31
LUCINDA y yo estábamos sentadas en las sillas metálicas, contra la pared. Las finas cortinas estaban echadas, y dado que la luz del sol apenas conseguía abrirse paso por el callejón hasta la ventana de Beba, la habitación estaba tan oscura como en plena noche. Numerosas velas proporcionaban la luz necesaria. Beba llevaba un turbante blanco, igual que antes de la revolución, envolviéndole la cabeza, y cuentas rojas y amarillas sonaban al entrechocar alrededor de su cuello mientras ella se movía por la pequeña habitación.
Había colocado un gran barreño metálico en el centro, y Alicia se había sentado dentro. Con los ojos bajos, Beba pasó las manos por su cabeza y su cuerpo sin tocarlos. Siguió así durante varios minutos antes de entonar un cántico en voz baja mientras derramaba un aceite aromático sobre la cabeza de Alicia.
Al principio, Alicia se había mostrado reacia a participar. Al despertarse por la mañana, había dicho que no se sentía con ánimos para hacer otra cosa que quedarse tumbada en la cama mirando por la ventana. Cada inspiración de aire provocaba una mueca de dolor. Parecía alguien que simplemente estaba esperando porque no podía hacer nada más. Lucinda se sentó a su lado en la cama y trató de convencerla para que comiera, pero Alicia se negó incluso a beber agua y comer unas galletas. En tan sólo una noche, parecía haberse alejado de la vida. La piel que se tensaba sobre sus hermosos pómulos era amarillenta, y la que cubría sus hombros parecía gasa.
—Deberías ir tú —dijo, tosiendo—. Deberías ir y disfrutar del día. —No dijo nada de que me acompañara Lucinda. Estaba claro que quería tener a su hija al lado. Cerró los ojos y se quedó inmóvil. Luego los abrió como platos y me miró súbitamente alarmada—. ¿Por qué dices que Beba siempre tiene razón, Nora?
—Siempre ha tenido razón. Sabe cosas; ve cosas.
Alicia volvió a cerrar los ojos.
—Entonces iré a verla. Iré a ver si puede hacer que desaparezca este dolor. —Era la primera vez que admitía sentir algún dolor.
Beba recogía agua caliente del barreño con una concha rosa y perfecta y la vertía sobre Alicia una y otra vez. Alicia cerró los ojos y Beba entonó una cántico gutural que parecía emanar de lo más recóndito de sus entrañas, hasta que la música resonó en la habitación y en nuestros oídos. Las palabras no eran en español, sino en una lengua africana, y los sonidos eran redondos, límpidos y hermosos. Empezamos a mecernos siguiendo la luz vacilante de las velas hasta que todas estuvimos completamente relajadas. Yo había cerrado los ojos, pero los abría de vez en cuando para mirar a Alicia, que estaba sentada en el barreño con los hombros encorvados y parecía haberse sumido en un sueño cada vez más profundo. De pronto se irguió como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido la columna vertebral, pero Beba no alteró el ritmo de su cántico. Ni siquiera pareció notar este profundo cambio.
Noté a Lucinda temblando a mi lado y le cogí la mano. Estaba caliente y seca, no sudorosa y húmeda como la mía. Beba entreabrió los ojos y vertió varias hierbas aromáticas en el barreño. Su cántico se hizo más intenso y su rostro empezó a contraerse como si unas manos invisibles tiraran de la flácida carne de sus mejillas y su frente. Sacó un cuchillo de carnicero del bolsillo de su falda y lo alzó a la luz de las velas, haciendo centellear su hoja. Luego procedió a cortar en tiras el vestido de Alicia hasta que estuvo completamente desnuda con tiras de tela húmeda pegadas a la piel, al barreño y a la propia Beba.
Incluso con aquella luz mortecina me resultaba doloroso mirar el cuerpo consumido de Alicia y me alegré de que Lucinda no pudiera verlo. Apenas era el susurro de una forma humana, una frágil colección de huesos salpicada de llagas del color delas frambuesas. En aquel instante, mi prima fue consciente de su desnudez y se tapó donde antes tenía unos senos que adornaban su figura sensual. Me miró tímidamente y vio mis ojos llenos de lágrimas.
—El dolor te abandonará, niña —dijo Beba con su sonsonete y los ojos nuevamente cerrados—. Pregúntame lo que quieras saber.
Yo no tenía la menor idea de lo que quería decir Beba, pero Alicia sí.
—¿Volveré a ver a Tony antes de morir? —preguntó con voz llena de coraje.
—No como tú esperas verle.
—Espero verle sano y bien.
Beba empezó a balancearse y luego se arrodilló y colocó una mano sobre el hombro de Alicia.
—Está bien. Le verás bien y le verás libre.
—¿Y Lucinda? ¿Vivirán Tony y Lucinda juntos en Estados Unidos?
—Eso no ha de suceder; no puede suceder —fue la rápida respuesta de Beba. Demasiado rápida para el cruel golpe que suponía.
—¿Por que no puede ser, Beba? Tengo dinero. ¿Por qué no puede ser?
Beba abrió los ojos y su mirada traspasó a Alicia.
—Tony no puede ser libre con las dos a la vez.
Alicia empezó a gemir y a temblar y yo me levanté para acudir a su lado, pero Lucinda me apretó la mano y me contuve.
Beba alzó la mirada al techo.
—Tony lleva mucho tiempo esperándote. Casi dos años. Te está viendo y espera que cruces al otro lado para estar con él.
—Eso no puede ser. Tony está aquí y... —Alicia dejó que sus palabras y sus pensamientos flotaran y se disolvieran en el agua caliente que la rodeaba—. Tony está muerto.
—Te está esperando, niña mía —dijo Beba.
*
Alicia dormía profundamente mientras Lucinda y yo permanecimos ociosas en el apartamento de Beba durante el resto del día, hablando en susurros. Ambas estábamos conmocionadas por la revelación de Beba, pero cuando quise interrogarla, me respondió con vaguedades.
—Cuando estoy en trance no pienso en lo que voy a decir, Nora.
—Pero ¿y si Tony no ha muerto?
A Beba no le inquietaba lo más mínimo esa posibilidad. Apagó las velas una por una y sacudió la cabeza resueltamente.
—Lo que está hecho, hecho está —dijo.
Me dispuse entonces a preparar a Alicia para el corto trayecto hasta casa. Acomodándola entre mantas y cojines, enfilamos el pasillo en dirección a la calle.
—Dejadla dormir todo el tiempo que necesite —dijo Beba cuyo blanco turbante relucía en el oscuro pasillo—. Se despertará antes de la medianoche y todo irá mejor.
Alicia se despertó exactamente a las doce menos cuarto de la noche. Sus ojos se abrieron de repente y estaban brillantes, como si en lugar de dormir, hubiera estado enzarzada en una animada conversación. Colocó una mano sobre Lucinda, a la que tenía tumbada al lado, y Lucinda también se despertó. No había consentido en apartarse de su madre desde que habíamos llegado y no había dejado de hacer preguntas sobre su padre, si estaba muerto y qué significaba todo lo que había hecho Beba. Yo no sabía qué contestar.
—Tengo sed —dijo Alicia—. ¿Puedes traerme un poco de agua, por favor?
Lucinda se levantó de la cama de un salto y se fue a la cocina.
Alicia me hizo señas para que me sentara en la cama junto a ella.
—Me siento ligera como una pluma. El dolor que me oprimía con fuerza, exprimiéndome la vida, está muy lejos ahora, como una estrella pequeña que parpadea pero no puede hacerme daño.
—Me alegro muchísimo, Alicia.
La tomé de la mano y ella la apretó con fuerza inusitada.
—Y los ojos de Tony están más cerca que el dolor. Sé que está ahí y puedo verlos. Acabo de soñar con él. Estábamos bailando juntos sobre el mar. Flotábamos sobre las palmeras y veíamos Cuba a nuestros pies moviéndose como una frágil hoja en el río. Flotaba en dirección a una catarata gigantesca y luego se despeñaba por el borde y caía hasta el fondo insondable. —Alicia sonrió y cerró los ojos—. Al llegar al fondo, Cuba estaba bien, simplemente bien.
—Descansa más, Alicia. Eso es lo que debes hacer ahora.
Abrió los ojos y de nuevo vi en ella a la niña, brillante, asombrosa, con una mente tan ágil como un diminuto colibrí revoloteando entre las flores.
—Todo va a ir bien, Nora. Deja de preocuparte.
*
A la mañana siguiente, me puse en camino dispuesta a encontrar a Ricardo. No era el día habitual de la cita y no sabía si estaría en su puesto, pero decidí que, en caso de no encontrarle, preguntaría por Tony yo misma en las oficinas de la prisión. No tenía nada que perder ni nada que ocultar.
Cuando llegué, no vi a nadie en la garita, pero de pronto Ricardo apareció por la parte de atrás, subiéndose la bragueta. Me estremecí al pensar en todas las veces que Alicia lo habría visto en una situación similar. Él se irguió al verme, se sorbió la nariz ruidosamente y se llevó la peluda mano al revólver para asegurarse de que seguía en su sitio.
—Ésta no es la entrada para las visitas —me informó con aspereza—. Tiene que ir por el otro lado.
—No soy una visita. Soy la prima de Alicia. Ya nos conocemos.
Bajo las cejas pobladas y sudorosas, los ojos de Ricardo me examinaron detenidamente. Recogió con la lengua algo que tenía en la boca y lo escupió, dejando un viscoso escupitajo en la tierra. Abrió las piernas, con la mano firmemente aposentada en el revólver.
—¿Qué quiere? Hoy no es el día para venir.
—Tengo razones para creer que Tony Rodríguez murió hace algún tiempo.
Ricardo parpadeó para quitarse el sudor de los ojos, pero no dijo nada.
—Puede decirme la verdad, o puedo entrar y descubrirla yo sola, pero no creo que quiera esa clase de problemas.
Ricardo hizo una mueca, enseñando sus amarillos dientes.
—¿Qué clase de problemas?
Avancé hacia él.
—Puedo decirles que ha estado extorsionando a una viuda indefensa, obligándola a traerle comida y a concederle favores sexuales.
La sonrisa de Ricardo se convirtió en una seca carcajada.
—¿Y cómo va a demostrarlo, eh? A nadie le importa un carajo nada de eso. No me harán nada.
No me cupo la menor duda de que tenía razón. Al odio que sentía hacia Ricardo se sumó una sensación de impotencia casi insoportable. De pronto se me ocurrió una idea, alentada por el recuerdo de la expresión de Ricardo cuando Alicia le dijo, en su último encuentro, que quizá el siguiente paquete se lo llevaría Berta. Alcé la barbilla.
—Creo que a los funcionarios de la prisión les interesaría saber que tiene el virus.
—¿De qué está hablando? —Los negros ojos de Ricardo empezaron a dar vueltas en sus órbitas—. Alicia dijo que lo había cogido después...
Di otro paso hacia delante y clavé en sus ojos inquietos una mirada de acero.
—No estoy hablando de Alicia...
—Berta está más sana que una ternera —dijo, poniendo ojos como platos y tartamudeando por primera vez— y yo... yo me encuentro bien.
—Entonces, ¿cómo explica el sudor que le corre por la cara y ese color amarillo de los ojos?
Las manos de Ricardo cayeron inertes a los costados mientras consideraba la posibilidad de la muerte y del confinamiento en los sanatorios creados para jóvenes y viejos, delincuentes y santos. Los dos sabíamos que a cualquiera que tuviera el sida lo encerraban en aquellas leproserías modernas en las que se consumían hasta morir.
Se apoyó en la garita, transformado de pronto en un hombre consciente de su destino.
—Tony Rodríguez murió hace unos dos años. Le atraparon cuando intentaba escapar y le mataron.
—¿No envían una notificación a la familia?
—Es fácil interceptar el correo. Le pagué a un amigo para que me ayudara.
Al oír esto, apreté los puños con fuerza y me clavé las uñas en la palma de las manos.
—Se ha estado aprovechando del amor y la fe de una buena mujer. Es peor que una rata de cloaca.
—Me venía estupendamente y no quería que se acabara —dijo Ricardo, sacando pecho. Se lamió los labios—. Y ella también sacó algo.
—Es usted un cerdo.
—Soy un superviviente —me corrigió, mirándome con ira de los pies a la cabeza—. Mírese ahí de pie, con sus chancletas, fingiendo ser uno de nosotros. Usted no sabe lo que es esto. Dentro de unos días volverá a su tranquila y cómoda vida, pero nosotros seguiremos pudriéndonos aquí. Hacemos lo que tenemos que hacer, y usted habría hecho lo mismo.
Se me nubló la vista por las lágrimas ardientes y empezaron a zumbarme los oídos siguiendo el ritmo errático de mi corazón. Sentía deseos de correr y golpear una pared con los puños hasta que me sangraran, quería sentir el mismo dolor que Alicia. Sobre todo, quería matar a Ricardo.
Me agaché para coger una de las numerosas piedras que había en el camino de tierra, pero Ricardo ya me había dado la espalda. Creía que también él se estaba muriendo, que pronto acabarían llevándolo en una carretilla, y eso con suerte. Le arrojé la piedra con todas mis fuerzas, pero aterrizó a varios metros y ni siquiera el impacto consiguió sacarlo de su tormento.
Esta vez logré encontrar gasolina y Lourdes me entregó las llaves del coche después de que hubiéramos compartido una taza de un café fortísimo.
—No conduzca de noche si puede evitarlo. Los faros no funcionan —me advirtió.
El Chevrolet azul avanzaba pesadamente por la carretera llena de baches como un anciano con un ataque de tos. La gasolina era de las baratas y los neumáticos estaban gastados, pero nos llevarían a nuestro destino. Alicia se había debilitado desde el día anterior y cada vez le costaba más hallar la energía suficiente para hablar. Sobre todo observaba a Lucinda con sus ojos verdes exageradamente grandes, tratando de asimilar hasta el último detalle. Lucinda estaba siempre lo bastante cerca como para que su madre pudiera tocarla. En más de una ocasión, Lucinda le devolvía a Alicia sus sonrisas.
Alicia permaneció despierta durante el trayecto, pero no preguntó a dónde nos dirigíamos. ĺbamos las tres sentadas delante, Alicia aferrando la mano de su hija.
Tardamos casi dos horas por la carretera de la costa, pero cuando llegamos, no había confusión posible. Las palmeras reales nos dieron la bienvenida como viejas amigas y la arena blanca como el talco se abría en abanico en dirección al mar. Había un nuevo y elegante hotel lleno de turistas con vistosos trajes de baño y toallas colgadas del hombro o enrolladas en torno a la cintura como sarongs. Resultaba obvio que nosotras no éramos turistas.
Aparqué el coche a unas cuantas manzanas de nuestro destino final e instalé a Alicia en la carretilla. Lucinda se colocó junto a mí con una mano en el mango y los ojos impasibles mirando al frente.
Habían levantado una impresionante valla a lo largo del perímetro de nuestra playa con gruesos postes curvos que parecían las costillas invertidas de una ballena. A mí sola me habría costado trepar hasta lo alto y saltar al otro lado, pero con Alicia y Lucinda, era absolutamente imposible. Nuestra única esperanza consistía en esperar discretamente cerca de la entrada del hotel hasta que se presentara la oportunidad de pasar sin ser vistas. Esperamos en un banco cercano durante casi una hora, pero la oportunidad no llegaba. Supuse que seguramente sería más fácil escapar de la prisión federal que entrar en aquella playa Me dije entonces a mí misma, que por muchos hoteles nuevos que hubieran construido y muchas regulaciones que impidieran a los cubanos utilizarlos, Varadero siempre nos pertenecería a nosotras.
Empezaba a desesperar cuando divisé a un grupo de obreros que pasaban por la verja cargados con materiales de construcción y suministros. Un tipo llevaba incluso sus ladrillos en una carretilla muy parecida a la nuestra. El guarda ni siquiera les preguntó quiénes eran y apenas pestañeó cuando pasaron. Le di a Lucinda la orden estricta de que no se moviera del lado de su madre hasta que yo regresara y volví corriendo al coche. No me había alegrado tanto de ver una pila de ropa sucia en toda mi vida. Era obvio que el marido de Lourdes había aparecido finalmente en el trabajo, y por suerte para nosotras, había olvidado ocuparse de la ropa sucia. Me puse unos pantalones grandes manchados de grasa y pintura y una camiseta enorme con oscuras manchas amarillas bajo las axilas. Había incluso dos sombreros para elegir. Elegí el que tenía el ala más ancha y también cogí todas las toallas grasientas que pude abarcar con los brazos.
Metí a Lucinda en la carretilla junto a Alicia y las cubrí a las dos con las toallas, colocándolas de modo que pudieran pasar por un montón de maderos o de ladrillos. Entonces todo fue cuestión de esperar el momento oportuno para incorporarme a la hilera de obreros. La oportunidad se presentó muy pronto y avancé con la cabeza gacha, encorvando los hombros para parecer más corpulenta. Distraído momentáneamente por un grupo de turistas de escueto atuendo, el guarda nos indicó que pasáramos con un ademán rápido.
Llegamos a la arena casi inmediatamente. Era extremadamente difícil hacer rodar la carretilla por la arena, pero no podía arriesgarme a que Lucinda se bajara hasta que estuviera segura de que no nos veían. Cuando nos encontrábamos ya a varios centenares de metros de la verja, avisé a Lucinda y ella salió de debajo de las toallas, sorprendida al notar la arena cálida bajo los pies.
—¿Dónde estamos, tía?
—Éste es nuestro hogar, mi cielo. El lugar donde crecimos tu mami y yo. Donde aprendimos a soñar y a rezar.
Lentamente seguimos avanzando hacia la orilla, donde la carretilla rodaría con mayor facilidad.
—La arena es muy suave, tía. Mucho más que en la otra playa a la que vamos.
—Ésta es la mejor playa del mundo entero. Aunque no haya visto todas las demás playas, te aseguro que es cierto.
Lucinda sonrió y de cara al viento se echó el pelo hacia atrás. Sus tirabuzones subían y bajaban como muelles cuando daba puntapiés a las olas. Tenía el oído tan fino que acertaba perfectamente en la cresta de la ola con la punta del pie.
Alicia habló por primera vez desde que habíamos llegado, sorprendiéndome por la claridad y la fuerza de su voz.
—¿Han talado nuestras palmeras, Nora? Me da miedo mirar.
—Están igual que siempre. No te preocupes.
Lucinda se quedó junto a la orilla mientras yo colocaba a Alicia con cuidado justo debajo de nuestras palmeras. A lo lejos vi la plataforma hasta la que solíamos nadar Alicia y yo, cabeceando en el agua plácidamente, y la curva de la purísima arena blanca extendiéndose a ambos lados como dos brazos amorosos elevados hacia el cielo.
Después de asegurarme de que Lucinda no corría ningún riesgo y de que no descubrirían nuestra intrusión, me tumbé junto a Alicia. Contemplamos juntas el cielo increíblemente azul, bañadas por el sol que nos guiñaba el ojo a través de las palmeras.
Alicia suspiró y se movió para volverse hacia mí. Sus ojos verdes reflejaban la arena cristalina como joyas incrustadas en su rostro esquelético. Seguía siendo encantadora y la ternura de su expresión era tan frágil e intensa que apenas podía soportarla. Sabía que ponía sus últimas fuerzas en observarme y amarme.
Las comisuras de sus labios consiguieron esbozar una pequeña sonrisa.
—¿Sabes, Nora? Si miras directamente al sol sin pestañear, puedes ver a Dios. —Alicia miró al sol con los ojos abiertos y luego los cerró. Al volverse para mirarme, los ojos le brillaban.
—¿Qué le has pedido? —pregunté.
Ella sonrió y cerró de nuevo los ojos. Su respiración se hizo más rápida y entrecortada y las palabras escaparon por entre la maraña de jadeos como minúsculas mariposas.
—Cuando estás conmigo no tengo miedo.
La abracé.
—Estoy contigo, Alicia, estoy aquí contigo.
Las palmeras se mecían sobre nuestras cabezas y su sombra se movía tan rápidamente como el tiempo que había pasado con tan cruel indiferencia por nuestra isla y nuestras vidas. Volvemos a ser niñas otra vez, ilusionadas por darnos un baño y nadar por la tarde, estremecidas de emoción al pensar en las aguas límpidas y cálidas. Estamos aprendiendo a patinar sin caernos y arañarnos las rodillas, porque las cicatrices serían impropias de una señorita. Nos apretamos las manos contra el pecho, sintiendo temor y curiosidad por los dolorosos bultos que crecen cada día. Vemos a las estrellas de cine en la televisión y cómo se besan con la boca apenas abierta. Pronto descubrimos que el sexo es mucho más que besarse y que besarse es mucho más que sexo. Somos mujeres adultas tumbadas en la arena entre el cielo y la tierra, atormentadas por el esfuerzo inabarcable de tratar de comprender nuestra amistad y el amor que se extiende desde la vida hasta la eternidad.
Me acerco más para susurrarle en el oído.
—Me alegro de que estemos aquí juntas, Alicia. Es tal como lo recordaba.
Las pestañas se agitan sobre unos ojos que empiezan a perder el brillo y son ahora de un verde sombrío. No estoy segura de que me haya oído.
—Cuida de mi Lucinda —me susurra a su vez—. Prométemelo...
—Te lo prometo.
Sus ojos se cierran y siento que debería quedarme callada, pero necesito decirle lo mucho que la quiero y todo lo que siento en mi corazón y lo mucho que significa para mí. Cuando empiezo a hablar, ella me suelta la mano y vuelve la cara hacia el sol. Veo que se deja ir y se ilumina con el calor pacífico que nos envuelve. Jamás me ha parecido más bella que en este momento y me doy cuenta de que está contemplando el rostro de Dios y que, esta vez, la ha acogido en su seno.