CAPÍTULO 9
QUÉ FINAS DIVISIONES…
¡Cómo varía el instinto del puerco rastrero comparado, elefante medio racional, con el tuyo! Entre eso y la razón, ¡qué bella barrera separa para siempre, pero para siempre acerca! El recuerdo y la reflexión, ¡qué buenos aliados! ¡Qué finas divisiones separan el pensamiento del sentido!
ALEXANDER POPE, Ensayo sobre el hombre[1]
La mayoría de las personas prefieren estar vivas que muertas. Pero, ¿por qué? Es difícil dar una respuesta coherente. A menudo se habla de una enigmática «voluntad de vivir» o de la «fuerza de la vida». Pero ¿qué explica esto? Incluso las víctimas de brutalidades atroces o las personas que experimentan un dolor insufrible pueden sentir a veces deseos de vivir y hasta entusiasmo por la vida. Por qué, dentro del programa cósmico de las cosas, un individuo debe vivir y otro no: es difícil responder a esta pregunta, es imposible, quizá incluso absurdo. La vida es un don que sólo una mínima fracción del inmenso número de seres posibles pero irrealizados tiene el privilegio de recibir. Excepto en las circunstancias más desesperadas, casi nadie está dispuesto a renunciar voluntariamente a la vida, al menos hasta llegar a una vejez avanzada.
El sexo es igualmente desconcertante. Muy pocas personas, al menos hoy en día, tienen relaciones sexuales con el objetivo consciente de propagar la especie o su ADN personal; y en el caso de los adolescentes es rarísimo que tomen una decisión con este objetivo concreto, de modo frío y racional. (Durante la mayor parte de la historia del hombre en la Tierra, la esperanza de vida media no superaba en mucho la adolescencia.) El sexo incluye su propia recompensa.
La pasión por la vida y el sexo está incorporada en nosotros mismos, es innata, está preprogramada. La vida y el sexo contribuyen a la aparición de muchos descendientes con características genéticas ligeramente distintas: primer paso esencial para que la selección natural cumpla su cometido. Nosotros somos instrumentos generalmente inconscientes de la selección natural, en realidad somos sus instrumentos voluntarios. Por muy profundamente que examinemos nuestros propios sentimientos, no encontraremos ningún propósito previo. El propósito viene después. Todas las justificaciones sociales, políticas y teológicas son intentos de racionalizar a posteriori sentimientos humanos totalmente obvios y profundamente misteriosos a la vez.
Imaginemos ahora que no nos interesa en absoluto «explicar» esas cuestiones, que no nos atraen ni el razonamiento ni la contemplación. Supongamos que hemos aceptado sin discutirlas estas predisposiciones para la supervivencia y que dedicamos nuestro tiempo exclusivamente a satisfacerlas. ¿Se parece eso al estado mental de la mayoría de seres? Cada uno de nosotros puede reconocer esos dos modos coexistiendo dentro suyo. A menudo lo único que hace falta es un momento de introspección. Los escritores religiosos llaman a estos dos modos nuestros estados animal y espiritual. En el habla cotidiana se establece la distinción entre sentimiento| y pensamiento. Dentro de nuestra cabeza parece que hay dos formas diferentes de tratar con el mundo y la segunda forma, en la amplitud del tiempo evolutivo, no surgió en serio hasta hace poco.
Pensemos en el mundo de las garrapatas.[2] Aparte de su equipo físico sexual, ¿qué deben hacer para reproducir su especie? Las garrapatas a menudo carecen de ojos. Los machos y las hembras se encuentran por el olor siguiendo pistas olfativas llamadas feromonas sexuales. La feromona de muchas garrapatas es una molécula llamada 2,6-diclorofenol. Si C indica un átomo de carbono, H de hidrógeno, O de oxígeno y Cl de cloro, esta molécula anular puede escribirse C6H30HCl2. Un poco de 2,6-diclorofenol en el aire y los garrapatas enloquecen de pasión.[3]
La hembra, después de aparearse, trepa a un arbusto o matorral y se pone sobre una ramita o una hoja. ¿Cómo sabe el camino de subida? Su piel capta la dirección de donde llega la luz, aunque no pueda generar una imagen óptica de su entorno. La hembra se instala en su hoja o ramita, expuesta a los elementos, y espera. La concepción no se ha producido aún. Las células espermáticas que lleva en su interior están cuidadosamente encerradas en una cápsula, guardadas en un almacén a largo plazo. La hembra puede pasar meses o incluso años esperando y sin comer. Tiene mucha paciencia.
Lo que está esperando es un olor, un soplo de otra molécula específica, quizá la del ácido butírico, que puede transcribirse con la fórmula C3H7COOH. Muchos mamíferos, incluido el hombre, emanan ácido butírico por la piel y los órganos sexuales. Una pequeña nube de esa sustancia les sigue por doquier como un perfume barato. Es un factor de atracción sexual de los mamíferos. Pero entre las garrapatas sirve para encontrar alimento para las futuras madres. Cuando la garrapata siente el olor del ácido butírico flotando bajo suyo, se desprende de su ramita y se deja caer por el aire, con las piernas despendoladas. Si tiene suerte aterriza en el mamífero que pasa por debajo. (Si no, cae al suelo, se sacude y trata de encontrar otro arbusto al que encaramarse.)
La garrapata se agarra al pellejo del huésped, que no se entera de nada, y avanza por la espesura hasta encontrar una zona menos vellosa, un trozo de piel desnuda, agradable y cálido. Allí, perfora la epidermis y bebe sangre hasta hartarse.[*]
El mamífero tal vez sienta un pinchazo y se rasque hasta arrancarse la garrapata, o explore insistentemente su pelo hasta dar con ella. Las ratas pueden pasar hasta un tercio de sus horas de vigilia cuidando de su pelaje. Las garrapatas pueden extraer una gran cantidad de sangre, segregan neurotoxinas, llevan microbios patógenos. Son peligrosos. Una concentración excesiva de garrapatas en un mamífero puede provocar anemia, pérdida del apetito y la muerte. Los monos y los simios antropomorfos se rastrean meticulosamente el pellejo unos a otros; éste es uno de sus principales idiomas culturales. Cuando encuentran una garrapata, la arrancan con sus instrumentos de precisión y se la comen. Es notable que gracias a ello estén en estado natural bastante a salvo de estos parásitos.
Cuando la garrapata se ha hartado de sangre, y si ha superado los peligros del aseo, se deja caer pesadamente al suelo. Fortalecida de este modo, abre el precinto de la cápsula que guarda las células espermáticas, deposita los huevos fertilizados en el suelo (quizá unos 10.000) y muere, dejando que sus descendientes continúen el ciclo.
Observemos qué sencillas son las capacidades sensoriales que requieren las garrapatas. Tal vez se alimentaban de sangre de reptil antes de que evolucionaran los primeros dinosaurios, pero el repertorio de habilidades esenciales de las garrapatas sigue siendo bastante pobre: responder a la luz solar para saber el camino hacia arriba; oler el ácido butírico para saber cuándo ha de dejarse caer sobre un animal; sentir el calor; avanzar salvando obstáculos. Esto no es pedir demasiado. Hoy en día tenemos fotocélulas muy pequeñas que pueden encontrar fácilmente el sol en un día despejado. Tenemos muchos instrumentos químicos analíticos que pueden detectar pequeñas cantidades de ácido butírico. Tenemos sensores infrarrojos en miniatura que captan el calor. De hecho, estos tres tipos de aparato se han lanzado a bordo de naves espaciales para explorar otros mundos, por ejemplo, en las misiones Viking a Marte. La nueva generación de robots móviles que se está desarrollando para la exploración planetaria puede pasar ya por encima de grandes obstáculos o sortearlos. Se necesitarán algunos avances en la miniaturización, pero no falta mucho para que pueda construirse una máquina pequeña que imite —en realidad supere con creces— las capacidades centrales de la garrapata para percibir el mundo exterior. Y podríamos equiparla sin duda con una jeringa hipodérmica. (Más difícil sería, sin embargo, imitar su sistema digestivo y reproductor. Nos falta mucho para poder simular partiendo de cero la bioquímica de una garrapata.)
¿Qué siente uno en el interior del cerebro de una garrapata? Uno conoce la luz, el ácido butírico, el 2,6-diclorofenol, el calor de la piel de los mamíferos y los objetos a los que debe trepar. No hay imagen, no hay visión del entorno: uno es ciego. También es sordo. La capacidad olfativa es limitada. Desde luego, pensar no se piensa demasiado. Se tiene una imagen muy limitada del mundo exterior. Pero lo que uno sabe es suficiente para lo que uno hace.[4]
Oímos un ruido sordo en la ventana y levantamos la mirada. Una mariposa nocturna ha chocado de cabeza con el cristal transparente. La mariposa no tenía ni idea de que había un cristal: seres como las mariposas nocturnas existen desde hace centenares de millones de años, y las ventanas de cristal desde hace sólo miles de años. ¿Cómo reacciona la mariposa después de haberse golpeado con la ventana? Vuelve a chocar de cabeza con ella. Es fácil ver insectos que se arrojan repetidamente contra las ventanas, incluso dejando trocitos de su cuerpo sobre el cristal, pero que no aprenden nunca nada de esta experiencia.
Es evidente que en sus cerebros hay un programa de vuelo sencillo, que no les permite darse cuenta de que han chocado con paredes invisibles. No hay una subrutina en ese programa que diga: «Si sigo golpeándome con algo, aunque no lo pueda ver, trataré de evitarlo.» Pero el desarrollo de una subrutina de ese tipo lleva consigo un coste evolutivo y, hasta hace poco, las mariposas que no la tenían no pagaban nada por ello. Las mariposas nocturnas carecen también de la capacidad de resolver problemas generales de un nivel como el citado. No están preparadas para un mundo con ventanas.
Si esto nos permite juzgar la mente de la mariposa nocturna se nos podría perdonar por llegar a la conclusión de que esta mente tiene muy poca entidad. Sin embargo, ¿no podemos reconocer en nosotros mismos —prescindiendo ahora de las personas afectadas por un síndrome patológico que les impulsa a repetir acciones— circunstancias en las que continuamos cometiendo la misma estupidez, aunque tengamos pruebas irrefutables de que nos está creando problemas?
Nosotros no siempre lo hacemos mejor que las mariposas nocturnas. Incluso jefes de estado se han dado de narices con puertas de cristal. En los hoteles y edificios públicos estas barreras casi invisibles llevan pegados ahora grandes círculos rojos u otros signos de advertencia. También nosotros evolucionamos en un mundo sin cristales. La diferencia entre las mariposas nocturnas y nosotros es que cuando nos recuperamos, raramente nos ponemos a caminar en la misma dirección para chocar de nuevo con la puerta de cristal.
Como muchos otros insectos, las orugas siguen los rastros aromáticos que dejan sus compañeras. Si pintamos en el suelo un círculo invisible con la molécula de ese olor y ponemos varias orugas sobre la pista, seguirán girando y girando para siempre, como locomotoras en una vía circular, al menos hasta que caigan exhaustas. ¿En qué está pensando la oruga, si piensa algo? ¿Piensa quizá: «esa de delante mío parece saber a dónde va y yo la seguiré hasta los confines de la Tierra»? La oruga que sigue el rastro aromático casi siempre acaba encontrando a otra oruga de su especie, que es donde quiere estar. En la Naturaleza apenas hay senderos circulares, a menos que intervenga algún científico bromista, y esta debilidad del programa de las orugas casi nunca les crea problemas. Comprobamos de nuevo la existencia de un algoritmo simple y ningún indicio de una inteligencia ejecutiva que pondere datos discordantes.
Cuando una abeja melífera muere emana una feromona de la muerte, un olor característico que indica a los supervivientes que deben sacar a la difunta de la colmena. Esto podría parecer un acto de responsabilidad social final y supremo. Las demás abejas empujan y arrojan el cadáver de la colmena. La feromona de la muerte es ácido oleico (una molécula bastante compleja, CH3(CH2)7CH=CH(CH2)7 COOH, donde = indica un doble enlace químico). ¿Qué pasa si se moja ligeramente a una abeja viva con una gota de ácido oleico? Por muy robusta y vigorosa que sea, las demás la sacarán de la colmena «gritando y pataleando».[5] Incluso la abeja reina tendría que sufrir esa indignidad si la pintáramos con cantidades invisibles de ácido oleico.
¿Comprenden las abejas el peligro que representan los cadáveres descomponiéndose en la colmena? ¿Son conscientes de la relación entre la muerte y el ácido oleico? ¿Tienen idea de lo que es la muerte? ¿Piensan en verificar la señal de defunción del ácido oleico contrastándola con otras informaciones, por ejemplo la presencia de movimientos saludables y espontáneos? La respuesta a todas estas preguntas es, casi con certeza, negativa. En la vida de la colmena no hay manera de que una abeja pueda despedir un tufo detectable de ácido oleico si no se muere. Es innecesario un complejo mecanismo contemplativo. Las percepciones de las abejas son adecuadas a sus necesidades.
¿Hace el insecto moribundo un esfuerzo especial y final para generar ácido oleico, y de este modo hacer un favor a la colmena? Es más probable que el ácido oleico derive del mal funcionamiento del metabolismo de los ácidos grasos en el momento de la muerte, reconocible por los sensibles receptores químicos de los supervivientes. Una raza de abejas con una ligera tendencia a fabricar una feromona de la muerte prosperará más que otra raza con cadáveres en descomposición y una colmena cargada de enfermedades. Esto sería cierto, aunque ninguna otra abeja de la colmena fuera pariente próxima de la fallecida, pero todas ellas son parientes próximas y la fabricación especial de una feromona de la muerte puede explicarse perfectamente por la selección de parentesco.
El insecto enjoyado, de elegante arquitectura, que se pavonea entre las motas de polvo bajo el sol de mediodía ¿tiene emociones, tiene alguna conciencia? ¿O es sólo un sutil robot compuesto de materia orgánica, un autómata fabricado con carbono, cargado de sensores y actuadores, programas y subrutinas, que fue construido siguiendo las instrucciones del ADN? (Veremos después con más detenimiento el sentido de ese «sólo».) Podríamos estar dispuestos a admitir que los insectos son robots porque, que nosotros sepamos, no hay pruebas convincentes de lo contrario y la mayoría de nosotros no tenemos vínculos emocionales profundos con los insectos.
En la primera mitad del siglo XVII, René Descartes, el «padre» de la filosofía moderna, llegó exactamente a esta conclusión. Descartes, que vivía en una época en que los relojes eran la tecnología punta, imaginó que los insectos y otras criaturas eran elegantes y miniaturizados ejemplares de relojería: «una raza superior de marionetas» como dijo Huxley,[6] «que comen sin placer, lloran sin dolor, no desean nada, no saben nada y sólo simulan inteligencia, del mismo modo que la abeja simula aplicar las matemáticas» (a la geometría de sus panales hexagonales). Las hormigas no tienen alma, argumentaba Descartes; no poseen obligaciones morales especiales.
¿A qué conclusión debemos llegar cuando encontramos en animales muy «superiores» programas similares de comportamiento, muy simples, no supervisados por ningún control ejecutivo central manifiesto? Cuando un huevo de ganso sale rodando del nido, la madre gansa lo vuelve a poner en él con mucho cuidado. El valor que tiene este comportamiento para los genes de ganso es evidente. ¿Comprende la madre gansa, que ha estado incubando sus huevos durante semanas, la importancia de recuperar un huevo que ha salido rodando? ¿Puede saber si falta uno? La madre gansa llega al extremo de recoger casi cualquier cosa que esté cerca del nido, como pelotas de ping-pong y botellas de cerveza. Comprende algo, pero podemos decir que no comprende lo suficiente.
Si atamos a un polluelo por la pata a un palo comenzará a piar con fuerza. Esta llamada desesperada provoca la salida inmediata de la madre gallina que corre hacia el sonido con las plumas erizadas, aunque no pueda ver al polluelo. En cuanto vislumbra al polluelo, comienza a picotear furiosamente a un enemigo imaginario. Pero si encadenamos al pollito ante los ojos de la gallina madre bajo una campana de vidrio, de modo que pueda verlo pero no oír su grito de dolor, la visión del pollito no la afectará en lo más mínimo.
… La señal perceptiva de la piada suele proceder indirectamente de un enemigo que ataca al pollito. De conformidad con el plan, esta señal sensorial es extinguida por la señal efectora del pico que golpea y ahuyenta al hostigador. El polluelo que se debate pero que no pía no constituye una señal sensorial que pueda desencadenar una actividad específica.[7]
Los peces tropicales machos adoptan una actitud agresiva cuando ven las marcas rojas de otros machos de su especie. Pero también se excitan cuando ven pasar por la ventana un camión rojo. Las personas se excitan sexualmente al mirar determinadas disposiciones de puntos muy pequeños sobre un papel, celuloide o cinta magnética. Pagan dinero para poder mirar esas formas.
¿En qué estamos pues? Descartes estaba dispuesto a admitir que los peces y las gallinas son también autómatas sutiles, carentes también de conciencia. Pero entonces, ¿qué son los hombres?
Descartes pisaba un terreno peligroso. Tenía ante sí el ejemplo del anciano Galileo a quien la llamada «Santa Inquisición» amenazó con la tortura por sostener que la Tierra gira una vez al día, contra la idea claramente expresada en la Biblia de que la Tierra se mantiene estacionaria y los cielos giran a gran velocidad alrededor nuestro una vez al día. La Iglesia Católica Romana estaba muy dispuesta a imponer la obediencia, a intimidar, torturar y asesinar para obligar a todos a que pensaran como ella. A comienzos del siglo de Descartes la Iglesia había quemado vivo al filósofo Giordano Bruno por pensar de modo independiente, por exponer sus ideas y negarse a retractarse. Pero la afirmación de que los animales son autómatas de relojería era un tema mucho más arriesgado y delicado teológicamente que decidir si la Tierra giraba o no, porque no afectaba dogmas periféricos, sino esenciales, como el libre albedrío y la existencia del alma. Descartes, al igual que en otras cuestiones, tenía que actuar con mucho cuidado.
«Sabemos» que somos algo más que un conjunto de programas informáticos de enorme complejidad. Así nos lo dice la introspección. Así lo sentimos. Y por ello Descartes, que intentó realizar un examen concienzudo y escéptico de por qué debía creerse en algo y que hizo famosa la afirmación Cogito, ergo sum («Pienso, luego existo»), atribuyó almas inmortales a los seres humanos y a nadie más en la Tierra.
Pero nosotros, que vivimos en una época más ilustrada, en la que los castigos por tener ideas inquietantes son mucho menos severos, no sólo podemos, sino que tenemos la obligación de seguir investigando, como han hecho muchas personas desde Darwin. ¿Qué piensan los demás animales, si es que piensan algo? ¿Qué pueden decir si les interrogamos adecuadamente? Cuando examinamos a alguno de ellos con cuidado, ¿no encontramos pruebas de la existencia de controles ejecutivos que sopesan alternativas, de árboles ramificados de contingencias? Y cuando pensamos en el parentesco de toda la vida en la Tierra, ¿resulta plausible que los hombres tengan almas inmortales y los demás animales no?
La mariposa nocturna no precisa saber cómo esquivar un cristal cuando vuela ni el ganso recuperar sólo huevos y no botellas de cerveza, porque las ventanas de cristal y las botellas de cerveza existen desde hace tan poco que no son un elemento importante en la selección natural de insectos y aves. Los programas, circuitos y repertorios de comportamiento son simples si el hecho de ser complejos no beneficia en nada. Los mecanismos complejos evolucionan cuando los simples no sirven.
En la Naturaleza, el programa de recuperación de huevos de ganso es suficiente. Pero cuando los gansitos salen del cascarón, y especialmente cuando están a punto de dejar el nido, la está delicadamente sintonizada con los matices de sus sonido, gestos y (quizá) olores. La madre ha aprendido muchas cosas sobre sus polluelos. Ahora conoce muy bien a los suyos y no los va a confundir con los gansitos de otra, por muy parecidos que puedan resultar a un observador humano.
En especies de aves donde las confusiones son frecuentes, donde las crías de un nido pueden intentar volar y aterrizar por error en un nido vecino, el mecanismo de reconocimiento y discriminación materna es aún más elaborado. El comportamiento del ganso es flexible y complejo cuando el comportamiento simple y rígido resulta peligroso y puede inducir a error; de lo contrario es rígido y simple. Los programas son austeros, no son más complejos de lo que precisan ser… con tal de que el mundo no produzca un exceso de novedades, ventanas y botellas de cerveza.
Volvamos a nuestro insecto volador. Puede ver, caminar, correr, oler, saborear, volar, aparearse, comer, evacuar, poner huevos, metamorfosearse. Tiene programas internos para cumplir estas funciones —contenidos en un cerebro cuya masa es quizá de sólo un miligramo— y órganos especializados, diseñados para ejecutar los programas. Pero ¿es eso todo? ¿Hay alguien responsable, alguien dentro, alguien que controle todas estas funciones? ¿Qué significa este «alguien»? ¿O es el insecto simplemente la suma de sus funciones y nada más, sin autoridad ejecutiva, sin un director de órganos, sin alma de insecto?
Si nos ponemos a cuatro patas y miramos al insecto detenidamente, veremos que ladea la cabeza, triangulándonos, intentando dar un sentido a este monstruo inmenso, amenazador, tridimensional que tiene delante. La mosca avanza caminando despreocupadamente; si levantamos el periódico doblado, se larga rápidamente. Si encendemos la luz, la cucaracha queda paralizada en su camino y nos mira intensamente. Si avanzamos hacia ella, echa a correr y se esconde entre las grietas del parquet. «Sabemos» que ese comportamiento se debe a simples subrutinas neuronales. Muchos científicos se ponen nerviosos si se les pregunta por la conciencia de una mosca común o de un escarabajo. Pero a veces tenemos la misteriosa sensación de que las divisiones que separan los programas de la conciencia quizá no sean sólo finas sino también porosas. Sabemos que el insecto decide a quién comerse, de quién escapar, a quién encontrar sexualmente atractivo. En su interior, con su diminuto cerebro, ¿se da cuenta de que elige, tiene conciencia de su propia existencia? ¿No tiene ni un miligramo de conciencia propia? ¿No alberga esperanza alguna de futuro? ¿No siente ni siquiera una pequeña satisfacción por el trabajo bien hecho de cada día? Si la masa de su cerebro es una millonésima parte de la nuestra, ¿le negaremos una millonésima parte de nuestros sentimientos y de nuestra conciencia? Y si después de haber sopesado cuidadosamente estas cuestiones seguimos insistiendo en que es «sólo» un robot, ¿cómo podemos estar seguros de que este juicio no es válido también para nosotros?
Podemos reconocer la existencia de estas subrutinas precisamente por su inflexible simplicidad. Pero si en lugar de ello tuviéramos ante nosotros a un animal rebosante de juicios complejos, de árboles de posibilidades ramificados, de decisiones impredecibles y con un enérgico programa ejecutivo, ¿nos parecería entonces que estamos ante algo más que un mero computador complejo y exquisitamente miniaturizado?
Una abeja melífera regresa a la colmena de una expedición de exploración y «baila», es decir, que camina de prisa sobre el panal trazando un dibujo fijo y bastante complejo. Quizá lleva pegado al cuerpo polen o néctar y tal vez regurgite parte del contenido de su estómago para sus impacientes hermanas. Lo hace todo en completa oscuridad y las espectadoras verifican sus movimientos por el tacto. Esta información basta para que un enjambre de abejas salga volando de la colmena en la dirección correcta y recorra la distancia necesaria para llegar a un almacén de alimentos que nunca habían visitado, tan fácilmente como si fuera el trayecto cotidiano de casa al trabajo. Las abejas comparten el manjar que ha descrito la exploradora. Esto sucede con más frecuencia cuando escasean los alimentos o el néctar es especialmente dulce.[8] La información hereditaria almacenada dentro del insecto incluye los conocimientos necesarios para codificar la localización de un campo de flores con el lenguaje de la danza y decodificar la coreografía. Quizá no sean más que robots, pero en tal caso la capacidad de estos robots es formidable.
Cuando llamamos a estos seres simples robots, corremos también el peligro de perder de vista las posibilidades que nos brindarán la robótica y la inteligencia artificial en los próximos decenios. Existen ya robots que leen partituras musicales y las interpretan en un teclado, robots que traducen idiomas bastante bien, robots que aprenden de sus propias experiencias y codifican reglas que sus programadores nunca les enseñaron. (En ajedrez, por ejemplo, los robots pueden aprender que conviene generalmente colocar el alfil cerca del centro y no en la periferia del tablero, y luego pueden aprender los casos en que la excepción a la norma está justificada.) Algunos robots ajedrecistas de bucle abierto pueden derrotar a la mayoría de maestros de ajedrez. Sus jugadas sorprenden a sus programadores. Hay expertos que analizan sus juegos y especulan sobre las posibles «estrategias», «objetivos» e «intenciones» del robot. Cuando uno tiene un repertorio grande de comportamientos preprogramados y es capaz de aprender mucho de la experiencia, un observador de fuera puede comenzar a considerarlo un ser consciente que realiza opciones voluntarias, con independencia de lo que haya dentro de su cabeza (o del lugar donde tiene sus neuronas).[9]
Y cuando uno tiene una gran colección de programas mutuamente integrados, capacidad de comportamiento aprendido, gran habilidad para tratar datos y medios para dar prioridad a programas que compiten entre sí ¿no podría uno comenzar a sentir dentro suyo que ya piensa algo? ¿No podría ser una concepción del mundo típicamente humana nuestra tendencia a imaginar que hay alguien dentro moviendo los hilos de la marioneta animal?[*] Nuestra sensación de control ejecutivo sobre nosotros mismos, la seguridad de que estamos tirando de nuestros propios hilos, ¿no podría ser también una ilusión, por lo menos en la mayor parte del tiempo y en la mayoría de las cosas que hacemos? ¿En qué medida somos realmente responsables de nosotros mismos? ¿Y qué parte de nuestro comportamiento cotidiano tiene conectado el piloto automático?
Entre los muchos sentimientos humanos en los que interviene la cultura, pero que pueden estar fundamentalmente preprogramados, podríamos citar la atracción sexual, el enamoramiento, los celos, el hambre y la sed, el horror ante la visión de la sangre, el temor a las serpientes, a la altura y a los «monstruos», la timidez y la desconfianza hacia los desconocidos, la obediencia a quienes mandan, la veneración de los héroes, la dominación de los mansos, el dolor y el llanto, la risa, el tabú del incesto, la sonrisa de placer de los niños al ver a miembros de su familia, la angustia de la separación y el amor materno. Hay un complejo de emociones vinculado a cada una de estas situaciones y el pensamiento tiene poco que ver con ninguna de ellas. Sin duda, podemos imaginarnos a un ser cuya vida interna esté casi totalmente compuesta de estos sentimientos y prácticamente desprovista de pensamiento.
La araña teje su tela junto a la lámpara de la terraza. El hilo, fino y resistente, se desprende de su pezón hilador. Notamos por primera vez que la telaraña brilla llena de gotitas tras una tormenta de lluvia y vemos a la propietaria reparando un puntal de la circunferencia dañado. El elegante dibujo poligonal y con céntrico está cuidadosamente estabilizado por un solo hilo de retén que llega hasta el capuchón de nuestra lámpara y con otro que está unido a una barandilla cercana. La araña repara su tela incluso en la oscuridad y con mal tiempo. Por la noche, cuando la luz está prendida, la araña se sienta justo en el centro de su construcción y espera al infeliz insecto que se siente atraído por la luz y cuya visión es tan mala que apenas puede percibir la telaraña. Cuando el animalito queda atrapado, la noticia llega hasta ella por las ondas que los hilos transmiten. La araña se precipita hacia su presa por un puntal radial, pica al animal, lo envuelve rápidamente en un capullo blanco, lo empaqueta para su uso futuro y regresa corriendo al centro de control. Sin perder la compostura ha dado una demostración maravillosa de eficacia, y ni siquiera la vemos jadear. ¿Cómo sabe la araña diseñar, construir, estabilizar, reparar y utilizar esta elegante telaraña? ¿Cómo sabe que debe construirla junto a la lámpara de la terraza, que atraerá a los insectos? ¿Recorrió la araña toda la casa calculando la abundancia de insectos en los lugares de posible acampada? ¿Cómo pudo estar programado su comportamiento, si la luz artificial se ha inventado tan recientemente que la evolución de las arañas no ha podido todavía tenerla en cuenta?
Cuando se administra a las arañas LSD u otras drogas que alteran la conciencia, sus telarañas se vuelven menos simétricas, más erráticas, o quizá menos obsesivas, con una forma más libre, pero a la vez resultan menos eficaces para capturar insectos. ¿Qué olvida una araña cuando está «colocada»?
Quizá su comportamiento esté totalmente preprogramado en su código de nucleótidos ACGT. Pero ¿no podría una información mucho más compleja estar encerrada también en un código mucho más largo y complejo? O quizá la araña aprendió parte de esta información en aventuras pasadas tejiendo y reparando telas, inmovilizando y devorando presas. Recordemos ahora lo pequeño que es el cerebro de una araña: ¿No podría ser mucho más complejo el comportamiento derivado de las experiencias de un cerebro mucho mayor?
La telaraña está anclada con oportunismo a la geometría local del capuchón de una lámpara de terraza, una barandilla metálica o las vías muertas del ferrocarril. Es imposible que esto estuviera preprogramado por sí mismo. Debió de haber algún elemento de elección, de toma de decisiones, alguna conexión entre la predisposición hereditaria y una circunstancia ambiental que nunca había existido hasta entonces.
¿Es la araña «sólo» un autómata que realiza sin cuestionarse nada acciones que le parecen lo más natural del mundo, premiadas y reforzadas por un amplio suministro de comida? ¿O puede haber un componente de aprendizaje, de toma de decisiones y de conciencia de sí mismo?
La araña teje ahora su telaraña con un nivel elevado de ingeniería de precisión y tendrá su premio más tarde, quizá mucho más tarde. Ella espera pacientemente. ¿Sabe qué está esperando? ¿Sueña en deliciosas mariposas nocturnas o en tontas moscas de mayo? ¿O espera con la mente en blanco, al ralentí, sin pensar en nada de nada hasta que el tirón delatador la obliga a correr por uno de los puntales radiales y a picar al insecto que se debate antes de que pueda soltarse y escapar? ¿Estamos realmente seguros de que no tiene una débil e intermitente chispa de conciencia?
Cabría suponer que una cierta conciencia rudimentaria parpadea en las más humildes criaturas y que la conciencia aumenta al crecer la arquitectura neuronal y la complejidad cerebral. «Cuando un perro corre —dijo el naturalista Jakob von Uexküll— el perro mueve las patas, cuando un erizo de mar corre, las patas mueven al erizo de mar.»[10] Pero incluso entre los hombres, pensar es a menudo un estado subsidiario de la conciencia.
Si fuese posible espiar en la sique de una araña o de un ganso podríamos detectar una progresión caleidoscópica de inclinaciones; y quizá algunas premoniciones de elección consciente, acciones seleccionadas en un menú de posibles alternativas. Lo que los organismos individuales no humanos pueden percibir como motivaciones, lo que sienten que está pasando dentro de sus cuerpos es para nosotros uno de los contrapuntos casi inaudibles de la música de la vida.
Cuando un animal sale en busca de comida suele hacerlo de acuerdo con una pauta definida. Una búsqueda al azar es ineficaz, porque el camino le llevará repetidamente al punto de partida muchas veces y el animal explorará los mismos lugares una y otra vez. En cambio, aunque el animal pueda desviarse a derecha y a izquierda, la pauta general de la búsqueda es casi siempre un movimiento progresivo hacia adelante. El animal se encuentra en terreno desconocido. La búsqueda de alimentos convierte el ejercicio en exploración. La pasión por descubrir es innata. Es algo que a uno le gusta hacer por propio placer, pero tiene sus ventajas, ayuda a la supervivencia y aumenta el número de descendientes.
Tal vez los animales sean autómatas casi puros, con impulsos, instintos y aflujos de hormonas que les conducen a un comportamiento que a su vez está siendo apurado y seleccionado cuidadosamente para contribuir a la propagación de una secuencia genética determinada. Por vividos que puedan ser los estados de conciencia quizá, como observó Huxley, «están causados de modo inmediato por cambios moleculares en la sustancia cerebral». Pero desde el punto de vista del animal los estados de conciencia deben de parecerle —como a nosotros— naturales, apasionados e incluso en ocasiones deliberados. Tal vez una racha de impulsos y subrutinas entrecruzadas se siente a veces como una especie de ejercicio de libre albedrío. Sin duda el animal no puede tener la impresión de que se le empuja contra su voluntad.
El animal elige voluntariamente comportarse según la forma dictada por sus programas contendientes. En general, se limita a obedecer órdenes. Cuando los días se alargan, el animal siente una inquietud desenfocada, algo así como una fiebre primaveral. No ha pensado en la concepción, la gestación, la época óptima para el nacimiento de las crías y la continuación de sus secuencias genéticas; todo eso supera en mucho sus capacidades. Pero en su interior puede muy bien sentir que el clima es embriagador, la vida tempestuosa y el claro de luna agradable.
No queremos ser condescendientes. La profundidad de comprensión que muestran los seres hermanos nuestros es, por supuesto, limitada. Como lo es la nuestra. También nosotros estamos a merced de nuestros sentimientos. También nosotros ignoramos profundamente lo que nos motiva. Y algunos de esos seres tienen como elementos familiares de sus vidas cotidianas sentimientos delicados de los que carece totalmente el hombre. Otros seres tienen gustos y apreciaciones diferentes del mundo exterior: «Al gusano que hay dentro del rabanito picante, el rábano le parece dulce», dice un viejo proverbio yiddish. Además, el gusano del rábano vive en un mundo de olores, sabores, texturas y otras sensaciones desconocidas para nosotros.
Los abejorros detectan la polarización de la luz solar que el hombre no puede captar sin instrumentos; los venenosos crótalos sienten la radiación infrarroja y captan diferencias de temperatura de 0,01 °C a una distancia de medio metro; muchos insectos pueden ver luz ultravioleta; algunos peces africanos de agua dulce generan un campo eléctrico estático a su alrededor y notan a los intrusos por las ligeras perturbaciones inducidas en el campo; los perros, tiburones y cigarras detectan sonidos totalmente inaudibles para el hombre; los escorpiones ordinarios tienen microsismómetros en sus piernas con los que pueden notar en la más absoluta oscuridad las pisadas de un insecto pequeño a un metro de distancia; los escorpiones de agua sienten la profundidad midiendo la presión hidrostática; una mariposa hembra y núbil de gusano de seda libera por segundo diez mil millonésimas de gramo de una sustancia atractiva sexual que lleva hacia ella a todos los machos de kilómetros a la redonda; los delfines, las ballenas y los murciélagos tienen una especie de sonar que permite una precisa localización por eco.
La dirección, el alcance, la amplitud y la frecuencia de los sonidos reflejados que los murciélagos dotados de ecolocalización captan después de emitir quedan sistemáticamente cartografiados en zonas adyacentes de sus cerebros. ¿Cómo percibe el murciélago su mundo de ecos? La carpa y el barbo tienen papilas gustativas distribuidas por la mayor parte de su cuerpo y en la boca; los nervios de todos estos sensores convergen en grandes lóbulos de tratamiento sensorial situados en sus cerebros, que no existen en otros animales. ¿Cómo ve el mundo un barbo? ¿Qué se siente en el interior de su cerebro? Ha habido casos de perros que mueven la cola y saludan con alegría a una persona a la que no habían visto nunca pero que resulta ser el gemelo idéntico del «amo» del perro, perdido hace tiempo y a quien reconoce por el olor. ¿Cómo es el mundo de olores de un perro? Las bacterias magnetotácticas contienen en su interior diminutos cristales de magnetita, un mineral de hierro que los primeros navegantes llamaban piedra imán o calamita. Estas bacterias tienen auténticas brújulas internas que las alinean con el campo magnético de la Tierra. La gran dinamo de hierro fundido que se mueve en el núcleo de la Tierra —y que al parecer es completamente desconocida para el hombre sin instrumentos— es una realidad que sirve de guía a estos seres microscópicos. ¿Cómo les afecta el magnetismo de la Tierra? Tal vez todos esos seres sean autómatas o algo parecido, pero qué asombrosas son las capacidades especiales que tienen y que no tuvo nunca el hombre, ni siquiera un superhéroe de tebeo. ¡Qué diferente debe de ser su visión del mundo, pues perciben tantas cosas que a nosotros se nos escapan!
Cada especie tiene un modelo de realidad diferente cartografiado en su cerebro. Ningún modelo es completo. Todos los modelos omiten algunos aspectos del mundo. Debido a esta omisión, antes o después habrá sorpresas percibidas quizá, como magia o milagro. Hay diferentes modalidades sensoriales, diferentes sensibilidades detectoras, diferentes maneras de integrar las sensaciones en un mapa mental dinámico de una… serpiente, por ejemplo, que persigue su presa deslizándose por el suelo.
Pero Descartes no se dejó impresionar. Escribió al marqués de Newcastle lo siguiente:
Sé muy bien que las bestias hacen muchas cosas mejor que nosotros, pero eso no me sorprende, porque corrobora que ellos actúan impulsados por la fuerza de la Naturaleza y por resortes, como un reloj, que da la hora mejor de lo que puede comunicarnos nuestro juicio.[11]
A medida que la vida evolucionaba, el repertorio de sentimientos se fue ampliando. Aristóteles pensó que «en un conjunto de animales observamos docilidad o ferocidad, apacibilidad o irritabilidad, coraje o timidez, temor o confianza, nobleza o astucia rastrera y, con respecto a la inteligencia, algo equivalente a la sagacidad».[12] Las emociones que Darwin menciona se manifiestan al menos en algunos mamíferos que no son humanos —principalmente en perros, caballos y monos— e incluyen el placer, el dolor, la felicidad, el sufrimiento, el terror, la desconfianza, la falsedad, la valentía, la timidez, el resentimiento, el buen humor, la venganza, el amor desinteresado, los celos, la necesidad de afecto y de elogio, el orgullo, la vergüenza, la modestia, la generosidad y el sentido del humor.[13]
En algún momento, probablemente mucho antes de los primeros hombres, evolucionó también lentamente un nuevo conjunto de emociones: la curiosidad, la perspicacia, el placer de aprender y enseñar. De neurona en neurona, comenzaron a desaparecer las divisiones.
¿SON LOS ANIMALES MÁQUINAS?
(Cuatro opiniones)
Una visión del siglo XVII: Descartes
Como seguramente habrán visto en las grutas y fuentes de los jardines reales, la fuerza con que el agua brota del depósito basta para mover varias máquinas, incluso para que éstas toquen instrumentos o pronuncien palabras según la diferente disposición de los conductos que llevan el agua…
Los objetos externos que actúan por su mera presencia sobre los órganos de los sentidos y que determinan por estos medios que la máquina corporal se mueva de muchas formas distintas, según como estén dispuestas las partes del cerebro, son como las personas que al entrar en alguna de estas grutas hidráulicas provocan inconscientemente los movimientos que se observan en su presencia. No pueden entrar en ellas sin pisar ciertas palancas dispuestas de tal modo que si, por ejemplo, se acercan a una Diana en el baño, ésta se esconde entre los juncos; y si intentan seguirla, ven a un Neptuno que se acerca amenazándoles con su tridente; o si prueban cualquier otro camino, hacen que aparezca de repente otro monstruo que les arroja agua en la cara; o artilugios parecidos, según el capricho de los ingenieros que los han creado. Y finalmente, cuando se aloje el alma racional en esta máquina, tendrá su sede principal en el cerebro y ocupará el lugar del ingeniero, quien debe estar en el lugar donde se conectan todos los tubos de las instalaciones para que pueda aumentar o disminuir o de algún modo alterar sus movimientos…
Todas las funciones que he atribuido a esta máquina (el cuerpo), como la digestión de los alimentos, el pulso del corazón y de las arterias; la nutrición y el crecimiento de los miembros; la respiración, la vigilia y el sueño; la percepción de la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y cualidades semejantes de los órganos de los sentidos externos; la impresión de las ideas de éstos en el órgano del sentido común y en la imaginación; la retención o impresión de estas ideas en la memoria; los movimientos internos de los apetitos y las pasiones; y finalmente, los movimientos externos de todos los miembros que obedecen tan acertadamente, así como la acción de los objetos que se presentan a los sentidos y las impresiones que encuentran en la memoria, que imitan lo más exactamente posible las de un hombre real. Deseo, digo, que consideres que estas funciones de la máquina proceden de modo natural de la simple disposición de sus órganos, ni más ni menos que los movimientos de un reloj u otro autómata proceden de los de sus contrapesos y engranajes; de modo que, por lo que a ellos respecta, no es necesario concebir otra alma vegetativa o sensible, ni otro principio de movimiento o de vida.[14]
Una visión del siglo XVIII: Voltaire
¡Qué lamentable, qué triste cosa es haber dicho que los animales son máquinas desprovistas de comprensión y sentimientos, que realizan sus operaciones siempre del mismo modo, que no aprenden nada, que no son perfectas en nada, etc.!
¡Cómo! Ese pájaro que hace su nido en un semicírculo cuando está situado contra una pared, que lo construye en un cuarto de círculo cuando está en un ángulo, y en un círculo cuando está encima de un árbol; ¿actúa ese pájaro siempre del mismo modo? Aquel perro de caza que hemos disciplinado durante tres meses, ¿no sabe más al cabo de ese tiempo que antes de comenzar las lecciones? El canario a quien enseñamos una melodía, ¿la repite en seguida? ¿No tenemos que estar enseñándosela durante un tiempo considerable? ¿No vemos que si comete un error se corrige a sí mismo?
¿Juzgas que tengo sentimientos, memoria, ideas sólo porque estoy hablando contigo? Bien, no hablo contigo; ves que me voy a casa con aspecto triste, que busco nerviosamente un papel, que abro el cajón donde recuerdo haberlo puesto, que lo encuentro, y que lo leo con alegría. Juzgas que he experimentado el sentimiento de angustia y de placer, que tengo memoria y comprensión.
Apliquemos el mismo juicio a este perro que ha perdido a su amo, que le ha buscado por todas las calles con gritos de dolor, que entra en la casa, agitado, inquieto, que baja las escaleras, las sube, va de una habitación a otra y que al final encuentra en su estudio al amo a quien ama y le demuestra su alegría con sus ladridos de placer, con sus saltos, con sus caricias.[15]
Una visión del siglo XIX: Huxley
Pensemos en lo que pasa cuando alguien proyecta su puño contra nuestros ojos. Los párpados se cierran instantáneamente, sin conocimiento ni voluntad nuestros e incluso en contra de esta voluntad. ¿Qué ha pasado? Una imagen del puño avanzando rápidamente se forma sobre la retina en la parte posterior del ojo. La retina modifica esta imagen, convirtiéndola en una afección de algunas fibras del nervio óptico; las fibras del nervio óptico afectan ciertas partes del cerebro; el cerebro responde afectando las fibras particulares del séptimo nervio que van al músculo orbicular de los párpados; el cambio de estas fibras nerviosas altera las dimensiones de las fibras musculares, que se hacen más cortas y anchas, y el resultado es el cierre de la rendija entre los dos párpados, alrededor de los cuales están dispuestas estas fibras. He aquí un puro mecanismo que da lugar a una acción útil comparable estrictamente al mecanismo motor de la Diana hidráulica imaginado por Descartes. Pero podemos ir más lejos e indagar si nuestra volición, en lo que denominamos acción voluntaria, desempeña una función distinta de la del ingeniero de Descartes que está sentado en su despacho y abre este grifo o el otro cuando desea poner en movimiento una u otra máquina, pero que no ejerce una influencia directa en los movimientos del conjunto…
Descartes dice que no aplica sus ideas al cuerpo humano, sino sólo a una máquina imaginaria que, de poderse construir, haría todo lo que el cuerpo humano hace; el filósofo quiere sobornar así al can Cerbero, pero lo hace de modo indigno, e inútilmente porque Cerbero no es tan estúpido que se trague esta bola…
¿Qué hombre vivo, si tuviera control ilimitado sobre todos los nervios de la boca y la laringe de otra persona, podría hacerle pronunciar una frase? Sin embargo, cuando uno tiene algo que decir, ¿hay algo más fácil que decirlo? Deseamos que se pronuncien ciertas palabras; tocamos los muelles de la máquina de hacer palabras y se pronuncian. Igual que el ingeniero de Descartes, que cuando quería que una máquina hidráulica determinada funcionara, sólo necesitaba abrir un grifo y lo que deseaba se realizaba. La educación sólo es posible porque el cuerpo es una máquina. La educación es la formación de los hábitos, la superposición de una organización artificial sobre la organización natural del cuerpo, de modo que los actos que al principio requerían un esfuerzo consciente se convierten finalmente en algo inconsciente y mecánico. Si el acto que requiere de modo primario una conciencia distinta y la volición de sus detalles necesitara siempre el mismo esfuerzo, la educación sería imposible.
Según Descartes el cuerpo realiza, como un simple mecanismo, todas las funciones comunes al hombre y a los animales y considera la conciencia como la distinción peculiar de la «chose pensante», del «alma racional», que en el hombre (y sólo en el hombre, en opinión de Descartes) está añadido al cuerpo. El filósofo imaginaba este alma racional alojada en la glándula pineal, como en una especie de oficina central desde donde, por intermediación de los espíritus animales, cobra conciencia de lo que está sucediendo en el cuerpo o de lo que influye en el funcionamiento del cuerpo. Los fisiólogos modernos no atribuyen una función tan elevada a la pequeña glándula pineal, pero aceptan de una manera vaga el principio de Descartes y suponen que el alma está alojada en la parte cortical del cerebro; al menos ésta se considera comúnmente la sede y el instrumento de la conciencia.
… Aunque podamos tener motivos de desacuerdo con la hipótesis de Descartes de que los animales son máquinas inconscientes, eso no significa que él se equivocara al considerarlos autómatas. Los animales pueden ser autómatas más o menos conscientes, más o menos sensibles; y la mayoría de las personas acepta implícita o explícitamente la idea de que son máquinas conscientes. Cuando decimos que las acciones de los animales inferiores están dirigidas por el instinto y no por la razón, lo que realmente afirmamos es que si bien los animales sienten como nosotros, sus acciones son el resultado de su organización física. Creemos, en resumen, que son máquinas, una parte de las cuales (el sistema nervioso) no sólo pone el resto en marcha y coordina sus movimientos en relación con los cambios en los cuerpos de su entorno, sino que está provista de un aparato especial cuya función es dar vida a los estados de conciencia denominados sensaciones, emociones e ideas. Yo creo que esta opinión generalmente aceptada es la mejor expresión de los hechos conocidos actualmente.
… Es muy cierto que el argumento aplicado a los animales sirve igualmente, en mi opinión, para los hombres; y, por lo tanto, que todos los estados de conciencia, tanto en nosotros como en ellos, están causados de modo inmediato por cambios moleculares de la sustancia cerebral. Me parece que no hay pruebas, ni en los hombres ni en los animales, de que un estado de conciencia sea la causa de cambios en el movimiento de la materia del organismo. Si estas opiniones están bien fundadas, se deduce que nuestros estados mentales son simplemente los símbolos en la conciencia de los cambios que tienen lugar automáticamente en el organismo; y que, para poner un ejemplo extremo, el sentimiento que llamamos voluntad no es la causa de un acto voluntario, sino el símbolo del estado del cerebro que es la causa inmediata de aquel acto. Nosotros somos autómatas conscientes…[16]
Una visión del siglo XX: James L. y Carol G. Gould
Al examinar el tema de las experiencias mentales de los animales hemos empezado a preguntarnos si es correcta la suposición implícita de que los hombres son casi completamente conscientes y conocedores (y por lo tanto totalmente competentes para evaluar a nuestros hermanos animales de menor complejidad cognoscitiva). ¿Podría ser que estuviera muy sobrevalorado el grado de participación del pensamiento consciente en la vida cotidiana de la mayoría de personas? Sabemos ya que gran parte de nuestro comportamiento aprendido queda fijado permanentemente. A pesar de que aprender una tarea sea un proceso doloroso y difícil, los adultos ya no tienen que concentrarse conscientemente para caminar, nadar, atarse los zapatos, escribir palabras o incluso conducir un coche por un trayecto familiar. Determinados comportamientos lingüísticos se encuadran también en estos esquemas. Michael Gazzaniga, por ejemplo, cuenta el caso de un antiguo médico que tenía una lesión en el hemisferio izquierdo (lingüístico) tan grave que ni siquiera podía construir frases sencillas de tres palabras. Y sin embargo, cuando alguien mencionaba un específico muy solicitado pero a todas luces ineficaz, soltaba una diatriba de cinco minutos pulida, perfectamente gramatical sobre los defectos del medicamento. Esta perorata estaba almacenada en el indemne lado derecho (junto con el habitual repertorio de canciones, poemas y epigramas) en forma de cinta motorizada que podía emitir palabras sin manipulación lingüística consciente.
… En realidad, ¿qué prueba hay de que en esos sublimes actos intelectuales llamados «inspiración» intervengan pensamientos conscientes? La mayoría de las veces nuestras mejores ideas se nos ocurren cuando no somos conscientes de ello, mientras estamos pensando o haciendo algo que no tiene ninguna importancia. La inspiración probablemente depende de algún programa que compara estructuras repetidamente durante mucho tiempo y que actúa imperceptiblemente por debajo del nivel de la conciencia a la búsqueda de posibles coincidencias.
Se nos ocurre que un etólogo extraterrestre, escéptico y desapasionado, que estudiara nuestra poco atractiva especie podría llegar a la razonable conclusión de que los Homo sapiens son, en su mayor parte, autómatas poseedores de unos departamentos de relaciones públicas muy activos y locuaces que se encargan de disculpar y encubrir sus flaquezas.[17]