. Su fuerte figura se descomponía lentamente como las tablas de un sólido embarcadero cediendo ante el asedio constante del océano. Mientras le miraba, recordaba la fortaleza del abuelo en el agua, cuando era el mejor nadador del mundo. Se reía ante los más serios argumentos y su presencia convertía en algo especial todo lo que hacíamos, aunque fuera tan sólo beber un refresco de cola juntos.
Me preparaba para volver a casa y empezar a hacer la cena, cuando el abuelo preguntó:
—¿Has tenido noticias de Alicia?
Hacía algún tiempo que no hablábamos de Alicia, pero me pidió que le pusiera al corriente sin ahorrarme detalles. Cuando terminé de relatarle el contenido de su última carta, asintió despacio.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a mandarle más dinero.
Él asintió de nuevo.
—¿Qué más?
—No sé qué más puedo hacer, abuelo.
—Puedes ir a verla, ¿no? Te necesita. —Sus palabras me hicieron daño y me revolví bajo el calor de su mirada.
El abuelo había oído las discusiones y los arrebatos de mi madre en casa. Como no le gustaban los conflictos, no era propio de él hacer sugerencias que pudieran provocar más.
—Pero ya sabes lo que piensan de eso mami y papi...
Alicia y tú estáis tan unidas como hermanas. Alicia está otra vez sola y me preocupa esa nueva amiga que trabaja en los hoteles. —Suspiró y me cogió la mano. La suya era tan frágil como el papel—. No has cambiado, Norita. Piensas demasiado cuando harías mejor en sumergirte y hacer lo que sabes que debes hacer.
Sonreí y sujeté sus manos entre las mías.
—La última vez que seguí ese consejo estuve a punto de terminar con vacaciones permanentes en el fondo del mar.
—Yo estaba allí mismo, Norita. —Tenía los ojos muy abiertos y la mirada seria—. Nunca habría permitido que te ahogaras, y tú lo sabes.
—Nunca dudé de ti, abuelo, ni por un segundo. Sabía que estaba segura a tu lado.
Él cerró los ojos.
—Y estaré contigo la próxima vez. Simplemente lánzate. Eres una maravillosa nadadora.
*
El décimo día de hospitalización, poco después de ver su culebrón favorito, el abuelo durmió su siesta habitual y no se despertó más.
Me gusta pensar que soñaba con los cálidos mares azules de nuestra tierra, disfrutando al zambullirse en el agua y nadar por ella, con tanta facilidad y perfección: el mejor nadador de toda Cuba.