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PARA mí, era un misterio cómo las monjas del colegio El Ángel de la Guarda en La Habana conseguían andar sin hacer el menor ruido. Una de ellas podía acercarse sigilosamente de pronto por tu espalda y tú no te enterabas hasta que ya era demasiado tarde. No teníamos gran cosa que ocultar, en realidad, y no había muchos líos en los que meterse, salvo cuando a una de las chicas mayores la pillaban con los labios pintados. Las monjas se la llevaban al cuarto de baño directamente para lavarle la cara, y durante una semana entera parecía que tenía la cara más roja que el pintalabios. Hasta ahí llegaban nuestros pecados.

No obstante, entrábamos en fila en la capilla cada mañana a las diez en punto para confesar nuestros pecados y rezar para que fueran perdonados. A la mayoría de las chicas les disgustaba la hora de la capilla y yo fingía que sentía lo mismo, pero en realidad era mi momento favorito del día. Me encantaba ver el dulce incienso formando nubes dispersas que se elevaban entre los multicolores haces de luz del sol que se filtraba por los altos vitrales. Cientos de velitas blancas vacilaban a los pies desnudos de los santos, y su cera goteaba como encaje líquido al elevar sus humeantes mensajes al cielo. Todas las monjas, incluso las más rápidas con ojos de águila, mantenían la cabeza inclinada mientras susurraban las plegarias con firme decisión, moviendo apenas los labios en rápidos espasmos de palabras a medio formar.

Me fascinaban en especial las imágenes del vía crucis talladas en piedra blanca que colgaban sobre los confesionarios. Contemplé la representación de Jesús colgado con los brazos abiertos y la mirada elevada al cielo, pidiendo a Dios el perdón para todos los pecadores. Pensé en la abuela y sus promesas. ¿Estaría mal que pidiera a Jesús que me ayudara a aprender a nadar? Tal vez, si le hacía una promesa en aquel mismo momento, Él lo arreglaría de tal forma que pudiera ir a la playa cada día y practicar. Podía prometerle que me cortaría el pelo como un chico y que le daría mis patines nuevos a Marta. Podía prometerle que no volvería a hacer preguntas a Beba sobre los santos africanos, pero ¿no sería eso exigirme demasiado? Nuestra criada Beba era la persona más interesante que conocía. Era tan alta como papi y con los hombros igual de anchos, tenía una profunda voz de tonalidad dorada y una risa que inducía al sol a brillar con más fuerza. Contaba historias asombrosas sobre los negros que vivían en el país y adoraban a espíritus africanos como Ochun y Yemaya. Por su religión, vestía siempre de blanco: vestido blanco, zapatos blancos, medias blancas, incluso pañuelo blanco. Mami le dijo que podía vestirse así siempre que no llevara a casa nada que estuviera relacionado con la santería. La idea de no volver a hablar con Beba sobre lo que ella más amaba hizo que se me saltaran las lágrimas. Y cuando me las sequé, vi a sor Margarita mirándome desde el otro lado de la capilla. Inmediatamente agaché la cabeza. Estaba totalmente prohibido interrumpir la plegaria.

Sor Margarita era una de las monjas más importantes y temidas del colegio y raramente tenía tiempo para hablar con una pupila en particular, por lo que solía dirigirse a todas nosotras en asamblea. Pero, cuando salíamos en fila de la capilla, me tocó en el hombro y me condujo a un pequeño vestíbulo lejos de las demás.

Me miró en la penumbra con su rostro redondo y arrugado. Tenía un aspecto tan sagrado y frágil como la vieja Biblia que guardaban en una vitrina de la biblioteca. Un haz de luz penetraba por la puerta entornada, iluminando el fino vello oscuro que crecía sobre su labio superior. Sonreía, cuando debería estar a punto de reprenderme por mi mal comportamiento. Me preparé para lo peor.

—¿Por qué llorabas durante las plegarias, Nora? —Me sorprendió que supiera mi nombre.

Podía recitarle el padrenuestro, el avemaría, el acto de contrición, y enumerar los diez mandamientos y las estaciones de la cruz sin pestañear. Si me hubiera preguntado alguna de aquellas cosas, le habría contestado tranquilamente, pero ¿cómo decirle que me ponía triste no poder preguntarle a nuestra criada cosas sobre la santería?

Le dije lo único que se me ocurrió, lo único que podía salvarnos a mí y a mi familia de la deshonra de la expulsión, que sin duda sería la consecuencia de mi respuesta.

—Estaba triste por lo que le ocurrió a Jesús. Debió de dolerle muchísimo cuando le clavaron los clavos en las manos. —La cara me ardía y pensé que me iba a echar a llorar otra vez.

Sor Margarita sonrió con expresión de complicidad, como si fuera exactamente la respuesta que esperaba. Se inclinó más hacia mí hasta que su negro hábito me rozó la mejilla.

—¿Sabes? —susurró, y su aliento me olió a anís—. Recibimos la llamada de muchas formas distintas. Percibo que quizá te espere la vida religiosa en el futuro. ¿Has pensado en eso alguna vez?

—¿En la vida religiosa?

—Sí, Nora —dijo ella, asintiendo solemnemente—. ¿Has pensado alguna vez en ser monja?

El corazón me latía tan deprisa que pensé que tendría un ataque. ¿Existía la posibilidad de que sor Margarita me secuestrara y me encerrara en alguna cámara secreta donde me forzaran a firmar un contrato celestial de por vida? ¿Y cómo se convertía en monja una niña? En realidad no lo había pensado nunca, aunque había estado rodeada de monjas toda mi vida. Sin duda era así cómo se hacía, allí mismo, en aquel mismo instante.

—¿Has oído mi pregunta?

—Sí, sor Margarita.

—Yo tenía más o menos tu misma edad cuando recibí la llamada y también a mí me asustó un poco.

—Sí, sor Margarita.

—Creo que hablaré con tus padres. —Sacó las manos, que escondía siempre bajo los hábitos, y las puso sobre mis hombros—. Estoy en lo cierto, ¿verdad?

Me planté con firmeza para soportar el peso de sus manos y respiré hondo.

—Sí, sor Margarita.

*

Estaba tumbada en mi cama mirando el techo fijamente. Mis padres eran católicos devotos. Íbamos a misa cada domingo, incluso cuando llovía y soplaba una tormenta huracanada que sacudía los cristales de las ventanas. Mi madre se parecía incluso a la Virgen María, con su velo de encaje negro que le caía sobre los hombros, cuando encendía las velas con un largo y fino palito. Yo sabía que rezaba por Marta, por mí y por todas las personas a las que amaba, y me dejaba encender una o dos velitas a mí sola. Seguíamos todos los preceptos católicos, como el de no comer carne los viernes o el de santiguarnos al pasar por delante de una iglesia. Y papi y mami siempre estaban de acuerdo con las monjas. Cuando ellas dijeron que yo debía recibir lecciones de piano, ellos estuvieron de acuerdo. Cuando ellas dijeron que necesitaba clases particulares de matemáticas, ellos estuvieron de acuerdo.

Una vida santa... ¿qué significaba eso? No podría ir a la playa nunca más ni aprender a bajar patinando por una colina sin caerme. No llevaría nunca pintalabios ni zapatos de tacón con medias finas. Tendría que caminar por corredores oscuros con las manos escondidas y la cabeza inclinada, rezando constantemente mientras aprendía a caminar sin hacer ruido. Y me bañaría en la oscuridad para no ver mi cuerpo por accidente, porque todo el mundo sabía que a las monjas no se les permitía ver a nadie desnudo, ni siquiera a ellas mismas.

Llamaron a mi puerta con suavidad. Sabía que era Beba preguntándose por qué no le había pedido aún que me preparara la merienda.

—¿Qué te pasa? ¿No tienes hambre hoy?

—No. No me encuentro bien.

—Ya lo he oído —dijo Beba, abriendo la puerta y entornando los ojos con expresión cómica—. Tu madre dice que esta mañana fingías para no ir al colegio.

Me di la vuelta. A Beba le resultaba fácil hacerme sonreír. Sólo tenía que mirarme un rato con fingida seriedad. Le funcionaba siempre, pero toda tentación de sonreír se desvanecía al recordar mi dilema.

—Muy bien. Veamos si tienes fiebre. —Me puso su ancha mano sobre la frente y yo cerré los ojos, reconfortada por su tacto. Todo parecía mejor cuando Beba estaba cerca. No se tomaba nada muy en serio, y su solución para la mayoría de los problemas consistía en unas buenas risas acompañadas por algo dulce y delicioso para comer. Las únicas cosas que Beba se tomaba en serio eran su religión y la política. Cuando hablaba sobre Batista ponía los ojos en blanco y yo temía que se le hubieran perdido en algún rincón del cerebro. Le odiaba de veras y no le importaba que la oyeran decirlo. Por suerte para ella y para nosotros, no había ningún partidario de Batista en nuestra casa.

Apartó la mano de mi frente y la apoyó en su ancha cadera.

—Bueno, fiebre no tienes. De todas formas, te haré una infusión. Quizá entonces comas un poco.

Beba se fue y yo me aferré a la almohada. Cuando me hiciera monja, Beba ya no estaría a mi lado para hacerme una infusión o tomarme la temperatura. Las monjas tenían que hacérselo todo ellas mismas.

Papi llegó de trabajar a la hora de costumbre, pasadas las siete. Se sentó en su butaca con el periódico de la tarde hasta que mami nos llamó para la cena. Yo sabía que a veces papi no era tan amable como mami, y existía la pequeña posibilidad de que no estuviera de acuerdo en que yo me hiciera monja, si sor Margarita hablaba con él a solas. Pero papi y mami no solían ir solos a ninguna parte y sin duda él estaría de acuerdo con lo que dijera mami, porque la quería muchísimo y no soportaba verla alterada ni un solo instante. Le decía que era guapa a cada momento y bajaba corriendo a comprar zumo de caña de azúcar o guayaba fresca siempre que oía las campanillas y las voces de los vendedores ambulantes. Ella sólo tenía que agitar las pestañas y él saltaba de su butaca y corría al ascensor antes de que los vendedores desaparecieran calle abajo.

Incluso le dijo que estaba guapa el día que mami se probó el bañador de lunares de dos piezas. Las dio tanto de sí que temí que se rompieran como si fueran gomas. Cuando por fin consiguió ponérselo, tenia las mejillas rojas del esfuerzo. Marta soltó una risita y yo la miré horrorizada y le supliqué que no se lo enseñara a papi.

—¿Y por qué no iba a enseñárselo a tu padre? He tenido dos hijas con él.

—Porque no tienes el mismo aspecto que esas señoras de la tele, mami. A lo mejor después ya no te quiere.

Mami no hizo caso de mi advertencia y siguió examinando su cuerpo blanco y regordete en el espejo. Parecía una masa de pan que hubiera rebosado del molde. La cogí de la mano para apartarla del espejo y llevarla a la cama donde había dejado su vestido. No me cabía la menor duda de que su mejor atributo físico era su preciosa cara de grandes ojos negros y largas pestañas que se rizaban justo en las puntas como delicados abanicos.

—Vuelve a ponerte el vestido, mami. Estás muy guapa con él.

—No seas tonta —dijo ella y se soltó de mi mano. Luego fue contoneándose a la sala de estar, donde papi leía el periódico. Marta y yo la seguimos.

—Bueno —dijo mami con voz seductora, posando como una belleza en bañador . ¿Quć te parece?

Papi abrió mucho los ojos y dejó que el periódico se le cayera al suelo de cualquier manera.

—Eres un ángel, Regina. Un hermoso ángel.

—No soy exactamente la misma jovencita con la que te casaste. Me temo que las dos niñas me han cambiado la figura un poquito.

—Estás más guapa que nunca, mi amor.

Marta y yo nos miramos con incredulidad. Aquélla era una nueva confirmación de los increíbles poderes de mami. No tenía más que mirarme con sus ojos penetrantes para saber lo que estaba pensando, sobre todo si era algo malo. Y sólo tenía que guiñarle el ojo a papi y sonreír un poco para obligarle a pensar lo que ella quisiera. Las únicas personas que tenían más poder que mami eran las monjas; ése era el problema.

Así que me paseé por delante de mi padre esperando que se fijara en mí. Él bajó el periódico y me indicó que me acercara para que me plantara un sonoro beso en la frente.

—¿Cómo está mi niña?

—Bien, papi.

—¿Volverá pronto tu madre?

—Sí, ha ido a ver a la tía María, pero volverá pronto.

Mi padre retomó la lectura del periódico y yo me apoyé en el respaldo de su butaca y observé su reluciente pelo negro y sus zapatos igual de brillantes. Bajo el puño de su blanca camisa asomaba el reloj de oro que mami le había regalado la Navidad anterior.

—¿Papi? —le dije, rodeando la butaca para encararme con él.

Él emitió un gruñido sin apartar la vista del periódico.

—¿Tú crees que los curas y las monjas siempre tienen razón?

—No estoy seguro de lo que quieres decir, Nora. ¿Si tienen razón sobre qué?

—Ya sabes, sobre lo que has de hacer en la vida, por ejemplo.

Papi bajó el periódico otra vez, intrigado.

—Una pregunta interesante. Ahora que lo mencionas, creo que es para eso exactamente para lo que están, para ayudarnos a llevar una vida mejor. La respuesta es sí, ellos saben lo que debemos hacer en la vida, desde luego.

*

Estuve esquivando a sor Margarita durante el resto de la semana, pero allá donde fuera, parecía que sus serios ojos marrones me perseguían y trataban de pillarme en otro momento de misterioso entendimiento. En la capilla, bajaba la cabeza más que nadie y movía los labios rápidamente en una plegaria constante. Si un resplandeciente arco iris de luz me hubiera barrido del banco, yo no habría pestañeado siquiera. Si las imágenes del vía crucis hubieran cobrado vida, bailando y cantando a mi alrededor, no me habría saltado ni una sola cuenta del rosario.

Al final de la semana, empecé a sentir cierto alivio. Había pasado dos veces por delante de sor Margarita en la fila, sin que se fijara en mí. Era la directora, de modo que tenía muchos asuntos importantes que atender antes que mi conversión a una vida santa. Me convencí de que el asunto estaba olvidado y, para el viernes, ya había recobrado el apetito.

—Parece que ya estás mucho mejor —dijo Beba al servirme una nueva ración de pasta de guayaba con queso fresco. ¿Y cómo no? Había recuperado mi vida. Alicia y yo podíamos soñar de nuevo con convertirnos en coristas con plumas en los cabellos y largas capas. Todo volvía a ser posible.