CAPÍTULO 1
ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO
Cuánto tiempo las estrellas han ido perdiendo su brillo y se ha achicado la luz de la lámpara.
NANSEN (748-834, China)[1]
Para dar forma a la tierra dijeron «Tierra». Y ella se levantó de repente, como una nube, como una niebla, formándose, desenvolviéndose…
Popol Vuh: El libro maya del amanecer de la vida[2]
Nada vive para siempre, ni en los Cielos ni en la Tierra. Incluso las estrellas envejecen, decaen y mueren. Las estrellas mueren y nacen. Hubo una vez una época, antes de que existiera el Sol y la Tierra, una época antes de que hubiera día o noche, mucho, mucho antes de que hubiera alguien presente tomando nota de los Inicios para quienes pudieran venir después.
Sin embargo, imaginemos que fuimos testigos de aquella época:
Una inmensa masa de gas y polvo se hunde rápidamente bajo su propio peso, girando cada vez más de prisa y pasando de una nube turbulenta y caótica a ser una especie de disco definido, ordenado y fino. En su centro exacto arde sin llama un cuerpo de color apagado, rojo cereza. Miremos desde arriba, por encima del disco, durante cien millones de años y veremos que la masa central se vuelve blanca y más brillante, hasta que después de un par de intentos abortados e incompletos estalla y empieza a irradiar, convertida en un fuego termonuclear constante. Ha nacido el Sol. Brillará fielmente a lo largo de los cinco mil millones de años siguientes, durante los cuales la materia del disco evolucionará y creará seres capaces de reconstruir las circunstancias del origen del Sol y de su propio origen.
Sólo están iluminadas las provincias más interiores del disco. La luz solar no logra penetrar hasta el exterior. Nos hundimos en los recovecos de la nube para ver qué maravillas se están desplegando. Descubrimos un millón de cuerpos pequeños apiñados circulando cerca del gran fuego central. Varios miles de mundos de considerable tamaño esparcidos en órbita, la mayoría dando vueltas cerca del Sol pero otros a grandes distancias, están destinados a encontrarse, a fundirse y a convertirse en la Tierra.
Este disco en rotación, a partir del cual se están formando mundos, se ha ido condensando con la materia dispersa presente en una gran región del vacío interestelar dentro de la galaxia Vía Láctea. Los átomos y granos de que está formada son los restos flotantes y los desechos de la evolución galáctica: ese átomo de oxígeno se fabricó con helio en el infierno interior de alguna estrella gigante roja muerta hace tiempo; aquel átomo de carbono fue expulsado de la atmósfera de alguna estrella rica en carbono en algún sector galáctico muy diferente del nuestro; y aquí hay un átomo de hierro que liberó una potente explosión de supernova, en un pasado aún más lejano, para construir la Tierra. Cinco mil millones de años después de los acontecimientos que estamos describiendo, estos mismos átomos podrían estar circulando por nuestro torrente sanguíneo. Nuestra historia comienza aquí, en un disco oscuro, denso y tenuemente iluminado: comienza la historia tal como fue realmente, y también un gran número de historias que habrían llegado a ser si las cosas hubieran sido sólo algo distintas; es la historia de nuestro mundo y sus especies, pero también la historia de muchos otros mundos y formas de vida destinadas a no ser nunca. En el disco palpitan futuros posibles.[3]
Las estrellas brillan durante la mayor parte de su vida porque convierten hidrógeno en helio. Esta conversión tiene lugar a gran profundidad en su interior, con presiones y temperaturas enormes. Las estrellas han estado naciendo en la Vía Láctea durante diez mil millones de años o más, dentro de grandes nubes de gas y polvo. Casi toda la placenta de gas y polvo que una vez rodeó y nutrió una estrella se pierde rápidamente porque su inquilino la devora o la expulsa hacia el espacio interestelar. Cuando las estrellas son un poco mayores, pero todavía en su infancia, puede discernirse un gran disco de gas y polvo, cuyas zonas interiores giran rápidamente alrededor de la estrella, mientras que las exteriores lo hacen de modo más lento y majestuoso. Pueden captarse discos parecidos en estrellas que apenas han salido de su adolescencia, pero los discos sólo son tenues restos de lo que habían sido: están constituidos principalmente por polvo sin apenas gas, y cada grano de polvo es un planeta en miniatura que orbita la estrella central. En algunos discos pueden distinguirse zonas oscuras, sin polvo. Quizá la mitad de las estrellas jóvenes del cielo, cuya masa es semejante a la del Sol, tienen discos así. Sin embargo, las estrellas más viejas ya no tienen disco, o al menos no lo hemos detectado aún. Nuestro propio sistema solar ha retenido hasta hoy una franja muy difusa de polvo orbitando el Sol, llamada nube zodiacal, que es un sutil recordatorio del gran disco que creó los planetas.
Estas observaciones permiten postular la siguiente historia: las estrellas se formaron en hornadas dentro de enormes nubes de gas y polvo. Un denso cúmulo de material, que está atrayendo gas y polvo adyacentes, crece y adquiere más masa, con lo que ejerce una atracción más intensa sobre la materia y emprende el camino del estrellazgo. Cuando las temperaturas y presiones de su interior alcanzan un nivel determinado, los átomos de hidrógeno —el material, con mucho, más abundante del Universo— se condensan y se inician reacciones termonucleares. Si el proceso se desarrolla a gran escala, la estrella se enciende y la oscuridad cercana se desvanece. La materia se convierte en luz.
La nube empieza a hundirse sobre sí y a girar, se aplasta formando un disco y se aglutinan en él terrones de materia, adquiriendo sucesivamente el tamaño de partículas de humo, granos de arena, rocas, guijarros, montañas y pequeños mundos. Luego la nube pone orden en su interior con el sencillo expediente de que los objetos mayores se coman gravitatoriamente los desechos menores. Las zonas circulares sin polvo son los pastizales de los planetas jóvenes. Además, cuando la estrella central comienza a brillar despide grandes vendavales de hidrógeno que se llevan de nuevo los granos al vacío. Quizá dentro de miles de millones de años otro sistema de mundos, destinados a surgir en alguna región distante de la Vía Láctea, aprovechará estos bloques constructivos rechazados.
En los discos de gas y polvo que rodean muchas estrellas cercanas creemos ver los semilleros donde se acumulan y se aglutinan mundos lejanos y exóticos. Por toda nuestra galaxia hay grandes nubes interestelares irregulares, aterronadas y negras como boca de lobo que se desploman atraídas por su propia gravedad y que están engendrando estrellas y planetas. Esto sucede aproximadamente una vez al mes. En el Universo observable, que puede contener hasta cien mil millones de galaxias, quizá se estén formando cada segundo cien sistemas solares. Muchos de los mundos de esa multitud estarán yermos y desolados. Otros tal vez sean exuberantemente fértiles con seres adaptados exquisitamente a sus distintas circunstancias que crecen, llegan a la mayoría de edad y tratan de reconstruir sus inicios. La prodigalidad del Universo supera nuestra imaginación.
A medida que el polvo se asienta y el disco se afina empezamos a distinguir lo que está ocurriendo allí abajo. Una gran colección de pequeños mundos, todos en órbitas ligeramente distintas, giran a gran velocidad alrededor del Sol. Observemos pacientemente. Pasan las eras. Hay tantos cuerpos moviéndose a tal velocidad que las colisiones entre ellos son sólo cuestión de tiempo. Si miramos con más detenimiento, veremos colisiones casi en todas partes. El Sistema Solar empieza su historia en medio de una violencia casi inimaginable. A veces la colisión es rápida y frontal, y una explosión devastadora pero silenciosa no deja más que trozos y fragmentos. En otras ocasiones, cuando dos mundos pequeños recorren órbitas casi idénticas con velocidades casi iguales, las colisiones se reducen a suaves empujones; los cuerpos se mantienen juntos, y surge un mundo mayor, doble.
Al cabo de una era o dos más, observamos que están creciendo varios cuerpos mucho mayores, mundos que, por suerte, escaparon a una colisión desintegradora en los primeros días cuando eran más vulnerables. Estos cuerpos, cada uno afincado en su propia zona de pastoreo, se abren paso entre los mundos más pequeños y los engullen. Han crecido tanto que su gravedad ha aplastado las irregularidades; estos cuerpos mayores son esferas casi perfectas. Cuando un mundo pequeño se acerca a un cuerpo de mayor masa, aunque no esté lo bastante cerca para chocar con él, se desvía y su órbita se modifica. Su nueva trayectoria puede llevarlo a chocar con otro cuerpo y quizá hacerlo añicos; o puede morir en llamas al caer dentro del joven Sol, que está consumiendo la materia de su entorno; o la gravedad puede lanzarlo hacia el frío y oscuro espacio interestelar. Sólo unos cuantos ocupan órbitas afortunadas, donde no acaban devorados, ni pulverizados, ni calcinados, ni exilados. Estos cuerpos continúan creciendo.
Cuando estos mundos mayores superan una determinada masa, atraen no sólo polvo, sino también grandes corrientes de gas interplanetario. Los vemos desarrollarse, hasta que finalmente poseen una gran atmósfera de gas hidrógeno y helio sobre un núcleo de roca y metal. Serán los cuatro planetas gigantes: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Vemos surgir la estructura de sus nubes que forman bandas características. Las colisiones de cometas con sus lunas despliegan anillos elegantes, iridiscentes, estructurados y efímeros. Las piezas de un mundo que estalló se juntan de nuevo, dando una nueva luna abigarrada, confusa, de formas extrañas. Mientras miramos, un cuerpo del tamaño de la Tierra se hinca en Urano, y vuelca el planeta hacia un lado de modo que en un punto de su órbita los polos apuntan directamente al lejano Sol.
Más cerca del Sol, donde el disco de gas se ha limpiado ya, algunos de los mundos se están convirtiendo en planetas como la Tierra, otra clase de supervivientes en este juego de ruleta gravitatoria aniquiladora de mundos. La acumulación final de los planetas terrestres no tarda más de 100 millones de años aproximadamente, que en la vida del Sistema Solar equivalen a los primeros nueve meses de vida de una persona normal. Hay una zona en forma de rosquilla que sobrevive con millones de pequeños mundos rocosos, metálicos y orgánicos: es el cinturón de asteroides. Billones de pequeños mundos helados, los cometas, orbitan lentamente alrededor del Sol en el espacio oscuro situado más allá del planeta más lejano.
Los principales cuerpos del Sistema Solar se han formado ahora. La luz solar, que se filtra ahora a través de un espacio interplanetario transparente y sin polvo, calienta e ilumina los mundos. Estos mundos siguen corriendo y volando cerca del Sol. Pero si miramos con mayor detenimiento, podemos descubrir que se están produciendo otros cambios.
Debemos recordar que ninguno de estos mundos tiene volición; ninguno intenta estar en una órbita determinada. Pero los que están en órbitas circulares y bien arregladas tienden a crecer y a prosperar, mientras que los que están en órbitas locas, excéntricas, vertiginosas y temerariamente inclinadas tienden a ser eliminados. A medida que pasa el tiempo, la confusión y el caos del Sistema Solar primitivo se va asentando y se forma un conjunto de trayectorias más ordenadas, simples, regularmente espaciadas y para nosotros cada vez más bellas. La selección escoge algunos cuerpos para la supervivencia, otros para la aniquilación o el exilio. Esta selección de mundos actúa mediante unas cuantas leyes muy simples del movimiento y la gravedad. A pesar de la política de buena vecindad que practican los mundos bien educados, de vez en cuando vemos aparecer un pequeño cuerpo claramente vagabundo empeñado en seguir una trayectoria de colisión. Ni siquiera el cuerpo con la órbita más circular y circunspecta está asegurado contra su posible aniquilación. Para que un mundo como la Tierra siga sobreviviendo también necesita tener suerte.
Es sorprendente la función que tiene en todo esto un factor muy parecido al azar. No es obvio cuál de los mundos acabará destruido o expulsado, y cuál crecerá sin problemas hasta convertirse en un planeta. Hay tantos objetos sometidos a un conjunto tan complicado de interacciones mutuas que es muy difícil adivinar cuál será la distribución final de mundos mirando simplemente la configuración inicial de gas y polvo, o incluso la de los planetas básicamente formados. Quizá un observador muy avanzado podría adivinarla y predecir su futuro, o incluso poner el proceso en marcha y miles de millones de años después, mediante alguna secuencia de desarrollo intrincado y sutil, ver surgir lentamente el resultado deseado. Pero eso no está aún al alcance de los humanos.
Comenzamos con una nube caótica e irregular de gas y de polvo, que daba tumbos y se contraía en la noche interestelar. Terminamos con un Sistema Solar elegante como una joya, brillantemente iluminado, en el cual cada planeta está limpiamente separado de los demás, y el todo funciona como un mecanismo de relojería. Comprendemos que los planetas están cuidadosamente separados porque los que nos faltan desaparecieron.
Es fácil entender que algunos de los físicos que se adentraron por primera vez en la realidad de las órbitas coplanarias y que no se cortan de los planetas creyeran distinguir en ellos la mano de un Creador. Estos físicos no podían concebir una hipótesis distinta que explicara una precisión y un orden tan magníficos. Pero según la ciencia moderna, no hay aquí indicios de una dirección divina, o al menos no hay nada que esté más allá de la física y la química. Por el contrario, vemos pruebas de la existencia de una época de violencia despiadada y continua, cuando se destruyeron muchísimos más mundos de los que se conservaron. Hoy en día comprendemos en parte que la exquisita precisión que exhibe ahora el Sistema Solar fue extraída del desorden de una nube interestelar en evolución por la acción de leyes de la Naturaleza que podemos comprender: movimiento, gravitación, dinámica de fluidos y química, y física. La acción continuada de un proceso selectivo estúpido puede convertir el caos en orden.[4]
Nuestra Tierra nació en esas circunstancias hace unos cuatro mil quinientos o cuatro mil seiscientos millones de años, como un pequeño mundo de roca y metal, el tercero a partir del Sol. Pero no debemos pensar que emergió plácidamente a la luz solar a partir de sus orígenes catastróficos. No hubo un momento en que cesaron enteramente las colisiones de mundos pequeños con la Tierra. Aún hoy, objetos procedentes del espacio se abalanzan sobre la Tierra o la Tierra los adelanta. Nuestro planeta exhibe inconfundibles cicatrices de los impactos de colisiones recientes con asteroides y cometas. Pero la Tierra tiene mecanismos para rellenar o cubrir esas manchas: agua que corre, flujos de lava, levantamiento de montañas, tectónica de placas. Los cráteres muy antiguos se desvanecieron. La Luna, sin embargo, no lleva maquillaje. Cuando observamos nuestro satélite, o las altiplanicies meridionales de Marte o las lunas de los planetas exteriores, descubrimos una miríada de cráteres de impacto, que se fueron acumulando unos sobre otros, y que son testimonio de catástrofes pasadas. Los astronautas han traído fragmentos de la Luna a la Tierra y han determinado su antigüedad, por lo que hemos podido reconstruir la cronología de la craterización y vislumbrar las dramáticas colisiones que en otras épocas esculpieron el Sistema Solar. Los testimonios conservados en las superficies de los mundos cercanos llevan a la inescapable conclusión de que no sólo hubo pequeños impactos ocasionales, sino colisiones enormes, pasmosas, apocalípticas.
Ahora, en la mediana edad del Sol, nuestra porción del Sistema Solar ha quedado libre de casi todos los mundos que incordiaban. Hay un puñado de asteroides pequeños que se acercan a la Tierra, pero la probabilidad de que alguno de los mayores choque pronto con nuestro planeta es reducida. Unos cuantos cometas visitan nuestra parte del Sistema Solar desde su patria lejana. El paso de una estrella o la presencia cercana de una gran nube interestelar produce de vez en cuando una conmoción y una lluvia de pequeños mundos helados, que cae vertiginosamente hacia el Sistema Solar interior. Sin embargo hoy en día es muy poco frecuente que choquen con la Tierra cometas grandes.
En breve enfocaremos un solo mundo, la Tierra. Examinaremos la evolución de su atmósfera, superficie e interior, y los pasos que condujeron a la vida, a los animales y a nosotros mismos. Nuestro objetivo se irá estrechando paulatinamente y resultará fácil imaginarnos que estamos aislados del Cosmos y que somos un mundo autosuficiente que va a lo suyo. De hecho, la historia y el destino de nuestro planeta y de los seres que hay en él se han visto influidos de modo profundo y crucial por lo que hay más allá de él, y no sólo en sus orígenes sino durante toda la historia de la Tierra. Nuestros océanos, nuestro clima, los bloques constructivos de la vida, las mutaciones biológicas, las extinciones masivas de especies, el ritmo y medida de la evolución de la vida, todo eso no puede comprenderse si imaginamos la Tierra herméticamente sellada del resto del Universo, con sólo un poco de luz solar filtrándose del exterior.
La materia que compone nuestro mundo se reunió en los cielos. Enormes cantidades de materia orgánica cayeron a la Tierra o fueron generadas por la luz solar, preparando el escenario para el origen de la vida. La vida, una vez iniciada, se transformó y se adaptó a un entorno cambiante, parcialmente dirigido por la radiación y las colisiones del exterior. Hoy en día, casi toda la vida en la Tierra funciona con energía que recogemos de la estrella más cercana. Lo de arriba y lo de abajo no son compartimentos estancos. De hecho, cada átomo de aquí abajo estuvo alguna vez allí fuera.[5]
No todos nuestros antepasados aplicaron la misma distinción pronunciada que nosotros trazamos entre la Tierra y el cielo. Algunos reconocieron una relación. Los abuelos de los dioses del Olimpo y por lo tanto los antepasados de los hombres fueron, en los mitos de la antigua Grecia, Urano,[6] dios del cielo, y su esposa Gea, diosa de la Tierra. Las religiones de la antigua Mesopotamia tuvieron la misma idea. En el Egipto dinástico el papel de los sexos se invirtió: Nut era la diosa del cielo, y Geb el dios de la Tierra. Los dioses principales de los konyak nagas, en la frontera del Himalaya y de la India actual, se denominan Gawang, «Tierra-Cielo», y Zangban, «Cielo-Tierra». Los mayas quiche (en lo que ahora es México y Guatemala) llamaban al Universo cahuleu, literalmente «Cielo-Tierra».
Ahí es donde nosotros vivimos. Ahí es de donde venimos. El cielo y la Tierra son una sola cosa.