CAPÍTULO 10
EL PENÚLTIMO REMEDIO
Cuando el mundo está sobrecargado de habitantes, el último de todos los remedios es la guerra…
THOMAS HOBBES, Leviatán, II, 30[1]
Cuando los organismos se han convertido en auténticos expertos en el sexo y la evolución ha desarrollado el equipo físico del sexo y la pasión por él, aparece necesariamente un peligro: pueden nacer tantos seres competentes y capaces de intercambiar su ADN, que después de devorar todos los alimentos, nutrientes o presas acaben muriendo casi todos, incluidos sus parientes próximos. Esto debe de haber sucedido innumerables veces en la historia de la vida.
Pongamos por ejemplo a un ser tan modesto como una bacteria, que pesa una billonésima de gramo, y dejemos que se reproduzca sin ningún obstáculo. En la segunda generación habrá dos bacterias; en la tercera generación, cuatro; en la cuarta generación, ocho; y así sucesivamente. Si imaginamos que ninguno de esos descendientes muere, al cabo de 100 generaciones el conjunto pesará como una montaña; al cabo de 135 generaciones, como la Tierra; al cabo de 150 generaciones, como el Sol; y al cabo de 185 generaciones, como la galaxia Vía Láctea.
Estos prodigiosos aumentos de masa son simples ejercicios aritméticos que nunca podrían producirse en el mundo real. En primer lugar, los microbios al multiplicarse se quedarán pronto sin comida. Sus descendientes no podrán pesar como una montaña si no disponen de una montaña de comida para alimentarse; mucho menos llegarán a disponer de una Tierra, un Sol o una galaxia. La cantidad disponible de alimentos es limitada. Por lo tanto, los descendientes pronto empezarán a competir entre sí por los escasos recursos. Pero habida cuenta del enorme poder de la reproducción exponencial, un organismo con cierta ventaja, aunque sea reducida, para encontrar alimentos o para aprovecharlos sustituirá rápidamente a la competencia (o al menos eso harán sus descendientes). Los reproductores rápidos generan poblaciones grandes y crean competencia para los recursos; proporcionan la materia prima para una selección natural que amplía eficientemente las pequeñas diferencias de adaptabilidad las cuales podrían ser tan pequeñas o sutiles que ni siquiera las notaría el naturalista más competente. Éste era el argumento central del manuscrito de Darwin sobre la evolución, escrito en 1844 y no publicado, y de su artículo publicado en Proceedings of the Linaean Society de Londres en 1858.[2]
¿Qué pasa en la realidad cuando el hacinamiento es excesivo? Algunas respuestas parecen estar al servicio de un fin superior. Embriones hermanos de tiburón luchan a muerte en el útero. En muchos mamíferos no humanos, hermanos y hermanas de la misma camada compiten para llegar a los pezones. A menudo hay una cría menos competente que no logra abrirse camino hasta el pezón: es el más débil de la camada que se va debilitando progresivamente con cada intento fallido por alimentarse. La zarigüeya de Virginia tiene trece tetas y generalmente más de treces crías por camada. Sólo sobreviven las crías que consiguen regularmente llegar a una teta. Estas competiciones eliminan a los débiles. Las especies que tienen más tetas que cachorros permiten a las crías debilitadas y con poca iniciativa llegar al estado adulto. Si es poco probable que estas crías sean adultos, que compitan con éxito y transmitan sus genes, su madre habrá estado perdiendo el tiempo desde el punto de vista de sus genes al alimentarlas. Las madres con menos tetas o más crías tienen una ventaja selectiva. Que nosotros sepamos, no acompaña a esto ninguna preocupación por la crueldad y el sufrimiento.
Los hombres hacemos continuamente experimentos de hacinamiento de animales en recintos cerrados, aparte del experimento de las ciudades. Las instituciones responsables se llaman zoos; algunos son mucho más perniciosos que otros. Un problema conocido de los zoos es que muchos de los animales encerrados son algo menos capaces de «reproducirse en cautividad»; otro problema son los conflictos violentos y continuos, generalmente entre machos de la misma especie. Los cuidadores de zoos han aprendido que si desean mantener sus «inventarios» deben separar a menudo a los machos. También se han realizado experimentos de laboratorio para estudiar el hacinamiento. Es importante recordar en todos estos casos la artificialidad de la circunstancia. Una opción posible en estado salvaje no es posible en cautividad: sea cual fuere la provocación, un animal encarcelado no puede escapar del conflicto y empezar su vida de nuevo en otro sitio.
Las ratas comunes o de alcantarilla han estado reproduciéndose en laboratorios científicos desde mediados del siglo XIX. La selección artificial ha creado —en parte por decisiones inconscientes del personal de laboratorio— una raza de ratas que es más tranquila, menos agresiva, más fértil y que tiene un cerebro notablemente más pequeño que el de sus antepasadas libres. Todo esto es una ventaja para quienes experimentan con ratas.[3]
El psicólogo John B. Calhoun realizó un experimento que se ha hecho clásico,[4] consistente en dejar reproducirse a unas ratas comunes en un recinto de tamaño fijo hasta que el número de ocupantes, y por lo tanto la densidad de población, fuera muy alto. Procuró, sin embargo, que todas las ratas recibieran siempre suficiente comida. ¿Qué pasó?
A medida que la población aumentaba, se observó toda una serie de comportamientos insólitos. Las madres lactantes empezaron a actuar con cierto desequilibrio, rechazando y abandonando a sus crías, que languidecían y morían. A pesar de la abundancia de comida, los cadáveres de los recién nacidos eran vorazmente devorados por cualquiera que pasara. Las hembras adultas en celo o en estro eran perseguidas implacablemente, no por uno, sino por muchos machos, y no tenían esperanza alguna de escapar, ni siquiera de encontrar un refugio. Los trastornos de obstetricia y ginecología proliferaron, y muchas hembras morían al parir, o por complicaciones posteriores. En estas situaciones de hacinamiento las ratas perdían el interés o la capacidad de construir nidos para ellas y sus crías y su capacidad para ello: el resultado eran construcciones de poca monta, inútiles y propias de aficionados.
Calhoun distinguió cuatro tipos de machos: los dominantes y muy agresivos, que eran los «más normales», aunque de vez en cuando «enloquecían»; los homosexuales, que abordaban sexualmente a adultos y jóvenes de ambos sexos (pero, significativamente, sólo a hembras que no ovulaban): sus invitaciones eran generalmente aceptadas, o al menos toleradas, pero los machos dominantes los atacaban con frecuencia; una población completamente pasiva que «se movía por la comunidad como sonámbula» con una desorientación social casi completa; y un subgrupo llamado por Calhoun los «experimentadores», que no participaban en la lucha por una posición social, pero que eran hiperactivos, hipersexuales, bisexuales y caníbales.
Si no hubiera diferencias entre ratas y personas, podríamos llegar a la conclusión de que hacinar a los hombres en las ciudades —dejando inalterados los demás factores— tendría como consecuencia la aparición de más brotes de peleas callejeras y de violencia doméstica, malos tratos y desatención de los niños, aumento de la mortalidad infantil y materna, violaciones en grupo, sicosis, aumento de la homosexualidad y de la hipersexualidad, discriminación hacia los homosexuales, alienación, desorientación y desarraigo social y decadencia de los conocimientos domésticos tradicionales. Sin duda es interesante. Pero las personas no son ratas.
El hacinamiento de los gatos desencadena un cuadro dantesco de bufidos y maullidos, animales con los pelos de punta, luchas despiadadas y la designación de gatos paria que todos los demás atacan. Pero las personas tampoco son gatos.
El hacinamiento de parientes nuestros más próximos, los papiones, puede provocar derramamientos de sangre y disturbios sociales comparables como mínimo a los de ratas y gatos, como veremos después. En muchos animales, el hacinamiento provoca también una mayor susceptibilidad a las enfermedades, y una estatura adulta menor. Pero cuando los monos vervet comienzan a estar hacinados en sus recintos, se evitan cuidadosamente unos a otros y se dedican a estudiar con gran interés el suelo donde están sentados y las nubes que pasan por el cielo. Entre los chimpancés, el hacinamiento tiende a poner a todos algo inquietos. Hay más agresión, pero no mucha más. A medida que la densidad de población aumenta, los chimpancés realizan esfuerzos concertados para calmarse unos a otros y hacer las paces.[5] Los chimpancés tienen mecanismos neurales y un idioma social para compensar el hacinamiento. ¿No nos parecemos más a los chimpancés que a las ratas?
Podría considerarse que la respuesta de las ratas al hacinamiento, incluso en su forma más patológica, tiene una lógica evolutiva implacable. Cuando la densidad de población es excesiva se ponen en marcha mecanismos para reducirla. Contribuyen a lograr este fin factores como el gran número de adultos que pierden el interés social, las enfermedades, el aumento del número de homosexuales, y una elevada mortalidad infantil y materna. Al final, la población se hunde, el hacinamiento se reduce y la generación siguiente retorna a la normalidad, hasta que las presiones demográficas vuelvan a aumentar. Algunos comportamientos en respuesta a una elevada densidad de población de las ratas de Calhoun y de muchas otras especies quizá no deberían considerarse como bárbaras e insensibles, sino como una calamidad necesaria, cuya intervención preparó laboriosamente la evolución.
Hemos expresado el proceso en términos de la selección de grupo, pero también es posible interpretarlo en el idioma de la selección de parentesco. Pero también podríamos haber subrayado que el hacinamiento en la Naturaleza es casi siempre un preludio al hambre y que por ello tiene una especie de lógica desesperada abandonar a las crías o devorarlas, o dejar de construir nidos para los pequeños o procurar que las crías nazcan muertas o no concebirlas.[6]
En muchos animales —los monos aulladores, por ejemplo-la elevada densidad de población provoca la llegada al poder de machos forasteros y la matanza de las crías. Este comportamiento es especialmente vivido en las especies cuyos machos dominantes mantienen harenes o intentan impedir que otros machos se reproduzcan.[7] Pero, ¿se debe esto fundamentalmente al hacinamiento o a la estrategia evolutiva del nuevo macho dominante? Eliminar todas las distracciones de las hembras lo más rápidamente posible, lograr que ovulen (lo cual se consigue matando a sus crías) y preñarlas antes de que el próximo usurpador derrote al macho dominante favorece la proliferación de sus genes.[*] Cuanto mayor sea el hacinamiento más desafíos de rivales sexuales y más infanticidios de este tipo. Aún no está claro si esto explica todo el comportamiento anómalo de las ratas de Calhoun, pero sin duda lo explica en parte.
Si, compadecidos de las ratas, gatos y papiones de estos experimentos, deseáramos ayudarlos, ¿qué podríamos hacer? Podría ocurrírsenos la idea de organizar su fuga de la prisión y devolverlos a sus medios naturales. Eliminaríamos el hacinamiento, y si los animales pudieran apañarse solos quizá recuperarían su comportamiento y su estructura social normales. Pero ¿no debería la misma evolución haber inventado mecanismos para dispersar a organismos competidores de modo que no se interpusieran en los respectivos caminos, especialmente la variedad agresiva más flagrante, generalmente los jóvenes machos adultos? Esto sería ventajoso tanto para el individuo como para la especie.
De hecho, la Naturaleza proporciona esta válvula de seguridad: los perdedores potenciales —quienes creen que serán vencidos si continúan luchando o quienes consideran que los beneficios hipotéticos de la lucha no merecen el riesgo de aguantar y luchar hasta la muerte— pueden simplemente recoger los bártulos y marcharse. Hay una cláusula de escape en su contrato, una tarjeta que permite salir de la cárcel y reducir en picado los casos de mutilación y asesinato. Basta cumplir unas pocas formalidades y largarse. Pero encerrémosles en un zoo o en un bloque de pisos de laboratorio para ratas y les estaremos negando toda posibilidad de huida. Es entonces cuando se vuelven locos.
Se precisa para ello algún tipo de repulsión mutua, como el de las cargas eléctricas del mismo signo o polaridad. Cuando dos electrones están lejos, apenas sienten su influencia mutua. Pero si los acercamos, entra en acción una poderosa fuerza de repulsión eléctrica, tanto mayor cuanto más cerca están. Algo parecido pasa con los imanes. Los animales oportunistas, que en condiciones favorables pueden reproducirse exponencialmente, necesitan una repulsión mutua que aumenta rápidamente cuando los animales se ponen en contacto próximo y sistemático. Esta fuerza existe en la Naturaleza: es la agresión intraespecífica, es decir, la agresión interna, dentro de una especie determinada.
La competencia en los animales se da casi siempre entre miembros de la misma especie. ¿Cómo podría ser de otro modo? Tienen casi exactamente el mismo hábitat, los mismos gustos culinarios, la misma estética erótica, los mismos lugares de anidar y dormir, el mismo terreno donde buscar comida y cazar. Si los animales viven dispersos, habrá suficiente alimento y recursos para todos, siempre que estén lo bastante cerca para poderse encontrar cuando llegue el momento de aparearse. Si hay hacinamiento los conflictos aumentan e incluso los animales más fuertes corren un riesgo mayor de enfrentarse a muerte.
La dispersión se logra gracias a la agresión, pero la agresión no es lo mismo que la violencia y raras veces llega tan lejos como la violencia.[8] A menudo basta con anunciar amenazadoramente a quien pueda oírlo que ése es territorio propio y que no se tolerarán intrusos. El animal puede patrullar las fronteras rociando el suelo con orina o depositando heces en lugares destacados y estratégicos o puede dejar una señal aromática de su interés por la finca arrastrándose y frotando mucho con sus glándulas odoríferas especiales. El oso gris intentará dejar en un pino marcas lo más altas que pueda; los posibles cazadores furtivos al imaginar la estatura de su autor, evitarán el encuentro.
Aproximadamente el 80% de los diferentes órdenes de mamíferos están armados con glándulas aromáticas especializadas. Las gacelas las tienen delante de los ojos, los camellos en las patas y el cuello, las ovejas en el vientre, algunos cerdos en el codillo, las gamuzas detrás de los cuernos, las antilocapras en la mandíbula, los pecarís en la espalda, los almizcleros en los genitales y las cabras en la cola. Los ratones de agua frotan sus patas posteriores con las glándulas de sus flancos y golpean rítmicamente con las patas el suelo. Los gerbos y las ratas de bosque frotan sus vientres directamente sobre el suelo y segregan su señal aromática con su glándula ventral. Algunos animales tienen cinco o seis tipos diferentes de glándulas aromáticas en diferentes lugares de su cuerpo, cada una de las cuales contiene una proclama química diferente. Los gatos rocían las cortinas y tapicerías con gotitas de orín cuidadosamente titulado, por si un insolente gato forastero entrara en la sala y se acurrucara frente a la chimenea. Los conejos depositan sus heces recubriendo cada bolita con el producto de la glándula aromática anal y forman montones meticulosos en las encrucijadas interiores de las madrigueras: como los altares de Hécate en los caminos de la antigua Grecia.
Algunos animales marcan a otros con estos olores, y las ratas orinan sobre los cuerpos de sus parejas: quizá como un signo de propiedad sobre individuos y territorios. Los animales pueden distinguir por el olor a hembras de machos, a miembros de su propio grupo o raza de los demás, pueden determinar la edad, la identidad individual y la receptividad sexual de las hembras.[9] Los científicos han empezado a descifrar las frases repertorio de sus comunicados químicos, que pueden ser: «¡fuera forasteros!: a vosotros lo digo», o bien «macho soltero, bien alimentado, desea conocer a hembra soltera y atractiva…», o «si quieres pasar un buen rato, sigue este rastro aromático». A veces parece que los mensajes son mucho más sutiles. Los animales se dedican a llenar los conductos de comunicación olfativa con una riqueza y agudeza discriminadora que los hombres perdieron hace tiempo. A pesar de todos nuestros instrumentos, todavía no hemos conseguido volver a entrar en ese mundo.
Si, a pesar de todos los mensajes aromáticos, alguien invade nuestro territorio, quizá baste con hacer gestos amenazadores, abalanzarse sobre él o mostrarle los dientes y gruñir. Es evidente que entablar un combate mortal diente con diente o garra con garra cada vez que hay una pequeña disputa jurisdiccional es demasiado costoso para todos, tanto vencedores como vencidos. Es mucho mejor dispersar a la población con fanfarronadas, engaños, fingimientos y una vivida pantomima sobre el trato violento que daremos al intruso si se empeña en ignorar nuestras moderadas y razonables advertencias. La disuasión es la forma de arreglar generalmente este tipo de cosas en el planeta Tierra. La violencia real se sitúa en el extremo final del espectro de posibilidades agresivas: es un último recurso, como dijo Hobbes. La Naturaleza suele solucionar las cosas sin llegar a ese extremo.
Para evitar malentendidos es importante haber establecido convenciones inequívocas no sólo sobre lo que constituye una agresión, sino también sobre lo que constituye la sumisión. Los gestos sumisos típicos de los mamíferos son lo opuesto a los gestos agresivos típicos:[10] apartar la vista y mirar a cualquier lado excepto al adversario, la inmovilidad absoluta, una especie de reverencia con las patas delanteras y la cabeza gachas y la grupa levantada, ocultar las partes del cuerpo que podrían interpretarse como exhibiciones de amenaza y presentar hacia arriba la arteria yugular o el vientre exponiendo los órganos vitales al adversario, como invitando al destripamiento. La pantomima es lúcida: «Aquí tienes mi vientre, haz conmigo lo que quieras.» Casi siempre sigue a esto un gesto magnánimo del vencedor.[*] Las diferentes especies tienen diferentes convenciones hereditarias sobre lo que constituye y simboliza la sumisión. La lucha se transforma en ritual; en lugar de combate sangriento, hay un intercambio de datos.
Este tipo de agresión —la mayoría de veces entre machos de la misma especie que se disputan territorios o hembras— es muy diferente de la agresión de los depredadores, o de la agresión contra miembros de otras especies. Las dos modalidades tienen en común algunos rasgos (mostrar los dientes, por ejemplo), pero una es principalmente una simulación y la otra va muy en serio. En cada cual intervienen partes diferentes del cerebro. En rivalidades amorosas, los gatos chillan, escupen, arquean el lomo, erizan el pelo, levantan la cola y dilatan las pupilas. (Observemos que muchas de estas posturas y gestos hacen que el animal parezca mayor y más peligroso de lo que es.) Sin embargo, raras veces se lastiman en serio. La propensión genética a atacar a otros individuos de la misma especie y a provocar ataques de ellos tiene un elemento de adaptación negativa: aunque uno gane todas las peleas, puede salir malherido, o se le puede infectar una herida pequeña. Los rituales sin sangre y el combate simbólico son mucho más prácticos.
La agresión de los depredadores es exactamente lo contrario. Su primer objetivo es acercarse lo más posible a la víctima antes de que ésta se dé cuenta de lo que está pasando. El gato avanza sigilosamente, por centímetros si es preciso, con las orejas aplanadas hacia atrás, el pelo pegado al perfil del cuerpo y la cola baja. El gato acecha en silencio absoluto. Luego viene el salto inesperado, la muerte de la presa y la cena; todo con una delicadeza y gracia consumadas, sin maullar y sin escupir. La agresión intraespecífica es casi únicamente exhibición, ostentación, intimidación, coacción, arte teatral. Sólo en raras ocasiones acaba siendo un combate a muerte. Sin embargo, la agresión interespecífica es otra cosa. Ahí se va al grano. Puede que la presa escape, pero la intención del depredador es matar. Pocas especies confunden sistemáticamente las dos formas de agresión.
El combate fingido es el pan de cada día en el teatro de la agresión intraespecífica; ambos contendientes representan su papel, realizan los movimientos, pero ninguno acaba realmente herido. Los mortíferos peces piraña de dientes de aguja que habitan los ríos de Sudamérica luchan entre sí, o al menos los machos, pero nunca se muerden; morder les podrían perjudicar a todos. En lugar de morder se empujan con las aletas de la cola. Quieren comunicar agresión, pero no ensangrentar las aguas. Es como si los combatientes caminaran sobre una fina línea divisoria entre la cobardía y el asesinato. Lo más frecuente —en condiciones de hacinamiento las cosas pueden ser distintas— es seguir la línea con una asombrosa precisión. Pero, como recordatorio de lo fina que es la línea, en muchas especies la lucha intraespecífica es más probable cuando los animales tienen hambre. Un tipo de comportamiento desemboca en el otro.
La hembra de la garza azul oye el grito de amor del macho. Puede haber varios machos llamando al mismo tiempo, al viento, que no saben quién les escucha. La hembra escoge al que más le gusta y se posa sobre una rama próxima. El macho comienza inmediatamente a cortejarla. Pero si ella muestra interés y se le acerca, el macho cambia de opinión, se vuelve desagradable y la expulsa, o incluso la ataca. Cuando la desconcertada hembra huye, el macho la llama de nuevo «frenéticamente», según dice Nikko Tinbergen, el cronista pionero de la vida de la garza azul. Si la hembra le da otra oportunidad y regresa, es muy probable que el macho vuelva a atacarla. Pero si la paciencia de la hembra aguanta lo suficiente, el voluble malhumor del macho se irá calmando poco a poco y quizá acabe dispuesto a aparearse con ella. El macho es conflictivo y ambivalente. El sexo y la agresión están mezclados en su cerebro y la confusión es tan profunda que sin la paciencia de la hembra la especie podría dejar de reproducirse. Si tuviera que nombrarse en el reino de las aves a un candidato para la sicoterapia, proponemos a la garza azul macho. Pero en las mentes de muchas especies, incluidos reptiles, aves y mamíferos, se da una confusión parecida, especialmente en los machos. Parte del circuito neural del cerebro correspondiente a la agresión parece estar situado junto al circuito neural del sexo. El comportamiento resultante es extrañamente familiar. Pero, por supuesto, los hombres no son garzas.
A menudo podemos observar en el comportamiento del animal una ambivalencia, una tensión entre inhibición y desinhibición del mecanismo agresivo. El animal no sabe qué partido tomar. Un gallo de pelea armado con un pico y unos espolones mortales, en pleno enfrentamiento, puede darse la vuelta y ponerse a picotear un guijarro del suelo, que arrojará al cabo de un momento. En el comportamiento humano, como en el animal, esto se llama «desplazamiento». Los sentimientos agresivos se transfieren o se desplazan a alguien o a algo distinto, de modo que las pasiones puedan descargarse sin provocar daños reales. El gallo no está enfadado con el guijarro, pero el guijarro está a tiro y es un blanco más seguro.
Algunos peces tropicales machos utilizan sus vivos colores para mantener alejados a otros machos, es decir, para proteger territorios y hembras. Pero también las hembras están decoradas de modo parecido. Durante el cortejo, si la hembra se siente atraída por el macho prescinde de sus habituales indicaciones de sumisión o de disposición a la fuga y muestra sus intenciones amorosas al macho con una exhibición. Sin embargo, esta exhibición es muy parecida a la propia postura agresiva del macho. En algunas especies, el macho se enfurece (y probablemente se desconcierta un poco); responde mostrando a la hembra la coloración de su costado, bate la cola temiblemente y la embiste. Pero, como señala Konrad Lorenz en un famoso estudio, en realidad no la ataca (si lo hiciera, dejaría menos descendencia); pasa de largo cerca de la hembra y ataca a otro pez, generalmente al macho que manda en el territorio contiguo y que probablemente estaba muy tranquilo con sus cosas ramoneando entre las algas. Finalmente, la situación se resuelve. Nuestro protagonista deja de atacar a su vecino o de embestir a la hembra. La especie continúa. En este caso, en lugar de desplazar la agresión de un enemigo formidable a un objetivo inofensivo, el desplazamiento es inverso. Este tipo de redirección está muy extendido. También aquí los gestos, posturas y exhibiciones relacionados con el sexo están muy próximos a los de la violencia. Ambos pueden confundirse.
Un lobo saluda a otro rodeándole el hocico con la boca. Muchos otros mamíferos hacen algo parecido. Los domadores de animales salvajes se sorprenden cuando son los beneficiarios de esos saludos. El lobo se levanta sobre sus patas traseras, coloca las patas delanteras en los hombros del científico y pone sus mandíbulas alrededor de la cabeza del científico. Ésta es simplemente la manera que el lobo tiene de mostrarse cariñoso. Si fuésemos un animal que no supiera hablar, comunicaríamos un mensaje muy claro: «¿Ves mis dientes? ¿Los notas? Podría hacerte daño; sí, mucho daño. Pero no lo voy a hacer porque me gustas.» Una vez más, una línea muy estrecha separa el afecto de la agresión.
Los chimpancés que juegan a pelearse de broma, como decimos nosotros, ponen una «cara de juego» característica para demostrar que su gimnasia de combate no es más que un juego. Las exhibiciones de cortejo de las gaviotas se han calificado de actos de «temor y hostilidad, o tendencias de ataque y de huida, expresadas… de una forma que parece negarlas».[11]
Entre las garzas hay una «ceremonia de apaciguamiento» en la que el macho extiende sus alas, exagera su tamaño, levanta el pico… y luego, todavía en una postura de amenaza, se da la vuelta y presenta una parte de su anatomía vulnerable y muy visiblemente marcada, quizá la parte lateral o trasera de la cabeza. La pantomima puede repetirse varias veces e incluir un ataque a un trozo de madera u otra cosa que esté a mano. El mensaje que el ave comunica es claro: «Soy grande y amenazador, pero no para ti, sino para ése, aquél y el de más allá.»[12]
La sonrisa puede tener un origen similar. Enseñar los dientes conlleva el mensaje: «Me parece que eres comida» o por lo menos, «Cuidado conmigo». Pero en el lenguaje simbólico de los animales esta señal puede suavizarse y modificarse: «Aunque seas comida, aunque yo esté bien equipado para comerte, conmigo estás a salvo.» En todo el mundo, en casi todas las culturas humanas, sonreír demuestra afecto y compañerismo (con ciertos matices que comunican un toque de nerviosismo y deferencia). En todo el mundo, en casi todas las culturas humanas, en la vida civil como en la militar, al dar un apretón de manos, al dar esos cinco, al saludarse como los sioux montados, al dar los salves al César y los Heil a Hitler, al saludar a un oficial superior o al agitar la mano para decir adiós, los hombres ofrecemos nuestra mano derecha para saludar, demostrando cuando todavía estamos a una distancia segura que no vamos armados y que por lo tanto no somos una amenaza. Ésta es la información que uno necesita conocer en una especie propensa desde sus primeros días a los palos, cuchillos, lanzas y hachas.
Los animales, con ocasionales excepciones, no parece que deduzcan conscientemente lo que deben hacer en una situación determinada y que luego, sopesando alternativas, opten por la agresión. Éste es un proceso demasiado lento para poder sobrevivir en el tumultuoso mundo biológico. El animal siente la amenaza o ve la presa y una décima de segundo después responde. Se inicia un conjunto complejo de reacciones fisiológicas —se vierte adrenalina en el torrente sanguíneo y los miembros comienzan a flexionarse— y estas reacciones suelen estar disponibles y listas en el animal, a la espera de las señales que las desencadenarán.
En la arquitectura neural de los mamíferos hay un circuito innato de la agresión y la depredación. Si se estimula eléctricamente una determinada región del cerebro de un gato solitario, comenzará a acechar a una presa imaginaria. Si cortamos la corriente, el gato se estirará y se lamerá las patas; la alucinación se ha desvanecido. Las ratas que no se paran a mirar dos veces a los ratones, al aplicar una descarga eléctrica en las partes apropiadas de sus cerebros, se convierten en asesinas enloquecidas, en máquinas implacables de matar ratones. Los circuitos neurales simulados existen por algún motivo; en el curso ordinario de la vida del animal, los excitará alguna señal del mundo exterior —un movimiento, un olor, un sonido causante de estimulación eléctrica— y se pondrá en marcha el mecanismo del cerebro encargado de la agresión o la depredación. Incluso los cachorros de perro de sólo dos semanas se ponen a aullar y a ladrar si se les da un suculento hueso cubierto de carne. La comida seca para perros no desencadena la misma respuesta innata y apasionada. Los hombres también tienen este mecanismo. A veces un circuito que se dispara cuando no debe o que está mal conectado puede ponerse en marcha con muy pocos estímulos del mundo exterior, o incluso sin ningún estímulo.
Es como si todos nosotros, aves y mamíferos —pero especialmente los machos—, fuéramos por el mundo llevando un tablero de control con sus teclas. Los tableros son muy visibles y ofrecen fácil acceso a los demás (y también a nosotros; de modo que podemos ejercitarnos solos, como saben hacer los atletas profesionales). Cuando se pulsan las teclas, se desinhibe un conjunto de respuestas poderosas, apasionadas y a veces mortales que en general están rigurosamente controladas. Visto de este modo, puede parecer extraño que la Naturaleza haya creado unas teclas tan fáciles de pulsar, de acceso tan fácil, tan vulnerables a la explotación.[13]
Una especie de luciérnagas caníbales simula el color y la frecuencia de los destellos de llamada de otra especie de luciérnagas palurdas. Las caníbales pulsan las teclas del amor de inocentes insectos; las luciérnagas víctimas ven visiones de hembras seductoras donde en realidad sólo hay bocas abiertas. A menudo los machos de muchas especies, para atraer a hembras poco interesadas o recalcitrantes y aparearse con ellas, están dispuestos a pulsar teclas destinadas a objetivos bastante distintos, como la alimentación, la defensa, la timidez ante la agresión, o el cuidado de las crías. Pueden arremeter brevemente de modo amenazador, llorar como un bebé, imitar una llamada de alarma, saltar con una sola pierna como si estuvieran heridos, o (los pavos reales) picotear en el suelo como si hubieran encontrado comida.[14]
Estos machos, que no se dejan influir por los escrúpulos, emplearán cualquier método que sirva. En muchas culturas, los jóvenes intentan pulsar todas las teclas disponibles para el sexo, formulando quizá promesas totalmente insinceras de fidelidad y dedicación; o se provocan mutuamente a la pelea burlándose del valor del otro, por ejemplo, o calumniando el comportamiento sexual de su madre. Las ventajas de tener estas teclas tan a mano deben pesar más que los riesgos. Sin embargo, la inflexibilidad de estas respuestas impulsivas podría ser motivo de preocupación.
Estas pautas de comportamiento están codificadas también en los ácidos nucleicos. Cada ademán de disuasión, cada postura que indica sumisión queda meticulosamente escrita en el lenguaje de los nucleótidos ACGT. Por lo tanto, podríamos esperar que entre un animal y otro de una especie determinada varíe el estilo o la intensidad de la agresión, como así se comprueba. Si tomamos una población de ratones y apareamos entre sí por un lado a los agresivos y por otro a los pacíficos, obtendremos finalmente dos razas de temperamento claramente diferente. Esto no se debe al modo de criar a los hijos, porque los retoños de padres agresivos, criados por madres pacíficas, son agresivos y viceversa. Se sabe que los criadores de perros han producido mediante la selección artificial razas nerviosas, excitables y feroces, como por ejemplo los rottweiler o los pitbull, y razas pacíficas y amables, utilizadas a menudo como perros guardianes, por ejemplo el cocker. La herencia suele tener más influencia que el entorno doméstico sobre la agresión de ratones y perros. (En los hombres podría ser al revés, o ambas influencias podrían estar igualadas.)
Casi todos los mamíferos sociales están organizados en grupos de hembras (a menudo emparentadas) y sus hijos. Los machos, por lo demás ausentes, están presentes de modo conspicuo cuando las hembras están en celo. Pueden dedicarse a dominar, luchar o aparearse, pero en términos de estructura social básica y de crianza de los hijos su presencia suele ser escasa. Generalmente, crían a los hijos madres solteras. Son excepciones a la norma los chimpancés, los gorilas, los gibones, los perros salvajes y quizá los lobos. Y, de un modo más que ocasional, los hombres.
En climas templados y polares hay buenos motivos para que las crías nazcan en primavera, porque así les queda para crecer el resto de la primavera y todo el verano y el otoño, antes de que deban enfrentarse con los rigores del invierno. Si el período de gestación es corto (o si dura casi un año), el apareamiento se producirá también en primavera. Tuvieron que transcurrir grandes espacios de tiempo evolutivo para conseguir incorporar relojes biológicos en los animales, estimular la maquinaria reproductora en el momento oportuno de la primavera e inhibirlo en otras épocas del año.
La selección natural ha proporcionado una amplia gama de pistas visuales, olfativas, auditivas y de otra índole para informar a los machos, generalmente poco interesados, de que a su alrededor los ovarios están desprendiendo óvulos, lo que no es posible captar de otro modo. La atención sexual en otros momentos suele ser un esfuerzo inútil (sirve para unir al macho y a la hembra de especies que necesitan a ambos para criar a los pequeños). La hembra está diseñada con un cierto calendario interno (que quizá la longitud del día pone en marcha) y una serie de señales y comportamientos (feromonas seductoras, además de posturas provocativas, por ejemplo). Cuando llega la estación del amor y se recibe la señal, ambos sexos enloquecen de pasión como activados por algún aparato de relojería cartesiano.
Si el apareamiento se produce en la primavera, la rivalidad de los machos por las atenciones de las hembras debería tener su momento culminante en la primavera. Si las vidas de los ciervos dependen en parte de su velocidad y de su capacidad de defensa cuando los acorralan los depredadores, las pruebas intraespecíficas de fuerza, velocidad, resistencia y estrategia de los ciervos macho benefician a los genes de los vencedores y al clan de los ciervos. Se trata de combates ritualizados, casi nunca a muerte. El sentido del ejercicio queda inmediatamente claro cuando la hembra se entrega al vencedor. Una multitud de espectáculos de este tipo repetidos a lo largo de generaciones ayuda al ciervo a mantenerse al nivel de las mejoras hereditarias que experimenta, por ejemplo, la habilidad cazadora de los lobos.
En muchas especies depredadoras los animales cazan juntos. Se levanta a la presa y se le hace caer en la emboscada, o se la agota con repetidas fintas. Se aísla a los rezagados, generalmente los más débiles, que son las crías y los viejos. Se utiliza un sistema de relevos. El primer grupo realiza sólo fintas y el segundo grupo corre a paso largo para tomar el relevo del ataque cuando el primer grupo está agotado. La cooperación permite cazar con mucha eficacia, y los depredadores pueden derribar a animales mucho mayores que ellos.
Los miembros de un equipo de caza tienen una cierta ética: cualquier rivalidad que pueda existir entre ellos queda arrinconada durante la caza. También para ellos «la política se detiene al borde del agua». Dentro del grupo hay un conjunto de normas sociales diferentes de las de fuera. Pero entre atacar animales de otras especies y atacar forasteros de la misma especie sólo hay un paso. Este paso lo dan los perros y los leones, que cazan en equipo, y las hormigas y los pingüinos, que no lo hacen. Estos animales actúan como si solamente debieran lealtad especial a su grupo; todos los demás inspiran desconfianza y hostilidad, aunque sean miembros de la misma especie. Y esto no se limita a los equipos de caza. Es una realidad de la vida de la mayoría de aves y mamíferos sociales.
El etnocentrismo es la creencia de que el grupo propio (sea cual fuere) ocupa el centro de todo lo bueno y verdadero, el centro del universo social. Nosotros hacemos las cosas como deben hacerse. La xenofobia es el temor y el odio hacia los extranjeros. El comportamiento de ellos es obstinado o raro o abominable. No tienen el mismo respeto hacia la vida que nosotros tenemos. Y en todo caso están ahí para acabar con nosotros. Es de nuevo el «nosotros contra ellos». El etnocentrismo y la xenofobia son muy comunes entre las aves y los mamíferos, aunque no constituyan una norma invariable: las bandadas de aves migratorias, por ejemplo, son mucho más abiertas a los recién llegados de la misma especie.
Si topamos con un forastero que quiere hacernos daño a los dos, ambos tendremos motivos para dejar de lado las diferencias que puedan existir entre nosotros y oponernos juntos al enemigo común. Las posibilidades de sobrevivir a un ataque —como individuos y como grupo— son mucho mayores si hacemos causa común con nuestros compañeros. La existencia de enemigos comunes puede actuar como una poderosa fuerza de unificación. Los enemigos comunes mantienen funcionando la maquinaria social. Los grupos que tienden a la paranoia xenofóbica podrían tener una ventaja de cohesión en relación con grupos que inicialmente son más realistas y despreocupados. Quizá exageramos la amenaza, pero hemos reducido las tensiones internas dentro del grupo; y si la amenaza del exterior es más grave de lo que habíamos calculado en privado, estaremos mejor preparados. Si los costos sociales se mantienen dentro de límites razonables, esta actitud puede ser una estrategia de supervivencia válida. Por eso a veces la xenofobia puede resultar contagiosa.
Las crías son vulnerables incluso en animales que tienen pocos enemigos naturales cuando son adultos: los delfines, por ejemplo, o los lobos. Hay que tomar medidas especiales para protegerlas. Los delfines adultos no se alejan de sus crías. Los cachorros de lobo son muy cautos y temerosos en sus primeros meses de vida. Muchos polluelos piden alimento con señales visuales y no auditivas, para no despertar el interés indeseable de los depredadores. Estas medidas permiten tratar la violencia interespecífica y también la intraespecífica. Muchos animales que viven en grupo atacan a miembros de otros grupos perdidos en su territorio, por lo tanto las crías tienen buenos motivos para desconfiar de los forasteros.
Las crías de ñu azul, un antílope africano que es presa de muchos depredadores, pueden mantenerse en pie temblorosamente a los pocos minutos de haber nacido. Al cabo de cinco minutos ya puede seguir a su madre, y a las veinticuatro horas puede seguir el paso de la manada. Los ñus azules crecen de prisa. Las crías de otros animales, cuyo ejemplo más claro es el hombre, nacen completamente desvalidas. Si los padres los abandonan, mueren en pocos días, aunque no haya depredadores. Una madre de ñu azul apenas hace concesiones a su cría, aparte de dejarla mamar. Las madres humanas (y las madres del petirrojo, del lobo y del mono, entre muchas otras) deben adoptar un repertorio complejo de comportamientos para que pueda haber una próxima generación. En los mamíferos superiores estas actividades especiales pueden durar años o incluso decenios, hasta que el hijo ha crecido casi del todo. Una inversión tan alta se justifica si el beneficio es también elevado y comparable. La larga infancia de los mamíferos superiores está relacionada con sus cerebros más grandes y con la necesidad de enseñar a las crías. Esto libera a los cachorros de la inflexibilidad relativa que supone disponer sólo de conocimientos genéticos preprogramados.
En muchos animales hay un período temprano de la vida durante el cual se produce un aprendizaje profundo e irreversible; una época, por ejemplo, en que un patito seguirá cualquier cosa cercana que se mueva como su mamá, aunque sea un barbudo precursor del estudio del comportamiento animal. Esto se denomina impresión. Los patitos, antes de romper el cascarón y salir del huevo, memorizan la voz de quien les está incubando y le responden con píos desde dentro del huevo. Si durante la incubación habla con el huevo un hombre, el patito al nacer responderá a esta voz. La impresión puede incluir el aprendizaje de una llamada, una canción, un olor, una forma o una preferencia alimentaria, y desarrolla un profundo vínculo emotivo. La información queda grabada en la memoria para toda la vida.
Estos sonidos, olores e imágenes están asociados con la comida, el calor, el cariño y la seguridad en un mundo a menudo hostil. Los corderos, pollitos y gansitos deben reconocer con confianza y seguir a sus madres andantes; en caso contrario, el castigo puede ser la muerte. No es extraño, pues, que la impresión dure toda la vida. La predisposición a dejarse imprimir está programada en el ADN y sujeta a limitaciones muy estrictas (en algunos casos el proceso sólo puede ocurrir en un período específico de uno o dos días de una vida entera). Pero la información específica tan indeleblemente grabada está condicionada por el medio ambiente y la experiencia, y difiere de un animal a otro. De esta forma, los pequeños pueden adquirir, generalmente de sus padres, conocimientos recientes que no pudieron incluirse en la última edición de los ácidos nucleicos.
Una inclinación general hacia el etnocentrismo y la xenofobia puede considerarse necesaria en cada generación. Pero los grupos a los que se debe lealtad y los que merecen especial odio y desprecio pueden cambiar de una generación a otra. La impresión es un medio de adaptar las propensiones generales a la política práctica, y constituye una forma de educación. La maquinaria está lista para quienes saben usarla. Los animales jóvenes tienen una memoria casi eidética pero no tienen aptitudes críticas. Se creerán cualquier cosa, todo lo que les enseñen. Como nos recuerda el ejemplo del desfile de patitos anadeando con adoración tras el etólogo, los animales superiores faltos de escrúpulos podrían hacer un uso indebido de la impresión. Las crías están muy dispuestas a aprender a quién deben amar y a quién deben odiar.
Si se frotan con aroma de limón los pezones y las vaginas de ratas madres que amamantan, cuando los hijos machos llegan a adultos se sienten atraídos preferentemente por hembras con olor a limón, y renuncian a otras hembras de olor natural, accesibles y núbiles.[15] Esta impresión por el olor indica hasta qué punto las experiencias tempranas pueden influir en las preferencias y la actividad sexual posterior. Esto nos recuerda la canción que dice: «Quiero una chica como la chica que se casó con mi papaíto.» Pero los hombres no somos ratas.
Los animales con infancias largas e impresiones eficientes pueden realizar cambios completos en su comportamiento para adaptarse a un entorno cambiante y hacerlo en sólo unas generaciones y no a lo largo de eras geológicas. Esto, a su vez, crea vínculos aún más estrechos entre las madres y sus retoños. Crea algo muy parecido al amor. Esto significa también que las diferentes comunidades de una misma especie pueden tener pautas de conducta diferentes que se transmiten de una generación a otra, aunque los grupos sean, en términos genéticos, esencialmente idénticos. La estrategia de infancias largas y aprendizaje temprano introduce un nuevo elemento: la cultura.
La vida humana comienza en una carrera de uno contra centenares de millones. Las células espermáticas desbocadas son competitivas desde el comienzo. Pero el objetivo fundamental de la rivalidad es una cooperación muy estrecha. Las dos células se funden completamente y combinan su material genético. Dos seres muy diferentes se convierten en uno solo. El acto de crear un ser humano implica una mezcla de elementos opuestos casi extravagante: competencia desesperada contra toda probabilidad de éxito y una cooperación tan perfecta que las identidades propias de cada parte se esfuman. Sería incoherente que se menospreciaran seres surgidos de una intensa rivalidad y que comienzan con una perfecta cooperación.
«En las acciones de la Naturaleza —dijo Marco Aurelio—, no se encuentra mal alguno.»[16] Los animales no son agresivos porque sean salvajes, bestiales o malvados —esas palabras explican muy poco—, sino porque ese comportamiento proporciona alimento y defensa contra los depredadores, porque espacia la población y evita el hacinamiento y porque tiene un valor de adaptación. La agresión es una estrategia de supervivencia que ha evolucionado para servir a la vida. Coexiste, especialmente en los primates, con la compasión, el altruismo, el heroísmo y el tierno y sacrificado amor hacia las crías. También éstas son estrategias de supervivencia. Eliminar la agresión sería una tontería, aparte de un objetivo inalcanzable: es un elemento demasiado profundo de nosotros mismos. El proceso evolutivo ha actuado para alcanzar el nivel de agresión correcto —ni demasiado, ni demasiado poco— con los inhibidores y desinhibidores adecuados.
Procedemos de una mezcla turbulenta de inclinaciones contradictorias. No debería sorprendernos que en nuestra sicología y nuestra política prevaleciera una tensión de elementos opuestos semejante.