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LUCINDA y yo guardamos nuestras escasas pertenencias en la bolsa de malla que usábamos para llevar la comida cuando íbamos a la playa. Llevábamos simplemente unas cuantas camisetas que había comprado unas semanas antes y dos pares de pantalones cortos. El resto de la bolsa lo llenamos con galletas y fruta fresca.
Beba nos trajo otra bolsa de fruta y la dejó junto a la bolsa de malla.
—En serio, Beba, llegaremos a Jamaica antes de la hora de comer. ¿Cuántas bananas crees que podemos comer en tres horas?
Beba apoyó las manos en las caderas y sacudió la cabeza con aire juicioso.
—Puede que no os las comáis, pero un barco lleno de hombres dará buena cuenta de ellas. Será mejor que tengan las manos ocupadas con los mangos y las bananas y que estén bien distraídos. —Señaló con la cabeza a Lucinda, que echaba una cabezada en el sofá. Sus rizos dorados reflejaban la luz del atardecer y sus densas pestañas se movían levemente sobre las sonrosadas mejillas. Sus largas extremidades empezaban a adquirir unas sugerentes curvas. Tenía el mismo aspecto que Alicia en su máximo esplendor, sólo que Lucinda sería más alta y su rostro, aunque de expresión igualmente dulce, era más exótico por las facciones y el color. No cabía duda de que estaba destinada a ser una mujer muy hermosa. Aparté de mi cabeza el pensamiento de aquel problema potencial. Tenía otras cosas de las que preocuparme.
*
Era tal como me lo había descrito Pepe. Un hombre alto y barbudo con camisa roja que pescaba al final del embarcadero número 17 en la zona de los muelles de carga. Debía entregarle una bolsa de plástico con cualquier tipo de alimento, siempre que incluyera una lata de café con la mitad del dinero dentro. La otra mitad se la entregaría al llegar a Jamaica.
Me acerqué al hombre y le tendí la bolsa, pero él me indicó que la dejara a sus pies con un furtivo movimiento de cabeza. Así lo hice, y por un momento temí que la bolsa cayera al agua, de modo que la asenté bien lejos del borde antes de retroceder.
—Quédese y charle un rato conmigo —dijo el hombre sin mirarme—. Parecerá raro que se vaya sin decirme una palabra.
¿A quién le iba a parecer extraño? ¿Nos estaban vigilando?
—Por supuesto —musité.
—Según parece, viaja con usted una niña ciega.
—Mi sobrina.
—No será nada fácil pasar del bote al barco. ¿Cree que podrá hacerlo?
—Yo me encargaré de ayudarla.
El hombre escudriñó el agua y tiró del hilo.
—Casi lo tenía. —Enrolló un poco el hilo de pescar y se volvió a medias para hablarme, pero evitando mis ojos—. La espero aquí mañana a las cinco de la mañana y ni un minuto más, o no podremos llegar al barco. Tendremos que remar dos horas y no sé cómo estará el mar.
Hasta aquel momento, no se me había ocurrido pensar en lo que tendría que hacer para volver a casa y evitar que el estado pasara a hacerse cargo de Lucinda, y para volver a ver a Jeremy lo antes posible y salvar mi matrimonio.
—¿Será peligroso?
—Sólo si nos pillan y no se tragan nuestra historia.
—¿Nuestra historia?
—Hemos salido a pescar. Usted es mi mujer y la niña es nuestra hija. Es su cumpleaños y queremos pescar unos peces para su fiesta y a ella le hace ilusión porque nunca había ido de pesca. Si se nos acerca cualquier tipo de embarcación, lance al agua inmediatamente todo lo que lleve encima. Y ponga algo en la bolsa para que no flote.
Observé la larga nariz de upo europeo del hombre y sus relucientes cabellos castaños. Tenía la piel tostada por el sol, pero era obvio que no tenía ni una gota de sangre africana en las venas.
—Me temo que mi sobrina no pasaría nunca por hija mía o suya, y menos aún por hija de nosotros dos. Su padre era mulato y ella se le parece mucho. Tendremos que inventar otra historia.
—De acuerdo. Ya pensaremos algo mañana a las cinco en punto.
—¿Podría decirme su nombre?
Al hombre se le escapó una sonrisa a pesar de sus esfuerzos por permanecer serio y atenerse al asunto que teníamos entre manos.
—Me llamo... José Gómez. ¿Yusted?
Tardé un momento en comprender.
—María Gómez, por supuesto —respondí.
Él asintió en señal de aprobación y se enfrascó de nuevo en la pesca sin decir nada más.
*
Lucinda quiso conocer hasta el último detalle de mi conversación con el hombre del embarcadero que nos ayudaría a escapar, y yo le conté lo que sabía, que no era mucho. Me escuchaba como si estuviéramos planeando una excursión campestre. No la había visto tan ilusionada desde la muerte de su madre.
—Nunca he ido en bote —dijo, aferrándose al borde de la silla por el impulso de la alegría—. Mami no me dejaba nunca porque no sé nadar muy bien. Pero ahora tendré que hacerlo, ¿verdad, tía Nora? No tengo otra alternativa.
La pregunta me pilló desprevenida. Por supuesto que tenía alternativas. Podía quedarse en Cuba e ir a la escuela estatal. Desde luego no era la única niña ciega de la isla. Quizá la escuela no fuera tan mala como decía Alicia. ¿Preteriría ella que arriesgara la vida de su hija en lugar de dejar que fuera a la escuela estatal para ciegos? Porque iba a poner en peligro su vida, ¿no?
Beba escuchaba tranquilamente nuestra conversación con el rostro inexpresivo, mientras se limpiaba las uñas. Yo quería hablar con ella sin que Lucinda estuviera presente. Últimamente no tenía muchas respuestas que ofrecerme, pero esta vez no pensaba dejar que me saliera con rodeos. ¿Por qué de repente se mostraba tan precavida cuando se le pedía su opinión? En otros tiempos, se la soltaba al que tuviera más cerca sin preocuparse por el efecto que pudiera causar.
Le dije a Beba que necesitaba que me ayudara a escoger más comida para los marineros y dejamos a Lucinda descansando en la cama. Me llevé a Beba a la calle, cogida del brazo. Soplaba una suave brisa marina. El malecón estaba a varias manzanas de distancia, pero llegaba hasta nosotras su leve rumor, especialmente agradable porque contribuiría a amortiguar nuestras voces.
—¿Qué opinas tú, Beba? ¿Estoy cometiendo un terrible error? ¿Vale la pena correr el riesgo?
La bombardeé a preguntas antes de llegar a mitad de la calle. Se las susurré al oído y noté que me costaba respirar y andar al mismo tiempo.
Beba no me respondió. Me obligó a sentarme en la fuente de la plaza apoyando su mano firme sobre mi hombro. Contemplamos así el laberinto de calles del que habíamos salido, con sus edificios ruinosos, sus verjas oxidadas y la ropa tendida goteando desde los balcones. Las puertas estaban abiertas y los niños entraban y salían corriendo, descalzos y felices de ser niños. No prestaban atención a los rostros adustos de sus padres, demasiado cansados para que les divirtieran sus juegos, y demasiado consumidos por el hambre para darse cuenta de que algunos de los más pequeños se acercaban a las escaleras o se iban tranquilamente a la calle.
Las adolescentes paseaban en grupo, contoneándose de tal forma que sus jóvenes senos saltaban bajo los tops ceñidos y las camisetas raídas. Jóvenes y viejos por igual les lanzaban comentarios con desparpajo, comentarios vulgares sobre las partes del cuerpo que encontraban más atrayentes, como si los pechos de una chica y el trasero de otra fueran a separarse de sus torsos respectivos para ir hasta ellos.
Ante nuestros ojos se desarrollaba un drama en particular. Una chica de no más de quince años se había dejado convencer para compartir algo más que miradas con un hombre considerablemente mayor que ella. Segundos más tarde, se alejaban del lugar, el hombre delante y la chica detrás como una mascota atada a una corta correa.
—Seguramente lleva haciendo de puta desde los doce años, o incluso antes —dijo Beba, volviéndose hacia mí. —Señaló al resto de chicas—. Son todas iguales, y casualmente sé que todas terminaron los estudios en el instituto. El gobierno se ocupó de que así fuera.
—¿Me estás diciendo que Lucinda podría ser una de ellas algún día?
—Te estoy diciendo que el hambre te impulsa a hacer cosas que pensabas que sólo el diablo podía hacer. Dios bendito, nunca pensé que una cara fea y un gran vientre pudieran ser una bendición.
—Así que crees que voy a correr un riesgo necesario con Lucinda. ¿Es eso lo que quieres decir, Beba?
Beba paieció algo exasperada por mi insistencia. Luego me cogió la mano entre las suyas y me habló con la mayor claridad.
—La decisión que tomes no es tan importante como la intención que haya detrás de ella. Sé fiel a tu decisión y ella te será fiel a ti.
*
Lucinda estaba vestida y lista cuando abrí los ojos a la tenue claridad del amanecer. Beba estaba en la cocina preparando café y tostadas, nuestra última comida en Cuba. Apenas hablamos mientras comíamos y yo miraba de reojo el ruidoso reloj de plástico que Beba tenía sobre el televisor.
—Tenemos que irnos dentro de unos minutos —dije.
—¿Quieres que os acompañe? —preguntó Beba.
—Creo que no es buena idea, porque el hombre nos espera sólo a Lucinda y a mí. No sé si le molestaría...
Beba alzó una mano para indicar que lo comprendía. Llevó los platos del desayuno al pequeño fregadero, pero no los lavó inmediatamente como siempre hacía. Volvió para estar con nosotras hasta el último momento. Nos levantamos de la mesa y Lucinda alargó los brazos buscando a Beba. Cuando la encontró, enterró la cabeza en su pecho y lloró desconsoladamente.
—Ojalá vinieras con nosotras —dijo, mientras Beba le acariciaba los cabellos y le daba palmaditas en la espalda.
—Bueno, bueno, no te preocupes por mí. Estaré aquí, como siempre. Un día volveremos a vernos. Ese hombre no puede vivir eternamente.
En la puerta, di a Beba un largo y estrecho abrazo.
—¿Intentarás llamar a Jeremy por mí hasta que lo consigas, verdad?
—Iré a ese teléfono tantas veces que la gente creerá que soy una espía. Y cuando consiga hablar con él, voy a decirle unas cuantas cosas que tengo pensadas.
La besé en la mejilla.
—Eso es lo que creo que debes hacer.
*
Al cabo de veinte minutos caminando a buen paso, habíamos recorrido la mitad del malecón. Lucinda dio algún que otro traspié, pero no aminoré la marcha. No podíamos arriesgarnos a llegar tarde y hacía tiempo que había regalado mi reloj. Lucinda no se quejaba. De hecho, no decía nada en absoluto. Sabía que debíamos procurar no parecer sospechosas. Tal vez lo parecíamos ya por caminar con tantas prisas. Sería mejor caminar un poco más despacio y señalar los barcos como si fuéramos turistas. Pero ¿qué iban a hacer unos turistas en la calle al amanecer? Naturalmente teníamos toda la pinta de querer escapar. ¿Qué otra cosa harían una mujer y una niña a aquellas horas? Las únicas personas que había en la calle eran los vagabundos que se sentaban en los bordillos de las aceras y las jóvenes prostitutas que volvían a casa arrastrando los pies, con el rostro cansado y los zapatos de tacón alto colgando de la mano.
Señalé los barcos y le dije a Lucinda que el nuestro estaba por allí, en alguna parte. Tan impaciente estaba por parecer una turista que olvidé que Lucinda no podía ver lo que señalaba.
—¿Tía Nora? —dijo Lucinda, un poco jadeante—. Me siento muy triste por dentro. Nunca me había sentido así, ni siquiera cuando murió mami.
Aflojé el paso ligeramente e hice un esfuerzo por olvidar mi nerviosismo. Recordé la primera vez que dije adiós a mi país, hacía ya tantos años. Aunque no estaba muy segura de lo que significaban, las palabras de Beba me habían ayudado entonces y sabía que también ayudarían a Lucinda.
—La tristeza de abandonar tu tierra no se parece a ninguna otra —dije despacio— Y llega en grandes oleadas que pueden derribarte aunque creas que estás pisando tierra firme. A veces parece que todo va bien cuando, de pronto, oyes los acordes de una canción o hueles a cebolla friéndose en aceite de oliva, y tu corazón vuelve a romperse en mil pedazos, sin más. Entonces venderías tu alma por volver a tu tierra otra vez, o sólo por sentir que perteneces a algún sitio... sea cual sea. Es entonces cuando debes aferrarte más que nunca a lo que eres. Y no entregues nunca tu verdadero corazón, por roto o afligido que esté, porque cuando lo haces, pierdes algo que quizá no recuperes jamás. Es mejor que deseches tu corazón fantasma, y entonces sabrás siempre quién eres.
—¿Qué es el corazón fantasma, tía Nora?
—Es el corazón que nunca puede romperse por culpa de las promesas rotas o el dolor de la nostalgia. Ese corazón sigue latiendo ocurra lo que ocurra, porque tiene muchas vidas. Pero tu corazón verdadero tiene una única vida que tiene que ser la tuya.
El resplandor mortecino del amanecer se hacía más intenso en el horizonte, y mis dos corazones empezaron a latir con violencia. No había tiempo que perder, de modo que volví a aligerar el paso.
—Ya hablaremos más de eso. Por ahora, recuerda todo lo que te he dicho.
—No lo olvidaré —dijo Lucinda, corriendo para mantenerse a mi altura—. Mami dijo que tenía más memoria que cualquier otra persona a la que hubiera conocido y que eso me hacía rica porque los recuerdos son joyas que no se pueden robar.
Llegamos al embarcadero acaloradas y sin resuello, pero el hombre de la camisa roja no aparecía por ninguna parte. Estaba segura de que estábamos en el lugar correcto y di varias vueltas en círculos, presa de la confusión y el pánico. Dios mío, ¿dónde estaba?
—Oigo algo en el agua —susurró Lucinda.
Me asomé al borde del embarcadero y vi a José Gómez sentado en un bote pequeño y de aspecto desvencijado que cabeceaba con la marea baja. Nos observaba con impaciencia, haciéndonos señas para que nos subiéramos al bote rápidamente. Con mucha precaución, bajamos los escalones hasta el agua y Lucinda saltó al bote sin ningún aspaviento. José no esperó a que hiciera las presentaciones. Sin más dilación soltó la amarra del bote y empezó a remar con enérgicos movimientos de brazos y piernas. Lucinda y yo nos sentamos muy juntas en el otro extremo del bote, con la bolsa de provisiones entre las dos.
El sol había iniciado su brillante ascensión en el cielo, reflejándose en el agua en franjas rosadas y grises. Reinaba el silencio, roto tan sólo por el rítmico chapoteo de los remos. Era asombrosa la rapidez con que remaba José.
Cuando consideró que nos habíamos alejado lo suficiente, dejó descansar los remos sobre sus muslos para darnos instrucciones entre jadeos.
—Somos marido y mujer, José y María Gómez. Ésta es nuestra sobrina y la llevamos a pescar por el día de su cumpleaños.
—Mi cumpleaños no es hasta julio. ¿Y qué hay del tío Jeremy?
—No, cariño, esto es sólo lo que tenemos que decir si alguien nos detiene para interrogarnos.
José empujó hacia mí la caña de pescar que tenía a sus pies y retomó los remos.
—Mejor que empiece a pescar ya.
Jamás había pescado en mi vida, pero sabía que no era el momento de pedir instrucciones. Cogí la caña, desaté la punta del hilo y lo dejé caer en el agua. Miré hacia la orilla para contemplar el malecón, que rielaba bajo la luz rosada de la mañana. La silueta de los edificios de La Habana se recortaba con nitidez en el cielo y en las ventanas brillaba el reflejo de la pálida luz. Unos cuantos madrugadores se dirigían a pie hacia la playa. Algunos también echaban sus botes al agua para pescar cerca de la orilla.
Fue entonces cuando la vi de pie en el extremo del embarcadero. Tenía una mano sobre los ojos para protegerse del sol que asomaba por el horizonte. La luz hacía resplandecer su blanco turbante. Era Beba, agitando la mano frenéticamente. Tal vez había cambiado de opinión y quería irse también.
—Tiene que volver —dije a José, poniéndome de pie. El bote se balanceó y Lucinda soltó un grito ahogado.
—¿Qué hace? Siéntese antes de que volquemos.
—Es Beba. Tenemos que volver.
—¿Ha venido Beba? —preguntó Lucinda.
—¿Quién demonios es Beba? ¿De qué está hablando? —José dejó de remar y miró hacia el embarcadero— Tardaría casi una hora en volver a contra corriente y perderíamos el barco.
Las olas eran cada vez más grandes y sólo veía a Beba cuando alcanzábamos la cresta. Beba seguía agitando la mano. Luego ya no la agitó más. Y finalmente desapareció.
José estaba empapado en sudor y tenía la camiseta pegada al cuerpo. Observó a Lucinda un rato con curiosidad. Lucinda se aferraba al borde del bote y dirigía los ojos al cielo. José metió la mano bajo el asiento, sacó un viejo chaleco salvavidas y me lo lanzó.
—He traído esto para la niña.
Rápidamente le puse el chaleco a Lucinda y se lo abroché.
—¿Qué es esto, tía?
—Es un chaleco especial que flota en el agua, así, si te caes, flotarás igual que la mejor nadadora del mundo.
Lucinda sonrió mientras pasaba las manos por el chaleco de plástico naranja y sus gruesos cierres, pero de repente sus ojos se ensombrecieron.
—¿Y el señor Gómez y tú?
—Nosotros sabemos nadar, cariño. No tienes que preocuparte por nosotros.
José empezó a remar de nuevo, mirando por encima del hombro de vez en cuando para ver cuánta distancia habíamos recorrido. Nos dijo que debíamos llegar hasta el barco que tenía una raya roja en el costado. Estaba anclado más lejos por su gran tamaño. Las olas seguían aumentando de tamaño y salpicando el interior del bote. Aunque José remaba con más brío que nunca, parecía que nos movíamos más despacio, y a veces, que no nos movíamos lo más mínimo.
—La corriente es muy fuerte aquí —gritó José para hacerse oír por encima del bramido del viento y del océano—. La teníamos a favor más cerca de la orilla, pero ahora nos hace retroceder. —Estaba agotado de remar y contraía el rostro de dolor por el esfuerzo.
—¿Le ayudo? —grité, pero no me oyó y siguió remando con todas sus fuerzas. En un momento dado, las olas se hicieron tan grandes que uno de los remos se salió del agua completamente y José estuvo a punto de perderlo por falta de resistencia. Lucinda se aferraba a mí. Podía imaginar lo aterrador que debía de resultar la experiencia para ella. Sólo oía un ruido atronador y seguía entrando agua en el bote, dejándonos completamente empapados a los tres. Los pies de Lucinda resbalaban en las sandalias de plástico cuando trataba de afianzarse para no caer a causa de los bandazos de nuestra pequeña embarcación. El único consuelo era la visión del barco blanco con la raya roja en el costado. Una vez llegáramos a él, estaríamos a salvo y podríamos ocultarnos fácilmente. Pepe me había asegurado que nunca registraban aquellos barcos porque se sobornaba a los agentes del gobierno para que hicieran la vista gorda.
—Gran parte del dinero de los pasajes sirve para pagar el soborno —me había explicado.
—Nuestro barco está muy cerca, cariño —dije a Lucinda, que asintió con la cabeza apoyada en mi pecho.
Después de otra ola enorme que ocultó por completo al barco blanco de nuestra vista, José nos indicó que nos inclináramos en la dirección contraria a la de las olas. Seguimos sus instrucciones y el bote se estabilizó considerablemente, mientras José remaba con renovados bríos. Miré hacia la orilla. El malecón era aún visible bajo el sol de la mañana en un cielo sin nubes. Estábamos demasiado lejos para ver a la gente de la orilla y era imposible saber si Beba seguía allí observándonos. Me sentía más segura pensando que sí y le dije a Lucinda que Beba estaba allí rezando por nosotras para que no nos pasara nada.
Llevábamos más de una hora en el agua y nos habíamos acercado al barco lo suficiente para divisar los ojos de buey justo por encima de la línea roja. Tal vez uno de aquellos ojos de buey sería el de nuestro alojamiento durante el trayecto de cinco horas hasta Jamaica. Nos esconderíamos allí entre un cargamento de bananas o de azúcar de caña. De pronto se me ocurrió que no sabía si José escaparía también con nosotras. Al encontrarme con él la víspera de nuestra partida, había supuesto que se quedaría con una parte del dinero a cambio de llevarnos hasta el barco, pero me parecía ahora que le interesaba algo más que el dinero. Remaba como un poseso.
—¿Vendrá usted con nosotras? —pregunté durante un breve intervalo de descanso
Por supuesto —respondió—. Me voy pase lo que pase.
No me molesté en preguntarle qué quería decir, porque movía brazos y piernas con asombrosa concentración y volvíamos a avanzar considerablemente. Me alegré al saber que José nos acompañaría. Podríamos seguir fingiendo que éramos marido y mujer y eso mantendría a la tripulación a raya. Se lo comentaría a José antes de que abordáramos el barco. El oleaje se había calmado y José remaba con mayor facilidad, pero no podía molestarle con preguntas, aunque había una en particular que pesaba en mi ánimo. ¿Cómo íbamos a abordar el barco?
Cuando nos acercamos más al barco, su inmenso tamaño se hizo más evidente y nuestra barquichuela apenas se veía a su lado. Desde luego no había puerta ni escotilla a nuestra altura por la que pudiéramos entrar. Y los ojos de buey estaban a varios metros sobre el nivel del agua. Sólo podríamos subir si nos izaban con una cuerda o algo parecido. Me estremecí al pensarlo, no por mí, sino por Lucinda, que estaba ya muy alterada.
—Debería haber alguien esperándonos en este lado del barco —dijo Pepe, mirando hacia el gigante que se cernía sobre nosotros.
—¿Cree que pueden vernos? —pregunté.
Mi pregunta quedó contestada cuando alguien arrojó una delgada cuerda por el costado del barco. Me pareció demasiado delgada para soportar incluso el peso de un perro pequeño, pero cuando bajó hasta nosotros, vimos que en realidad era bastante gruesa. El problema era cómo agarrar la cuerda sin estrellarse contra el barco. Las olas, aunque menos altas, tenían aún fuerza suficiente para lanzarnos contra el costado si no nos andábamos con cuidado, y era obvio que nuestro viejo bote no podría soportar muchos envites. Si el mar hubiera estado más sereno, habría sido fácil nadar hasta la cuerda para cogerla y llevarla hasta el bote, pero nunca había nadado en aguas tan turbulentas y no quería que josé nos dejara solas en el bote.
Aunque no habíamos dicho nada desde la aparición de la cuerda, estaba segura de que la vacilación de José se debía a la misma inquietud. Sostenía los remos en alto, goteando sobre el agua, mientras nos mecíamos entre las olas, acercándonos y alejándonos del barco alternativamente.
—Oigo las olas que golpean el barco de metal, tía. Está muy cerca.
—Está justo al lado, cariño. Nos subirán en cuanto puedan.
José remó para acercarnos un poco más. Estábamos tan sólo a un metro más o menos de la cuerda, y cada vez que las olas amenazaban con acercarnos demasiado, José levantaba los remos para mantenernos a una distancia segura, aunque no fuera estable. Me indicó por señas que cogiera la cuerda mientras levantaba los remos. Lucinda sería la primera. Le até la cuerda alrededor de la cintura y le dije que se sujetara a ella lo más fuerte que pudiera. Ella asintió y parpadeó para quitarse las gotas de agua que le caían en los ojos.
—Te subirán muy alto, muy alto, pero yo estaré justo debajo de ti.
Lucinda se aferró a la cuerda con ambas manos y esperó. José tiró fuerte de la cuerda dos veces y la cuerda empezó a tensarse lentamente hasta que los pies de Lucinda quedaron colgando sobre el bote. Se le cayeron las sandalias de plástico, una dentro del bote y la otra en el océano, alejándose sobre las olas antes de que pudiera cogerla. Temí que aquello desorientara a Lucinda, que empezara a patalear y eso aflojara la cuerda, pero no se movió. Siguió aferrada a la cuerda con las dos manos y la cara apretada contra ella. Se balanceó sobre nuestras cabezas, ascendiendo centímetro a centímetro. Nosotros estirábamos el cuello para verla, aunque José tenía que estar atento a los remos y a veces pensé que acabaría cayéndose del bote por la fuerza que tenía que hacer para mantenernos alejados del barco.
Lucinda había llegado a los ojos de buey, demasiado alto para oír mi voz. Imaginé el miedo que debía sentir y empecé a temblar y a rezar.
—Se han parado —dijo José.
Miré hacia arriba. Lucinda seguía colgando en lo alto, pero no se movía ni hacia arriba ni hacia abajo. Luego empezó a descender lentamente y luego a ascender otra vez, antes de detenerse con una sacudida. De repente empezó a bajar muy deprisa. La cuerda era como una serpiente furiosa y vibrante, y comprendí que caía libremente. Paralizada, vi a Lucinda pataleando desesperadamente mientras chillaba y después desapareció entre las olas a unos cincuenta metros del bote.
Me lancé al agua y empecé a nadar hacia donde había visto caer a Lucinda. Las olas me cubrían y apenas podía coger aire, tal era la fuerza del agua que me empujaba hacia el fondo y me elevaba luego otra vez. Divisé la cabeza de Lucinda meciéndose en la cresta de la siguiente ola con los ojos cerrados y la barbilla apoyada en el chaleco salvavidas, pero no conseguí imprimir a mis brazadas el ritmo que me impulsara hacia ella. La pesadez que tan bien conocía, debida a mi propio miedo, se apoderaba de mis extremidades haciendo casi imposible que me mantuviera a flote y mucho menos que nadara. «El miedo no flota —decía siempre el abuelo durante sus clases de natación—. Se hunde directo hasta el fondo. Pero el valor —decía, con los ojos brillantes— no sólo flota, vuela».
De repente, el abuelo nadaba junto a mí, instándome a continuar. «Estoy orgulloso de ti, Norita —dijo—. Te has zambullido sin pensártelo dos veces y ahora sabrás lo que yo siempre he sabido». Noté que su fuerza invadía mis músculos y me volví tan ágil y ligera como un delfín, con mis piernas propulsándome como pistones y los pulmones llenos de oxígeno puro. Nadé por mi Lucinda con más seguridad en mí misma de la que había sentido en toda mi vida, y cuando la alcancé, la agarré por la correa del chaleco. Lucinda respiraba, gracias a Dios, y la sujeté mientras José acercaba el bote para que subiéramos a él. Tiró primero de Lucinda y luego yo la seguí y me dejé caer en el fondo del bote.
El cansancio me venció y todo se volvió negro y silencioso como si durmiera sin soñar, pero antes oí al abuelo susurrarme: «Eres una nadadora excelente, Norita».