32
ENTERRARON a Alicia en un pequeño cementerio de las afueras de La Habana. Aparte de Beba, Lucinda y yo, apenas se congregaron unos cuantos vecinos en torno a su tumba. Berta se quejó de que el trabajo le impedía asistir al sencillo funeral y que, de todas formas, no creía en esas cosas.
—Me despedí de ella cuando estaba viva. Eso debería ser suficiente para cualquiera.
La lúgubre atmósfera contrastaba vivamente con el espléndido cielo tropical. Cuando estaba sana, Alicia habría insistido en que un día como aquél no podía desperdiciarse y habría organizado una excursión a la playa o al campo o a cualquier parte en la que pudiera empaparse de la belleza que la rodeaba. Yo sólo tuve fuerzas para sentarme en el muro del malecón y contemplar el mar. Jamás me había sentido más perdida, más incapaz de comprender qué debía hacer a continuación. Alicia se había ido, y esa realidad inmutable se apoderaba de mí como una lenta congelación de modo que ni siquiera el sol podía calentarme ya.
Beba fue una roca de fortaleza y compasión. Tras el entierro, vino a casa cada día para ver a Lucinda. Ambas temíamos por la salud y el bienestar de Lucinda. Durante los tres días siguientes a la muerte de Alicia, no dijo ni una sola palabra. Apenas comía y dormía a trompicones, despertándose súbitamente y llamando a su madre. Yo me acercaba para recordarle suavemente que su madre había muerto, y ella volvía a acostarse sin decir nada, sin requerir ningún consuelo, al menos de mi parte.
*
En la casa, había empezado a chocar con los muebles y había tropezado varias veces, en una ocasión dándose un golpe tan fuerte que le había salido un chichón en la frente. Beba se pasaba la mayor parte del día poniéndole hielo. Era la única persona a la que Lucinda dejaba acercarse. Cuando lo intentaba yo, daba un respingo y se alejaba. Así era desde que se había enterado de que pensaba irme de Cuba sin ella.
Fui a la embajada de Estados Unidos para preguntar por el visado de Lucinda, esperando poder llevarla conmigo. Me encontré frente a una mujer de mediana edad con las mejillas caídas y los dientes manchados de café y de nicotina, signo evidente de que era una persona que tenía un empleo estable desde hacía tiempo.
—¿Cuándo se va? —preguntó, revolviendo en una pila de papeles que parecían llevar en su mesa desde antes de la revolución.
—Dentro de cinco días.
La mujer dejó de revolver los papeles y me miró con incredulidad.
—¿Cinco días? Será mejor que rece por un milagro.
Traté de explicarle que era el pariente más cercano que le quedaba a Lucinda y que quería adoptarla, pero la mujer no se dejó impresionar y me despidió con un ensayado chasquido de la lengua.
Telefoneé a Jeremy por tercer día consecutivo, esperando que me ayudara a encontrar una solución a lo que se estaba convirtiendo en una situación imposible, y él mantuvo la serenidad y la lógica ante mi creciente histeria. Yo me aferré a cada una de sus palabras.
—Lucinda vendrá a vivir con nosotros cuando le den el visado. No va a ser ahora tal como tú quieres, pero ocurrirá. Podemos pedirle incluso a tu primo abogado que nos ayude.
—Podría tardar un año, puede que más. ¿Y la promesa que le hice a Alicia?
—Le prometiste que cuidarías de ella y es lo que estás haciendo. Ya lo has arreglado todo con Beba.
—No es lo mismo.
El suspiro de Jeremy se perdió en medio de la estática.
—¿Crees que Alicia quería que tú y yo estuviéramos separados para que pudieras cuidar de su hija?
—Sé que no quería eso.
—¿Confías en que Beba cuidará bien de Lucinda?
Me reí a pesar de mi agitación.
—Beba la cuidará mejor que yo o que cualquier otra persona.
—Entonces ya está. Beba cuidará de Lucinda mientras llega el visado. Y tú volverás a casa conmigo porque... —hizo una pausa—... porque yo te quiero y te necesito a mi lado.
—Yo también te quiero, Jeremy.
—Prométeme que volverás a casa.
—Lo prometo.
—Prométeme que volverás la semana que viene y que no dejarás que ese avión despegue sin ti.
—Te lo prometo, amor mío.
Todo parecía muy claro y sensato después de hablar con Jeremy. Traté de explicárselo a Lucinda mientras ella estaba sentada en el sofá donde Alicia había pasado sus últimos días. Apenas alzó la cabeza para indicar que me estaba escuchando y sus cabellos, que no permitía que nadie le lavara o peinara, colgaban como hiedra enmaranada, Tenía las manos enlazadas con fuerza sobre el regazo y sus uñas brillaban como medias lunas. Las lágrimas cayeron sobre sus muñecas cuando asintió, indicando que lo comprendía, pero no aceptó que la abrazara.
He empezado a tiamilar los papeles para que vengas a Estados Unidos. Estarás conmigo lo antes posible —dije.
Ella asintió y alargó la mano buscando a Beba, que había salido de la habitación.
—¿Dónde está Beba?
Beba apareció enseguida para consolarla.
Aunque yo creía que el razonamiento de Jeremy era lógico y sensato, había momentos en los que me sentía molesta con él y notaba un incómodo distanciamiento creciendo en mi corazón, el mismo que había sentido hacia mis padres antes de decidirme a contrariarles. Y Lucinda también empezaba a odiarme. Era una densa sensación que pendía claramente en el aire cada vez que me acercaba a ella. Yo sólo le recordaba la terrible pérdida de sus padres. Lo mejor que podía hacer por ella era mantener las distancias y ahorrarnos más sufrimiento a las dos. Jamás me había sentido tan sola en toda mi vida.
Beba me habló con claridad el día que le anuncié la fecha de mi partida. Había conseguido convencer a Lucinda finalmente para que se bañara y la tenía metida en un baño de mis burbujas con aroma a limón.
—Estás haciendo lo que debes hacer para no partirte en dos, Norita. Eres una persona y no puedes estar en dos sitios a la vez.
—Ojalá pudiera estar aquí y allí a la vez, Beba. Lo deseo más que ninguna otra cosa. Ahora Lucinda me odia.
—Esa dulce niña es incapaz de odiar. Hace lo que puede para seguir entera igual que tú. Es demasiado dolor para que lo pueda soportar una persona.
Beba tenía razón, como siempre, y yo traté de recordar sus palabras cuando Lucinda me preguntó si podía irse a pasar la noche en casa de Beba. Me alegré tanto de que me hablara que no fui capaz de responder a su pregunta ni de comprender que significaba un nuevo rechazo. Desde entonces se había quedado en casa de Beba.
Yo prefería dormir en el sofá que aún olía a la crema corporal y al perfume que le había regalado a Alicia el día de mi llegada. Parecía que hacía toda una vida de eso, varias vidas. Una noche se me apareció en sueños con los cabellos flotando al viento como nubes doradas suspendidas en el aire. Estaba tan hermosa y radiante como la recordaba antes de irme de Cuba y bailaba con Tony sobre las palmeras, que les hacían cosquillas en los pies. Se reían y me miraban, y yo me enfadaba al verlos tan despreocupados y libres cuando yo me sentía tan constreñida por mis problemas.
*
Llamaron a la puerta el día anterior a mi partida. Tenía la voluminosa maleta en el suelo de la pequeña sala de estar y resultaba difícil abrir la puerta del todo, pero cuando finalmente lo hice, me encontré cara a cara con un hombre menudo que llevaba gafas de montura negra. No parecían hacer mucho por mejorar su vista, pues no dejaba de mirar por encima de mi hombro para ver qué o quién había en la habitación. Mientras, yo tomé buena nota de su camisa limpia y sus zapatos de calidad.
—He sido informado de que hay una niña aquí. Una tal... —consultó su cuaderno de notas—. Una tal Lucinda Rodríguez.
Yo me moví de un lado a otro para que no pudiera mirar al interior.
—¿Algún problema?
El hombre volvió a consultar sus notas.
—Aquí dice que la niña se ha quedado huérfana recientemente. El estado tiene la obligación y la autoridad de evaluar el cuidado y la educación...
Abrí más la puerta para poder bloquear el umbral con mi cuerpo.
—Yo soy la tía de Lucinda y me ocupo de ella.
El hombre miró de reojo la maleta que había en el suelo.
—Pero usted se va.
—La niña estará bien atendida.
—¿Puedo preguntar por quién?
—Una amiga íntima de la familia.
El hombre apuntó algo en su cuaderno de notas, sacudiendo la cabeza.
—Informaré a mis superiores. Sin embargo, es mi deber comunicarle que no es costumbre que los niños huérfanos residan con personas que no sean parientes. Nuestros informes indican que la niña es ciega y que no ha recibido una educación formal.
—Le aseguro que ha sido educada perfectamente, aunque no haya asistido a la escuela estatal.
La mueca del hombre se transformó en sonrisa.
—Tenemos escuelas para niños discapacitados.
—Estoy segura de ello.
—¿Dónde está la niña ahora?
—Me temo que no está aquí en este momento.
El hombre apuntó algo más, arrancó una hoja de su cuaderno y me la dio.
—Debe informar a esta oficina de su paradero. Si no tengo noticias suyas dentro de un par de días, volveré.
*
Beba escuchó gravemente mientras echaba azúcar al café.
—¿Les has dicho que está aquí?
—Por supuesto que no.
—Bien. —Me tendió mi café, y la taza tintineó en el plato—. Ahora ya no puede volver allí y tendremos que quedarnos aquí, sin salir de casa, durante una temporada, especialmente de día.
Le mostré a Beba el papel que me había dado el hombre y ella lo arrugó y arrojó la bola a la basura.
—Nunca aprendí a leer.
Luego entregué a Beba la caja con el dinero que Alicia guardaba en la pared. Cuando vio lo que había, se llevó una mano al pecho y se dejó caer en su taburete.
—Dios santo, niña, ¿cómo vas por la calle con esto? Te rajarían la garganta sólo por diez dólares.
Lucinda dormía en el suelo, en una cama que Beba había hecho para ella. Al notar que se movía, susurré:
—Alicia ahorraba este dinero para cuando Tony saliera y así los tres pudieran encontrar el modo de irse a Estados Unidos. Utilízalo siempre que lo necesites para cuidar de Lucinda y yo te enviaré dinero cada mes. Para ti y para Lucinda.
—No tienes que pagarme para que cuide de esa niña.
—Ya lo sé.
Le dije a Beba que volvería más tarde para despedirme, porque me iba a la mañana siguiente muy temprano. Cuando abracé a Beba en la puerta, vi la carita de Lucinda reflejada en el espejo agrietado, apoyado en el suelo junto a ella. Tenía los ojos abiertos y la cara crispada por el esfuerzo de tratar de ahogar el llanto.
*
Berta vino a verme esa tarde para despedirse, ya que tenía que irse a trabajar antes de la noche. Yo quería darle las gracias por ayudar a Alicia con Ricardo, pero no sabía muy bien cómo sacar a relucir ese tema.
Le ofrecí mi hombro para que se apoyara mientras se quitaba sus brillantes zapatos de tacón de color rosa.
—Sé que ayudaste a Alicia con Ricardo.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Lo imaginé por la expresión de Ricardo cuando Alicia mencionó que irías tú a entregarle el siguiente paquete.
Berta rió socarronamente y se dejó caer en el sofá.
—De no ser por Alicia, jamás habría permitido que un hombre tan feo se me acercara ni por todo el oro del mundo. —Alzó sus pintadas cejas—. Bueno, quizá...
—Creo que deberías saber una cosa... Le conté una mentira. Estaba tan furiosa por lo que le había hecho a Alicia que le dije que... se había contagiado el virus porque tú también lo tenías. Verás, Alicia ya le había dicho que se había puesto enferma después de que ella y él... y yo tenía que hacer algo para devolvérsela...
Berta se quedó meditando un momento y luego me miró con toda sinceridad.
—Alicia siempre dijo que eras inteligente, pero eso fue realmente brillante. Si conozco bien a Ricardo, se estará cagando en los pantalones durante los próximos diez años. —Soltó una carcajada—. Y se merece sufrir, ese pedazo de cabrón.
—Pero podría ponerte en peligro...
—Puede que Ricardo sea un demonio, pero no es ningún tonto. No dirá nada, por la cuenta que le trae. —Berta volvió a meditar un instante—. Además, podría ser cierto. Alicia se preocupó mucho más de cuidarse de lo que me he preocupado yo. —Se encogió de hombros, desechando aquellos segundos de duda, y se levantó para darme un tuerte abrazo, ahogándome casi en la selva de sus cabellos, rígidos por las lacas y las lociones que de poco servían para domarlo.
Se lo había dicho ya tres veces, pero lo repetí una vez más para asegurarme: que a cualquiera que llamara a la puerta, fuera quien fuera, debía decirle que Lucinda se había mudado y que no sabía a dónde. Berta asentía siempre, pero a mí me preocupaba. A pesar de su generosidad, podía no ser inmune al soborno pues hacía mucho tiempo que había sucumbido a la enfermedad causada por la desesperación.
Decidí dar un rodeo por el malecón para ir a casa de Beba. Había refrescado y el oleaje elevaba su perfección de color turquesa hacia el cielo de cobalto. Aquélla era la Cuba con la que yo soñaba. Por un instante, envidié a Alicia por haber vivido toda su vida en medio de tanta belleza. Ella era una parte inseparable de Cuba como yo no podría ser jamás, y su dulce música me abandonaba, alejándose tan inevitablemente como la marea.
Al día siguiente, a la misma hora, estaría de vuelta en Los Ángeles. Me despertaría y me daría una ducha caliente mientras se hacía mi café americano en mi cafetera automática. Me subiría a mi pulcro Honda y recorrería las calles bien asfaltadas flanqueadas por céspedes bien cuidados. Aparcaría en el espacio reservado para mí y trabajaría ocho horas y media exactamente y luego volvería a casa y pediría comida china por teléfono porque estaría demasiado cansada para cocinar. Y Jeremy volvería a casa como siempre y se dormiría en mis brazos.
Lucinda estaba sentada remilgadamente cuando llegué. Beba le había peinado los rizos con esmero y le había puesto uno de los vestidos que yo le había regalado. Era el amarillo, con un delicado encaje en el cuello. Parecía una de esas muñecas de coleccionista que se colocan en un estante porque son demasiado bonitas para jugar con ellas.
Charlé con Beba mientras observaba a Lucinda, que estaba junto a la ventana. Lentamente se giró hacia el sonido de mi voz. En sus dulces ojos brillaba una preciosa luz. No se había mostrado tan abierta desde antes de la muerte de Alicia y noté un nudo de emoción y esperanza en la garganta. Sin pensármelo dos veces, me acerqué a ella y me arrodillé, de modo que nuestros ojos quedaron a la misma altura. Inmediatamente, sus manos volaron hacia mi cara y Lucinda sonrió.
—Tía Nora —susurró y yo la abracé tan fuerte que aquella pequeña muñeca de porcelana habría podido romperse, pero ella me devolvió el abrazo con la misma fuerza—. Lo siento, tía Nora. Siento haberme enfadado contigo.
—No, mi cielo, no te disculpes por nada. Por favor, no...
—Quiero hacerlo porque lo siento de verdad y porque mami ha dicho que debía hacerlo.
—¿Mami? —Miré a Beba, que se encogió de hombros mientras miraba con ojos entornados el papel en el que yo había escrito mi dirección y mi número de teléfono. Fue entonces cuando vi el barreño metálico en el rincón y percibí el débil olor a sulfuro.
—Beba me ha dado un baño hoy como el que le dio a mami, para quitar el dolor, y ha funcionado, tía Nora, ha funcionado. Ya no me siento triste ni enfadada, porque sé que mami y papi están felices juntos en el cielo y sé que volverás a buscarme. ¿No te olvidarás de mí?
—Por supuesto que no me olvidaré de ti, mi amor. ¿Cómo podría olvidarte?
La abracé, mientras Beba nos observaba. Por primera vez, aquellos ojos que parecían saber y ver tantas cosas me hicieron sentir incómoda, pero decidí no preguntarle qué creía que ocurriría con Lucinda. No quería estropear aquel momento con dudas.
Beba me rodeó la cara con sus hermosas y oscuras manos y olí en ellas el aroma a café y a limones y a galletas saladas y a una profunda y eterna sabiduría. Luego la besé en ambas mejillas y dije adiós.
*
Traté de dormir, ya que debía levantarme temprano para coger el vuelo que salía del aeropuerto de José Martí a las ocho de la mañana. Miré por la ventana para contemplar la misma vista que Alicia durante los largos meses de su enfermedad, cuando soñaba con estar de nuevo con Tony y cuando rezaba por Lucinda, una vez aceptado el hecho de que sería siempre ciega. Vi un edificio de apartamentos que había sido elegante en otro tiempo, y en la penumbra, casi pareció recuperar su antiguo esplendor, con sus barandillas de hierro forjado adornando los balcones como pestañas rizadas pintadas y brillantes.
Vi el débil resplandor de un cigarrillo encendido flotando en uno de aquellos balcones y distinguí la figura de una mujer joven recostada en una silla con las piernas cruzadas, contemplando el cielo nocturno. A pesar de la poca luz, se notaba que era guapa. Sus esbeltas extremidades reflejaban la luz de la luna en estrechas franjas; su pelo estaba bañado por una luz dorada, y ella misma empezó a brillar como si hubieran colocado sobre ella un foco. El resplandor iba creciendo. Parpadeé. Estaba cansada y necesitaba dormir, pero no podía apartar los ojos de aquella mujer. Traté de distinguir lo que estaba haciendo y gracias a la luz cada vez más intensa, vi que en realidad no fumaba. En la mano sostenía una vela y la movía arriba y abajo, tratando de captar mi atención. Me hacía señas. ¿Ocurría algo? ¿Estaba encerrada allí?
Permanecí en la cama observando a la joven, paralizada por el movimiento circular de la vela y el modo en que flotaban sus cabellos, como si una brisa soplara directamente sobre ella. Pero el aire no se movía. La cortina que caía junto a la ventana abierta sin moverse ni un ápice lo confirmaba.
Deduje que la mujer creía que yo era Alicia y que trataba de comunicarse conmigo como antes hacía con ella. Debía ir y decirle que Alicia había muerto. Todos los vecinos lo sabían. ¿Por qué no lo sabía ella?
Me levanté de la cama y me puse una camisa encima de los pantalones cortos y la camiseta. La chica estaba en el tercer piso del edificio del otro lado de la calle. Sería fácil gritarle desde la acera y preguntarle si todo iba bien. Abrí la puerta y salí a la calle. Ella seguía allí, alargando los brazos hacia mí como si me pidiera ayuda.
—Ya voy —le grité y corrí hacia la entrada del edificio, pero no sólo la encontré cerrada, sino tapiada con tablones que parecían llevar años pudriéndose allí. Entonces recordé que el edificio llevaba tiempo desocupado. La chica debía de haber encontrado otro modo de meterse allí y ahora no sabía cómo salir. Estaba a punto de gritarle otra vez, pero cuando miré hacia arriba, había desaparecido.
Comprobé que era imposible que hubiera entrado o salido por la puerta principal. Rodeé el edificio varias veces, pero todas las puertas y ventanas estaban bloqueadas con varias capas de viejos tablones.
Perpleja ante aquella misteriosa desaparición, empecé a dar vueltas al edificio una vez más, cuando de pronto capté con el rabillo del ojo, algo que brillaba. Apoyada en el marco de la puerta estaba la vela votiva blanca que la chica agitaba en el balcón, con su delicada llama parpadeando aún en la noche. Me acerqué para examinarla y finalmente la cogí. ¿Cómo había podido salir sin que yo me diera cuenta? Las puertas y las ventanas estaban bloqueadas por fuera. Habría tenido que saltar desde el tercer piso.
Eché un último vistazo a la calle antes de volver a mi apartamento. Era ya tarde y traté de borrar de mi cabeza a la misteriosa chica para centrarme en Jeremy, que me esperaba en menos de veinticuatro horas. ¿Serían igual las cosas entre nosotros después de casi dos meses separados? Sentí el vértigo de aquel esperado momento, pero al mismo tiempo, se me encogió el corazón al darme cuenta de que aquélla era mi última noche en Cuba, en mi tierra.