33
LLEGUÉ al aeropuerto a las seis de la mañana, consciente de que reinaría la confusión. Iba con la maleta vacía y me había puesto el único vestido que conservaba de toda la ropa que había llevado a Cuba. Decidí dejar la otra maleta en la puerta del dormitorio de Berta como regalo.
Tenía tanta prisa por llegar al aeropuerto que no había tenido tiempo de reflexionar sobre los sucesos de la noche anterior. Y una parte de mí no quería pensar en ello en absoluto. Había llegado el momento de seguir adelante con mi vida. Era la esposa de un hombre estupendo y cariñoso que me estaba esperando. Debería estar pensando en lo mucho que deseaba hacer el amor con él en lugar de pensar en la chica del balcón. Me había guardado la vela en el bolso y metí ahora la mano en él para asegurarme de que seguía allí. Me habría gustado poder hablar con Beba. Estaba segura de que ella tendría una explicación relacionada con la «llamada de los sueños» o el «poder de los espíritus menos conocidos». Por rocambolesco que fuera, me habría gustado oír algo que diera sentido a las dudas persistentes que me atormentaban.
Se acercaba mi turno en la cola y tenía preparado el pasaporte para mostrarlo por tercera o cuarta vez. Cerré los ojos y traté de imaginar a Jeremy esperándome, feliz de saber que pronto me reuniría con él y estaría en paz con el mundo. Nos ocuparíamos de los papeles de Lucinda, por supuesto. No tardaría en estar con nosotros. Beba era más que capaz de cuidar de ella y mantenerla a salvo. Tenía más ingenio y sabía más de la vida de lo que yo llegaría a saber. Y Lucinda no me odiaba. Sabía que volvería a por ella. La propia Alicia se lo había dicho.
Noté una sacudida en la cabeza y el estómago, mis pies se negaban a moverse. Mi frente se llenó de sudor, y también empezó a caerme por todo el cuerpo y la parte posterior de los muslos. Pensé que iba a desmayarme.
—¿Le ocurre algo, señora? —preguntó el joven con tono preocupado mientras esperaba que le entregara el pasaporte.
—No... No lo sé.
—Acerqúese y apóyese en el mostrador —me sugirió, como si estuviera acostumbrado y supiera perfectamente lo que se debía hacer en caso de desmayo.
Le obedecí, pero no noté mejoría alguna. La cabeza me daba vueltas y notaba un débil zumbido que resonaba en mis oídos como si tuviera dos grandes caracolas de mar pegadas a las orejas. No oía nada.
El joven alargó la mano para coger mi pasaporte, pero yo lo apreté contra mi pecho como si quisiera aquietar los latidos de mi corazón.
—No puedo irme.
El joven no me entendió bien. Tenía la mirada fija en la pantalla del ordenador y la mano abierta esperando. Los pasajeros que ya habían pasado por la aduana avanzaban con pequeños pasos impacientes hacia la puerta abierta y el avión que esperaba en pista.
—Hay lavabo en el avión, señora.
Retrocedí tambaleándome y pisé a la persona que aguardaba en la cola detrás de mí.
—No puedo irme —repetí, y me desplomé en la silla más cercana. ¿Cómo iba a olvidar el aspecto de Alicia cuando se convirtió en mujer y se enamoró? Metí la mano en el bolso buscando la vela. Alicia había encendido incontables velas a lo largo de los años para mantener viva la esperanza mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor. Y ahora quería que me quedara y me ocupara de lograr la libertad de Lucinda en persona. Estaba tan segura de ello como de que Jeremy quería que volviera con él para seguir con nuestra maravillosa vida en California.
Respiré hondo y traté de centrarme en el hecho de que tenía que subir a aquel avión. Tal vez Beba me había afectado con su santería y sus rituales. Pero sólo podía pensar en la promesa que le había hecho a Alicia y en que no podía abandonar a su hija. Se lo había prometido mientras agonizaba en mis brazos.
Conseguí levantarme y llegar hasta la ventana manchada de restos de mosquitos aplastados y huellas de palmas sudorosas, y vi el avión que se cocía al sol mientras los mecánicos se afanaban a su alrededor, comprobando esto y aquello. Tenía tiempo de sobra para cambiar de opinión, como me recordaba el pasaporte que llevaba en la mano. El sudor hizo que el pasaporte resbalara y cayera al suelo. No me molesté en recogerlo hasta que el avión enfiló la pista con estrépito y despegó de suelo cubano.
*
Lucinda me abrazó y rió de alegría.
—Tía Nora, qué pronto has vuelto. No creía que volverías tan pronto, pero me alegro mucho. —Sus manos revolotearon sobre mi rostro.
Beba no se sorprendió lo más mínimo al verme aparecer con mi último vestido bueno, que era de lino naranja con sandalias y bolso a juego. Se apoyó en el umbral de la puerta de la cocina con los brazos cruzados, riendo entre dientes y moviendo la cabeza. Enseguida desapareció para preparar café y regresó con dos tazas desportilladas. Mientras lo tomábamos, le expliqué lo que había ocurrido la noche anterior y le mostré la vela que había encontrado.
Lucinda la cogió y la apretó contra su mejilla, convencida de inmediato de que la había dejado su madre. Pero Beba masticaba una galleta como una ardilla con su único diente incisivo, en apariencia indiferente. Yo esperaba una explicación sobrenatural que me aclarara las cosas, que me ayudara a justificar la decisión de no volver junto a Jeremy tal como le había prometido.
—Lo que viste anoche no importa, fuera un fantasma del cielo o del infierno, o un producto de tu imaginación —dijo Beba al fin—. Lo que importa es que has hecho lo que creías correcto.
No era eso lo que yo esperaba oír. Necesitaba algo más concreto, una garantía de que había obrado acertadamente. Insistí en preguntarle por Jeremy y cómo creía ella que reaccionaría al ver que no llegaba en aquel vuelo. Insistí igual que cuando era pequeña y quería que me contara otra historia antes de apagar la luz.
Por amor de Dios, niña, no puedo darte lo que no tengo. Sólo puedo decirte que el tiempo y los acontecimientos te dirán si has obrado bien.
*
El tiempo y los acontecimientos hablaron muy pronto, tal como había pronosticado Beba. Pasé la noche en su apartamento y, a la mañana siguiente, nos despertaron muy temprano unos golpes en la puerta. Por la contundencia de los golpes, estaba claro que la persona que llamaba utilizaba algún tipo de objeto. Y no era una persona sola, ya que se oían voces conversando. Beba, que siempre dormía vestida y con el pañuelo en la cabeza, se puso las sandalias y se dirigió a la puerta al tiempo que me dirigía una mirada, advirtiéndome de que guardara silencio y lo dejara todo en sus manos.
Me eché la sábana por encima de la cabeza, tapándome junto con Lucinda. Quienquiera que llamara a la puerta, tendría que hacer a un lado a Beba y entrar en la habitación para vernos. No necesité decirle a Lucinda que no hablara. Nos abrazamos la una a la otra con fuerza y contuvimos la respiración.
Beba tosió y abrió la puerta. La imaginé sin dificultad mirando a los intrusos de arriba abajo. Cuando ponía todo su empeño, su mirada era capaz de convertir la sangre en agua helada. Yo había tenido que sufrirla y también me había beneficiado de su protección en muchas ocasiones a lo largo de los años. En aquel momento, me alegré más que nunca de tenerla de mi lado.
—Estamos buscando a una niña —dijo un hombre, y por la voz reconocí al hombre de gafas del Departamento Federal de Educación—. Se llama Lucinda Rodríguez. Y nos han informado de que ahora vive aquí.
—¿Qué quieren de ella?
Contestó una voz de mujer, tensa y aguda, como si tuviera un nudo en las cuerdas vocales.
—¿Es usted pariente de ella?
—Sí —replicó Beba sin la menor vacilación.
—Qué raro, nos habían informado de que la niña no tenía parientes vivos.
—Pues les han informado mal.
Se produjo un silencio. Se estaban midiendo con la mirada, de eso estaba segura. No serían rivales para Beba. Seguramente sus huesos se estaban volviendo ya de gelatina. Tuve que reprimir el extraño impulso de echarme a reír y me aferré a Lucinda.
—Dígame su nombre, por favor —pidió el hombre.
—Beba.
—¿Y su apellido?
—Sólo Beba.
En el silencio que siguió se oyó un ruido de arrastrar de pies. No eran los de Beba.
—Su falta de cooperación no ayudará a la niña, se lo aseguro —dijo la mujer con tono de superioridad—. A menos que disponga de documentos que acrediten que tiene usted la custodia legal de la niña, será internada en el orfanato federal por su propio bien. ¿Queda claro?
—Oh, muy claro. Sabe usted juntar las palabras perfectamente.
—Volveremos... Beba —dijo el hombre esta vez.
Beba cerró la puerta y se asomó a la ventana de la cocina. Después de asegurarse de que se habían ido, levantó la sábana que nos tapaba y nos miró con los brazos en jarras y una curiosa sonrisa en la cara. Me di cuenta de que estaba asustada y no quería que Lucinda lo notara, pero a una mujer tan sincera como Beba le costaba sentir de una manera y hablar de otra.
—Creo que ha llegado el momento —dijo Beba a Lucinda mientras nos preparaba el desayuno—. Ha llegado el momento de coger el dinero y hallar el modo de salir de aquí.
—¿Quieres decir que no esperemos al visado?
—Con el dinero que tenéis, no tenéis que esperar nada.
Era una opción que hasta entonces no había considerado. Siempre había imaginado que me iría legalmente con mi pasaporte americano y el visado de Lucinda, y no se me había ocurrido la posibilidad de huir. Recordé lo que me había contado Alicia en una de sus cartas de hacía algunos años sobre comprar pasajes en un barco bananero. Tal vez pudiéramos encontrar algo similar. De pronto, sentí la necesidad de ir corriendo hasta el teléfono más cercano y llamar a Jeremy para decirle que todo iba bien y que siguiera esperándome. Pronto volvería a casa.
Lucinda nos comentó que todo el mundo sabía que su vecino Pepe se ocupaba de ese tipo de cosas, así que les dije a Beba y a ella que iría a verle. Le encontré unas cuantas horas más tarde, sentado en su escalón, desenredando una pequeña madeja de hilo. Me explicó que su mujer la había conseguido muy barata porque estaba enmarañada y que era muy difícil encontrar hilo. No parecía especialmente ilusionado con la idea de tener hilo, pero agradecía la posibilidad de hacer algo que no le causara demasiada ansiedad.
Cuando le conté lo que necesitaba de él, sus largos dedos morenos, que se movían como patas de araña, se detuvieron y alzó la vista al trente.
—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó, sin apenas mover los labios.
Al oír mi respuesta, sus dedos empezaron a moverse de nuevo y asintió solemnemente.
—Puedo encontrarle algo con ese dinero. Llegará un barco dentro de un par de semanas y...
—No Lengo tanto tiempo. Necesito algo para mañana o para pasado mañana como mucho.
Frunció el entrecejo.
—Vienen y se van barcos todos los días, pero a la gente que viene dentro de un par de semanas la conozco. Sé que son de fiar. No puedo decir lo mismo de nadie más.
—Tendré que arriesgarme. Las autoridades volverán en cualquier momento, y si encuentran a Lucinda, no volveré a verla jamás.
Pepe asintió, mostrándose de acuerdo. Saqué el sobre con el dinero de mi bolso y se lo tendí, pero él lo rechazó. Afirmó que sólo necesitaba unos cincuenta dólares para llegar a un trato. El resto lo pagaría yo misma. Convinimos en vernos de nuevo aquella misma noche.
*
A Lucinda y a Beba les dije que Pepe encontraría un medio de transporte para que pudiéramos irnos al día siguiente, y que lo tendría todo arreglado por la noche.
—¿Cómo quieres que pasemos nuestro último día en Cuba? —pregunté a Lucinda.
Lucinda se había pasado la mayor parte de la mañana sentada en el sofá leyendo.
—No creo que debamos salir a la calle, tía Nora. Podrían verme. Creo que deberíamos quedarnos aquí y esperar —dijo, tras reflexionar un momento.
—¿Quieres quedarte aquí metida todo el día?
Asintió y reanudó su lectura.
Beba se sentó conmigo junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se me ocurrió la idea de que tal vez tuviéramos dinero suficiente para que Beba se viniera con nosotras. ¿Estaba a tiempo de avisar a Pepe? Mencioné esta posibilidad a Beba, que sonrió al oírme.
—¿Te imaginas a Beba en un lugar tan grande y elegante?
—Por supuesto que sí, Beba.
Ella sacudió la cabeza y apretó los labios como si hubiera probado un limón amargo.
—Es demasiado tarde para mí, Norita. Tal vez hace diez o quince años me habría ido, pero ahora ya no. Moriré aquí, en mi país, el lugar al que pertenezco.
—¿No quieres vivir en libertad otra vez?
—Tal vez no piense en la libertad de la misma forma que tú. Con los años, he encontrado mi propia libertad, la de descubrir que no necesito gran cosa para ser feliz. Es la libertad que surge cuando sobrevives al sufrimiento y al miedo y encuentras esperanza en tus propias lágrimas. —Beba soltó una de sus sonoras y profundas carcajadas que llenó toda la habitación—. Siento la libertad haciendo cola todo el día con mi cartilla de racionamiento, para al final descubrir que se les ha acabado el pan antes de que me llegue el turno. Siento la libertad cuando rezo a orillas del mar y pido al buen Dios que me alinente con el viento y el sol y el cielo. —Beba se ajustó bien el pañuelo en la cabeza y volvió a meter debajo algunos mechones de pelo sueltos—. Ésa es mi libertad, Norita, y no tengo que huir a ninguna parte para conseguirla.
*
No había nadie en casa de Pepe cuando llegué aquella noche, así que me senté en el sitio que ocupaba él habitualmente. Soplaba la brisa en la calle estrecha, y cuando me incliné hacia la izquierda, vi una parte de la plaza donde había niños jugando en una vieja fuente seca. Recordé haber visto aquella plaza cuando pasábamos con el coche los domingos para ir a misa, antes de la revolución. Había rosas blancas y amarillas bordeando la plaza y en la fuente siempre se oía el melodioso rumor del agua. A los niños se les permitía arrojar monedas para pedir deseos. Y, al menos en mi caso, a continuación nos compraban siempre un helado de coco. No era de extrañar que a Pepe le gustara aquel sitio. En él era posible soñar con los días en que Cuba era un país joven y despreocupado.
Pepe llegó caminando con su curioso andar bamboleante. Por la expresión de su cara era imposible adivinar si había tenido éxito o no en su empeño. Apenas me saludó con un movimiento de cabeza al verme, y cuando me levanté para saludarle, me tendió un papel blanco doblado.
—Zarpará mañana a las siete de la mañana. Tiene que reunirse con el hombre esta noche y pagarle por adelantado.
—¿Cuánto?
—Dos mil. Y el resto cuando lleguen allí. El barco irá primero a Jamaica. Allí desembarcarán y encontrarán fácilmente un vuelo de Kingston a Miami.
No pude contenerme. Me acerqué a Pepe y le di un abrazo. Él soportó mi muestra de afecto sin decir nada, aunque una extraña sonrisa le cruzó la cara, turbando su estoica expresión.
—Tengo que pagarle algo por su ayuda, Pepe, por favor. —Metí la mano en el bolsillo para sacar el fajo de billetes, que llevaba contra el muslo todo el día y notaba pesado y pegajoso.
Pepe alzó las manos despacio para detenerme. Aquello equivalía para él a un huracán de emociones y tuvo el efecto de paralizarme. —No me pague aún, prima mariposa. Si todo va bien, puede enviarme algo de dinero desde Estados Unidos, o un cartón de cigarrillos americanos. Sé que no se olvidará de mí.