35

LA figura de José pescando se recortaba sobre el fondo de un perfecto cielo azul. Justo debajo de donde estaba sentado, vi un par de pequeños pies desnudos, cuyos dedos se movían como cangrejitos asomando fuera del caparazón. Me di la vuelta sobresaltada y mi cabeza estalló de dolor. Me apoyé en un codo y me di la vuelta más despacio.

Lucinda yacía a mi lado y respiraba. Vi su pecho subiendo y bajando y no era por el movimiento del bote, porque éste apenas se movía. Estaba muy quieto. Las dos estábamos completamente secas y los tirabuzones de Lucinda salían despedidos de su preciosa cara como fuegos de artificio.

Posé una mano sobre su mejilla. Lucinda parpadeó y movió los ojos como en un sueño y luego sonrió.

—Veo la luz, tía Nora, y es preciosa.

José nos oyó hablar y se volvió a medias para mirarnos, pero no dijo nada. Pescó dos peces, uno detrás de otro, y los arrojó al fondo del bote. Los peces se retorcieron unos segundos antes de que su vida se evaporara bajo el cálido sol. Convencido al parecer de que no pescaría más, destripó los peces, les quitó la piel y nos ofreció tiras de carne cruda de uno de los pescados. El otro lo partió en tiras aún más finas y las colocó sobre el estrecho asiento de madera para que se secaran. Lo hizo todo sin hablar ni mirarnos.

Animé a Lucinda a llevarse la carne blanca a la boca y masticarla rápidamente antes de tragarla. Era una masa insípida de gelatina dura, y al tragarla noté que estaba sedienta y que me dolían los hombros cuando me incorporé un poco más sobre los codos para mirar por el costado del bote. No sé exactamente qué esperaba encontrar; tal vez los edificios de La Habana alzándose sobre el mar Caribe como una corona herrumbrosa, y unos cuantos botes de pesca como el nuestro; a Beba esperándonos en el embarcadero con los brazos en jarras porque tenía otras cosas que hacer y llevaba demasiado tiempo esperándonos. Me sorprendió no ver otra cosa que el inmenso océano azul en todas las direcciones. Me volví hacia donde tenía que estar Cuba, haciendo caso omiso del dolor que me traspasaba los hombros, pero no vi nada más que la fina línea del horizonte, inamovible y distante, rodeándonos como un enorme anillo espectral.

—¿Dónde estamos? —pregunté. El aire era tan denso y húmedo que casi se podía beber de él.

José masticaba el pescado mientras rebobinaba el hilo de pescar cuidadosamente.

—De camino a la libertad... María. —Sonrió, dejando al descubierto unos dientes pequeños y uniformes, dientes que habían sido atendidos con esmero—. Mi madre se llamaba María. Como todas. —Rió entre dientes.

—Libertad —musitó Lucinda, masticando obedientemente antes de tragarse el pescado.

José nos dijo que, aunque no estaba seguro, probablemente había agentes del gobierno a bordo del barco. Después de que Lucinda hubiera caído al agua, rápidamente habían cortado la cuerda. Sin perdernos de vista mientras estábamos en el agua, José había esperado en vano a que apareciera otra cuerda.

—De no haber estado tan cansado de remar, habría llegado antes para recogerlas —dijo, antes de meterse más pescado en la boca—. Las dos estaban muy cansadas, así que he dejado que durmieran.

—¿Por qué no ha remado hacia la orilla? —pregunté.

—Le dije que me iba pasara lo que pasara. Hoy era mi último día en esa isla.

—¿Y qué hay del agua y las provisiones?

—He traído agua y cítricos. Con lo que ha traído usted supongo que tendremos para dos o tres días si lo racionamos.

Sentí una punzada de miedo al recordar las noticias sobre cubanos que habían pasado muchos más días en el océano por culpa de las corrientes cambiantes y las tormentas. Muchos se habían ahogado o habían muerto por deshidratación antes de alcanzar la libertad. Se lo dije a José, que lanzó una mirada cautelosa hacia Lucinda.

—A nosotros no nos ocurrirá. No he llegado hasta aquí para perderlo todo.

José me pasó un vaso de plástico lleno de agua hasta un tercio. Era la ración de agua para Lucinda y para mí durante toda la mañana. Tendríamos otra igual al mediodía y otra por la noche. Me fijé en que josé se servía una ración exactamente igual a la nuestra.

—Quédense a la sombra —nos dijo, y me di cuenta entonces de que había improvisado un toldo con una manta vieja echada sobre la mitad del bote y sujeta en forma de V con los remos.

—¿No los necesitamos para orientar el bote o algo así?

—La corriente nos llevará a donde tenemos que ir. Ahora descanse.

—¿Y usted?

José se apoyó en el asiento y estiró las piernas entre Lucinda y yo. Se caló el sombrero de paja de ala ancha sobre la cara y se cruzó de brazos. Musitó algo bajo el sombrero y luego se durmió.

*

—He ganado —dice Alicia. Es una competición para ver quién encuentra la concha más perfecta. El abuelo siempre inventa juegos parecidos cuando quiere echarse un sueñecito o relajarse, en lugar de estar pendiente de nuestras continuas exigencias para que juegue con nosotras en el agua. Alicia alza su trofeo, una concha del tamaño de la palma de su mano, con ondas de delicados tonos rosas y amarillos desde la base hasta la punta. Realmente es perfecta.

Observo mi montoncito de conchas. Algunas son interesantes. Incluso hay una ostra azul que nunca había visto antes, pero está rota en varios sitios. Será difícil encontrar una que pueda compararse con la de Alicia, que está de pie junto a mí. Veo los rosados dedos de sus pies moviéndose y hundiéndose con fuerza en la arena para no dejarse llevar por el agua de la orilla. Me acerca la concha a la cara para que pueda verla mejor. Es realmente espectacular. Lo que de lejos parecía amarillo en realidad son finos hilos de oro, y la superficie está lisa y brillante como las tazas de porcelana que mami tiene en el aparador del comedor. No es una simple concha, sino una obra de arte.

—Quiero que te la quedes —me dice Alicia, y la deja caer en la arena antes de que tenga ocasión de atraparla. Yo contengo la respiración y la recojo. Gracias a Dios, no le ha pasado nada.

—Es la concha más bonita del mundo. Deberías guardártela.

—Quiero que la tengas tú, Nora. Quiero que duermas con ella debajo de la almohada cada noche y pienses en mí.

—Así la romperé.

—No se romperá, tonta. —Me la arrebata de las manos y baila en la orilla, arrojándola al aire y dando una vuelta antes de cogerla. Yo voy tras ella, tratando de quitarle la concha cuando aún está en al aire, pero no lo consigo. Alicia es mucho más rápida y salta mucho más alto, y cada vez que recupera la concha, se oye su risa como el repique del viento. A veces la coge sólo con un dedo y eso aún la divierte más. Brincando en el agua, lanza la concha cada vez más alto, tan alto que pincha el sol con la punta y regresa a la tierra cada vez más brillante.

Ahora estoy muy disgustada. Alicia ya ha jugado bastante con mi concha y sólo es cuestión de tiempo que la rompa. Doy un último salto poniendo todo mi empeño y consigo atrapar la concha en el aire con las dos manos. La sujeto contra mi corazón, pero cuando vuelvo a la arena, me doy cuenta de que la he aplastado. Contemplo los preciosos pedazos de color dorado y rosa, que se alejan flotando mar adentro. Alzo la vista para pedir perdón a mi prima, pero ha desaparecido y ni siquiera quedan sus huellas en la arena.

*

Al despertar y abrir los ojos, veo ante mí un asombroso panorama de estrellas, una cúpula de luces centelleantes en el cielo de medianoche, y oigo un ruido familiar en medio del silencio. José remaba de forma diferente, dando cada golpe de remo con la suave elocuencia de un bailarín. Sus finas facciones reflejan la frágil luz de las estrellas, haciendo que parezcan delineadas por una fina capa de polvo iridiscente. Lucinda estaba despierta y sentada a mi lado. Tenía una mano sobre mi brazo, y seguramente llevaba horas así, porque al sentarme, noté un frío vacío en el lugar que ocupaba. Me alargó la mano y rápidamente se la cogí.

Sin decirme nada, me pasó una naranja y vi las cáscaras pulcra-mente apiladas a su lado. Tenía sed y hambre, y el cálido y dulce jugo explotó en mi boca como pequeños pinchazos ácidos. Observé a José mientras comía. Parecía relajado y muy satisfecho con nuestra situación.

—No podíamos pedir un tiempo mejor —dijo—. Y es mejor remar de noche. No se suda tanto. Además, sólo tengo que remar hasta que volvamos a la corriente que nos lleva hacia los estrechos. Por ahí pasan muchos buques de carga y alguno acabará encontrándonos.

José explicó que había estado meses estudiando las mareas por si tenía que escapar de la isla por sus propios medios. Si nos manteníamos en la corriente correcta, nos llevaría hasta la libertad fácilmente. Si nos desviábamos mucho, podíamos ir a la deriva indefinidamente y no nos encontrarían hasta pasadas varias semanas, si nos encontraban. O al menos lo que quedara de nosotros. Por supuesto a él no le preocupaba lo más mínimo. Hablaba de la posibilidad de perecer sin pestañear ni impresionarse en absoluto. Simplemente era una posibilidad que sopesaba con el mismo análisis frío que había aplicado al estudio de las mareas.

Metió los remos en el bote y noté la fuerza de la marea que nos hacía avanzar como si hubiera una mano invisible bajo el mar. El agua estaba tan lisa como el cristal, e incluso reflejaba la luz de las estrellas. Nuestro pequeño bote parecía flotar en un vasto universo de estrellas que nos rodeaban por todas partes.

—¿Tía Nora?

—Dime, Lucinda.

—El señor Gómez conoció a mi papi en la cárcel.

José asintió.

—Su cara me resultó familiar en cuanto la vi en el embarcadero. Tiene los ojos de su padre. Pero no lo relacioné hasta que mencionó el nombre de su madre. Durante casi tres años, Tony no habló más que de Alicia. Yo me preguntaba si una mujer podía ser tantas cosas... Tan hermosa e inteligente y fuerte. Creo que hasta me enamoré de ella.

—Era realmente todas esas cosas —afirmé, asombrada por la coincidencia—. Y está usted en buena compañía. Todos la queríamos.

Le pedí con impaciencia que me contara su historia y mientras remaba José me contó lo que ya había empezado a explicar a Lucinda. Había estudiado periodismo, había viajado por Europa y Sudamérica y había sido un revolucionario leal que escribía artículos fervorosos apoyando a Castro como un líder socialista a nivel mundial. Sus artículos le habían llevado a conocer de cerca las altas esferas del poder. Su último y más prestigioso trabajo había sido como periodista de la televisión que tenía el honor de entrevistar a Castro regularmente. Sabía qué preguntas debía hacer para que su líder pareciera bien informado y mesurado y aparentar, sin embargo, la mordaz indiferencia de un reportero implacable en su búsqueda de la verdad.

—Cuanto más cerca estaba del círculo interno del poder, más consciente era de la flagrante disparidad entre su estilo de vida y el de los ciudadanos corrientes. Al finalizar un día agotador de discursos interminables sobre la necesidad de sacrificarse por el país y sobre el honor de un estómago vacío, la poderosa élite se entregaba a un estilo de vida regio. Sus casas son suntuosas y se alimentan de productos importados y vinos de todas las clases. Después de largos banquetes que les sirven sus amantes, holgazanean, mientras discuten sobre asuntos internos e internacionales.

Por supuesto, yo también participé en esos banquetes y me reí con ellos y expuse mi sabia opinión objetiva siempre que pude. Durante un tiempo, llegué incluso a engañarme a mí mismo, creyendo que estaba por encima de la desesperación que impulsa a nuestros hombres y mujeres a vender su cuerpo en las calles. Pero todos somos iguales. Unos venden el cuerpo y otros el alma.

Pronto comprendí que mi sitio en el círculo del poder no era distinto del que ocupaba cualquier cubano al sentarse para comer un pobre tazón de arroz con alubias y un trozo de carne si hubiera suerte. La promesa de un sándwich basta para inducirles a agitar las banderas como si su vida dependiera de ello. Mi madre asiste a mítines comunistas siempre que puede, no ya porque crea que el gobierno lo hace bien o mal, sino porque está cansada de comer arroz con alubias y no le importaría probar un poco de carne y pan fresco para variar. Yo no estaba vendiendo mi alma y mi mente por un sándwich, sino por una comida de siete platos con puro al final.

José cruzó sus fuertes brazos sobre el pecho y movió la cabeza lentamente.

—Empecé a detestarme a mí mismo. Cada vez que sonreía y daba mi conformidad, me sentía como si me estuviera tragando mi propia bilis. Comencé a rechazar invitaciones para comer y conocí a otros periodistas que no tenían miedo de la verdad. Trataban de educar a la gente a través de sus escritos y encender un fuego bajo los pies de aquellos que estaban encadenados a la realidad cotidiana de la supervivencia. Nos sentíamos como si fuéramos las mascotas de Castro, atadas a la valla del patio trasero y alimentadas con las migajas de la mesa del amo.

—Queríamos orinar y defecar sobre los brillantes suelos y las elegantes alfombras de los nuevos hoteles de Castro que crecían como champiñones a lo largo de la costa. Queríamos ladrar y aullar como lobos cuando insultaba a la gente con sus exhibiciones monótonas y absurdas de absoluto y desconsiderado poder. Lo hacíamos a través de nuestros artículos, breves y concisos. Mi intención era contar la verdad a los mismos a los que antes había engañado.

—A varios de nosotros nos sacaron de nuestras casas en medio de la noche, y a otros a plena luz del día. Tony estaba en la celda contigua a la mía. Era un hombre de una fortaleza extraordinaria, un líder por naturaleza, y por eso yo sabía que no le soltarían jamás. Él fue quien habló conmigo cuando decidí quitarme la vida antes de que me la arrebatara Castro. Me habló de Dios y de lo que haríamos cuando saliéramos de la cárcel y me dijo que teníamos que ser fuertes. Yo me burlaba de él cuando decía esas cosas y le preguntaba qué clase de revolucionario era que creía en Dios. Tony siempre decía que desde el principio había sido revolucionario sólo del cuello para arriba, que del cuello para abajo siempre había sido un buen católico.

José se estremeció a pesar del aire cálido y contempló el mar abierto.

—Le debo la vida.

La vocecita de Lucinda se oyó desde su rincón del bote.

—¿Nos echaba de menos mi papi, señor Gómez?

—Todos los días me decía lo mucho que os echaba de menos a ti y a tu madre. Planeaba escapar desde el día en que le habían encerrado. Nadie lo sabía, excepto yo, y me convenció para que le acompañara. Nuestro plan consistía en esperar a que nos enviaran a trabajar cerca de una zona de vegetación densa en la que pudiéramos adentrarnos y perdernos en la selva. Los guardias eran haraganes desorganizados, y teníamos bastantes posibilidades si no notaban nuestra ausencia durante una hora o más. La ocasión perfecta tardó casi un año en presentarse. Teníamos que reparar una carretera en Matanzas, y Tony dijo que conocía bien aquella zona. El grupo asignado era bastante grande, más de cien presos, y la carretera bordeaba la selva.

—No tuvimos tiempo para pensarlo mucho. Cuando nos quitaron los grilletes para que pudiéramos bajar del camión sin caer unos sobre otros, ocupé mi lugar en la fila y Tony me indicó por señas que fuera por delante. Retrocedí hacia una zanja de la carretera. El guardia asignado a nuestra cuadrilla era el más haragán de todos. Yo estaba seguro de poder llegar a los árboles antes de que se diera cuenta de que me había ido, pero no tuve esa suerte. Me vio y levantó el fusil para dispararme, pero Tony cayó sobre él en un instante y yo me adentré en la selva, corriendo todo lo que daban de sí mis piernas. Corrí durante horas y me oculté en el hueco de un árbol durante tres días, rezando como no había rezado en toda mi vida. Luego llegué a La Habana haciendo autostop y encontré a unos amigos que me acogieron. Llevaba dos años escondiéndome.

—¿Qué le ocurrió a mi papi?

—Toda agresión a un guardia se castiga con una ejecución inmediata. —José hizo una pausa y miró a Lucinda antes de seguir con un tono más amable—. No tengo la menor duda de que tu papi murió con honor y que sus últimos pensamientos fueron para ti y para tu mami.

Lucinda asintió, y su dulce voz infantil se expresó con una profunda comprensión, más propia de un adulto.

—Mi mami siempre decía que mi papi encontraría la manera de cuidar de nosotras. Y ahora usted está aquí para cuidar de la tía Nora y de mí porque él no puede.

—Puedes estar segura de que cuidaré de vosotras. Y vivirás en libertad tal como deseaba tu padre —dijo José, claramente conmovido.

Como si quisiera brindar por su resolución, José nos sirvió una ración de agua y yo me bebí la mía como si fuera el más exquisito champán. Me sentía eufórica. ¿Sería por las estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas? ¿Sería por el azúcar de la naranja que aún me hacía cosquillas en la lengua? Estaba convencida de que alcanzaríamos la libertad sin grandes dificultades. Estábamos ya a muchos kilómetros de la costa cubana. Beba habría llamado a Jeremy y él nos estaría esperando. Al principio se preguntaría por qué no llamaba, pero al cabo de un par de días le llamaría desde algún punto de Miami para decirle que estábamos a salvo y lo mucho que le quería.

Lucinda dormitaba con la cabeza apoyada en un brazo. Hacía un poco de fresco y la tapé con la manta que de día servía para protegernos del sol. ¿Se habría acordado Jeremy de prepararle una habitación? Qué maravilloso sería dormir en sus brazos sabiendo que Lucinda estaba a salvo con nosotros en su propia habitación. Sería una habitación amarilla, del color del sol. Le buscaría un buen colegio enseguida y la familia se encandilaría con ella al instante, como le ocurría a todo el mundo. Por supuesto, tendríamos que adoptarla lo antes posible.

José no dormía y sus ojos brillaban mientras escudriñaba las aguas en la oscuridad. Estaba atento a la aparición de grandes barcos o buques cisterna que se movían con silenciosa velocidad. Los mismos barcos que podían rescatarnos de día podían hacernos naufragar de noche.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —pregunté, tras un largo silencio.

—Manuel Alarcón. ¿Y el tuyo?

—Nora García-McLaughlin.

—Ah, casada con un americano, ¿no?

Asentí, sonriendo al pensar en Jeremy, el tío Jeremy, como lo llamaba Lucinda.

—Es un buen hombre. Y le quiero muchísimo.

—Entonces te estará esperando.

—Sí —Pensé en la radiante sonrisa de Jeremy y en sus amables ojos castaños. Incluso después de casados, no podía mirarle mucho tiempo sin notar un cálido rubor extendiéndose por mi cuerpo.

Manuel no hizo más preguntas. Era un hombre práctico y centrado en su objetivo, y vigilaba las aguas con ojos disciplinados mientras enrollaba y desenrollaba el hilo de pescar en torno a un dedo.

—¿Estás casado? —pregunté.

—No —respondió, sin apartar los ojos del mar.

—¿Por qué no?

Apretó los labios. Era el primer signo de inquietud que veía cruzar por su cara.

—Tal vez un día tendré tiempo y energía suficientes para buscar esposa.

—¿Quieres que sea cubana?

—No lo había pensado —dijo, y no parecía querer pensarlo en aquel preciso instante—. Siempre imaginé que lo sería, pero ahora mismo me conformaría con una esposa americana.

Seguimos charlando durante un rato, aunque era yo la que más hablaba. Le hablé de Alicia, de que habíamos crecido juntas y de la promesa que le había hecho antes de morir. Observamos las estrellas que se movían lentamente a medida que avanzaba la noche, y le hablé de lo difícil que había sido abandonar Cuba, de mis primeros tiempos en Estados Unidos y de mis esfuerzos por adaptarme al estilo de vida americano. Manuel convino conmigo en que era difícil resistirse al embrujo de Cuba, pero que ese embrujo había muerto para todos los cubanos, incluso para los que seguían en la isla. Ya sólo nos quedaban los recuerdos y las historias para mantener vivo el embrujo, y eso habría de bastarnos.

Nuestra charla se prolongó con largos intervalos de silencio hasta que la débil y delicada luz del amanecer despuntó en el horizonte.

—Hacia ahí hemos de ir —dijo Manuel—. Hacia la salida del sol. Vamos en la dirección correcta.

Volvió a colocar los remos en vertical para echar la manta por encima, mientras yo dormitaba con Lucinda. ¿Cómo podía sentirme tan relajada y optimista cuando nos encontrábamos en medio del océano con agua y comida para cubrir apenas dos días? ¿Me estaba volviendo loca? Y entonces comprendí que, pasara lo que pasara, ya nadie nos perseguiría ni trataría de llevarse a Lucinda. Tal vez la muerte estaba tan cerca como las tablas que crujían bajo nuestros pies, pero éramos libres y ésa era una herniosa sensación.

Transmití a Manuel estos pensamientos y él se detuvo un instante y se levantó con cuidado para no volcar el bote. Haciendo bocina con las manos, lanzó un grito al fresco aire matinal.

—¡Un día Cuba será libre y volverá a pertenecer a las personas que la quieren de verdad, y Castro se estrangulará con sus propias mentiras!

Yo también me levanté.

—¡Y cuando lo entierren, bailaremos sobre su tumba!

Lucinda se despertó y gritó más fuerte que nosotros, pillándonos por sorpresa.

—¡Es un hijo de puta!

Los dos nos reímos con tantas ganas que el bote se balanceó y casi perdimos los remos. Luego observamos el mar ondulante y silencioso, que acogía impasible nuestras declaraciones.

—Supongo que tiene razón —dijo Manuel—. Pase lo que pase, ahora somos libres.