14
RESULTABA difícil de creer que llevábamos dos años fuera de nuestro país. En algunos aspectos, el tiempo había pasado muy rápidamente mientras tratábamos de adaptarnos a la nueva situación. En otros, parecía que hubieran pasado décadas y yo empezaba a temer que, a pesar de mi promesa, estuviera olvidándome de que era cubana. Incluso mi inglés mejoraba, y aunque tenía acento, lo hablaba con fluidez. Marta y yo conversábamos casi siempre en inglés, pero cuando discutíamos o compartíamos nuestros más íntimos sentimientos, volvíamos al español.
Habíamos ahorrado dinero suficiente para abandonar el apartamento de una habitación y mudarnos a una casa de dos dormitorios con un pequeño jardín delante y otro atrás, que mami quería convertir en el jardín más hermoso del mundo, aunque no había tocado la tierra en toda su vida. Cumplió con su palabra y el jardín de nuestra pequeña casa floreció. Casi todas las tardes, cuando volvía del colegio, la encontraba cavando, plantando macizos de flores, arrancando hierbajos, echando abono o eligiendo rosas para la mesa. Se sentía feliz cuidando el jardín, pero a mí me afectaba mucho verla encorvada sobre la tierra con un pañuelo atado a la cabeza y la cara sucia. Hacía mucho que había renunciado a su costumbre de vestirse bien aunque fuera para estar en casa, y había adoptado su propia versión de un atuendo informal americano: un traje pantalón de poliéster que le había dado la señora de la iglesia a nuestra llegada, y unas viejas zapatillas de casa. Era algo que no haría jamás ninguna mujer cubana respetable, pero mami saludaba alegremente a los transeúntes agitando sus herramientas de jardinería, sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto. Y si era la señora Miller, una anciana menuda que vivía en la casa contigua y que le recordaba a la abuela, también buscaba una rosa perfecta y se la daba.
A mí también me gustaba la señora Miller. Siempre me decía que era una jovencita muy elegante y demasiado lista para los chicos alocados que corrían por ahí. Tal vez había visto a Marta volviendo a casa con diferentes chicos que desaparecían antes de doblar la esquina, mientras que yo siempre volvía sola. O quizá sólo era amable porque le dejaba el periódico en el porche cuando lo encontraba en la hierba, porque sabía que tenía artritis en las rodillas y le costaba bajar los escalones. En cualquier caso, me agradaba su compañía y desprendía un olor a jabón y polvos para bebé que me reconfortaba, igual que la cuidadosa lentitud con que planeaba todos sus movimientos, como al abrir el bolso y coger un caramelo para la tos.
*
Los fríos vientos del invierno dieron paso a la primavera y, de no ser por la sequedad del aire, al llegar el verano casi podía imaginar que estaba de nuevo en el trópico. Mami estaba especialmente orgullosa de cómo crecían sus rosas, pero una tarde, cuando llegué del colegio, no la encontré en el jardín, aunque sus herramientas estaban esparcidas por el suelo y una bolsa de abono había caído dejando perdidos los escalones. La puerta principal estaba abierta y, al entrar, oí los gemidos lastimeros de mi madre y la frágil voz de la señora Miller tratando de consolarla. Tiré mis libros a un lado y corrí hacia la cocina, donde encontré a mami con la cabeza apoyada en la mesa y a la señora Miller acariciándole la espalda con mano temblorosa.
—Ha llegado tu hija, Regina —dijo la señora Miller, visiblemente aliviada de compartir aquella carga. Pero mami no levantó la cabeza, simplemente dejó de sollozar y se quedó callada.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté con el corazón encogido por el miedo.
La señora Miller quiso coger un papel amarillo que había sobre la mesa para dármelo, pero mami se apoderó de él.
—No quiero que veas esto. Tu tío Carlos se ha ido. Es todo lo que necesitas saber.
—¿Ido?
—Muerto. Ha muerto. —La mirada de mi madre me instó a guardar las distancias. Estaba mintiendo, yo sabía que estaba mintiendo. ¿Cómo iba a estar muerto el tío Carlos? Era más joven que mi padre. Era guapo e inteligente y fuerte. Jamás había estado enfermo en toda su vida. ¿Por qué iba a inventar mi madre una cosa así?
—Déjame ver esa carta —dije, dando un paso hacia ella.
Ella apretó el sobre con fuerza y negó con la cabeza.
—Mami. No puedes protegernos de todo. Ya no somos niñas pequeñas. Por favor.
Dejó caer la cabeza y empezó a sollozar de nuevo silenciosamente. Sus manos soltaron el papel amarillo sin mirarme. Era un telegrama en español que rezaba: «Carlos Alejandro García murió el 2 de noviembre de 1965 — stop. Ejecutado por un pelotón de fusilamiento — stop. Como traidor a la revolución — stop».
Un gran dolor se apoderó de mí, haciéndome temblar. Me senté junto a mami y noté la mano de la señora Miller sobre mi espalda. Releí el telegrama una y otra vez. «Ejecutado por un pelotón de fusilamiento». Vi la dulce sonrisa de mi tío mientras tocaba la guitarra, aceptando peticiones y relajándose en el porche de la tía María. «Ejecutado por un pelotón de fusilamiento». Nunca se enfadaba, e incluso cuando mi padre y él discutían sobre política, conservaba un asomo de sonrisa y siempre terminaba la discusión palmeando a papi en la espalda amistosamente. «Ejecutado por un pelotón de fusilamiento». Alicia era su princesa. Sus ojos se iluminaban siempre que ella entraba en la habitación y le decía que dejara de crecer tan deprisa, que aún no estaba preparado para tener a una joven en casa. «Ejecutado por un pelotón de fusilamiento». Alicia, oh, Dios mío, Alicia. Aún no había tenido noticias de ella y empezaba a temer que no recibiría jamás ninguna carta. ¿De dónde sacaría las fuerzas para seguir viviendo? La tía Nina no sobreviviría a semejante golpe.
La señora Miller se sentó junto a nosotras.
—¿Qué ocurre, querida? —Pobre señora Miller. El telegrama estaba en español y mami también había estado hablando en español, así que no tenía la menor idea de lo que sucedía.
Al decirlo en voz alta, se convirtió en una realidad que me abrasó el alma, dejándome una marca de odio y de dolor que jamás se borraría.
—Han matado a mi tío Carlos. Le han asesinado por defender aquello en lo que creía, por atreverse a alzar su voz contra la injusticia, por amar a su país, nuestro país. Le han puesto contra una pared y le han disparado como a un perro porque sabían que, mientras él viviese, sus mentiras estarían al descubierto. Le han asesinado porque era demasiado fuerte para ellos.
La señora Miller ahogó un gemido. Tal vez imaginaba que se había producido una muerte en la familia, pero nada parecido a aquello. El leve temblor de sus manos se hizo más pronunciado y cálido sobre mi brazo.
—Oh, Dios mío. Lo siento, lo siento mucho.
Nos preparó un té y estuvo un rato sentada con nosotras mientras se hacía la penumbra en la silenciosa cocina. Hacía una hora que Marta debería haber vuelto y papi llegaría pronto. Sabía que ésa era en aquel momento la mayor preocupación de mi madre.
Finalmente, acompañamos a la señora Miller hasta la puerta y le agradecimos su ayuda. Luego encendimos una lámpara y esperamos en la sala de estar.
Sonó el teléfono. Era Marta preguntando si podía quedarse a cenar en casa de Debbie.
—Tienes que venir a casa —dijo mami—. No, tienes que venir. Ha ocurrido algo y te necesitamos aquí. No puedo contártelo por teléfono.
Oímos el coche de papi que aparcaba en el sendero de entrada y cruzamos una mirada, sabiendo que lo peor aún estaba por llegar, deseando poder hacer algo para ahorrarle aquel sufrimiento.
Papi nos encontró sentadas en la penumbra esperándole con los ojos hinchados. Mami se levantó con el telegrama en el bolsillo. Los labios le temblaban.
—José, ha ocurrido algo.
Él deja el maletín en el suelo y juntos se meten en su habitación. La puerta se cierra y yo me quedo esperando con un cojín apretado contra el estómago. Oigo el grito de mi padre traspasándome el alma, en el lugar en que puede imaginarse lo peor de la humanidad y donde se concibió la idea de infierno. Los sollozos estallan en mi garganta y no puedo contenerlos y casi dejo de respirar cuando me doy cuenta de que me estaba ahogando con el cojín en mi esfuerzo por dejar de llorar.
—Dios mío, Santa Madre de Dios —le oigo gritar—. Carlitos no..., por favor, Dios... mi hermano no...
Quiero ir a consolarlo, pero sé que papi no permitirá que nadie le vea así aparte de mi madre. Para todos los demás, ha de mostrarse fuerte y sereno. Debo respetarlo.
Entonces entra Marta dispuesta a soltar una excusa por su tardanza. Le cuento lo que ha ocurrido y su cara se retuerce en una mueca de dolor. Oye a papi gritando en el dormitorio, deja caer la cartera y corre hacia el dormitorio.
—Marta, no puedes entrar ahí —le digo, corriendo tras ella. La agarro del brazo, pero ella se suelta e irrumpe en el dormitorio. Papi está tumbado en la cama, todavía con su traje, apretando las rodillas contra el pecho, sollozando mientras mami le acaricia los cabellos y le habla en voz baja con una templanza que sólo vemos cuando él es incapaz de mostrarse fuerte.
Marta se arroja sobre la cama y se acurruca junto a él y le rodea el hombro con su brazo. Al principio él no parece advertir su presencia, pero luego alarga la mano y le acaricia la mejilla. Mami me ve de pie en el umbral y me hace señas para que entre.
—Tenemos que rezar —susurra—. Pero sólo mami y yo somos capaces de rezar el padrenuestro sin sollozar.
—Dile a tu padre lo que le has dicho a la señora Miller —me pide mami. Y yo trato de recordarlo y de hacer que suene elocuente y real, pero tartamudeo un poco de tan ansiosa como estoy por hacerlo mejor.
Cuando hablo del valor y la fortaleza del tío Carlos, papi me dirige una mirada tan inocente como la de un niño y asiente despacio. Me coge la mano y se la lleva a los labios.
—Gracias, Nora.
Al cabo de unas semanas, dejamos de hablar de la muerte del tío Carlos. Era como hablar del aire que respirábamos o del suelo que pisábamos. Estaba siempre con nosotros y la tristeza que sentíamos nos sumergía más aún en el estilo de vida americano. Incluso yo tuve que ceder un poco y admitir que mi sueño de regresar a casa empezaba a desvanecerse. Pero a veces, cuando iba y volvía del colegio, caía sobre mí la conciencia de todo lo que estaba sucediendo como las súbitas tormentas del trópico. Antes me gustaba la lluvia que parecía limpiar el mundo. Pero aquellas tormentas eran de una naturaleza distinta. Traían consigo las lágrimas que estaba demasiado cansada para derramar yo misma y caían en un suelo que ya no notaba bajo los pies. Pero cuanto más me hundía en mi cautelosa forma de entender la supervivencia, más parecía florecer mi hermana Marta. Florecía en medio de aquel clima extraño y yo observaba cómo se abría, como si no fuera mi hermana, aquella niña pequeña que andaba siempre detrás de Alicia y de mí en mi otra vida. Cambiaba con tanta facilidad como si se hubiera desprendido de su vieja piel y se hubiera metido en la blanca piel pecosa de sus amigos americanos.
A veces, cuando hablaba sobre sus amigos y los chicos que le gustaban, yo sentía una gran congoja. Pero al menos con Marta no tenía por qué fingir, así que fruncía el ceño y le ponía mala cara.
—Qué sosa eres, Nora —me decía ella con su nítida pronunciación americana, que tanto me asombraba.
—No lo soy —le replicaba en español—. Sólo protejo mi auténtico corazón. No se lo entrego a nadie tan fácilmente como tú.
—Qué cosas tan extrañas dices. ¿Te has dado cuenta de lo rara que te estás volviendo? A veces me avergüenzo de que la gente sepa que eres mi hermana. Me entran ganas de decirle a todo el mundo que mi hermana es monja o que se ha muerto.
—Quizá sea eso exactamente lo que deberías decirles, que estoy muerta.
No sabía describir muy bien en ninguna lengua aquel singular dolor que se negaba a curarse. Estaba siempre ahí y al final había acabado por quererlo como único recordatorio de quién era yo, como única certidumbre de que en otro tiempo había tenido una vida y un mundo que eran realmente míos.
Los ojos de Marta se llenaron de lágrimas.
—Nora —dijo, pasando al español—, no hables así. Me pone triste y yo detesto estar triste.
Esperé a que se secara los ojos. El sol empezaba a declinar. Nuestra habitación daba al oeste, de modo que cada tarde, durante unos cuantos minutos escasos, una luz dorada bañaba las paredes y a nosotras nos volvía translúcidas.
Marta abrió sus oscuros ojos, dejando que absorbieran la dorada luz.
—Echo de menos como eras antes, Nora. Eras alegre y divertida y yo sólo quería estar contigo, ¿lo recuerdas?
Lo recuerdo.
—¿Por qué no puedes ser así otra vez?
No se me ocurrió ninguna respuesta coherente a su pregunta, así que guardé silencio y las dos contemplamos la luz dorada que iba deslizándose por la pared, dejando que el sereno gris del crepúsculo llenara el espacio de nuestros sueños.
*
El sobre, arrugado por el largo viaje, estaba apoyado en mi almohada cuando llegué del colegio a casa. Inmediatamente reconocí la letra del exterior, siempre elegante y pulcra, pero inclinada hacia la izquierda en lugar de hacia la derecha. Me temblaban los dedos cuando lo abrí y la voz de Alicia salió flotando desde las hojas de la carta como una melodía de antaño muy querida.
Marzo de 1966
Querida Nora:
Finalmente he tenido coraje suficiente para escribirte. También he encontrado el modo, a través de un viejo amigo de mi padre, de enviarte esta carta de modo que el gobierno no le corte las frases. Y créeme, de no ser por eso, sólo quedaría una gran ventana, un marco para tu hermoso rostro que tanto echo de menos.
Hace nueve meses que mataron a papi. Nos permitieron enviar un telegrama tras su muerte. Esas palabras, «Traidor a la revolución», no eran nuestras, pero considerando las alternativas que nos dieron: «Traidor a su país y a su pueblo», y otras igualmente malas, nos pareció la mejor opción. La verdad es que papi se habría sentido orgulloso de ser considerado un traidor a la revolución. Poco después de que tú te fueras, comprendió que Castro no iba a permitir jamás que hubiera elecciones libres y democráticas, sobre todo después de que quitaran al presidente Urrutia.
Cuando las cosas se ponían mal, papi desaparecía durante semanas enteras. No nos contaba lo que hacía ni a dónde iba, pero sabíamos que era más peligroso que antes. Mami se puso muy enferma durante ese tiempo. Tuvo que volver a casa de la abuela. Fuimos las dos. Hacia el final, apenas le veíamos ya. Nos enterábamos de cómo estaba por amigos que se presentaban en nuestra puerta en medio de la noche y nos susurraban un mensaje o nos daban una nota. Mami las quemaba todas en el cenicero justo después de leerlas, sin dejar de llorar. Cuando nos enteramos de que habían capturado a papi, ya no podía ni salir de la cama.
La abuela trató de apartarme de la televisión cuando le vimos, pero tendría que haberme arrancado los ojos para impedir que le viera. Estaba acompañado de otros y tan delgado que casi era irreconocible. Durante ese último momento de su vida, volvió su rostro al cielo y gritó: «¡Viva la libertad, viva Cuba!»
Yo lo grité con él y seguí gritándolo durante horas hasta que me quedé ronca y apenas pude respirar. La abuela cerró todas las ventanas por miedo a los espías que están por todas partes, pero a mí no me importaba entonces ni me importa ahora. Aún después de tantos meses mi corazón sigue gritando con él, Nora. Son gritos silenciosos que se convierten en grandes sollozos en medio de la noche, cuando nadie me oye. Cada día tengo la sensación de que volverá a casa en cualquier momento, y luego me doy cuenta de que estaré esperando a mi padre el resto de mi vida.
No tengo palabras para explicarte la tristeza que se ha instalado en mi corazón. Ya no siento la necesidad de funcionar como un ser humano, bañarme, comer, ahuyentar las moscas que se posan en mi cara y mis brazos. Soy una muñeca de papel, plana y vacía, fingiendo ser como todos los demás sólo porque estoy cansada de explicar por qué no lo soy.
Mami dejó de hablar cuando papi murió. El médico la envió a la clínica, pero no estoy segura de que exista una cura para lo que ella tiene, ni que quiera curarse en realidad. La tía Panchita me envió a buscar cuando mami se fue. Pensó que estaría mejor en el campo, alejada de la locura de la revolución, pero no hay modo de escapar de ella. Esta enfermedad ha infectado a cada persona, cada pájaro, cada grano de arena. La isla se ha soltado de su lugar habitual y se ha desplazado a la deriva hacia algún otro lugar de la tierra donde la vida significa algo diferente a lo que significaba antes.
He leído mil veces cada una de tus cartas, fingiendo que estabas aquí conmigo. Por favor, no dejes de escribir y no interpretes el tiempo que he tardado en escribirte tras la muerte de mi padre como otra cosa que la debilidad de un corazón frágil.
Alicia
*
Volví a doblar la carta y la metí bajo la foto de Alicia que yo tenía en la mesilla de noche. Durante semanas, cada noche la miraba. No era necesario que la leyera, pues había memorizado hasta la última palabra. Me limitaba a estudiar la letra de Alicia y notaba el dolor en cada curva, en cada trazo tenue. A pesar de estar separadas por miles de kilómetros, volvíamos a estar juntas y nuestra relación era más fuerte que nunca.
Empecé a sentirme de nuevo tal como era, más viva que nunca desde que había abandonado mi país. Y con cada carta que recibía, daba gracias a Dios por haberme proporcionado un nuevo santuario.
*
Junio de 1966
Querida Nora:
Voy a escribirte sobre el día en que volví a la vida. Rezo con todo mi corazón para que comprendas lo cerca que estuve de la muerte en realidad y que mi voluntad de vivir va más allá de la política y del miedo, e incluso de la memoria de mi padre, que en paz descanse. No comprendo bien todo lo que me está sucediendo, pero contártelo a ti e imaginarte escuchándome tranquilamente me ayuda más de lo que puedo expresar con palabras.
Hacía semanas que no salía de casa. Temía que si me daba el sol me convertiría en polvo o me quedaría ciega. Estaba tan débil que incluso me cansaba la sola idea de pensar en si debía o no debía comer, y a menudo me volvía a la cama por el resto del día cuando apenas llevaba un par de horas levantada.
Estaba sentada entre las sombras de la cocina cuando entró Tony. Era aún más guapo de lo que recordaba. Ha adquirido la plena madurez como hombre y la lleva como una espléndida capa dorada. El cielo tropical se refleja en sus ojos. Sentí que mi corazón volvía a latir en cuanto le vi. Por primera vez desde la muerte de mi padre, fui consciente de que el aire me llegaba a los pulmones y del leve dolor de mis piernas dobladas bajo el cuerpo.
Él se sentó y me dijo que Panchita y Lola estaban preocupadas por mí y que tenía que comer y ponerme bien por muchas razones. Su voz era como miel caliente y en el acto sentí el rugido del hambre en el estómago. Tony cogió una barra de pan de la alacena, partió un trozo y me lo dio. Me lo comí entero, y también el siguiente, y el siguiente después de ése. Luego peló la última banana que tenía la tía y me la comí directamente de sus manos. Una deliciosa energía me recorrió las venas y me sentí igual que debe de sentirse un bebé cuando acaba de nacer.
Después de aquello, Tony vino a verme todos los días y yo recuperé las fuerzas. Salíamos a pasear por el bosque, él me leía sus libros revolucionarios y yo escuchaba su voz procurando no oír las palabras. Tony cree en la revolución con toda su alma. Me llevó a una aldea y me mostró el modo en que viven los niños pobres, sin zapatos, sin comida ni agua limpia. La mayoría no sabe leer ni escribir siquiera su propio nombre. Tony cree que todos los niños deberían aprender a leer y tener la oportunidad de una vida decente.
Me cuenta todas estas cosas mientras nos mecemos en el porche o caminamos por los campos de caña de azúcar cogidos de la mano. También dice que me ha amado desde el día en que nos conocimos y que soy la mujer más hermosa del mundo. No lo dice como me lo han dicho otros hombres, Nora. Te imagino meneando la cabeza. Lo dice con un brillo sincero en los ojos, y yo sé que ve la belleza de mi corazón igual que yo veo la suya. Y por eso, cuando nos alejamos de la casa de la tía y nos adentramos entre los árboles, le dejo que me bese en los labios como hizo hace tantos años. Aprieto mi cuerpo contra el suyo hasta que mi pecho se funde en el suyo y noto la fuerza de su deseo en mi vientre. El único alimento que necesito es beber de sus labios y notar sus brazos a mi alrededor. No me avergüenza decir que no deseo otra cosa que acostarme con él y entergarme por entero. Nunca imaginé que pudiera amar a un hombre, o a una persona, como amo a Tony. Se ha convertido en mi vida, Nora, y yo en la suya.
Quiere que vaya a trabajar con él en los campos de caña de azúcar cuando esté más fuerte. El partido está pidiendo a la gente que firme en apoyo de la revolución, incluso a las mujeres embarazadas y los ancianos enfermos. No me imagino apoyando a nada ni a nadie que matara a mi padre, pero no soporto la idea de separarme de Tony ni un solo día. Aún no se lo he dicho a la tía Panchita, pero estoy segura de que me iré con Tony a los campos de caña de azúcar o a los confines de la tierra, me es indiferente.
¿Crees que papi me perdonará? A veces lo imagino vigilándome desde el cielo y lloro por mi decisión de amar a Tony. Otras veces creo que es feliz de que vuelva a estar viva y a amar cuando yo ya creía que mi corazón y mi alma habían muerto. Tal vez en el cielo comprenda que lo que está bien y lo que está mal no son tan importantes como la felicidad y el amor. O quizá no sea más que una estúpida, demasiado débil y superficial para preocuparme otra cosa que no sea mi propia supervivencia.
Me escribiste en una carta que no me creías capaz de traicionar a nadie. Sin embargo, ¿no es ésta la mayor traición de todas? No te andes con remilgos. Siempre he sido capaz de oír la verdad, al menos de tus labios. Por favor, escríbeme pronto. Estaré esperando.
Alicia