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LLEVÁBAMOS semanas viéndonos.

Jeremy llegaba los miércoles a las ocho en punto sin falta e insistía en pagarme el café a pesar de mis protestas. Por un instante, cuando se acercaba sosteniendo en equilibrio la bandeja con dos grandes vasos de café y el maletín colgado de un brazo, podía fingir que era mío. No osaba hacerlo cuando estaba sentado junto a mí. En esos momentos, tenía que concentrarme en mantener una actitud amistosa y despreocupada, evitando fijar la mirada en él durante demasiado rato, por miedo a que mis ojos me traicionaran y dejaran entrever mi adoración.

Nuestro tema de conversación predilecto era Cuba. Jeremy siempre había querido visitar la isla, pero no había podido por las restricciones. Yo le hablé sin tapujos y le dije que era un tema tabú en mi familia. Era un acuerdo tácito, porque el sufrimiento y la aflicción que causaría hablar de ello era más de lo que mis padres podían soportar. Podíamos comentar la belleza de las playas, claro, y hablar sobre la inigualable calidad del marisco y de las compras en El Encanto. Era la sensación de haber perdido el alma lo que no debía expresarse, ni el dolor de las raíces transplantadas que añoraban su suelo natal. Seguramente nadie se daría cuenta, porque los cubanos sabemos adaptarnos muy bien, pero le dije a Jeremy que si uno se acercaba de verdad, podía verlo, como el celofán invisible de un bonito paquete envuelto para regalo, o las cuerdas que sujetan a Peter Pan cuando vuela por el escenario.

—¿Por qué no puedes volver? —preguntó Jeremy—. Ahora se están levantando las restricciones. Muchos cubanos vuelven para visitar a sus familias sin que les pase nada.

Me puse la mochila encima del regazo y cerré la cremallera. Se estaba haciendo tarde.

—Mis padres no querrían ni oír hablar de ello. Prometieron que no volverían a poner los pies en suelo cubano hasta que se fuera Castro.

—No estamos hablando de tus padres, Nora —dijo Jeremy, poniéndome una mano sobre el brazo—. ¿Hiciste tú esa promesa?

—Supongo que no.

—Pues entonces...

—Los mataría si contrariara sus deseos... Sé que para ti es difícil de entender.

Jeremy apartó la mano, dejando en mi brazo un lugar frío que echaba de menos su contacto.

—A mí me parece que tú quieres volver a visitar a tu prima, que está pasando ahora mismo por unos momentos muy difíciles. No debería ser el fin del mundo.

*

Llegado nuestro tercer encuentro, había vuelto a enamorarme de Jeremy. Y cada día, diez veces al día, cuando mis pensamientos se volvían invariablemente hacia él, tenía que recordarme a mí misma que era un hombre casado.

Me contentaba con una cita a la semana para tomar café. Desde el lunes, me atormentaba pensando en lo que iba a llevar, cómo me iba a peinar, qué libro estaría leyendo cuando él se acercara con los cafés. Cuando nos despedíamos, rememoraba cada segundo de nuestro encuentro y filtraba cada palabra que salía por su boca, cada expresión sutil de su rostro, buscando la posibilidad, por fugaz que fuera, de que me considerara algo más que una amiga que le recordaba su fascinación por la cultura hispana.

Mi vida se desenvolvía en torno al miércoles por la mañana de ocho a nueve. Y era feliz así.

Septiembre de 1970

Querida Nora:

Perdóname poi nu haberte escrito en tanto tiempo. Recibí tu última carta y ha sido un consuelo indescriptible en estos duros momentos. Te doy las gracias de todo corazón por ofrecerme tu ayuda, pero nu sé qué podríais hacer, ni tú ni cualquier otra persona. Después de muchas noches de tormento y de lágrimas sin fin, me he resignado a aceptar que lo único que puedo hacer es esperar a ver qué ocurre con mi preciosa Lucinda. He incluido su nombre en la lista de espera de la Clínica Ocular de La Habana. En cierto sentido es un milagro que uno de los más renombrados especialistas del mundo esté aquí, en La Habana. ¿Sabías que viene gente de todo el mundo a visitarle?

Mientras tanto, trato de ser los ojos de Lucinda. Cuando vamos a la playa le describo la arena y el océano y las palmeras que rozan el cielo. He aprendido a hablarle siempre con voz alegre y clara aunque me rueden las lágrimas por las mejillas. ¿Cómo hallar las palabras para describir la belleza de nuestra tierra? Me esfuerzo por conseguirlo todos los días y me siento como si tratara de pintar una obra maestra con una caja de lápices de colores rotos. Pero Lucinda sabe apreciar mis esfuerzos; lo sé porque ahora sonríe más y me dice que me quiere, cuando me toca la cara buscando mi sonrisa. Todos los días llama a su padre y pregunta cuándo volverá. Por ahora sólo puedo esperar que pronto sienta sus brazos rodeándola y oiga su voz grave y tranquilizadora diciéndole cuánto la quiere. Tony no sabe nada. Para él, nuestra hija es una niña de tres años normal y sana que dice las cosas más adorables cuando corretea por ahí tratando de descubrir el mundo.

En lugar de aguardar con impaciencia el momento de volver a ver a Tony, me inquieta. Ya no imagino su rostro risueño ante la visión de su mujer y su hija, sino el terrible dolor que tan bien conozco yo. A pesar de su fortaleza, temo que esto le destruya. Sólo me queda la esperanza de que el amor que nos tenemos le ayude a superar esto como me ha ayudado a mí.

Sólo me siento libre de inquietudes cuando voy a la iglesia de la esquina de nuestra calle. Tal vez la recuerdes, la iglesia del Carmelo, con una pequeña fuente delante en la que de niñas arrojábamos monedas y pedíamos deseos. La abuela nos regañaba y nos decía que no debíamos pedir deseos a una fuente cuando deberíamos estar rezando a Dios. Voy allí cada día. Nunca hay nadie, salvo un par de ancianas con velo, sentadas entre las sombras o encendiendo velas en un lateral. Hace años que no se dice misa.

El hambre aumenta y muchos se han convertido en halcones codiciosos que aprovechan cualquier oportunidad para apoderarse de alguna cosa. Procuro mantenerme alerta para esquivar a los desesperados y, sobre todo, para no convertirme en uno de ellos. La desesperación se arrastra sigilosa por la noche como una enfermedad e invade tu corazón. Su peso aplasta los más nobles valores humanos, y cuando se adueña por completo de una persona, puedes llegar a olerla incluso, como las pútridas inmundicias que se amontonan en los callejones de La Habana. Esa basura inunda las calles y se acumula en las alcantarillas. Si no tienes cuidado, puedes pisarla y llevártela pegada en los zapatos. Anida sobre todo en los corazones que han perdido toda fe en la revolución y en los ideales de cambio. Tony me recuerda en sus cartas que debemos seguir siendo fuertes y comprender que, para que una sola persona cambie, se necesita un esfuerzo descomunal, así que, para que cambie todo un país... bueno, ya me entiendes.

Cierro ahora los ojos con felicidad en el corazón y el deseo de que Jeremy y tú halléis el modo de que vuestro amor florezca. No defiendo el adulterio, pero creo que todo ocurre por una razón y espero que muy pronto descubráis los dos la razón de que Jeremy haya aparecido en tu vida. Rezo por ti todos los días.

Alicia

*

Marta y Eddie anunciaron que iban a tener un bebé más o menos cuando yo iniciaba mi último curso en la universidad. Jeremy quedó fascinado cuando le conté que mi madre iba a casa de Marta casi todos los días para ayudarle a prepararlo todo para su nueva maternidad. Y yo casi me había acostumbrado al hecho de que estaba enamorada de un hombre casado, aunque él raras veces hablaba de su mujer. Sólo sabía que se llamaba Jane, que se habían conocido en Perú y que padecía de malaria. Yo creía que Jeremy trataba de ahorrarme detalles que pudieran resultarme dolorosos, pero no sabía que había aprendido a dominar mi secreta obsesión por él y que, si bien antes podía haberme dolido, ahora quería saberlo todo sobre él... incluso sobre la esposa que había elegido y todo lo que eso conllevaba.

Aun así, conocí a otra persona. Era un compañero de mi padre en el banco al que invitó a la fiesta de inauguración de la casa de Marta y Eddie. Se llamaba Greg, pero mi padre le llamaba Gregorio. Era atractivo, pelirrojo y un joven con un futuro laboral prometedor, que era lo que a mami y a papi más les gustaba de él. Lo que más me gustaba a mí era que podía mirarle a la cara sin ruborizarme, cosa que no podía hacer jamás con Jeremy.

Durante toda la fiesta, la abuela me estuvo vigilando mientras hablaba con él, pero sus ojos estaban muy lejos y yo sabía que pensaba en cómo sería todo si estuviéramos en Cuba. No sé si era el vino o las buganvillas que florecían en el jardín, pero parecía que no nos hubiéramos ido de allí.

Estamos en una fiesta a orillas del océano, no exactamente en la arena, sino lo bastante cerca para ver cómo la brisa levanta remolinos translúcidos y los impulsa hacia el agua. Suenan las risas en una atmósfera efervescente y cálida gracias al sol benévolo que conoce su lugar en la gran extensión celeste.

No se oye el oleaje, sino el latir atemperado de nuestros corazones. No sopla el viento, es la esencia vibrante de una flauta cantarina. Todas nuestras preocupaciones se disuelven en intervalos de lluvia que se evaporan tres o cuatro veces al día.

Llevo los cabellos recogidos en un delgado moño en la nuca. Llevo los labios pintados de color coral y mi rostro no necesita ningún otro adorno. No estoy obsesionada con la idea de ser bella. Prefiero sumirme lánguidamente en la inigualable sensación de formar parte de la belleza que me rodea.

Greg me sirve otra copa de vino y sé que debo resistirme a la tentación de otro daiquiri. Una dama no bebe en exceso. Mami y la abuela siempre me han dicho que una dama ha de poder pensar y mantener el equilibrio sobre los tacones mientras pasea por el malecón del brazo del hombre que le está destinado.

Mientras imaginaba todo esto, Greg me preguntó si quería salir a cenar con él. Empezamos a salir juntos la mayoría de los fines de semana y a veces también entre semana. No tuve más remedio que anular unas cuantas citas para tomar café con Jeremy, aduciendo que debía estudiar para un examen imprevisto o alguna excusa parecida. Aunque sabía que no debía tener miedo, lo tenía, temía hablarle de Greg. Pero sabía también que pronto habría de reunir el valor suficiente para contárselo.

*

Vi a Jeremy tendido en una soleada franja de hierba con los dos cafés humeando junto a él. Pero él aún no me había visto y pensé en alejarme antes de que lo hiciera. Me daba vergüenza que me viera con traje nuevo y zapatos y bolso a juego. Estaba citada con Greg después de clase para enfilar la carretera de la costa e ir a comer a nuestro restaurante de marisco favorito. Me esperaba en la entrada de la universidad cinco minutos más tarde.

Me alejaba ya cuando Jeremy se dio la vuelta y me vio. No me quedó más remedio que acercarme con las mejillas encendidas. Jeremy me lanzó una mirada de curiosidad, pero no dijo nada y volvió de nuevo la cara hacia el sol.

Palpé la hierba para asegurarme de que estaba seca y me senté a su lado. Él me tendió mi café, pero seguimos en silencio durante varios minutos. Era la costumbre entre nosotros. Parecíamos una pareja que se había acostumbrado a los silencios con el paso de los años.

Le miré, tratando de no pensar en lo atractivo que me parecía y reprimiendo la profunda sensación, que no podía evitar cuando le tenía cerca, de que estábamos hechos el uno para el otro. Carraspeé, rompiendo el cálido vínculo que nos unía.

—Me temo que hoy no dispongo de mucho tiempo.

Jeremy agitó los párpados y emitió un sonido gutural para indicar que se daba por enterado. Yo conocía bien ese sonido. Al oírlo, la parte inferior de mi cuerpo ardía y sentía un hormigueo. Pero esta vez, luché contra esa sensación y apreté el estómago.

—Tengo una cita —dije—. Y tengo que estar en el otro lado del campus dentro de cinco minutos.

Jeremy se incorporó lentamente y se sacudió las briznas de hierba que se le habían quedado pegadas a las palmas de las manos. Apenas me miró, pero sus ojos desprendieron un destello verde como el fogonazo de un arma.

—Entonces deberías marcharte ya —dijo.

Me levanté y retrocedí como si fuera una especie de trampa.

—Sí, seguramente sí.

Él me miró con ojos amables y dulces mientras yo me retiraba.

—Que te lo pases bien, Nora.

*

Junio de 1971

Querida Nora:

¡Mi ángel ha vuelto! Hace sólo dos semanas que regresó Tony, pero nuestra vida ha cambiado ya de modo asombroso. Encontró un apartamento a dos manzanas del mar. Durante la noche, oímos las olas como suspiros lejanos. Y tenemos mucho más para comer. Trajo consigo cajas de leche en polvo y bananas que cambiamos por carne y papel higiénico. No tienes idea del tiempo que hacía que no lo usaba. Creo que el papel higiénico es demasiado fino para su propósito, así que lo voy guardando para intercambiarlo más adelante si es necesario.

A Lucinda le encantan las bananas igual que antes a nosotras, y ahora se come una cada día. Hasta el sol brilla más que antes, Nora, y el color ha vuelto a una ciudad que se apagaba bajo su resplandor.

Le oí antes de verlo, cuando preguntó a los vecinos qué habitación era la nuestra. Abrí la puerta de golpe, dejando a Lucinda dando vueltas, tan desorientada por mi súbita partida que empezó a llorar, y Lucinda no llora casi nunca.

Vi el contorno de sus hombros fornidos subiendo las escaleras. Sus ojos me buscaban, ávidos y frenéticos reflejando el dolor de la soledad. Me lancé a sus brazos y nos aferramos por la ropa y los cabellos y me apreté contra él con tanta fuerza que casi desaparecí en su interior y me parecía que las lágrimas no brotaban sólo de mis ojos, sino de todo mi cuerpo. Si aquel instante hubiera durado más de unos minutos, seguramente me habría muerto de tanta felicidad. ¿Existe tal cosa?

Nunca había visto llorar a Tony, al menos llorar de verdad, hasta que vio a su hija sabiendo que ella no le podía devolver la mirada. Durante varios días la abrazó como si fuera un bebé y no una niña de tres años. No dejaba de mirarla y pasarle las manos por delante de los ojos una y otra vez. Sé lo que es. Yo también solía hacerlo esperando que pestañeara en el momento justo y despertara una pequeña luz de esperanza que durara un par de horas, hasta que me viera obligada a aceptar de nuevo su ceguera.

Casi todas los días, con el crepúsculo, Tony y yo bajamos a la playa. Nos tumbamos en la arena sin ropa y la sensación es maravillosa. La brisa es fresca, pero la arena conserva el calor del sol. Retozamos como niños, desnudos y libres, y hacemos el amor hasta que estamos demasiado cansados para movernos. Ahora, en nuestro nuevo apartamento, nos dormimos el uno en brazos del otro como antaño. Abrir los ojos y verle junto a la ventana abierta preparando el café matinal es como despertarse en el cielo cada día.

Ayer me escabullí para ir a la iglesia. Tenía que volver para dar gracias a Dios por haber atendido mis plegarias y haberme devueltoa mi marido sano y salvo. Encendí una velita en el altar como hagocasi siempre y me quedé unos minutos contemplando la llama. Me invadió una gran sensación de paz viéndola vacilar y agitarseen la oscuridad. Sólo me queda una plegaria: que la ceguera de Lucinda se cure. Dios me oyó, porque en aquel momento las ventanas se iluminaron y bañaron la iglesia con multicolores haces de luz, cuando llevaba más de una hora en la oscuridad.

No te rías, ya sabes que yo siempre espero milagros y que, si ellos no me encuentran, yo salgo a buscarlos, aunque estén en los faros de un coche al pasar.

Alicia