CAPÍTULO 4
UN EVANGELIO DE SUCIEDAD
Detesto todos los sistemas que desprecian la naturaleza humana. Si es una ilusión que la constitución del hombre contiene algo de venerable y digno de su autor, dejadme vivir y morir en esa ilusión, en lugar de abrirme los ojos para que vea a mi especie bajo una luz humillante y repugnante. Cada hombre bueno siente brotar la indignación cuando alguien menosprecia su pueblo o su país; ¿por qué no debería sentir lo mismo cuando menosprecian su género?
THOMAS REID, carta de 1775[1]
Pero cuando contemplo a todos los seres no como creaciones especiales, sino como los descendientes lineales de unos cuantos seres que vivieron mucho antes de depositarse el primer estrato del sistema (geológico) cámbrico, me parece como si se ennoblecieran.
CHARLES DARWIN, El origen de las especies, capítulo XV[2]
«La humanidad ha llevado a cabo un experimento de proporciones gigantescas», escribió Darwin en El origen de las especies. Le había impresionado la capacidad de la «cría de animales» para generar nuevas variedades de animales y plantas útiles al hombre. La Naturaleza proporciona las variedades y nosotros seleccionamos las que queremos reproducir, los rasgos que queremos propagar de modo preferente en generaciones futuras. Cuando los hombres transportan polen de flor en flor con un cepillo de pelo de camello, o aparean al semental con la yegua, son ellos quienes deciden con quién se unirá cada cual. El hombre no favorece la reproducción de plantas incomestibles, caballos debilitados, pavos huesudos, ovejas con pelos enredados y vacas que dan leche de mala gana. Los hombres imprimen lo que les interesa, generación tras generación, en la herencia de las plantas y animales cuya crianza controlan mediante una selección acumulativa. Pero también la Naturaleza selecciona las plantas y los animales que según cree están adaptados más favorablemente que sus congéneres; estos seres afortunados se reproducen preferentemente, dejan más descendencia y, a medida que pasa el tiempo, eliminan a la competencia. La selección artificial nos ayuda a comprender cómo funciona la selección natural.
La capacidad del medio ambiente para alimentar y mantener grandes poblaciones, la denominada capacidad de carga, es por supuesto finita. Cuando el número de organismos aumenta, no todos pueden sobrevivir. Habrá una dura competencia por los recursos escasos. Pequeñas diferencias de capacidad, imperceptibles para un observador casual, pueden ser factores de vida o muerte para el organismo. La selección natural es un gran cedazo que deja fuera a la gran mayoría y permite sólo a una diminuta vanguardia transferir su herencia a la generación siguiente. La selección natural es mucho más despiadada a la hora de determinar la composición genética de las futuras generaciones que el criador de animales más insensible y expeditivo. Y en lugar de los miserables varios miles de años transcurridos desde que la domesticación de los animales comenzó en serio, la selección natural ha estado actuando durante miles de millones de años.
Pensemos en las especializaciones que la selección artificial ha permitido crear en los perros: galgos y barzois para la carrera, para que corran más que los lobos; pastores escoceses para cuidar de las ovejas; pachones, perdigueros, pointers y setters para la caza; perdigueros del Labrador para ayudar a los pescadores a sacar sus redes; perros lazarillo para los ciegos; sabuesos para seguir el rastro de los criminales; terrier para sacar a las presas de sus madrigueras; mastines para vigilar y pekineses originales (de los que sólo queda un resto enano) para la guerra. Hemos conseguido este resultado en sólo unos miles de años de entrometernos en la vida sexual de los perros. Creamos la coliflor, la rutabaga, el brécol, las coles de bruselas y la col, que ahora es común y exuberante, a partir de la triste col silvestre (estas verduras, como las diferentes razas de perros, siguen siendo interfértiles). Pensemos ahora en la selección mucho más rigurosa que ha estado actuando en toda la Naturaleza durante un tiempo un millón de veces más largo y no por el entrometimiento consciente de criadores de perros o de plantas con una idea concreta del tipo de perro o de planta que desean tener, sino por un entorno ciego, sin propósito y cambiante. Si la selección artificial representa un experimento de proporciones gigantescas, ¿cuáles debieron de ser las dimensiones del experimento que ha realizado la selección natural? ¿No es verosímil que toda la diversidad elegantemente adaptable de la vida sobre la Tierra pudiera cribarse y extraerse mediante este proceso? De hecho, éste es el único proceso conocido que adapta los organismos a su entorno.[3]
He aquí los pasajes de El origen de las especies de Darwin en donde desarrolla por primera vez los argumentos y contraargumentos de la selección natural:
Una de las características más notables de nuestras razas domesticadas es que vemos en ellas una adaptación, y no para el bien del propio animal o la planta, sino para uso o capricho del hombre. Algunas variaciones útiles para él probablemente hayan surgido de repente, o paulatinamente… Pero cuando comparamos el caballo de tiro con el caballo de carreras, el dromedario con el camello, los diversos tipos de oveja adaptados a las tierras cultivadas o a los pastos montañosos, con un tipo de lana que sirve para una cosa, y otro que sirve para otra; cuando comparamos las muchas razas de perros, cada una útil para el hombre en formas distintas; cuando comparamos los gallos de pelea, tan pertinaces en la batalla, con otras razas tan poco peleonas, con ponedoras continuas que nunca desean empollar, y con el gallo bantam tan pequeño y elegante; cuando comparamos las innumerables variedades de plantas agrícolas, culinarias, hortícolas y de jardinería floral, la mayoría útiles para el hombre en diferentes estaciones y por diferentes razones, o tan bellas a sus ojos, debemos, creo yo, mirar más allá de la simple variabilidad. No podemos suponer que todas las razas y tipos se produjeron de repente, tan perfectas y útiles como las vemos ahora; de hecho, en muchos casos, sabemos que su historia no ha sido ésa. La clave es el poder del hombre para proceder a una selección acumulativa; la Naturaleza proporciona sucesivas variaciones y el hombre las suma en ciertas direcciones que le son útiles. En este sentido puede decirse que ha hecho razas útiles para él mismo.
… No hay nadie tan descuidado que reproduzca sus peores animales…
Tal vez existen salvajes tan bárbaros que nunca piensan en el carácter heredado de las crías de sus animales domésticos, sin embargo durante las hambrunas y demás accidentes a que están tan expuestos, conservarán cuidadosamente a aquel animal que, por algún motivo especial, les resulte particularmente útil. Y estos animales elegidos de este modo generalmente criarán más que los inferiores, con lo que en este caso estará actuando una especie de selección inconsciente…
El hombre… nunca puede actuar por selección, excepto en las variaciones que la Naturaleza le da de entrada en un pequeño grado…
He llamado Selección Natural o Supervivencia del más Apto a esta conservación [en la Naturaleza] de diferencias y variaciones individuales favorables y a la destrucción de las que son perjudiciales. Las variaciones que no son útiles ni perjudiciales no se verían afectadas por la selección natural…
Cuando vemos insectos verdes que comen hojas, y de color gris moteado los que comen cortezas; la perdiz alpina blanca en invierno, el urogallo rojo del color del brezo, debemos creer que estos tintes están al servicio de estas aves e insectos para preservarlos del peligro…
Si es provechoso para una planta que el viento disemine su semillas cada vez más lejos, no veo mayor dificultad en que esto se haga mediante la selección natural, en lugar de que el cultivador aumente y mejore por selección la pelusa de las vainas de sus algodonales…
No hay motivo alguno para que los principios que han actuado con tanta eficacia en el proceso de domesticación no hayan actuado también en la Naturaleza. En la supervivencia de individuos y razas favorecidos, durante la repetida y constante lucha por la existencia, vemos actuar de modo continuo una poderosa forma de selección. La lucha por la existencia deriva inevitablemente de la elevada tasa geométrica de incremento que es común a todos los seres orgánicos. Ésta se demuestra calculando el rápido incremento en el número de muchos animales y plantas que se da durante una sucesión de estaciones peculiares. Nacen más individuos de los que pueden sobrevivir. Un grano en la balanza puede determinar qué individuos vivirán y cuáles morirán; qué variedad de especies incrementará su número, y cuál disminuirá, o finalmente se extinguirá… La más ligera ventaja en determinados individuos sobre sus competidores, en cualquier edad o durante cualquier estación, o una mejor adaptación a las condiciones físicas circundantes, por muy pequeña que sea la diferencia, invertirá a la larga el equilibrio.[4]
En su artículo de 1858 para Proceedings de la Linnaean Society, Darwin nos pide que imaginemos a un ser que pudiera continuar seleccionando con una atención incansable una única característica deseada durante «millones de generaciones». La selección natural presupone —en sus efectos, pero no literalmente— la existencia de un ser así. «Tenemos un tiempo casi ilimitado» para la evolución, escribió en su artículo.
Darwin propuso luego que la selección natural, continuada durante períodos de tiempo tan inmensos, podría generar tal divergencia de un organismo respecto a su estirpe original, que llegaría a constituir una nueva especie. Las jirafas desarrollan cuellos largos porque las que tienen cuellos un poco más largos —debido a una variación genética casual— pueden ramonear en las copas más altas, pueden prosperar cuando otras están mal alimentadas, y dejan más descendencia que sus congéneres de cuellos más cortos. Darwin describió un gran árbol genealógico como símbolo de las formas de vida variadas, que crecía lentamente, se ramificaba y se anastomizaba y en el cual los organismos evolucionaban para producir todas las «exquisitas adaptaciones» del mundo natural.
Es magnífico, pensó, el hecho de que «a partir de un comienzo tan simple hayan evolucionado y sigan evolucionando una infinidad de las más bellas y maravillosas formas».
La analogía me haría avanzar un paso más, es decir, me llevaría a creer que todos los animales y plantas descienden de otro prototipo. Pero la analogía puede ser una guía engañosa. Sin embargo, todos los seres vivos tienen mucho en común, en su composición química, su estructura celular, las leyes de su crecimiento, y la posibilidad de sufrir influencias perjudiciales… Según el principio de la selección natural con divergencia de carácter, no parece increíble que, a partir de una forma tan baja e intermedia, puedan haberse desarrollado animales y plantas; y, si aceptamos esto, debemos igualmente aceptar que todos los seres orgánicos que han vivido hasta ahora en esta tierra podrían descender de alguna forma primordial.
¿Y cómo surgió esta forma primordial? En 1871, Darwin imaginó nostálgicamente en una carta a su amigo Joseph Hooker el siguiente panorama:
Pero si pudiéramos concebir (y este «si» es realmente grande) que en una pequeña charca caliente, con la presencia de todo tipo de sales de amoníaco y fosfóricas, luz, calor, electricidad, etc., se formó químicamente un compuesto proteínico listo para experimentar cambios aún más complejos…[5]
Si fuera posible un fenómeno así, ¿por qué no lo vemos actuar también hoy? Darwin inmediatamente previó un motivo: «En el momento actual, tal materia acabaría devorada o absorbida instantáneamente, lo cual no se habría producido antes de que estuvieran formados los seres vivientes.» Además, ahora sabemos que la ausencia de moléculas de oxígeno en la atmósfera de la primitiva Tierra aumentó mucho la probabilidad de que se formaran y sobrevivieran moléculas orgánicas. (Y caían del cielo muchísimas más moléculas orgánicas de las que caen hoy en nuestro ordenado y regulado Sistema Solar.) Los experimentos de laboratorio demuestran que en aquella pequeña charca caliente —o en algo parecido— podrían haberse producido rápidamente aminoácidos. Si se agrega una cierta energía a los aminoácidos, éstos se unen fácilmente y crean una especie de «compuesto proteínico». En experimentos de este tipo se crean ácidos nucleicos simples. Las suposiciones de Darwin, hasta donde llegaron, están hoy bastante confirmadas. Los bloques constructivos de la vida abundaban en la primitiva Tierra, aunque desde luego aún no podemos decir que comprendamos totalmente el origen de la vida. Pero nosotros, los hombres, comenzando con Darwin, apenas hemos empezado a estudiar el tema.
Como cabía esperar, la publicación de El origen de las especies provocó respuestas apasionadas, tanto a favor como en contra, entre ellas una turbulenta sesión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia celebrada poco después de la publicación de la obra. Quizá el debate básico puede captarse mejor desenterrando las revistas literarias del momento. Esas publicaciones, generalmente mensuales, abarcaban la gama más amplia de temas: ficción y no ficción, prosa y poesía, política, filosofía, religión y ciencia. No eran raros los comentarios de 20 páginas impresas. Casi ningún artículo aparecía firmado, aunque muchos estaban escritos por las principales personalidades de cada especialidad. No parece que hoy en día haya muchas publicaciones comparables en lengua inglesa, aunque el suplemento literario del Times de Londres y la reseña dominical de libros del New York Times tal vez se acerquen un poco.
La Westminster Review de enero de 1860 reconocía que el libro de Darwin podría tener una importancia histórica:
Si el principio de la Modificación por Selección Natural pudiera admitirse hasta el extremo al que pretende llevarlo el señor Darwin… se habría abierto un campo de estudios magnífico y casi virgen… Nuestras clasificaciones se convertirán, dentro de lo posible, en genealogías, y entonces nos ofrecerán realmente lo que podría llamarse el plan de la creación.[6]
La Edinburgh Review de abril de 1860 (en una crítica anónima del anatomista Richard Owen) adopta una perspectiva menos benévola:
Las consideraciones necesarias para intentar desvelar el origen de los gusanos no son apropiadas para las condiciones del problema más elevado del origen del hombre… Es cierto que quien se considera a sí mismo desprovisto de alma e igual a la bestia que perece puede contentarse con cualquier especulación que apunte, con la más pequeña viabilidad, a una noción inteligible de la forma de proceder de una especie organizada inferior, y no necesita preocuparse más por sus propias relaciones con un Creador… El señor Darwin nos ofrece… paja intelectual… apoyada por su firme creencia en la suficiencia nutritiva de ésta.[7]
El comentarista elogia a los científicos «que inquietan poco al mundo intelectual con sus creencias, pero lo enriquecen mucho con sus pruebas», y los compara con Darwin, de quien dice que no tiene más que un «conocimiento digresivo y superficial de la naturaleza». El profesor Owen se muestra muy impresionado por la labor de Cuvier con los ibis, gatos y cocodrilos momificados «conservados en las tumbas de Egipto» que demuestran «que no hubo cambio alguno en sus características específicas durante los miles de años… transcurridos… desde que los individuos de esas especies estuvieran sometidos a la habilidad del momificador». El artículo dice que los datos de Cuvier son de «un valor muy superior» a las «especulaciones» de Darwin. Pero los animales momificados del antiguo Egipto caminaron por la Tierra hace sólo una fracción de segundo en la escala del tiempo geológico; un intervalo insuficiente para observar importantes cambios evolutivos, que suelen requerir millones de años. Los comentarios de Owen vibran con un florido menosprecio: «Las mentes prosaicas —dice— están dispuestas a aburrirnos preguntándonos por nuestras pruebas, y cuando intentan seducirle acercándole a los labios la bebida del saber prohibido que ellos [los evolucionistas] ofrecen, a uno casi le gustaría que expertos mejor informados y con una opinión distinta tiraran al suelo la copa de Circe.»
Otros comentaristas presentaron objeciones más sólidas: No se conocen ejemplos de una mutación o de un cambio hereditario beneficioso; Darwin tenía que invocar enormes intervalos de tiempo anteriores a la época de los dinosaurios, y sin embargo no podía encontrarse señal de vida en los registros geológicos anteriores; en el registro geológico no había ninguna forma de transición entre una especie y otra. De hecho Darwin subrayó la casi total ignorancia que había en su época sobre la naturaleza de la transmisión hereditaria y de las mutaciones, y él mismo mencionó la escasez de datos geológicos como un problema para la teoría (aunque también dijo que él presentaría los fósiles de transición cuando sus oponentes le mostraran todas las formas intermedias entre los perros salvajes y los galgos, por ejemplo, o los bulldogs). Desde entonces, no sólo se han estudiado detenidamente las leyes de la herencia fundadas en los genes y los cromosomas (que están formados enteramente por ácidos nucleicos), sino que se conoce al detalle su estructura molecular; incluso comprendemos cómo puede causarse una mutación mediante la sustitución de un átomo sencillo por otro. El registro geológico se ha ampliado no sólo hasta llegar a eras anteriores a la de los dinosaurios, sino que ahora tenemos datos discontinuos sobre la vida durante los tres mil quinientos millones de años precedentes. Darwin no conocía ni un solo caso de selección natural en estado salvaje a pesar de sus estudios exhaustivos sobre la selección artificial; nosotros hoy en día conocemos centenares de casos.[8] Sin embargo, los datos fósiles siguen siendo escasos: se conocen algunas formas más de transición —Archaeopteryx, por ejemplo, que es un alto en el camino entre reptil y ave—, pero ni siquiera bastan para demostrar la mayoría de caminos evolutivos importantes. La prueba más poderosa de la evolución procede, como veremos, de una ciencia cuya misma existencia se desconocía en la época de Darwin: la biología molecular.
Una crítica, publicada en The North American Review de abril de 1860, intenta refutar a Darwin mediante una especie de sofisma inconsciente, consistente en declarar «prácticamente infinitos» los períodos muy prolongados de tiempo geológico que necesita la evolución. El propio Darwin utilizó de modo parecido un lenguaje matemático impreciso. Luego la crítica afirma que «la diferencia entre este concepto y el de estrictamente infinito, si es que la hay, es inapreciable». El infinito, sin embargo, no pertenece a la ciencia sino a la metafísica, por lo cual el comentarista llega a la conclusión de que la teoría de la evolución no es científica sino metafísica, «puesto que se basa enteramente en la idea de “infinito” que la mente humana no puede ni ignorar ni comprender».[9] Esto último podría aplicarse, especialmente, al comentarista. Dos números cualesquiera, por grandes o pequeños que sean, están igualmente distantes del infinito, y 4.500 millones de años es un período de tiempo respetablemente finito. El infinito no entra en la perspectiva evolutiva. La falsedad de este argumento (y de otras críticas) nos da una idea del enorme interés que tenía la gente por rechazar las ideas de Darwin. (Su sugerencia posterior de que todas las cosas vivas, incluidos los hombres, siguen evolucionando, y de que en el futuro lejano nuestros descendientes no serán humanos, fue considerada demasiado audaz incluso por los comentaristas favorables.)
El adversario de Darwin, Samuel Wilberforce, obispo anglicano de Oxford, publicó en la London Quarterly Review de julio de 1860 un artículo anónimo titulado «El origen de las especies de Darwin», en el que censura entre otras muchas cosas «lo caprichoso de sus conjeturas» y «la extravagante libertad de sus especulaciones». El obispo condena su «forma de tratar la Naturaleza» porque es terriblemente deshonrosa para toda la ciencia natural, ya que la reduce de su actual y elevado nivel como uno de los más nobles maestros del intelecto humano e instructores de su mente, y la convierte en un simple juguete ocioso del capricho, sin la base de los hechos ni la disciplina de la observación.
El obispo acusa a Darwin de eludir la «obstinación de los hechos», de agitar una varita mágica y decir: «Pongamos unos centenares de millones de años más o menos. ¿Por qué no serían posibles entonces todos esos cambios?» La terrible conclusión a que llega Wilberforce es que Darwin suponía tácitamente que «el hombre» sólo podía ser «un mono mejorado». (En este sentido el articulista no se equivocaba mucho, pues es una idea semejante a la de Darwin.) El obispo denuncia como «absolutamente incompatible» con «la Palabra de Dios» la posible aplicación al hombre de la selección natural. Además, «los conceptos de la supremacía derivada del hombre sobre la Tierra, la capacidad humana de hablar, el don humano del razonamiento, la libre voluntad y la responsabilidad humanas, la caída y la redención del hombre, la Encarnación del Hijo Eterno; la presencia del Espíritu Eterno, son igual y absolutamente irreconciliables con la noción degradante de que quien fue creado a imagen de Dios y redimido por el Hijo Eterno tenga un origen animal». La idea de la evolución tiende «inevitablemente a suprimir de la mente la mayoría de los atributos peculiares del Todopoderoso». El autor compara las ideas de Darwin con la «frenética inspiración del inhalador de gas mefítico». El obispo Wilberforce contrasta las opiniones de Darwin con las de un «filósofo muy superior», el profesor Owen, de quien reproduce, un poco tangencialmente, una cita en la que aconseja a los adolescentes lo siguiente:
¡Oh, vosotros! que poseéis todo el flexible vigor de la juventud lozana, pensad bien en lo que Él ha dado para vuestro mantenimiento. ¡No derrochéis sus energías; no las desechéis por pereza; no las malgastéis con placeres! La labor suprema de la creación se ha hecho realidad: lograr que vosotros podáis poseer un cuerpo, el único erecto, el más libre de todos los cuerpos animales, y ¿para qué? para el servicio del alma… No la deshonréis.[10]
La North British Review de mayo de 1860, no menos hostil, comienza su crítica diciendo: «Si la notoriedad es prueba de autoría afortunada, el señor Darwin ha tenido su premio.» El artículo compara a Darwin con escritores que «parecen desconfiar siempre de las opiniones sobre la Naturaleza que tienden a ponerlos, aunque sea remotamente, a ellos o a sus lectores en relación directa con un Dios personal». Como muchas de las reseñas negativas, la presente reconoce la reputación de Darwin como naturalista experto y elogia la gracia de su estilo. Sin embargo, le califica de charlatán y le acusa de «no creer en el Creador que nos gobierna». «La aparente profundidad del libro es sólo oscuridad.» Se acusa a Darwin de poner un trono «en algún lugar, por encima del Olimpo, y donde se sienta la diosa de la devoción del autor». Esa diosa es la selección natural. «Las “posibilidades” del paganismo han aumentado y adquirido una forma superior: … la obra del señor Darwin»; la North British Review acaba diciendo que esta obra «está en directo antagonismo con todos los descubrimientos de una teología natural, fundada en deducciones legítimas del estudio de las obras de Dios, y supone violentar todo lo que el Propio Creador nos ha dicho de verdadero en las Escrituras». El artículo afirma que la publicación de El origen de las especies fue una «equivocación». «El autor hubiera hecho un bien a la ciencia, y a su propia fama, si, en caso de haberse empeñado en escribir la obra, la hubiera dejado apartada entre sus papeles, y hubiera anotado encima: “Una contribución a la especulación científica en 1720”.» Así calculaba el comentarista lo retrógrado y pasado de moda que estaban los argumentos de Darwin.[11]
El proceso de la selección natural, que extraía orden del caos como por arte de magia, era contraintuitivo y molesto para muchos, y se acusó repetidamente a Darwin de incurrir en algo no muy alejado de la idolatría. Él respondió a la acusación con estas palabras:
Se ha dicho que yo hablo de la selección natural como de una potencia activa o Divinidad; pero ¿quién pone objeciones a un autor cuando afirma que la atracción de la gravedad rige los movimientos de los planetas? Todo el mundo sabe lo que quieren decir y lo que implican tales expresiones metafóricas; y son casi necesarias en mor de la brevedad. También es difícil evitar la personificación de la palabra Naturaleza; pero por Naturaleza entiendo sólo la acción agregada y el producto de muchas leyes naturales, y por leyes entiendo la secuencia de hechos comprobada por nosotros. Con un poco de familiaridad, estas objeciones superficiales quedarán olvidadas…
Si el hombre puede producir, y sin duda ha producido, un gran resultado mediante sus medios metódicos e inconscientes de selección, ¿qué no podrá conseguir la selección natural? El hombre puede actuar sólo sobre caracteres externos y visibles; la Naturaleza, si se me permite personificar la preservación natural o la supervivencia del más apto, no se preocupa en absoluto por las apariencias, excepto en la medida en que sean útiles a algún ser. Puede actuar en cada órgano interno, en cada matiz de diferencia constitucional, en la maquinaria integrante de la vida. El hombre selecciona sólo por su propio bien: la Naturaleza sólo por el bien del ser que cuida…
Puede decirse metafóricamente que la selección natural está escrutando diariamente y a cada hora, en todo el mundo, las más ligeras variaciones, rechazando las que son malas, preservando y acumulando todas las que son buenas, trabajando silenciosa e insensiblemente. De este proceso lento de cambio no vemos nada hasta que la mano del tiempo ha marcado el paso de las eras, y entonces nuestra visión de las eras geológicas del pasado lejano es tan imperfecta que sólo vemos que las formas de vida son diferentes ahora de lo que eran antes.
Algunos criticaron a Darwin tachándolo de teleólogo —de creer que la Naturaleza funciona con la perspectiva de algún fin a largo plazo—, y otros, a la inversa, porque construía una Naturaleza en que variaciones casuales y sin propósito eran la clave. («La ley del revoltijo», la llamó despectivamente el astrónomo John Herschel.) La gente tenía verdaderas dificultades en comprender el concepto de selección natural. Se pusieron en tela de juicio los motivos, sinceridad, honestidad y saber de Darwin. Muchos de los que le criticaban no comprendían sus argumentos o el poder acumulativo de los datos que invocaba para apoyarlos. Muchos —incluidos algunos de los científicos más distinguidos de la época, entre ellos, lamentablemente, Adam Sedgwick, su antiguo profesor de geología— rechazaron la hipótesis de Darwin, no porque las pruebas estuvieran en contra, sino por el lugar a donde conducía: conducía, al parecer, a un mundo en el que se degradaba al hombre, se le negaba el alma, se despreciaba a Dios y la moralidad, y se elevaba la categoría de los monos, los gusanos y el fango primitivo; «un sistema que desamparaba al hombre». Thomas Carlyle lo llamó «un evangelio de suciedad».
Darwin, Huxley y otros se esforzaron en demostrar que ninguna de estas críticas morales y teológicas era convincente. En astronomía, ya no creemos que haya un ángel empujando cada planeta alrededor del Sol: bastan la ley del cuadrado inverso de la gravitación y las leyes del movimiento de Newton. Pero nadie considera esto una demostración de la no existencia de Dios, y el propio Newton era un adepto de la cristiandad convencional de su época, aparte de una reserva personal sobre la noción de la Trinidad. Somos libres de postular, si así lo deseamos, que Dios es el responsable de las leyes de la Naturaleza y que la divina voluntad actúa mediante causas secundarias. En biología estas causas tendrían que incluir la mutación y la selección natural. (Sin embargo, para muchas personas resultaría insatisfactorio adorar la ley de la gravedad.)
A medida que los debates proseguían a lo largo de los años, la selección natural iba pareciendo menos extraña y amenazadora. Un número cada vez mayor de científicos, figuras literarias, e incluso clérigos fueron convenciéndose, pero no todos ni mucho menos. En julio de 1871, la London Quarterly Review, que once años antes había publicado la diatriba anónima del obispo Wilberforce, sigue demostrando una intransigencia vehemente. «¿Por qué la selección natural debería favorecer sólo la conservación de las variedades útiles? Una acción así no puede atribuirse a la fuerza ciega; sólo puede proceder de una mente.» La revista no sólo rechaza la evolución y la selección natural, sino también la recientemente descubierta ley de la conservación de la energía,[12] uno de los pilares de la física moderna.
El dramaturgo George Bernard Shaw expresó más tarde gráficamente algunos de los motivos emocionales profundos que impulsaban a rechazar la selección natural:
El proceso darwiniano puede describirse como un capítulo de accidentes. Como tal, parece simple, porque uno al principio no se da cuenta de todas sus consecuencias. Pero cuando uno comienza a comprender su significado cabal, el corazón se le hunde en una montaña de arena dentro suyo. Es un proceso de un horrible fatalismo que reduce de modo espectral y detestable la belleza y la inteligencia, la fuerza y la intención, el honor y la aspiración, dando cambios tan casualmente pintorescos como los que puede producir una avalancha en un paisaje, o un accidente de ferrocarril en una faz humana. Llamar a esto selección natural es una blasfemia, aceptable para muchos que consideran la Naturaleza como una agregación casual de materia inerte y muerta, pero eternamente imposible para los espíritus y las almas de los honrados… Si este tipo de selección pudiera convertir un antílope en jirafa, sería también concebible que un estanque lleno de amebas se convirtiera en la Academia Francesa.[13]
Bellas palabras. Pero, ¿y si en la «materia inerte y muerta» yacieran ocultos poderes insospechados? Tales objeciones, que distan mucho de ser convincentes, se refieren sólo a las implicaciones filosóficas y sociales de la selección natural y no a sus pruebas.
Darwinistas ingenuos, incluidos muchos capitalistas, han argumentado en interés propio que la opresión de los débiles y los pobres es una aplicación justificada a los asuntos humanos de la selección natural. Ingenuos literalistas bíblicos, incluidos algunos altos funcionarios encargados de salvaguardar el medio ambiente, han argumentado en interés propio que la destrucción de la vida no humana está justificada porque el mundo de todos modos se acabará en breve o porque el Génesis nos ha dado «dominio… sobre todos los seres vivos».[14] Ni la evolución ni los libros sagrados de varias religiones han quedado invalidados porque se haya sacado erróneamente de ellos conclusiones peligrosas.
En los decenios de 1870 y de 1880, las pruebas reunidas por Darwin estaban cambiando muchas mentalidades. Algunos comentarios reconocían «la certeza de la acción de la selección natural» e incluso la posibilidad de que los humanos hubieran evolucionado de algún animal inferior.[15] Sin embargo, algunas de las conclusiones expuestas por Darwin en su libro publicado en 1871, La descendencia del hombre, se les atragantaron incluso a los comentaristas más comprensivos. Vemos que el debate se ha trasladado a un nuevo escenario:
Negamos [a los animales]… la capacidad de reflexionar sobre su propia existencia, o de preguntarse por la naturaleza de los objetos y sus causas. Negamos que sepan que saben, o que se sepan conocedores. Dicho de otro modo, les negamos la razón.
Volveremos a este nuevo nivel de debate más tarde, y aquí observemos sólo con qué rapidez muchas de las reservas teológicas sobre la evolución se habían disipado a medida que se comprendían mejor los argumentos de Darwin. «No hay nada tan notable —escribió Darwin en su Autobiografía—, como la difusión del escepticismo o del racionalismo durante la última mitad de mi vida.»[16]
De los innumerables ejemplos modernos de la selección natural en el mundo real, seleccionamos uno: es un ejemplo interesante porque afecta a los hombres y porque es el resultado de un experimento, si bien realizado inadvertidamente y en circunstancias trágicas. La malaria es endémica entre casi la mitad de la población mundial (sólo antes de la segunda guerra mundial, la cifra era de dos tercios). Es una enfermedad grave que provoca una elevada mortalidad si falta el medicamento apropiado o la inmunidad natural. Aún hoy en día millones de personas mueren cada año a causa de la malaria. Cuando el parásito plasmodio que causa la malaria es inyectado en el torrente sanguíneo (generalmente por una picadura de mosquito), invade los glóbulos rojos de la sangre que llevan el oxígeno de los pulmones a todas las células del cuerpo. Los glóbulos rojos de la sangre se vuelven pegajosos, se adhieren a las paredes de vasos sanguíneos muy pequeños y no pueden seguir circulando hasta el bazo, que destruye los parásitos del plasmodio. Esto es bueno para los parásitos y malo para los hombres.
Los pueblos de las zonas maláricas del África tropical, como los de otras regiones, tienen una adaptación a la malaria: el carácter del glóbulo rojo falciforme. Algunos de los glóbulos rojos de la sangre vistos al microscopio parecen hoces o croissants. Pero en una persona con el carácter del glóbulo rojo falciforme, los glóbulos rojos alterados de la sangre están rodeados por filamentos microscópicos en forma de aguja que actúan como las púas de un puercoespín. Los parásitos quedan empalados o en todo caso dañados, y luego los glóbulos rojos —protegidos de las pegajosas proteínas de los parásitos— son transportados al bazo para someterse a su «dura clemencia»; cuando los parásitos mueren, muchos de los glóbulos rojos de la sangre recuperan su estado normal, sin que les haya afectado la experiencia.[17] Sin embargo, cuando los genes de este carácter se heredan a la vez del padre y de la madre, suelen aparecer anemias graves, obstrucción de los vasos sanguíneos pequeños y otras enfermedades. Es natural pensar que resulta ventajoso tener una parte de la población gravemente anémica, en lugar de que la mayoría muera de malaria.
En el siglo XVII llegaron traficantes holandeses de esclavos a la Costa de Oro del África Occidental (actualmente Ghana). Compraron o capturaron a numerosos esclavos y los transportaron a dos colonias holandesas: Curaçao en el Caribe y Surinam en Sudamérica. No hay malaria en Curaçao, de modo que el carácter de los glóbulos rojos falciformes siguió provocando anemia entre los esclavos allí llevados, pero sin ninguna ventaja que los compensara. En cambio, en Surinam la malaria es endémica, y tener el carácter falciforme suponía a menudo la diferencia entre vida y muerte.
Si ahora, unos tres siglos después, examinamos a los descendientes de aquellos esclavos, vemos que en los de Curaçao apenas hay incidencia alguna del carácter, pero que sigue siendo común en Surinam. En Curaçao la selección actúa en contra del carácter de los glóbulos rojos falciformes; en Surinam, como en África Occidental, la selección actuó a favor de él. Vemos actuar aquí a la selección natural en escalas temporales muy cortas, incluso con seres de reproducción tan lenta como las personas.[18] Como siempre, en una población determinada, hay toda una gama de predisposiciones hereditarias; el medio ambiente elimina algunas, pero no otras. La evolución es el producto de una estrecha interacción entre la herencia y el medio ambiente.
Al final de su vida, Darwin se consideró a sí mismo un teísta, un creyente en una Primera Causa. Sin embargo tenía sus dudas:
«¿Puede darse crédito a la mente del hombre cuando saca conclusiones tan elevadas, habiéndose desarrollado, como creo cabalmente, a partir de una mente tan inferior como la que posee el más inferior de los animales?»[19]
La evolución no supone en forma alguna ateísmo, aunque es consecuente con el ateísmo. Pero la evolución contradice claramente la verdad literal de ciertos libros venerados. Si creemos que la Biblia fue escrita por personas, y no dictada palabra a palabra a un taquígrafo intachable por el Creador del Universo, o si creemos que Dios podía a veces recurrir a las metáforas en aras de la claridad, entonces la evolución no plantea problema teológico alguno. Pero tanto si plantea un problema como si no, las pruebas de la evolución son aplastantes, concretamente las pruebas de que hubo evolución al margen de saber si la selección natural uniformista explica completamente cómo se produjo.
La perspectiva darwinista es esencial para toda la biología moderna, desde las investigaciones de la estructura molecular del ADN a los estudios sobre el comportamiento de monos y personas.[20] Es una perspectiva que nos conecta con nuestros antepasados olvidados hace tiempo y con nuestro enjambre de parientes, los millones de otras especies con quienes compartimos la Tierra. Pero el precio que hemos debido pagar ha sido alto, y aún hay, especialmente en los Estados Unidos, quienes se niegan a pagarlo, y por razones muy humanas y comprensibles. La evolución sugiere que si Dios existe le gustan las causas secundarias y los procesos autónomos. Dios puso en funcionamiento el Universo, estableció las leyes de la Naturaleza, y luego abandonó la escena. No hay, al parecer, un Ejecutivo trabajando a pie de obra: el poder ha quedado delegado. La evolución sugiere que Dios no intervendrá, tanto si suplicamos como si no, para salvarnos de nosotros mismos. La evolución sugiere que estamos solos; y que si hay un Dios, ese Dios debe de estar muy lejos. Esto basta para explicar gran parte de la angustia y enajenación que la evolución ha producido. Nos gustaría imaginar a alguien al frente del timón.
La visión transcendentalmente democrática de Darwin de que todos los seres humanos descienden de los mismos antepasados no humanos, que todos somos miembros de una familia, queda inevitablemente distorsionada cuando se contempla con la visión deteriorada de una civilización impregnada de racismo. Los supremacistas blancos se apropiaron la idea de que las personas con gran abundancia de melanina en la piel debían de estar más cerca de nuestros parientes los primates que las personas más blanquecinas, con menos melanina. Los oponentes del fanatismo, temiendo quizá que pudiera haber una pizca de verdad en una tal tontería, también prefirieron no insistir en nuestro parentesco con los simios. Pero ambos puntos de vista están situados en el mismo continuo: nuestra relación con los primates es selectivamente válida en el veld africano y en el ghetto, pero nunca jamás —¡no lo permita Dios!— en la junta de directores, la academia militar o —¡Dios nos libre de ello!— en el Senado o la Cámara de los Lores, en el palacio de Buckingham o en Pennsylvania Avenue. En esto radica el racismo, y no en el ineludible reconocimiento de que los hombres, para mejor o para peor, somos sólo una pequeña ramita en el amplio y frondoso árbol de la vida.
La selección natural ha sido explotada equivocadamente por capitalistas y comunistas, blancos y negros, nazis y muchos otros, deseosos de llevar el agua a su particular molino ideológico. No es de extrañar que las feministas temieran que la perspectiva darwinista pusiera un palo más en manos de los científicos para aporrear a las mujeres, con la excusa de una supuesta inferioridad en matemáticas o política. Pero, por lo que sabemos, una perspectiva así podría revelar que los incontenibles desequilibrios hormonales que impulsan a los hombres a la violencia no los hacen muy adecuados para dirigir un estado moderno. Si creemos que el sexismo es un error basado en prejuicios, el examen científico permitirá descubrirlo, y deberíamos apoyar su investigación rigurosa con los métodos de la ciencia.
Gran parte de las recientes controversias sobre la aplicación de las ideas darwinistas al comportamiento humano se han debido al temor de que abusen de ellas racistas, sexistas y otros fanáticos; como de hecho sucedió ya en la segunda guerra mundial, con espantosas y trágicas consecuencias. Sin embargo, el remedio contra el abuso de la ciencia no es la censura, sino una explicación más clara, un debate más enérgico y una ciencia más accesible a todos. Si algunas de nuestras propensiones son innatas, como probablemente son, eso no significa que no podamos aprender a modificar, mitigar, incrementar o redirigir el comportamiento resultante.
El vicealmirante FitzRoy había sido meteorólogo del Ministerio de Comercio británico durante más de un decenio cuando su pronóstico a largo plazo para 1865 falló de modo total y catastrófico. El orgulloso y colérico FitzRoy recibió un auténtico vapuleo en los periódicos. Cuando ya no pudo soportar más el ridículo, se cortó el cuello y se convirtió en un protomártir de los fracasos de los pronósticos meteorológicos. Aunque FitzRoy había hablado públicamente contra Darwin en la controversia del «creacionismo», y a pesar de que los dos hombres no se habían visto cara a cara durante ocho años, Darwin se afectó mucho por la noticia del suicidio de FitzRoy. ¿Qué imágenes de las aventuras de juventud que compartieron debieron de acudir a la mente de Darwin? «Su carrera ha acabado muy melancólicamente —comentó Darwin a Hooker— a pesar de sus espléndidas cualidades.»[21]
También Darwin era un experto en melancolía. Durante esos años Darwin pasaba la mayor parte del tiempo deprimido, agotado y enfermo. Durante ese desgraciado período, su producción fue constante, y no parece que esto perjudicara en absoluto su relación con Emma, con los hijos, de diez nacidos, que les habían quedado, y con sus numerosos amigos. Al menos, las cartas que intercambiaron y sus recuerdos escritos son testimonio de su sinceridad, del valor que daba a los sentimientos, de su respeto hacia los niños, y de una vida familiar armoniosa. Su hija recordó que Darwin confiaba en que ninguno de sus hijos creería algo sólo porque lo había dicho él. «Mantuvo una agradable y afectuosa relación con nosotros toda su vida», escribió su hijo Francis. «A veces me sorprende que pudiera mostrarse así con una raza tan poco efusiva como la nuestra; pero confío que supiera lo mucho que nos gustaban sus palabras y sus gestos de afecto… Permitía a sus hijos, cuando eran mayores, reírse con él y de él, y solía hablarnos en términos de perfecta igualdad.»[22]
Muchos se consolaban pensando que en los últimos momentos Darwin renunciaría a sus herejías evolutivas y se arrepentiría. Hoy todavía hay gente piadosamente convencida de que fue precisamente así. Pero Darwin se encaró a la muerte con serenidad y al parecer sin arrepentirse. En su lecho de muerte dijo: «No tengo ningún miedo a morir.»[23]
La familia deseaba enterrarle en su finca de Down, pero veinte diputados del Parlamento, con el beneplácito de la Iglesia de Inglaterra, pidieron que lo enterraran en la Abadía de Westminster, a unos metros de Isaac Newton. Hay que reconocer que en esto la Iglesia de Inglaterra actuó con una gracia consumada. A ti, parecían estar diciendo, que has hecho lo posible para despertar dudas sobre la veracidad de lo que nosotros afirmamos, te reservamos el más alto de los honores; fue una demostración de respeto por la corrección del error, que es, por lo demás, una característica de la ciencia cuando se mantiene fiel a sus ideales.
HUXLEY Y EL GRAN DEBATE
Thomas Henry Huxley nació en una familia numerosa, luchadora y conflictiva, de la Inglaterra de 1825, donde la clase dictaba el destino de casi todo el mundo. Su educación oficial se limitó a dos años de enseñanza elemental. Pero tenía un hambre insaciable de conocimientos y una legendaria autodisciplina. A los 17 años, y obedeciendo a un impulso, Huxley participó en un concurso abierto organizado por una universidad local, y recibió la Medalla de Plata de la Sociedad Farmacéutica y una beca para estudiar medicina en el Hospital de Charing Cross. Cuarenta años después era presidente de la Royal Society, por entonces la organización científica más importante del mundo. Realizó contribuciones fundamentales a la anatomía comparada y a otras muchas disciplinas y, de paso, inventó las palabras «protoplasma» y «agnóstico». Dedicó toda su vida a enseñar ciencia al pueblo. (Se sabía que más de un miembro de las clases altas se había puesto vestidos viejos para que le admitieran en las lecciones que impartía a gente trabajadora.) Huxley decía en sus clases que un examen científico y justo de los hechos acabaría con las pretensiones europeas de superioridad racial.[24] Al final de la guerra civil americana escribió que si bien los esclavos ya podían ser libres, quedaba por emancipar la mitad de la especie humana: las mujeres.[*]
Uno de los intereses de Huxley había sido la idea de que todos los animales, incluidos nosotros, éramos «autómatas», robots basados en el carbono, cuyos «estados de conciencia… están causados de modo inmediato por cambios moleculares de la sustancia cerebral».[25] Darwin terminó la última carta que le escribió con estas palabras: «Una vez más, acepte mi cordial agradecimiento, mi querido y viejo amigo. Ojalá hubiera en el mundo más autómatas como usted.»[26]
«Si se me recuerda de alguna manera —dijo Huxley al final de su vida— prefiero que sea como a un hombre que hizo lo que pudo para ayudar a los demás, en lugar de cualquier otro título.»[28] Pero hoy se le recuerda más por haber dado el golpe de gracia en el debate decisivo en el que se impusieron las ideas de Darwin.
El debate entre Huxley y Wilberforce es la gran escena culminante en una imaginaria versión cinematográfica de la vida de Darwin producida en el Hollywood de los años 1930:
Aparece publicada una pequeña nota en la primera página del Daily Oxonian: «Mañana se celebrará la reunión anual de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia.» La fecha es el 29 de junio de 1860. La primera página comienza a girar como una ruleta.
Fundido para mostrarnos que estamos siguiendo a Robert Chambers (interpretado por Joseph Cotten), un personaje muy imaginativo pero algo turbio, que baja por una calle de Oxford. Otro hombre le da un empujón y cuando él se gira irritado, ve que se trata del mismísimo Thomas Henry Huxley (Spencer Tracy), un hombre belicoso y tan ferozmente convencido de la certeza de la polémica teoría de su amigo Darwin que un día se ganará el apodo de «bulldog de Darwin».
Chambers es un pillo y no puede evitar preguntarle a Huxley si asistirá a la conferencia que Drapers pronunciará en la reunión de la Asociación Británica. El título va a ser «El desarrollo intelectual de Europa en relación con las opiniones del señor Darwin». Huxley replica que está demasiado ocupado.
Chambers revela maliciosamente a su interlocutor:
—El cobista de Sam Wilberforce irá con toda seguridad.
Huxley, cada vez más a la defensiva, repite que no desea perder su tiempo.
Chambers comenta intencionadamente:
—¿Está desertando de la causa, no es así Huxley?
Huxley, ofendido, se excusa y se va. Es el día siguiente. Las puertas de la gran sala están abiertas de par en par. El local está atiborrado, pero sólo se oye una voz. La cámara se acerca hasta darnos un severo primer plano del obispo de Oxford, Samuel Wilberforce (George Arliss). Con los dedos en las solapas, se vuelve hacia Huxley (quien, desde luego, está presente a pesar de la supuesta incompatibilidad de horarios) y con estudiada suavidad le pide que se defina:
—¿Se considera usted descendiente de mono por parte de abuelo o de abuela?
El público, captando el matiz insultante en la palabra «abuela», murmura excitado y dirige su atención hacia Huxley.
Huxley, sentado, se vuelve hacia su vecino, le guiña medio ojo y murmura:
—El Señor lo ha puesto en mis manos. —Se pone en pie y mirando a Wilberforce a los ojos, contesta—: Preferiría descender de dos simios que ser un hombre y tener miedo a enfrentarme con la verdad.
El público no había visto nunca a nadie insultar públicamente y en la cara a un obispo. Estupor general. Las damas se desmayan. Los hombres levantan el puño. Chambers, entre el público, está disfrutando. Pero esperen. Alguien más se pone en pie. Pero si es el vicealmirante Robert FitzRoy (Ronald Reagan), que ha regresado a Inglaterra después de haber sido gobernador de Nueva Zelanda.
—Hace treinta años, en el Beagle, ya discutí con Charles Darwin por sus ideas de loco. —Y blandiendo su Biblia exclama—: Esto y sólo esto es el origen de toda verdad.
Más gritos.
Ahora le toca a Hooker (Henry Fonda).
—Sinceramente —dice— conocí esta teoría hace quince años. Por aquel entonces me opuse enteramente a ella; la discutí una y otra vez; pero luego me dediqué sin descanso a la historia natural; en pos suyo viajé por el mundo. Fenómenos de esta ciencia que antes me resultaban inexplicables fueron esclareciéndose uno tras otro gracias a esta teoría; la convicción se fue imponiendo paulatinamente y me convertí, a pesar mío.
La cámara sale de la gran sala. Hay un fundido y aparece un primer plano de un pinzón posado sobre la rama de un árbol. Un hombre con barbas (Ronald Colman), de aspecto bondadoso, vestido con capa y sombrero de propietario rural, pero con bufanda a pesar del cálido junio, contempla encantado el ave. Apenas oye la voz de su esposa (Billie Burke), aguda y afectuosa, que le llama desde el caserón:
—Charles… CHARLES… Ha llegado Trevor y trae noticias de la reunión de Oxford.
Charles lanza una mirada de aprecio al pichón antes de dirigirse finalmente hacia la casa…[29]