CAPÍTULO 11
DOMINACIÓN Y SUMISIÓN

Cuando dejamos de mirar a un ser orgánico como mira un salvaje a un navío, como algo totalmente incomprensible para él; cuando pensamos que todos los productos de la Naturaleza han tenido una larga historia; cuando las estructuras complejas y los instintos nos parecen la suma de muchas invenciones, útil cada una de ellas a quien las posee, del mismo modo que cualquier gran invento mecánico es la suma del trabajo, la experiencia, la razón y hasta de los errores de muchos trabajadores; cuando contemplamos así a cada ser orgánico, el estudio de la historia natural —hablo por experiencia— resulta mucho más interesante.

CHARLES DARWIN, El origen de las especies[1]

Orden. Jerarquía. Disciplina.

BENITO MUSSOLINI, propuesta de consigna nacional[2]

Los dos crótalos se deslizan silenciosamente uno hacia el otro, moviendo sus lenguas bífidas. Se enroscan lentamente en un abrazo lánguido, elevándose cada vez más del suelo. Los brillantes anillos se mueven en un flujo y reflujo constante. Los reptiles forman juntos una doble hélice como un eco macroscópico de su subyacente realidad microscópica.

Observadores de otra época llegaron a la conclusión de que esto es una danza de cortejo reptilina. Pero aquellos observadores se olvidaron de capturar a las serpientes y determinar su sexo. Si lo hacemos nosotros veremos que ambos crótalos son machos. ¿Qué están haciendo entonces? Los abrazos homosexuales se conocen en todo el reino animal y por lo tanto aquello podría seguir siendo una danza de cortejo; pero, aparte de que el espectáculo suele terminar cuando una serpiente derriba a la otra en el suelo, no se trasluce en él ningún acto sexual manifiesto. Este hipnotizante ritual serpentino parece más bien un combate de lucha libre regido por reglas estrictas. Ningún combatiente acaba lastimado o con un mordisco, que nosotros sepamos. Cuando el duelo termina, el que ha sido derribado acepta la derrota y se marcha deslizándose por el suelo.

¿Es esto un concurso para acceder a las hembras? A veces no hay ninguna hembra presente que inste al campeón o no está disponible como recompensa para el vencedor. Se trata como mínimo de una lucha jerárquica para decidir quién es el mejor crótalo, lo cual no excluye la posibilidad de que el encuentro sea también homosexual: la competencia entre machos para dominar, expresada en la metáfora homosexual, es un tema extendido entre los animales.

Perder la batalla parece un duro golpe para la autoestima del crótalo. Se le ve malhumorado y desmoralizado, incapaz durante varios días de defenderse contra rivales aún más débiles. Pero aquí hay un mecanismo que convierte después la lucha por la dominación en un apareamiento afortunado: cuando un crótalo hembra encuentra a un macho solitario imita el comportamiento masculino y se levanta del suelo como si se estuviera preparando para ese deportivo combate. Si el macho, abatido aún por su última derrota, no tiene suficiente vigor para estar a la altura de las circunstancias, la hembra buscará otra pareja.[3] Casi sin excepción, las hembras acaban apareándose con los vencedores.[4]

Un crótalo macho[5] toma bajo su «protección» a una o más hembras sexualmente receptivas y hace lo que puede para ahuyentar a otros machos. El crótalo macho defiende territorios específicos o compite por ellos, especialmente por los territorios que contienen recursos importantes para la siguiente generación de crótalos. El más famoso crótalo americano, la serpiente cascabel de las praderas, no se aparea cuando sale de la hibernación en primavera, sino que espera hasta el final del verano, aunque entonces seguir el rastro de una hembra le suponga un auténtico esfuerzo.

En cambio, las serpientes thamnophis de Manitoba invernan en enormes madrigueras que contienen unos diez mil individuos: el proverbial nido de serpientes. En primavera las hembras están sexualmente receptivas cuando van saliendo, una por una, de la guarida. Lo que se encuentra tampoco está mal: una pandilla de varios miles de machos que espera impacientemente abalanzarse sobre cada hembra a medida que van saliendo y formar una contorsionada y orgiástica «bola de apareamiento» que es básicamente infecunda. La competencia entre los machos es feroz, tanto antes como después del coito; el vencedor, tras aparearse, inserta un tapón vaginal de modo que ningún rival pueda triunfar si él no ha logrado preñar al objeto de sus atenciones. Incluso entre las serpientes hay un núcleo de comportamiento básico —que incluye dominación, territorialidad y celos sexuales— que los humanos no tienen problema alguno en reconocer.

Las sociedades animales son democracias sólo en muy pocos casos. Algunas son monarquías absolutas, otras oligarquías inestables, otras —especialmente las de hembras— aristocracias hereditarias. Las jerarquías dominantes existen en casi todas las especies de aves y mamíferos, excepto las más solitarias. Hay un orden de categorías basado principalmente en la fuerza, el tamaño, la coordinación, el coraje, la belicosidad y la inteligencia social. A veces basta mirar para adivinar quién domina en un momento dado: por ejemplo el ciervo que tiene más puntas en su cornamenta o el gran gorila de espalda plateada, espectacularmente musculoso. En otros casos es alguien que no habríamos imaginado, alguien con una estatura física anodina, cuyas cualidades de mando quizá sean evidentes para los animales que observamos, pero no para nosotros.

Llamamos «alfa», la primera letra del alfabeto griego, al animal dominante, cuya posición se decide en un combate ritualizado o a veces en un combate real. Después de alfa viene beta, luego delta, zeta, eta… hasta omega, la última letra del alfabeto griego. Lo más frecuente es que alfa domine a beta, quien muestra los correspondientes signos de sumisión, que beta domine a gamma; gamma a delta; y así por toda la jerarquía.[*] El macho alfa puede mostrar un comportamiento dominante en la jerarquía masculina en el 100% de los casos, el macho o machos omegas en el 0% y los que están en medio pueden presentar frecuencias intermedias.

Si dejamos de lado la dudosa satisfacción intrínseca que puede dar intimidar a los demás, poseer una categoría superior a menudo comporta ciertos beneficios prácticos: el privilegio de comer primero y de tomar los bocados más selectos, por ejemplo, o el derecho a mantener relaciones sexuales con quienquiera que despierte el apetito. Los entusiastas más apasionados de las jerarquías de dominación son casi siempre los machos, aunque en muchos casos hay jerarquías de dominación femenina casi paralelas. Los machos suelen dominar a todas las hembras y a todos los jóvenes. Entre las especies relativamente escasas cuyas hembras dominan en ocasiones a los machos hay que citar a los monos vervet, los mismos que saben mantener la calma en casos de hacinamiento.

Si bien el acceso privilegiado a hembras deseables no es el acompañamiento invariable de la categoría superior, es un beneficio frecuente de ella. En una población de ratones, el tercio superior de la jerarquía puede ser el causante del 92% de las inseminaciones. En un estudio sobre leones marinos, los machos situados en el 6% superior de la jerarquía dominante fecundaron al 88% de las hembras.[6] Los machos de categoría superior suelen esforzarse para impedir que los machos de categoría inferior fecunden a las hembras. A veces las hembras actúan para provocar la rivalidad entre los machos.[7] Si los machos dominantes engendran casi todos los hijos, es evidente que ser macho dominante tiene una gran ventaja selectiva. Las cualidades heredadas que predispongan a conseguir el dominio, mantenerlo y disfrutar de él, se implantarán rápidamente en toda la población, o al menos entre los machos. La evolución reconfigurará con este fin las constituciones sociales e individuales. De hecho, parece que hay partes del cerebro que se ocupan del comportamiento dominante.[8]

El ascenso de categoría no suele producirse mediante el trabajo social comunitario o la resistencia al invasor. El ascenso se consigue principalmente con combates dentro del grupo que la mayoría de las veces son rituales y algunas veces reales. Darwin comprendió claramente cómo podría producir la selección natural este resultado:

La ley de la lucha por la posesión de la hembra parece prevalecer en todas las grandes clases de mamíferos. Casi todos los naturalistas admitirán que el mayor tamaño, fuerza, valentía y agresividad del macho, sus armas especiales de ataque, así como sus medios especiales de defensa, se han adquirido o se han modificado mediante esa forma de selección que he llamado sexual. Esto no depende de una superioridad en la lucha general por la vida, sino de que determinados individuos de un sexo, generalmente los machos, logren conquistar a otros machos y dejen más descendientes para heredar su superioridad que los machos menos afortunados.[9]

Si uno es segundo lugarteniente en la jerarquía y desea un ascenso, desafiará al primer lugarteniente, éste desafiará al capitán, éste al comandante; y así sucesivamente escalafón arriba. Al menos en este aspecto, las jerarquías de dominación animal y las jerarquías militares humanas son diferentes. Tal vez un ejemplo mejor es el de ciertas jerarquías en empresas donde todo vale para derribar al rival. Si el desafiador triunfa, los dos animales a veces intercambian su posición, y los lingotes de plata pasan a ser de oro. Los animales debilitados por enfermedades, heridas, o por la edad generalmente descienden en el escalafón.

En las jerarquías de dominación no suele funcionar el principio de que «en este pueblo no cabemos los dos». Cuando uno se enfrenta con un malhumorado macho alfa tiene otra opción además de huir o luchar. Puede someterse. Casi todos lo hacen. Los machos subordinados se congracian con los que ocupan la cima de la jerarquía mediante incesantes reverencias y friegas. Los que están situados más cerca del poder suelen tener acceso a comida y a hembras que son las sobras de los alfas. A veces los machos dominantes están tan atareados con sus funciones policiales que quienes ocupan puestos inferiores en la jerarquía pueden concertar citas sexuales que nunca se les habría permitido si los alfas hubieran estado menos ocupados. La fertilización subrepticia de las hembras cuando el macho alfa no mira se llama «cleptogamia». Los «besos a hurtadillas» tienen más o menos el mismo sabor. De modo que ser un alfa no es más que una estrategia para que los machos continúen sus linajes. Ser beta o gamma con una cierta inclinación a la cleptogamia es también una estrategia. Y hay otras más. Una jerarquía de dominación no ambigua y bien definida minimiza la violencia. Hay muchas amenazas, intimidación y sumisión ritual pero apenas se producen daños corporales. La violencia estalla cuando el orden jerárquico es incierto o está continuamente cambiando. Cuando los machos jóvenes intentan establecer su lugar en la jerarquía o cuando hay una lucha en la cúspide para ocupar la categoría alfa, los combates pueden provocar heridas graves, incluso muertes. Pero si a uno no le importa estar constantemente subordinado a animales de rango superior, la jerarquía de dominación ofrece un medio pacífico y ritualizado con pocas sorpresas. Quizá éste sea un motivo de atracción para quienes se integran en jerarquías religiosas, académicas, políticas, policiales y colectivas, o en la clase militar en épocas de paz. Cualquier inconveniente que la jerarquía pueda imponer está compensado por la estabilidad social resultante. El precio puede pagarse en ansiedad: temor a ofender a los superiores, a ser considerado poco deferente, a olvidar la propia posición, a cometer un crimen de lesa majestad.

Cuando se mantiene la jerarquía de la dominación, todos los conflictos (especialmente los combates rituales o simbólicos) se dan entre animales que se conocen. Pero la agresión intraespecífica xenofóbica es diferente, porque se produce entre animales sin vínculos ni parentesco percibido que ni siquiera se conocen. Es un encuentro con forasteros de olor extraño, y lo más probable es que el enfrentamiento provoque víctimas y muertes.

Cuando llega un ratón desconocido, las ratas dejan lo que estaban haciendo y lo atacan: las ratas dominantes atacan al intruso por la espalda y a menudo lo montan en el proceso, mientras que las ratas subordinadas atacan al intruso por los flancos y raras veces lo montan. Cada uno hace lo que puede.[10] Entre los ratones que viven en grupos pequeños, los que están en la cúspide de la jerarquía tienden a forcejear, intimidar y luchar más activamente, a reaccionar con mayor energía ante las novedades y a tener más hijos. También tienen pieles más lustrosas que los machos subordinados. Pero cuando se trata de luchar con un ratón de otro grupo,[11] se ponen en juego repentinamente formas democráticas y los subordinados luchan junto a los alfas.[*]

La geometría más simple de una jerarquía de dominación es lineal o en línea recta. Es la jerarquía que hemos descrito. El soldado raso delega en el cabo, el cabo en el sargento (y si examinamos con mayor detenimiento, hay varios grados hiperfinos de soldados rasos, cabos y sargentos), el sargento delega en el alférez y así sucesivamente pasando por el teniente, el capitán, el comandante, el teniente coronel, el coronel, el general de brigada, el general de división, el teniente general o el mariscal de campo. Los estamentos militares de los diferentes países tienen diferentes nombres para las diversas graduaciones, pero la idea básica es la misma: Todo el mundo conoce su posición. Los subordinados tratan con deferencia a sus superiores. Les rinden homenaje.

Las jerarquías lineales son una forma de organización social fácilmente observable entre las aves de corral, donde existe un orden de picoteo. Es especialmente claro el ejemplo de las gallinas. (En los mamíferos el orden jerárquico es a menudo el hecho principal de la vida social masculina.) La gallina alfa picotea a beta y a todas las que están por debajo, beta picotea a gamma y a todas las que están por debajo; y así vamos bajando por la jerarquía hasta llegar a la pobre omega, que no tiene nadie a quien picotear. Los machos de categoría superior intentan monopolizar sexualmente a las gallinas, pero a veces fracasan. Los gallos dominan a las gallinas excepto en raras ocasiones, como puede observarse en la vida cotidiana del corral.

En las poblaciones grandes es poco común el orden de categorías lineal; por el contrario, se separan pequeños bucles triangulares en los que delta domina a épsilon, épsilon domina a zeta, pero zeta además de dominar a eta también domina a delta, o quizá incluso a alguien situado más arriba en la jerarquía.[12] Estas relaciones crean una complejidad social a la que pueden oponerse las gallinas acérrimamente conservadoras.

¿Cómo se establece la jerarquía de dominación? Cuando dos gallinas se conocen suele estallar una breve trifulca con muchos cloqueos, graznidos, picoteos y vuelo de plumas. O bien una de las gallinas puede mirar bien cómo es la otra y someterse a ella sin pelear, como suele suceder cuando una gallina inmadura se enfrenta con una adulta saludable. Entre las gallinas vigorosas, la vencedora es la mejor luchadora o la más fanfarrona. Interviene el factor «campo propio»; es mucho más probable que una gallina gane la pelea en su propio corral que en el de su adversaria. Están en juego la agresividad, la valentía y la fuerza. A menudo basta un solo combate de dominación para que quede congelada la relación entre las dos gallinas; la de rango superior tiene el derecho a picotear a la de rango inferior sin temor al castigo. En los grupos en donde se sustituyen periódicamente las gallinas de rango superior por otras completamente desconocidas, éstas luchan más, comen menos, pierden peso y ponen menos huevos. A la larga, el orden de picoteo beneficia a las propias gallinas.[13]

El juego de «acoquinar» nació entre los adolescentes estadounidenses del decenio de 1950 y consiste en que un jugador desafía al otro para ver quién se acoquina antes. El ejemplo más conocido es conducir dos automóviles a gran velocidad uno contra el otro: quien se desvía antes quizá salve su vida (y de paso la de su rival) pero pierde su posición. El nombre en inglés «jugar a gallinas» (play chicken) denota su profundo origen evolutivo. En la cultura de los jóvenes ser gallina significa tener miedo a realizar una acción arriesgada o heroica. El nombre evoca el comportamiento de los subordinados en la jerarquía de dominación del corral; su elección delata, si no el conocimiento real, al menos la intuición de las raíces animales de esa costumbre.

Hay sistemas sociales monárquicos en los que todo el mundo está dominado por el macho alfa o por los pocos machos de rango superior, y apenas hay agresiones en el resto del grupo. El macho dominante dedica una cantidad considerable de tiempo a calmar a los subordinados ultrajados y a dirimir disputas. A veces la justicia es un poco brutal, pero a menudo un simple ladrido o una mueca bastan. En especial en estos sistemas las jerarquías de dominación favorecen la estabilidad social. Los machos de muchas especies han desarrollado armas potentes. La vida sería mucho más peligrosa si cada vez que dos pirañas macho o dos leones o dos ciervos o dos elefantes macho estuviesen en desacuerdo estallara una lucha a muerte. La jerarquía de dominación que incluye posiciones sociales relativas fijas durante períodos considerables de tiempo y la institucionalización de combates rituales en lugar de reales para resolver enfrentamientos serios, es esencial para el mecanismo de supervivencia. No sólo supone ventajas genéticas para el macho dominante, sino también para todos los demás. Pax dominatoris. Aunque sea preciso aguantar muchos abusos, aunque a veces nos ofenden los jefes, un sistema de este tipo donde cada uno sabe cuál es su sitio, resulta seguro quizá incluso cómodo.

¿Qué tipo de selección es ésta? ¿Es una simple selección individual del alfa macho, con un beneficio para los demás machos sólo incidental? ¿Es una selección de parentesco, porque los machos de categoría inferior son parientes no muy lejanos de los alfa? ¿Es selección de grupo, porque estos grupos estructurados y estabilizados por una jerarquía de dominación tienen más probabilidades de sobrevivir que grupos en los que el combate a muerte es la norma? ¿Son estas categorías separables e inequívocas?

El alfa quizá tenga ganas de atacar a un inferior que le ha ofendido; pero si éste hace los gestos de sumisión característicos de la especie, el alfa se ve obligado a perdonarle. No se han sentado para ponerse de acuerdo sobre un código moral, ni nadie ha bajado las tablas del monte, pero las posturas y gestos de las inhibiciones ante la violencia son muy parecidos a un código moral.

Uno de los ejemplos más espectaculares del comportamiento de dominación en los grupos, que se observa entre animales tan diferentes como pájaros, antílopes y (quizá) mosquitos, es el de los lugares de cortejo.

En los lugares de cortejo se celebra una especie de torneos antes de la estación de reproducción y durante ella. El mismo grupo de machos se encuentra uno y otro día en un lugar tradicional y ocupa las mismas posiciones individuales en una arena, ocupando y defendiendo cada uno un pequeño territorio o corte. Cada macho se enfrenta con sus vecinos uno a uno, de forma intermitente o continua, exhibiendo un maravilloso plumaje o sus capacidades vocales o realizando curiosos ejercicios gimnásticos… Los machos tienen territorios propios, pero sigue habiendo una jerarquía: los de rango superior suelen estar ubicados en medio y los aspirantes menores, que no se han graduado, quedan fuera. Las hembras llegan a estas arenas en su debido momento para ser fertilizadas, y normalmente pasan hasta llegar a uno de los machos dominantes del centro.[14]

Tal vez la llegada de la primavera a Ft. Lauderdale o Daytona Beach sea una de las instituciones humanas más parecidas al cortejo que acabamos de describir.

La conducta de dominación es habitual entre los reptiles, anfibios e incluso crustáceos.[15] Los varánidos (como el dragón de Komodo) realizan exhibiciones de intimidación rituales y estereotipadas muy buenas. Agitan o sacuden la cola, se levantan sobre sus patas posteriores, hinchan la garganta y si su rival no se somete después de todo esto, luchan con él para derribarlo. La dominación entre los cocodrilos se establece dando golpes con la cabeza sobre el agua, rugiendo, embistiendo, persiguiendo y mordiendo, de modo fingido o real. Si se interrumpe el abrazo de apareamiento de una rana macho el animal croa; cuanto más grave es su croar, mayor será su posible tamaño una vez desacoplado y más miedo tiene el intruso en potencia. Una rana de América Central, desdentada, y de colores radiantes, perteneciente al género Dendrobates, intimida a los intrusos con una vigorosa secuencia de pectorales. La agresión de los escincos se manifiesta en cada temporada cuando las cabezas de los machos se vuelven de un rojo intenso, pero a menudo estos animales olvidan las virtudes de la intimidación con fanfarronería: los dos rivales se lanzan uno sobre el otro sin apenas amenazar primero hinchando la garganta. Cuando se encuentran dos cangrejos ermitaños, dedican varios segundos a medirse uno al otro, golpeándose mutuamente con sus antenas, y el más pequeño se somete luego rápidamente al mayor.[16] Las moscas de ojos pedunculados hacen lo mismo; los individuos más dominantes son los que tienen los ojos más separados.

Es raro que un macho comience siendo un alfa. Generalmente tiene que ganarse el ascenso. Pero en los intervalos entre desafíos, sería un error molestar demasiado a los demás. Incluso los muy ambiciosos necesitan tener un cierto talento para la subordinación y la sumisión. También es difícil predecir quién alcanzará un rango elevado. A veces los acontecimientos empujan a una posición elevada a animales que no se lo esperaban. Por lo tanto, todos deben poder estar a la altura de las circunstancias. Cuando se forma parte de una jerarquía lineal, hay que saber dominar a los animales que están por debajo de uno y someterse a los que están por encima. Dentro del mismo pecho deben latir la tendencia a la dominación y la tendencia a la sumisión. Los problemas complejos producen animales complejos.

Nada de lo dicho hasta ahora indica algo sobre las preferencias de las hembras. ¿Qué pasa si el macho alfa le resulta arrogante, grosero y que se toma demasiadas libertades? ¿O si simplemente lo encuentra feo? ¿Tiene derecho a rechazarlo? Al menos entre los hámsters esta opción no existe.

La psicóloga Patricia Brown y sus colegas realizaron con hámsters sirios el siguiente experimento.[17] Los machos, agrupados según tamaños y pesos, podían relacionarse de entrada en parejas para establecer la dominación. Los comportamientos considerados dominantes eran la persecución y los mordiscos: las posturas defensivas, las evasivas, las colas levantadas y la sumisión plena se consideraban rasgos de subordinación. Los dominantes realizaban diez veces más actos agresivos que un mismo número de animales subordinados; estos últimos efectuaban diez veces más actos sumisos que los machos considerados dominantes. No se tardaba nunca más de una hora en decidir quién era dominante y quién subordinado en un par de hámsters.

Esos machos sabían luchar, pero nunca habían tenido una experiencia sexual. Cada uno de ellos llevaba un pequeño arnés de cuero atado a una cuerda que limitaba la distancia que podía recorrer, como la correa de un perro. Después los investigadores soltaron a una hembra en ovulación; la hembra podía llegar a los machos atados, pero las correas impedían a éstos seguir a la hembra más allá de un determinado punto o molestarla con sus atenciones. Cualquier contacto sexual ofrecido debería aceptar las condiciones de la hembra.

Podemos imaginarnos a la hembra examinando lentamente con mirada escrutadora, de la cabeza a la cola, a los machos embutidos en sus curiosos trajes de cuero. El conflicto de dominación anterior había sido básicamente ritual, por lo tanto no había dejado heridas que pudieran delatar al animal subordinado. Cada macho ocupaba su propia zona independiente, de modo que no podían verse unos a otros ni comunicar su posición relativa a la hembra, mediante gestos de dominación o sumisión. ¿Elegiría la hembra al macho dominante, a pesar de la ausencia de signos visibles para los observadores humanos? ¿O descubriría algún otro rasgo más atractivo? Las hembras no demostraron ni vacilación ni recato. En menos de cinco minutos, cada una de ellas se ofreció para copular con uno de los machos y en todos los casos éste era el macho dominante. Las hembras no precisaban conocerlo de antemano para descubrir de algún modo que aquél era el macho dominante. Sin preguntar nada sobre su educación, familia, perspectivas financieras o sus buenas intenciones, todas las hembras desearon ansiosamente tener relaciones sexuales con el macho dominante.

¿Cómo pudieron enterarse las hembras? La respuesta, al parecer, es que podían oler la dominación. Existe literalmente una química entre los hámsters: el olor del poder. Los machos dominantes emanan un cierto efluvio, una feromona que no tienen los machos subordinados.[18]

«Soy famoso. Eso es lo que hacen los famosos», dijo en cierta ocasión el campeón de pesos pesados Mike Tyson explicando sus proposiciones amorosas a casi todas las participantes en concursos de belleza. Y el ex secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, no famoso precisamente por su aspecto, explicaba la atracción que una bella actriz sentía por él diciendo: «El poder es el mayor afrodisíaco.»

Los machos dominantes copulan preferentemente con hembras atractivas. Las hembras facilitan el acto lo más que pueden. Se agachan, elevan su cuarto trasero y levantan la cola para que no estorbe. (Nos estamos refiriendo de nuevo a los hámsters.) En el experimento de Brown de roedores con chaquetas de motorista, durante la primera media hora de apareamiento el promedio de «penetraciones» por machos dominantes fue de 40; durante esa media hora los machos subordinados que se apuntaron algún tanto (generalmente cuando los dominantes hubieran terminado) alcanzaron el triste promedio de 1,6.

Supongamos que crecemos en una sociedad donde este comportamiento es la norma, ¿no llegaríamos a la conclusión de que el animal que monta y que realiza repetidos ejercicios pélvicos es la parte dominante, mientras que el animal que se agacha, que es receptivo y pasivo, tiene la categoría de subordinado? ¿Nos sorprendería que este poderoso símbolo de dominación y sumisión se generalizara en el repertorio de gestos y posturas de los machos obsesionados por la posición social?

Antes de la invención del lenguaje, los animales necesitan símbolos claros para comunicarse. Hay un lenguaje no verbal bien desarrollado que ya hemos descrito y que incluye: «Estoy patas arriba y me rindo», y «Podría morderte, pero no lo haré: seamos amigos». Sería muy natural que se instituyeran recordatorios cotidianos de la posición ocupada en la jerarquía consistentes en que un macho se monta de modo breve y ceremonial a otro macho. El macho que monta es el dominante; el macho montado es un subordinado. No se precisa penetración. Este lenguaje simbólico está de hecho extendido, y hablaremos de él con mayor detenimiento en capítulos posteriores. Puede tener poco o ningún contenido sexual aparente.

En condiciones naturales, las ratas de alcantarilla —la misma variedad común cuya estructura social se hundió en los experimentos de hacinamiento de Calhoun— viven ordenadas en jerarquías sociales. Un animal dominante puede acercarse a un animal sumiso, oler y lamer su zona anogenital, y montarlo por detrás mientras lo sujeta con las patas delanteras. El animal sumiso puede levantar sus cuartos traseros para indicar su deseo de ser montado. La agresión masculina para mantener la jerarquía de dominación incluye golpear los costados, hacer rodar y dar patadas, inmovilizar al oponente con las patas delanteras, y boxear: los dos animales se ponen realmente de pie, uno frente al otro, y se atizan golpes con la izquierda y ganchos con la derecha. En condiciones normales, es raro que alguien resulte herido.

Incluso entre las langostas la postura agresiva consiste en ponerse de pie, en realidad de puntillas (o al menos sobre las puntas de sus pinzas). La postura sumisa consiste en quedarse plano sobre el suelo, con las patas un poco en jarra. La idea es mostrar que uno no puede hacer ningún daño (por lo menos de prisa), aunque quiera. Entre los hombres hay muchos gestos de un tono similar. La policía, al enfrentarse con sospechosos posiblemente armados, les ordena que ponga las manos arriba (para demostrar que no llevan armas), o que enlacen las manos detrás del cogote (lo mismo); o que se apoyen formando un ángulo pronunciado sobre una pared (con las manos sobre ella); o que se tumben boca abajo. Las expresiones de sumisión son bien recibidas («No quería hacer nada, de veras»), pero un policía que arriesga su vida necesita una garantía más firme, una postura, por ejemplo.

En casi todos los mamíferos superiores la copulación se produce cuando el macho entra en la vagina de la hembra por detrás. La hembra se agacha para ayudar al macho a montarla y puede hacer movimientos especiales para facilitar su entrada, como sacudidas y meneo de caderas, que forman parte del lenguaje simbólico de la seducción. La hembra se agacha en parte para ofrecer una geometría favorable a la penetración, pero también para indicar que no tiene intención de irse a ninguna parte. No va a escaparse. Algo parecido puede verse en muchas otras especies. El escarabajo macho corteja a la hembra con unos toques en el caparazón dados con los pies, las antenas, las partes bucales o los genitales, según las especies, y la hembra queda instantáneamente inmovilizada.[19] La extraña atracción de los hombres por los pies pequeños grotescamente deformados (en China durante casi un milenio) y por los tacones muy altos (en todo el Occidente moderno), así como por las ropas femeninas[20] muy apretadas, y el fetiche de la mujer indefensa en general pueden ser una manifestación humana del mismo simbolismo.

En muchas especies el macho alfa amenaza sistemáticamente a cualquier macho que intente aparearse con cualquier hembra del grupo, especialmente cuando la concepción es posible. El alfa no siempre triunfa debido a las fecundaciones clandestinas de machos subordinados —cleptogamia— en las que las hembras suelen participar voluntariamente, pero tiene muchos motivos para intentarlo. Esto también ocurre en las jerarquías de dominación femeninas. Entre las aves de corral, por ejemplo, la hembra alfa tiende a atacar a cualquier hembra que se acerque demasiado a un macho adulto durante la estación de la crianza. Las hembras de alto rango de los papiones gelada, donde existe una jerarquía de dominación femenina, las hembras de alto rango no se aparean, en promedio, más a menudo durante la ovulación que las hembras de bajo rango; pero las hembras de bajo rango pocas veces dan a luz. Algo relacionado con su posición social inferior disminuye su fertilidad. Quizá anuncian la ovulación cuando en realidad no están desprendiendo ningún óvulo, o quizá sufren muchos abortos espontáneos. Pero sea cual fuere el motivo, su situación inferior les impide tener descendencia. En los monos tití, las hembras subordinadas tienden a suprimir sus ovulaciones, pero cuando se liberan de la jerarquía de dominación femenina, en seguida quedan preñadas.[21] De este modo, los genes que contribuyen a tener una categoría superior en la jerarquía femenina —gran estatura, por ejemplo, o habilidades sociales superiores— se transmiten preferentemente a la generación siguiente. Esto tiende a estabilizar una aristocracia hereditaria.

En el ganado, y en muchos otros animales, el macho alfa intenta reunir en torno suyo a un harén de hembras y ahuyentar a los demás machos, pero su éxito suele ser limitado. Cuando ha pasado la época de la crianza, los machos regresan a sus formas solitarias y las hembras (y las crías) reanudan su propia agrupación social. Entre los ciervos hay agrupaciones de ciervas que tienen su propia jerarquía de dominación. Es corriente que se elija a la cabecilla de estas comunidades no por la capacidad de intimidación, de amenaza o de lucha, sino por la edad: la hembra fértil más vieja dirige. (Las manadas exclusivamente femeninas de elefantes africanos adoptan la misma convención; aunque estén compuestas por centenares de elefantes, la estructura social es muy estable.) Estos grupos parecen estar organizados en torno a la protección. Cuando son atacados, forman una estructura en forma de diamante o de huso, con la hembra alfa delante y la beta cubriendo la retaguardia (cerrando la marcha). Si los perseguidores avanzan, la hembra beta puede valientemente detenerse en seco y atacar al primer depredador. Mientras el resto del grupo escapa, la alfa y la beta pueden intercambiar el puesto de centinela.

Es las escaramuzas, las ventajas de la jerarquía de dominación son claras. Incluso las hembras de mamífero, que muestran poco entusiasmo por la dominación individual, se organizan en jerarquías de combate en épocas de conflictos. De modo que las jerarquías de dominación tienen al menos dos funciones, enormemente útiles ambas para los individuos y para el grupo: reducen las peleas peligrosas y divisivas dentro del grupo (fomentando lo que podríamos llamar estabilidad política); y producen un rendimiento óptimo para los conflictos entre grupos y entre especies (proporcionando lo que podríamos llamar preparación militar).

Una tercera supuesta ventaja de las jerarquías de dominación es que propagan de modo preferente los genes de los alfas, los que están en buena forma física o de comportamiento. Podríamos imaginar una estrategia condicional común para todos los del grupo que sería algo así como: «Soy grande y fuerte, intimido; si fuera pequeño y débil, me retiraría.» Esto beneficia a todos de un modo u otro, y el foco exclusivo está en el «Yo».

Los hombres sentimos de modo natural un cierto resentimiento si nos imaginamos metidos en una jerarquía de dominación de este tipo, con su cobarde sumisión y sus evidentes crueldades. Por el hecho de ser hombres podemos imaginar también los placeres de una máquina social bien dirigida en la que todo el mundo sabe cuál es su sitio, en la que nadie se desvía del camino ni causa problemas, en la que se muestra habitual deferencia y respeto a los superiores. Según procedamos de una educación, escuela o sociedad más democrática o más autoritaria, podemos señalar que los beneficios de la jerarquía de dominación compensan cualquier afrenta a la libertad y a la dignidad, o viceversa. Pero este debate no trata aún sobre nosotros. Los hombres no somos ciervos ni hámsters ni papiones hamadrías. Para estas especies el análisis de beneficio de costos se ha hecho ya. Para ellos, el orden público es el bien supremo. El que los hámsters tengan derechos y libertades individuales innatos, que precisan protección institucional, no es una verdad evidente por sí misma.

Para jugar al juego de la jerarquía, hay que recordar al menos quién es quién, reconocer categorías y dar las respuestas apropiadas, dominantes o sumisas, según dicten las circunstancias. Las categorías no están fijadas por el tiempo, por lo cual deben poderse reevaluar y revisar hechos de importancia central. Las jerarquías de dominación aportan beneficios, pero requieren pensamiento y flexibilidad. No basta con haber heredado instrucciones del ácido nucleico sobre cómo amenazar y cómo someterse. Deben poderse aplicar esos comportamientos de modo apropiado a un orden cambiante de conocidos, aliados, rivales, amantes: aquellos cuya categoría de dominación es situacional y cuya identidad y circunstancias actuales no pueden codificarse en los ácidos nucleicos. Como también es cierto en las estrategias de caza y de huida o de aprendizaje de los padres, las jerarquías requieren cerebros. Sin embargo, las instrucciones de los genes a menudo controlan muchísimo más que cualquier sabiduría que resida en el cerebro.

Quizá al principio los animales no sabían distinguir muy bien a individuos, contentándose con «Despide mi atractivo sexual favorito, luego ése es mi chico». En la relación entre depredador y presa o en las aventuras sexuales de los machos que no están obligados a ocuparse de su descendencia, los detalles del reconocimiento individual no llevan consigo una buena recompensa. Uno puede entonces decir impunemente: «Para mí todos huelen igual» o «En la oscuridad todos son iguales». Podemos entonces estereotipar y hay que pagar pocas multas de adaptación. Pero a medida que pasa el tiempo evolutivo deben realizarse distinciones más precisas. Podría ser útil saber quién es el padre de un hijo para poder animarle a que desempeñe una función en su crianza y protección. Podría ser útil conocer la posición exacta de todos los demás machos en la jerarquía de dominación si se desean evitar conflictos diarios, o si se desea subir en el escalafón.

Una de las muchas sorpresas de la investigación moderna sobre los primates es la rapidez con que el observador humano —incluso si es completamente insensible a las pistas olfativas— puede distinguir y reconocer a todos los papiones de la tropa, a todos los chimpancés de la banda. Si el observador pasa cierto tiempo con ellos ya no «parecen todos iguales». Esto requiere cierta motivación y un poco de reflexión, pero entra dentro de nuestras capacidades. Sin este reconocimiento individual, la mayor parte de la vida social de los animales superiores, como de los hombres, permanecerá oculta para nosotros. En el caso de los hombres el lenguaje, el vestido y las excentricidades de comportamiento facilitan mucho el reconocimiento individual. Sin embargo, la tentación de dividir a hombres y a otras especies en un número pequeño de categorías estereotipadas, en lugar de reconocer diferencias y juzgar a los individuos uno por uno, sigue estando muy arraigada en nosotros. El racismo, el sexismo y un cóctel tóxico de xenofobias aún influyen poderosamente en la acción y la inacción. Pero uno de los logros más importantes de nuestra propia era es haber llegado a un consenso mundial, a pesar de muchas tentativas infructuosas, de que hemos acabado dispuestos a dejar atrás este vestigio de gran antigüedad. Muchas voces antiguas hablan dentro de nosotros. Somos capaces de enmudecer algunas de esas voces, cuando ya no sirven a nuestros mejores intereses, y de ampliar otras si las necesitamos más. Éste es un motivo de esperanza.

En cuanto al tema más importante de la dominación y la sumisión, el jurado aún no se ha pronunciado. Es cierto que en los últimos siglos se ha eliminado del escenario mundial la monarquía, dejando sólo su pompa y sus disfraces, y que los intentos de democracia parecen irse imponiendo a rachas en todo el mundo. Pero la llamada del macho alfa y el asentimiento condescendiente de los omegas sigue siendo la letanía diaria de la organización humana política y social.

SOBRE LA IMPERMANENCIA

El Hombre, como la hierba son sus días, como la flor del campo, así florece; / pasa por él un soplo, y ya no existe, ni el lugar donde estuvo le vuelve a conocer.

Salmo 103, versículos 15, 16