9
EL colegio se había convertido en nuestro santuario, el único lugar donde podíamos fingir que nada había cambiado. Siempre, cuando pasaba por debajo de la Virgen aferrada a su rosario, sabía que me esperaban unas cuantas horas de paz y cordura, Íbamos a la capilla todos los días y comíamos a la misma hora de siempre. Las monjas esperaban de nosotras un comportamiento y unos resultados académicos absolutamente perfectos, como si el mundo no se estuviera haciendo pedazos más allá de las verjas de hieno forjado. Todas fingíamos, y cuando temblaba el cristal de la ventana por culpa de alguna explosión en La Habana, mientras sor Roberta nos leía a Shakespeare, nadie se sobresaltaba. La hermana seguía leyendo con su voz dulce y acompasada y nosotras la escuchábamos, seguramente con mayor interés que nunca.
Los rezos en la capilla eran largos y pesados, y por primera vez parecía que todas rezaban realmente por algo importante. Yo pedía que la vida volviera a ser como antes, para que pudiera acabar mis estudios en El Ángel de la Guarda, para que Alicia y yo pudiéramos ir juntas a la universidad y a comprar solas por primera vez en El Encanto. Rezaba para que mi madre dejara de llorar cada día y para que papi volviera a casa y leyera el periódico en su butaca como hacía siempre, y no se sentara en silencio como si estuviera esperando su propia muerte. Rezaba para que hubiera comida en el mercado, comida fresca y buena, suficiente para alimentar a un ejército de familiares y amigos, y así mi padre no tuviera que volver al mercado negro y obtener comida secretamente, corriendo el riesgo de que le arrestaran. Sobre todo, rezaba para que mi hogar estuviera siempre allí y yo pudiera estar cerca de todas las personas a las que quería.
Entre los sólidos muros de El Ángel de la Guarda, parecía que Dios tenía que responder a nuestras plegarias y que nuestra vida seguiría siendo como la de antes. Sólo cuando papi venía a recogernos al final del día y traspasábamos de nuevo la verja para salir al mundo, empezaba a sentir el frío miedo que se apoderaba de nuevo de mí. Fuera de aquella verja ya no existían las reglas que conocíamos. Teníamos que estar siempre alerta y volver corriendo del colegio a casa por si ocurría lo impredecible mientras estábamos en la calle.
Una mañana, cuando papi nos llevaba al colegio en el coche y yo empezaba a sentir el sosiego tranquilizador que me proporcionaba la jornada escolar, papi se detuvo justo delante de la verja, bajo la Virgen. Ladeó la cabeza y sus ojos reflejaron un tormento indescriptible.
—¿Qué pasa, papi? —pregunté.
Su rostro había perdido el leve tono bronceado del sol y estaba blanco como la tiza. Apretaba la mandíbula con fuerza, pero no decía nada. Miré el sencillo edificio de dos pisos del colegio, y la amplia extensión de césped partida en dos por el sendero que llevaba a la doble puerta del vestíbulo principal. A aquella hora, las puertas deberían haber estado abiertas y en el césped y los escalones de entrada debería haber habido chicas de todas las edades con el mismo uniforme beige y marrón, esperando a que empezaran las clases, pero las puertas estaban cerradas y no se veía un alma por ninguna parte.
—¿Hemos llegado demasiado pronto?
Me di la vuelta y vi que mi padre no miraba al colegio, sino hacia arriba. Seguí su mirada, oí llorar a Marta, y entonces también yo lloré. La Virgen del rosario había desaparecido. La vimos más tarde, en la cuneta, hecha pedazos, con la mano cortada, pero aferrando aún el rosario. En su lugar, rasgando el cielo azul tropical, había una extraña media luna metálica cruzada por un martillo, de aspecto pesado y ominoso.
Papi giró el volante del coche con chirriar de neumáticos y se dirigió de vuelta a casa. El Ángel de la Guarda había corrido la misma suerte que todos los demás colegios católicos de Cuba. Ya no había más santuarios.
*
Cada día oíamos la voz resonante y profunda de Beba despotricando contra el hombre que se había convertido en sinónimo del diablo. «Es un cerdo mentiroso que se merece un tiro en la cabeza. Dice que quiere ocuparse de la gente negra. ¿Ven a algún negro ahí arriba con él? Yo desde luego no, y tengo la vista perfectamente. Dice que antes estábamos esclavizados y que ahora somos libres. Y una mierda. Si esto es libertad, que me devuelvan la esclavitud a mí. Ni siquiera puedo comprarme un trozo de pan para desayunar con toda esta libertad que tengo».
*
Papi ya no pudo seguir trabajando, después de que solicitara visados para la familia, pero estaba contento porque ya no trabajaba en un banco, sino en un circo de payasos dirigidos por el partido comunista. Y nosotras nos alegramos también de que no siguiera en el banco, porque a varios empleados los habían encarcelado por actividades antirrevolucionarias. Papi nos contó que uno de los empleados entró en el banco una mañana acompañado de un soldado castrista, y recorrió los despachos señalando con el dedo a los que sospechaba que se oponían activamente a la revolución. A todos se los llevaron para interrogarlos y varios aún no habían vuelto a casa. Las cárceles estaban llenas de prisioneros políticos y todo el mundo era sospechoso.
Al solicitar los visados, habíamos arrojado a un lado literalmente los pañuelos rojos revolucionarios y nos habíamos convertido en «gusanos», los que traicionaban a su patria y a la revolución por egoísmo. Los gusanos eran ridiculizados en público, y si uno tenía la suerte de encontrar unos cuantos litros de valiosa gasolina para el coche, no era raro que descubriera que no le servían de nada, porque alguien le había rajado los neumáticos o le había hecho añicos el parabrisas. En aquella magnífica tierra en la que el sol brillaba cada día y las brisas te incitaban a pascar por sus playas a cualquier hora del día o de la noche, nos veíamos obligados a permanecer encerrados en casa para evitar correr riesgos innecesarios.
—Si somos gusanos —dijo mami con los puños apretados y los ojos llorosos por la ira—, ¡entonces los idiotas que apoyan esta revolución impía son cucarachas y ojalá se pudran en el infierno!
*
Juan y su familia fueron los primeros en recibir los visados. Habían planeado irse a Miami y estaban estudiando inglés a fin de prepararse lo mejor posible para el futuro. Pero para la gente mayor, la posibilidad de irse era más dura de aceptar. Fuimos de visita a casa de la tía Panchita y tratamos de convencerla de que lo solicitara también. Unos meses antes, el gobierno había entregado su plantación al hermano de Lola, Pedro, con la excusa de que debía pertenecerle a él, puesto que era quien la trabajaba.
Mis padres suplicaron a la tía Panchita que solicitara un visado. Marta y yo nos echamos a llorar al imaginarla allí sola, pero la tía no se dejó conmover por ninguno de nuestros argumentos ni nuestros ríos de lágrimas.
—No abandonaré mi casa —dijo resueltamente—. No pasaré mis últimos días en un lugar extranjero donde no se hable mi lengua, encerrada en un apartamento, desde donde no se vean mis campos. Prefiero pasar hambre aquí.
Luego se sirvió otra taza de café aguado y contempló el camino de tierra, meciéndose en el porche y parpadeando tras los gruesos cristales de sus gafas.
Lola, que estaba sentada en su mecedora junto a ella, le palmeó la mano afablemente.
—Quizá deberías pensártelo, querida. ¿No quieres estar con tu familia?
—Ya lo he pensado. Me quedo aquí contigo.
Una tarde, vino Tony mientras yo estaba sentada en el porche con la tía Panchita y Lola. Medía ya más de metro ochenta y estaba más guapo que nunca. Los adultos parecían haber olvidado por completo Ludo lo ocurrido entre Alicia y él, pero a ella no le habían permitido volver jamás a casa de la tía Panchita, por si acaso se inflamaban los recuerdos. Y yo sabía que Alicia seguía comparando a todos los hombres que veía con Tony, y que invariablemente llegaba a la conclusión de que él era el más guapo de todos. Difícilmente habría podido yo llevarle la contraria cuando le vi subir los escalones del porche de dos en dos, con su sonrisa radiante, y me quedé sin aliento, con el corazón un poco más desbocado que la primera vez.
Bajo el brazo llevaba un grueso libro y sus ojos lanzaban chispas de regocijo.
—Estoy aprendiendo a leer —exclamó orgullosamcnte, mostrándonos el libro.
La tía dejó la labor y se colocó bien las gafas para ver qué clase de libro usaban los comunistas para enseñar a leer. Su rostro no dejó traslucir ninguna emoción, pues sabía tan bien como todos nosotros que Tony apoyaba la revolución incondicionalmente.
—Eres un chico listo, aprenderás muy deprisa —dijo severamente, y volvió a su labor de costura.
—Sólo aprenderás lo que ellos quieran que aprendas, muchacho —dijo Lola a su sobrino.
—Quiero aprender a leer. Ésta es mi oportunidad para hacer algo mejor que trabajar la caña de azúcar.
—¿Caña de azúcar? —Lola soltó una carcajada seca y gutural que acabó haciéndola toser más que reír—. No te preocupes. Muy pronto no quedará caña de azúcar para trabajar.
—Ése es el problema con la gente mayor como vosotras —dijo Tony, sacando pecho—. Habéis decidido ya que la revolución es un fracaso. Quizá para quienes no querían que cambiara nada lo sea, pero para mí, es la oportunidad para tener una vida mejor.
Lola se levantó lentamente de su mecedora para entrar en casa.
—Yo sólo soy una vieja estúpida. ¿Qué sé yo de todo eso?
Tony se volvió hacia mí con una mirada que suplicaba simpatía.
—¿Qué piensas tú, Nora?
Me esforcé en buscar las palabras adecuadas para responder. No podía imaginar la vida sin libros y me dio mucha lástima.
—Me alegro de que aprendas a leer, Tony. Eso está muy bien, si a ti te hace feliz.
Tony ladeó la cabeza y sonrió con pesar. Esperaba un apoyo más decidido por mi parte y sus ojos escudriñaron mi rostro, haciéndome enrojecer sin saber dónde meterme. Luego apartó la cara como si se avergonzara de mi falta de valor, y abandonó el porche, lentamente esta vez, ampliando cada escalón la brecha que separaba su mundo del nuestro.
Lola volvió a tiempo para verle partir, a pie, pues el gobierno le había requisado su espléndido caballo casi inmediatamente. Ninguna de nosotras le despidió agitando la mano, ni le deseó buenos días. Jamás había habido un silencio tan grande en el porche.
*
Mami acabó desquiciada de los nervios. Se sobresaltaba si llamaban a la puerta, convencida de que eran soldados que querían registrar nuestro apartamento y llevarnos a todos a la cárcel por hacer tratos en el mercado negro y pedir visados para abandonar el país. Nos dijeron que habían reclutado al vecino de abajo para espiar a los demás inquilinos justamente con ese propósito; así que mami convenció a mi padre para que tirara por el retrete toda la caja de aceite que había comprado. También se rumoreaba que se daban las ejecuciones por la televisión, pero Beba tenía instrucciones de llevarnos rápidamente a Marta y a mí a nuestras habitaciones cuando daban programas poco apropiados. Nos ponía la mano sobre el hombro a cada una y nos acompañaba a pesar de nuestras quejas. Luego volvía deprisa a la sala de estar para verlos ella.
En una ocasión, al ir de mi dormitorio a la cocina en busca de Beba, comprobé que los rumores eran ciertos. Papi y el tío Carlos no se dieron cuenta de que yo estaba detrás de ellos. A la grisácea luz del aparato, lo vi todo: los hombres esqueléticos, medio muertos ya, alineados contra la pared con uniformes carcelarios, sucios y rotos. Tenían los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, a pesar de que era evidente que carecían de la fuerza necesaria para dar un solo paso hacia la libertad. Los disparos sonaron como un gran petardo repitiéndose una y otra vez, y los hombres cayeron de rodillas antes de desplomarse en el suelo como sacos de patatas medio vacíos. Sonó la música revolucionaria, ondeó la bandera, y el rostro de mi padre estaba ceniciento cuando se dio la vuelta y me vio allí.
—¿Por qué han matado a esos hombres, papi?
Tardó un rato en responder.
—Porque eran sospechosos de actividades contrarrevolucionarias. Son mártires y ocuparán su lugar en el cielo. —Papi se recostó en su asiento con los ojos rojos y afligidos, y ocultó el rostro entre las manos—. Ahora vete a tu habitación, Nora.
*
Pasé muchas largas tardes tumbada en la cama esperando; esperando que nos concedieran los visados, esperando que viniera alguien a visitarnos (especialmente Alicia), esperando que algo interrumpiera el silencio y el miedo. Un día, me pasé una hora contemplando cómo una araña tejía su tela en un rincón de mi cuarto. Antes habría sentido la inmediata necesidad de chillar para que Beba la aplastara con las manos desnudas, como hacía a menudo, pero ahora me sentía bien viéndola tejer de un lado a otro, arriba y abajo, colgando de su invisible hilo. La revolución no preocupaba a la pequeña araña. Seguía tejiendo y moviéndose por ahí como si tal cosa. Al contemplarla, casi podía creer que las cosas no estaban tan mal en realidad. Aunque las explosiones seguían sonando día y noche, tal vez pronto acabaría todo. A pesar de que la invasión de la bahía de Cochinos hubiera fracasado y todo el mundo hubiera renunciado a la esperanza de que los americanos nos salvaran del comunismo, yo seguía rezando para que volvieran a intentarlo. Rezaba para que la siguiente bala que oyera le diera en la cabeza a aquel hombre, e hiciera volar su verde gorra militar, y que aterrizara en el lodo y todos los hombres, mujeres y niños de Cuba la pisotearan. Teje, pequeña araña, teje tu telaraña de sueños y esperanza.
*
Transcurrieron los meses y seguíamos sin noticias de los visados. La comida escaseaba cada vez más y por toda la ciudad se formaban colas para comprar pan, leche, e incluso papel higiénico. Mami hacía esfuerzos por acudir a las colas con la odiada cartilla de racionamiento en el bolso, y Beba seguía viniendo cada día, aunque sólo podíamos pagarle en pesos que no valían nada, aunque hubiera habido algo para comprar. Venía por la comida y la compañía y por tener algo que hacer. Nosotros agradecíamos su presencia.
Beba acababa de colocar los cubiertos de plata en la mesa cuando llamaron a la puerta inesperadamente. Mami estuvo a punto de dejar caer los platos que llevaba en las manos, y cuando los depositó sobre la mesa, se tambaleó como si estuviera borracha. Beba fue a abrir y todos nos pusimos rígidos al ver a una mujer de aspecto severo que llevaba una carpeta con sujetapapeles.
—¿Es usted la criada? —preguntó.
Beba se limpió las manos en su blanco delantal y la miró con suspicacia.
—Sí. Llevo trabajando casi veinte años con la familia García.
La mujer no se mostró impresionada.
—He venido a ofrecerle clases para que aprenda a leer.
—¿Aprender a leer?
—Sí. ¿No quiere aprender a leer para mejorar su situación en la vida?
Beba puso los brazos en jarras y miró a la mujer sin contemplaciones.
—¿Qué le hace pensar que no sé leer?
La mujer pareció sorprendida, pero se rehizo rápidamente.
—Bueno... ¿sabe leer?
—No, pero eso no es asunto suyo —replicó Beba alzando la vaz lo suficiente para que resonara en todo el edificio.
La mujer pareció desanimada, pero lo intentó una vez más con resolución.
—El partido ofrece esta oportunidad...
—No me importa lo que me ofrezca el partido. Yo hago lo que me da la gana y no quiero aprender a leer. Y cuando decida hacerlo, buscaré un profesor yo sola y leeré los libros que quiera leer. —Beba le cerró la puerta en las narices y pasó por delante de nosotros como si tal cosa, riendo entre dientes y tarareando una melodía. Yo pensé que sería capaz de convertir a Castro en un niño indefenso si la dejaban una hora a solas con él, y habría soltado un hurra de no ser por mi madre, que se dejó caer en el sofá.
—¿Qué has hecho? —susurraba—. ¿Qué has hecho?
—No se preocupe, doña Regina —dijo Beba, colocando los platos que mi madre había dejado abandonados sobre la mesa—. No me harán nada. No le hacen nada a la gente de color como yo.
*
Era la última hora de la mañana del domingo, cuando papi consiguió encontrar una pierna de cerdo en el mercado negro. Era un poco canija y al parecer procedía de un cerdo demasiado viejo para comerse, pero era carne de todas formas y comíamos muy poca. Mi padre la envolvió cuidadosamente en varias capas de periódico y la colocó en el fondo de una bolsa de la compra que preparaba para ir a casa de la tía María, donde se reuniría la mayor parte de la familia. Aunque todo el mundo lo hacía, comprar en el mercado negro se consideraba un delito antirrevolucionario y a mi padre podían arrestarlo por ello. Pero los retortijones de nuestros estómagos nos habían vuelto valientes y yo me sentía como una espía cuando hicimos los cinco minutos de trayecto que se tardaba más o menos en llegar a casa de la tía en coche.
La pierna de cerdo se cocinó en el interior de la casa con todas las ventanas cerradas, por miedo a que el aroma nos delatara. No se podía confiar en ningún vecino. No se podía estar seguro sobre quién aspiraba a ingresar en el partido, y el miedo y el ansia de poder impulsaban a muchos a señalar con el dedo a amigos de toda la vida. Y no sólo eran los vecinos. Los hijos denunciaban a sus padres y los padres a sus hijos. Todo el mundo conocía una historia desgarradora sobre un hijo que había denunciado a su propio padre por un crimen contra el estado, a menudo un crimen que se consideraba menos horrendo que las deliciosas compras de mi padre en el mercado negro.
El aroma de la piel de cerdo chisporroteando con el ajo y el limón casi nos hizo saltar las lágrimas, y el miedo a que nos pillaran no nos aguó la fiesta. Por el contrario, aquélla era nuestra forma secreta de desairar al partido y a todos sus chivatos. Con cada delicioso bocado de cerdo, declarábamos nuestro odio a Castro y al partido comunista, ¡una contrarrevolución gastronómica privada!
Alicia y yo nos sentamos en el porche para saborear nuestras escuetas porciones (una pierna de cerdo no daba para mucho). Todas nuestras conversaciones en los últimos tiempos estaban ensombrecidas por la inevitable separación. Los padres de Alicia no querían pedir visados porque el tío Carlos estaba convencido de que aquel estado de cosas era sólo temporal y de que pronto echarían a Castro. Muchos estaban de acuerdo con él, pero mi padre creía que el tío Carlos estaba siendo terco, como siempre, y demasiado orgulloso para admitir que el hombre al que había apoyado para que llegara al poder nos había arruinado la vida.
—Quizá los visados no lleguen nunca —dijo Alicia, mientras rebañaba hasta el último resto del jugo del cerdo con un trozo de pan rancio—. Y aunque lleguen, no tienes por qué irte, Nora. Ya tienes quince años. Puedes decir que quieres quedarte aquí y vivir conmigo y con mis padres. —Me ofreció esta posibilidad, aunque ambas sabíamos que era inconcebible que no me fuera con mi familia. Asentí con desánimo y observé el revoloteo titilante de las luciérnagas.
Nos quedamos fuera, en el porche, después de terminar de comer, preguntándonos si sería la última vez que estaríamos juntas en casa de la tía María. En los últimos tiempos me preguntaba siempre si cada cosa que hacía sería por última vez: la última vez que me iría a la vuelta de la esquina con Marta para comprar una barra de pan o un helado; la última vez que me despertaría oyendo a Beba cantar en la cocina, haciendo entrechocar cacharros y platos como siempre que quería despertarnos; la última vez en el balcón esperando a que se pusiera el sol para ver cómo resplandecía la ciudad con un tono rosa pastel a la luz del crepúsculo.
Pero ¿cómo iba a medir las semanas sin los domingos en casa de la tía María? Era tan vital para nuestra existencia como que saliera y se pusiera el sol. Pasara lo que pasara durante la semana, siempre había comida en casa de la tía María los domingos. Allí nuestros problemas se solucionaban y las asperezas de la vida las suavizaban las risas y la música en el porche, y la promesa de un delicioso brazo de gitano de postre.
¿Y cómo podría vivir sin Alicia cerca? Ella era mi espejo, mi reverso. Tenía secretos míos en su corazón que jamás podría compartir con nadie más. Y vivir en cualquier otro lugar que no fuera Cuba sería como vivir en la luna. ¿Cómo podía sobrevivir la gente en un lugar frío, donde las brisas tropicales no te calentaban el alma todos los días? ¿Cómo podía la gente vivir en un lugar tan inmenso? Cuba era un país pequeño y acogedor. Sabía dónde estaba todo, como en mi dormitorio. En Estados Unidos, un país que se extiende a lo largo de casi cinco mil kilómetros por todo un continente, sería como dormir en un auditorio, y mi pequeña cama se vería minúscula e insignificante en un rincón. No me cabía en la cabeza. Y menos aún conseguía imaginarme a mí misma hablando inglés, aunque lo había estudiado en el colegio. Parecía natural que aquella extraña y compleja lengua con sus pesadas consonantes y sus vocales irreverentes procediera de un lugar helado donde todo el mundo tiritaba y se apresuraba por llegar a alguna parte.
Hablábamos muy poco sobre nuestra inminente separación, casi nada, como si temiéramos que hablando de ello de algún modo lo provocásemos. Tal vez Beba tuviera razón. Era mejor hablar sobre los fuertes americanos que odiaban el comunismo, y sobre un millar de aviones zumbando sobre nuestras cabezas como un enjambre de abejas hambrientas dirigiendo sus aguijones hacia la cabeza barbuda y con gorra de aquel hombre. Mejor no hablar de nada en absoluto.