PRÓLOGO
LOS PAPELES DEL HUÉRFANO

Después de haber visto una pequeña parte de la vida, y de morir rápidamente, los hombres se elevan y desaparecen como el humo, convencidos sólo de lo que cada uno ha conocido…

¿Quién puede decir que ha encontrado el todo?

EMPÉDOCLES, Sobre la naturaleza[1]

¿Quiénes somos nosotros? La respuesta a esta pregunta no es sólo una de las tareas de la ciencia, sino su tarea.

ERWIN SCHRÖDINGER, Ciencia y humanismo[2]

La inmensa, abrumadora negrura queda mitigada aquí y allí por un débil punto de luz, que con una mayor aproximación resulta ser un poderoso sol brillando con fuego termonuclear y calentando un pequeño volumen de espacio en torno suyo. El Universo es en su casi totalidad un vacío negro, y sin embargo el número de soles es asombroso. Los espacios inmediatamente próximos a estos soles son una fracción insignificante de la inmensidad del Cosmos, pero muchas de estas alegres, brillantes y clementes regiones circumestelares, quizá la mayoría de ellas, están ocupadas por mundos. Solamente en la galaxia de la Vía Láctea podría haber cien mil millones de mundos, ninguno demasiado cerca, ninguno demasiado lejos del sol local, alrededor del cual orbitan en un silencioso homenaje gravitatorio.

Esta es la historia de uno de estos mundos, quizá no muy diferente a muchos otros; es, concretamente, la historia de los seres que evolucionaron en él y de una especie en particular.

Para que un ser esté vivo miles de millones de años, después del origen de la vida, debe ser resistente, inventivo y afortunado, porque en su camino acechaban demasiados peligros. Las formas vivas resisten gracias a su paciencia, por ejemplo, o a su voracidad o porque son solitarias y se camuflan o se prodigan dando descendencia o temen a los cazadores o son capaces de huir a lugar seguro o son brillantes nadadoras o excavadoras o porque despiden líquidos nocivos y desorientadores o porque saben infiltrarse en el propio material genético de otros seres sin que se enteren o porque accidentalmente están en otro lugar cuando los depredadores están al acecho o el río está envenenado o disminuye el suministro de comida. Los seres de los que nos vamos a ocupar en concreto eran, no hace demasiado tiempo, gregarios hasta el exceso, ruidosos, peleones, arbóreos, mandones, sexualmente atractivos, listos, utilizaban herramientas, tenían infancias prolongadas y cuidaban con ternura de sus crías. Una cosa lleva a la otra, y en un abrir y cerrar de ojos sus descendientes se multiplicaron por todo el planeta, eliminaron a todos sus rivales, inventaron tecnologías que transformaron el mundo y se convirtieron en una amenaza mortal para sí mismos y para los muchos otros seres que compartían su pequeño hogar. Al mismo tiempo, sé pusieron a visitar los planetas y las estrellas.

¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Por qué somos de esta forma y no de otra? ¿Qué significa ser humano? ¿Seríamos capaces, en caso necesario, de introducir cambios fundamentales, o bien las manos muertas de antepasados olvidados nos están empujando en alguna u otra dirección, para bien o para mal, indiscriminadamente y sin que podamos controlarlo? ¿Podemos alterar nuestro carácter? ¿Podemos mejorar nuestras sociedades? ¿Podemos legar a nuestros hijos un mundo mejor que el mundo que nos legaron? ¿Podemos liberarnos de los demonios que nos atormentan y que obsesionan a nuestra civilización? ¿Tendremos a la larga la inteligencia suficiente para saber qué cambios necesitamos? ¿Puede confiársenos nuestro propio futuro?

Muchas personas reflexivas temen que nuestros problemas se hayan hecho demasiado grandes y creen que el corazón de la naturaleza humana se rige por razones que somos incapaces de controlar, que hemos perdido el camino, que las ideologías religiosas y políticas dominantes son incapaces de detener la deriva amenazadora y persistente a la que van los asuntos humanos, y que estas mismas ideologías han contribuido a provocar la deriva por su rigidez, su incompetencia y la inevitable corrupción del poder. ¿Es esto cierto? Y si lo es, ¿podemos hacer algo para evitarlo?

Para intentar comprender quiénes somos, cada cultura humana ha inventado un conjunto de mitos. Las contradicciones de nuestro interior se atribuyen a una lucha entre divinidades, rivales pero de igual poder, a un imperfecto Creador o, paradójicamente, a un ángel rebelde y al Todopoderoso, o incluso a una lucha más desigual todavía entre un ser omnipotente y los desobedientes humanos. También hay quienes sostienen que los dioses no tienen nada que ver con eso. Uno de ellos, Nanrei Kobori, antiguo abad del Templo del Dragón Radiante, un santuario budista de Kyoto, nos dijo:

Dios es una invención del Hombre. Por lo tanto la naturaleza de Dios no es más que un misterio poco profundo. El misterio profundo es la naturaleza del Hombre.

Si la vida y los hombres hubieran comenzado a existir hace unos centenares o unos miles de años, podríamos conocer casi todos los elementos importantes de nuestro pasado. Quizá quedarían ocultas muy pocas cosas importantes de nuestra historia. Podríamos llegar fácilmente a nuestros mismos comienzos. Pero nuestra especie tiene centenares de miles de años de antigüedad, el género Homo tiene millones de años de antigüedad, los primates, decenas de millones de años, los mamíferos, más de 200 millones de años y, la vida, unos cuatro mil millones de años. Los documentos escritos nos permiten recorrer sólo una millonésima parte del camino que nos llevaría al origen de la vida. Nuestros comienzos, los acontecimientos esenciales de nuestro desarrollo temprano, no nos son fácilmente accesibles. No han llegado hasta nosotros relatos de primera mano. No pueden encontrarse ni en la memoria viva ni en los anales de nuestra especie. Nuestra profundidad temporal es patética e inquietantemente somera. La inmensa mayoría de nuestros antepasados nos son totalmente desconocidos. No tienen nombres, ni rostros, ni manías. Ninguna anécdota familiar los identifica. Nadie los reclama, los hemos perdido para siempre. No podemos distinguirlos de Adán. Si un antepasado nuestro de hace unas cien generaciones, no ya de mil o de diez mil generaciones, se nos acercara por la calle con los brazos abiertos, o nos tocara ligeramente el hombro, ¿qué haríamos? ¿Le devolveríamos el saludo? ¿Llamaríamos a la policía?

Nuestras propias historias familiares, las de los autores de la presente obra, tienen un alcance tan corto que sólo podemos mirar con claridad dos generaciones atrás, o vagamente hasta tres, y no sabemos apenas nada de las precedentes. Ni siquiera sabemos los nombres de nuestros tatarabuelos y mucho menos sus oficios, país de origen y las vidas personales. Creemos que la mayoría de personas en la Tierra están igualmente aisladas en el tiempo. En la mayoría de los casos, ningún documento ha conservado los recuerdos de nuestros antepasados de algunas generaciones atrás.

Una gran cadena de seres, humanos y no humanos, nos conecta a cada uno de nosotros con nuestros predecesores. Sólo los vínculos más recientes están iluminados por el débil proyector de la memoria viva. Todos los demás están inmersos en varios grados de oscuridad, más impenetrables cuanto más lejanos están en el tiempo. Incluso las familias afortunadas que han logrado conservar registros meticulosos no llegan más allá de una docena de generaciones. Y sin embargo, cien mil generaciones atrás nuestros antepasados eran aun reconociblemente humanos, y detrás de ellos se extienden las edades del tiempo geológico. Para la mayoría de nosotros, el haz de luz avanza a medida que lo hacen las generaciones, y a medida que nacen los nuevos individuos, se pierde la información sobre los viejos. Estamos aislados de nuestro pasado, separados de nuestros orígenes, y no debido a algún tipo de amnesia o lobotomía, sino por la brevedad de nuestras vidas y las inmensas, insondables perspectivas de tiempo que nos separan de nuestro origen.

Las personas somos como bebés recién nacidos abandonados en un portal, sin ninguna nota que explique quiénes son, de dónde vienen, qué carga hereditaria de atributos y defectos pueden llevar, o cuáles podrían ser sus antecedentes. Desearíamos ver las fichas de estos huérfanos.

Hemos inventado repetidamente en muchas culturas fantasías tranquilizadoras sobre nuestros padres, cómo nos querían, y qué heroicos e importantes eran.[3] Tal como hacen los huérfanos, también a veces nos echamos la culpa a nosotros mismos de que nos hayan abandonado. Debió de ser por culpa nuestra. Quizá éramos demasiado pecadores, o moralmente incorregibles. La inseguridad nos obligó a aferrarnos a esas historias e impusimos severos castigos a quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Eso era mejor que nada, mejor que admitir nuestra ignorancia sobre nuestros orígenes, mejor que reconocer que nos habían dejado desnudos y desamparados, como a un niño abandonado en el quicio de una puerta.

Se dice que los niños se consideran el centro de su Universo; del mismo modo también nosotros en otras épocas estuvimos seguros, no sólo de nuestra posición central, sino de que el Universo estaba hecho para nosotros. Esta antigua y cómoda presunción, esta perspectiva segura del mundo se ha ido derrumbando a lo largo de cinco siglos. Cuanto más comprendemos cómo se formó el mundo, menos necesitamos a un Dios o a dioses, y más remota en el tiempo y en la causalidad tuvo que haber sido cualquier intervención divina. El precio de la mayoría de edad es renunciar a la manta protectora y segura. La adolescencia es un paseo por la montaña rusa.

Cuando hacia 1859 comenzó a vislumbrarse que podríamos comprender nuestros propios orígenes mediante un proceso natural y no místico, que no requería Dios ni dioses, nuestra dolorosa sensación de aislamiento fue casi completa. En palabras del antropólogo Robert Redfield, el Universo comenzó a «perder su carácter moral» y se volvió «indiferente, un sistema que abandonaba al hombre».[4]

Además, sin un Dios o dioses, sin la correspondiente amenaza del castigo divino, ¿no serían los hombres como bestias? Dostoyevsky advirtió que quienes rechacen la religión, por muy buenas intenciones que puedan tener, «acabarán bañando la tierra en sangre».[5] Otros han observado que ese baño de sangre ha estado produciéndose desde los inicios de la civilización, y a menudo en nombre de la religión.

La desagradable perspectiva de un Universo indiferente, o peor, de un Universo sin sentido, ha engendrado temor, rechazo, displicencia, y la sensación de que la ciencia es un instrumento alienador. Las frías verdades de nuestra era científica resultan desagradables para muchos. Nos sentimos desamparados y solos. Anhelamos tener un objetivo que dé sentido a nuestra existencia. No queremos oír que el mundo no se hizo para nosotros. No nos impresionan los códigos morales inventados por los simples mortales; queremos uno entregado directamente desde arriba. Nos resistimos a reconocer a nuestros parientes. Aún nos resultan forasteros. Nos sentimos avergonzados: después de haber imaginado a nuestro Antecesor como el Rey del Universo, ahora nos piden que reconozcamos que procedemos de lo más humilde de lo humilde: del barro y del cieno, y de seres sin inteligencia tan pequeños que no pueden verse a simple vista.

¿Por qué concentrarnos en el pasado? ¿Por qué disgustarnos con dolorosas analogías entre hombres y bestias? ¿Por qué no limitarnos a mirar al futuro? Estas preguntas no tienen respuesta. Si no sabemos de qué somos capaces, y no sólo de qué son capaces unos cuantos santos célebres y criminales de guerra famosos, no sabremos a qué atenemos, qué inclinaciones humanas debemos estimular y contra cuáles debemos protegernos. No podremos decidir qué líneas de acción propuestas son realistas y cuáles son poco prácticas y sentimentalmente peligrosas. La filósofa Mary Midgley escribe:

Saber que por naturaleza tengo mal genio no me hace perder los estribos. Por el contrario, debería ayudarme obligándome a distinguir el mal humor que me caracteriza de la indignación moral. Mi libertad, por lo tanto, no parece especialmente amenazada por el reconocimiento de mi mal genio, ni por cualquier esclarecimiento sobre el significado de mi mal genio en comparación con los animales.[6]

El estudio de la historia de la vida, el proceso evolutivo, y la naturaleza de los demás seres que, junto a nosotros, pueblan este planeta ha comenzado a esclarecer un poco esos eslabones pasados de la cadena. No hemos encontrado a nuestros olvidados antepasados, pero comenzamos a sentir su presencia en la oscuridad. Reconocemos sus sombras a uno y otro lado. En su momento fueron tan reales como nosotros hoy. No estaríamos aquí de no haber sido por ellos. Nuestras naturalezas y las suyas están indisolublemente vinculadas a pesar de las eras de tiempo que puedan separarnos. La respuesta a quiénes somos está en esas sombras, esperando.

Cuando comenzamos esta búsqueda de nuestros orígenes, utilizando los métodos y descubrimientos de la ciencia, nos embargaba una sensación parecida al terror. Nos daba miedo lo que podíamos encontrar. Pero no sólo encontramos lugar para la esperanza sino también motivo para ella, tal como comenzamos a explicar en la presente obra. La documentación completa del huérfano es larga. Las personas hemos descubierto sólo trocitos, en ocasiones varias páginas consecutivas, nunca nada tan complejo como un capítulo entero. Muchas de las palabras están emborronadas, la mayoría se han perdido.[7]

Presentamos aquí una versión de algunas de las primeras páginas del historial del huérfano, la nota inexistente que debía de haber acompañado al niño abandonado en el umbral, algo sobre nuestros comienzos y sobre los antepasados olvidados de interés esencial para el desenlace de nuestra narración. Como la mayoría de historias familiares la presente narración comienza en la oscuridad; hace tanto tiempo, en un lugar tan lejano y en circunstancias tan poco prometedoras, que nadie podía haber adivinado a dónde llevaría todo aquello.

Vamos a rastrear la historia de la vida y el camino que condujo hasta nosotros: cómo llegamos a ser de la forma que somos. Es conveniente que empecemos por el principio. O un poco antes.