CAPÍTULO 7
CUANDO EL FUEGO ERA NUEVO
No soy yo quien lo dice sino el mundo: Todo es uno.
HERÁCLITO[1]
Las plantas verdes generan el oxígeno del aire, lo sueltan a la atmósfera y nosotros, los animales, lo respiramos ávidamente. Muchos microbios, y las propias plantas, lo respiran también. Nosotros, por nuestra parte, espiramos a la atmósfera dióxido de carbono, que las plantas verdes inhalan ansiosamente. Las plantas y los animales viven de los residuos corporales de los demás, en una intimidad profunda que pasa inadvertida. La atmósfera de la Tierra conecta estos procesos entre sí y crea la gran simbiosis entre plantas y animales. Hay muchos otros ciclos que unen un organismo con otro y en los que interviene el aire: ciclos de nitrógeno, por ejemplo, o de azufre. La atmósfera pone en contacto a seres de todo el mundo; establece en el planeta otro tipo de unidad biológica.
La Tierra empezó con una atmósfera que carecía prácticamente de moléculas de oxígeno. Cuando hace 3.500 millones de años o más aparecieron bacterias y otros organismos unicelulares, algunos de ellos recogieron la luz solar y descompusieron moléculas de agua en la primera etapa de la fotosíntesis. Estos organismos vertieron al aire el oxígeno, el gas de desecho del proceso como si vaciaran una alcantarilla al mar. Los organismos fotosintéticos proliferaron con una decidida independencia, porque pudieron prescindir de las fuentes no biológicas de materia orgánica. Cuando el número de organismos fotosintéticos llegó a ser enorme, el aire se llenó de oxígeno.
Pero el oxígeno es una molécula peculiar. Respiramos oxígeno, dependemos de él, sin él morimos y naturalmente nos merece una buena opinión. Si tenemos un problema respiratorio, queremos más oxígeno, oxígeno más puro. Asociamos muchos aspectos de nuestra naturaleza con la respiración, como recuerdan algunas palabras modernas derivadas de este acto: inspirar, aspirar, suspirar, conspirar, transpirar, expirar, y proverbios latinos, como Dum spiro, spero, mientras respiro, tengo esperanzas. La palabra «espíritu» en todas sus encarnaciones, como espiritual, espiritado, espíritu de vino, es de la misma familia. Nuestra obsesión por la respiración procede en definitiva de consideraciones de eficiencia energética: el oxígeno que respiramos nos permite extraer energía de los alimentos con una eficiencia diez veces superior a la de la levadura; por ejemplo: la levadura sólo sabe fermentar, es decir descomponer el azúcar en algún producto intermedio como el alcohol etílico, en lugar de llegar hasta el final y convertir el azúcar en dióxido de carbono y agua.[*]
Pero un tronco candente o un carbón ardiendo nos recuerdan que el oxígeno es peligroso. Con sólo un pequeño estímulo, puede arruinar la estructura intrincada y de laboriosa evolución de la materia orgánica, dejando apenas algunas cenizas y un soplo de vapor. Una atmósfera de oxígeno, aunque no reciba calor, provoca oxidación, que corroe y desintegra lentamente la materia orgánica. Incluso materiales mucho más duros, como el cobre o el hierro se manchan y se corroen con el oxígeno. El oxígeno es un veneno para las moléculas orgánicas y sin duda era venenoso para los seres de la antigua Tierra. Su introducción en la atmósfera desencadenó una importante crisis en la historia de la vida: el holocausto del oxígeno. La existencia de organismos que pierden el aliento y mueren asfixiados al exponerlos a una bocanada de oxígeno parece una idea extraña contraria a la intuición, como la malvada bruja del oeste en El Mago de Oz que cuando le cayó un poco de agua encima se fundió hasta desaparecer. Es una versión exagerada del refrán: «Lo que es carne para uno, para otro es veneno.»[**]
O uno se adaptaba al oxígeno, o se escondía de él o moría. Muchos organismos murieron. Algunos se resignaron a vivir en el subsuelo, o en fangos marinos o en otros ambientes inaccesibles al mortífero oxígeno. Hoy en día, todos los organismos más primitivos —es decir, los organismos cuyas secuencias genéticas están menos relacionados con el resto de nosotros— son microscópicos y anaeróbicos; prefieren vivir, o se ven obligados a vivir, donde no hay oxígeno. Actualmente la mayoría de los organismos de la Tierra se llevan bien con el oxígeno. Han elaborado mecanismos que reparan los daños químicos que causa el oxígeno cuando se utiliza, con la debida cautela y guardando una cierta distancia molecular, para oxidar los alimentos, extraer energía y hacer funcionar al organismo con gran eficiencia.
Las células humanas, como muchas otras células, tratan con el oxígeno dentro de una fábrica molecular especial, prácticamente cerrada, llamada mitocondrio, especializada en el contacto con este gas venenoso. La energía extraída por la oxidación de los alimentos se almacena en moléculas especiales y se transporta con cuidado a centros de trabajo repartidos por toda la célula. Los mitocondrios tienen su propio tipo de ADN que forma aros de nucleótidos ACGT en lugar de las hélices dobles, con instrucciones que parecen a primera vista diferentes de las que dirigen la propia célula. Pero su parecido con el ADN de los cloroplastos es suficiente para demostrar que los mitocondrios habían sido también organismos de vida libre parecidos a las bacterias. Es de nuevo evidente la función esencial de la cooperación y la simbiosis en la evolución temprana de la vida.
Afortunadamente para nosotros, se inventaron soluciones bioquímicas a la crisis del oxígeno. De lo contrario, quizá hoy en día la única vida en la Tierra, aparte de las plantas fotosintéticas, estaría resbalando por el fango y chupando alimento de las chimeneas termales de las profundidades abisales. Nos enfrentamos al reto y lo superamos; pero con el enorme coste de la desaparición de nuestros antepasados y parientes colaterales. Estos hechos demuestran que la vida carece de una capacidad de previsión o de una sabiduría innatas que le impida cometer errores catastróficos, a corto plazo al menos. Estos hechos demuestran también que mucho antes de aparecer la civilización la vida estaba produciendo a gran escala residuos tóxicos, y que pagó caro ese error de cálculo.
Si las cosas hubieran ido de otro modo, tal vez toda la vida en la Tierra se habría extinguido por un descuido bioquímico de este tipo. O quizá algún devastador impacto de asteroide o cometa habría eliminado a todos aquellos vacilantes y torpes microbios. Entonces, como hemos dicho, las moléculas orgánicas —tanto las sintetizadas en la Tierra como las caídas de los cielos— podrían haber llevado a un nuevo origen de la vida y a un futuro evolutivo diferente. Pero llega un día en que los gases que emiten los volcanes y las fumarolas ya no son ricos en hidrógeno y no es fácil crear moléculas orgánicas con ellos. La causa de ello es, en parte, la propia atmósfera de oxígeno, que oxida estos gases. También hay un momento en que las moléculas orgánicas extraterrestres llegan con tan poca frecuencia que su aportación de materia a la vida resulta insuficiente. Parece que ambas condiciones se cumplieron hace dos o tres mil millones de años. Si después de ello se hubiesen extinguido todos los organismos vivos, no podría haber surgido una nueva vida. La Tierra habría seguido siendo un mundo yermo y desolado hasta el futuro remoto, hasta la misma muerte del Sol.
Por aquel entonces, hace unos dos mil millones de años o un poco más, la cantidad de oxígeno en la atmósfera de la Tierra —que sin duda había ido aumentando constantemente en relación con eras geológicas precedentes— comenzó rápidamente a aproximarse a su abundancia actual. (En el aire de nuestros días, una de cada cinco moléculas es 02.)
La primera célula eucarionte evolucionó un poco antes. Nuestras células son eucariontes, que en griego significa, más o menos, «con núcleos buenos» o «con núcleos verdaderos». Nosotros, los chauvinistas humanos, como es habitual, admiramos estas células porque son las nuestras. Pero son células que tuvieron mucho éxito. Las bacterias y los virus no son eucariontes, pero las flores, los árboles, los gusanos, los peces, las hormigas, los perros y las personas sí; todas las algas, los hongos y los protozoos, todos los animales, todos los vertebrados, todos los mamíferos, todos los primates. Una de las distinciones esenciales de la célula eucarionte es que el mecanismo rector, el ADN, está separado y encapsulado en un núcleo celular. Dos filas de murallas, como en un castillo medieval, la protegen del mundo exterior. Unas proteínas especiales unen y retuercen el ADN, envolviéndolo y apretándolo, de tal modo que una hélice doble cuya longitud desenrollada sería aproximadamente de un metro queda comprimida dentro de una pequeña cámara submicroscópica en el corazón de la célula. Quizá una causa de la evolución del núcleo —en los ambientes ricos en oxígeno de los organismos fotosintéticos— fue proteger al ADN del oxígeno mientras los mitocondrios estaban explotándolo activamente.
Cada doble hélice larga de ADN se llama cromosoma. Los hombres tienen 23 pares de cromosomas. El número total de nucleótidos ACGT en nuestras instrucciones hereditarias de filamento doble es de unos 4.000 millones de pares de letras. La información contenida equivale aproximadamente a mil libros diferentes con el tamaño y la calidad de impresión del que usted está leyendo en este momento. Si bien las variaciones de una especie a otra son considerables, las cifras son similares para muchos otros organismos «superiores».
Esas mismas proteínas que rodean al ADN (fabricadas ellas mismas, por supuesto, siguiendo las instrucciones del ADN) son las que se ocupan de activar y desactivar los genes, mediante un proceso que consiste en parte en destapar y tapar el ADN. En momentos determinados, la información de los nucleótidos ACGT del ADN que queda al descubierto hace copias de ciertas secuencias y las envía en forma de mensaje desde el núcleo al resto de la célula; en respuesta a las órdenes de estos telegramas se fabrican nuevas máquinas-herramienta moleculares: las enzimas. Estas enzimas controlan a su vez todo el metabolismo de la célula y todas sus relaciones con el mundo exterior. Como en el juego infantil del «teléfono» —en que cada jugador susurra al oído del siguiente el mensaje que le ha llegado—, cuanto más larga es la secuencia de relevos, más probable es que se distorsione el contenido del mensaje.
El resultado se parece a un reino con un monarca que vive distante, aislado y protegido dentro del núcleo, el ADN. Los cloroplastos y los mitocondrios son ducados orgullosamente independientes cuya continua cooperación es esencial para el bienestar del reino.[*] Todos los demás habitantes, todas las demás moléculas o complejos de moléculas que trabajan para la célula tienen por única misión obedecer escrupulosamente las órdenes. Hay que tener mucho cuidado para que ningún mensaje se extravíe o se interprete mal. De vez en cuando, el ADN delega las decisiones a otras moléculas, pero generalmente cada máquina del taller celular está bien controlada.
Sin embargo, incluso los obreros moleculares ordinarios de la célula piensan muchas veces que su monarca parece un deficiente mental que dicta decretos incomprensibles y absurdos. Como ya hemos dicho, la mayor parte del ADN del hombre y otros organismos eucariontes es un galimatías genético que las instrucciones de Empezar y Parar ignoran debidamente, como si fueran los prudentes ayudantes de un presidente loco. Montones inmensos de incoherencias van precedidas solícitamente por el amable aviso «Se avecinan tonterías. Por favor, ignórelas», y seguidas por el mensaje, «Fin de las tonterías». A veces el ADN entra en un tartamudeo frenético en el que se repiten una y otra vez las mismas demencias. Por ejemplo, la secuencia AAG de la rata canguro del sudoeste de los Estados Unidos se repite 2.400 millones de veces, una detrás de otra; la secuencia TTAGGG, 2.200 millones de veces; y la secuencia ACACAGCGGG, 1.200 millones de veces. La mitad completa de todas las instrucciones genéticas de la rata canguro son estos tres trabalenguas.[4] Se ignora si la repetición desempeña alguna función; tal vez refleja luchas mortíferas para hacerse con el poder de diferentes complejos de genes dentro del ADN. Pero existe un elemento en la vida de la célula eucarionte que parece un poco una farsa y que contrasta con la precisión de las tareas de copia y reparación y con la meticulosa conservación de las secuencias del ADN de eras pasadas.[5]
Hace unos dos mil millones de años, parece que varios linajes hereditarios diferentes de bacterias comenzaron a tartamudear y a realizar una y otra vez copias completas de parte de sus instrucciones hereditarias. Esta información redundante empezó luego a especializarse paulatinamente y, con una desesperante lentitud, las tonterías evolucionaron hasta adquirir sentido.[6] Pronto surgieron repeticiones parecidas en los eucariontes. Durante largos períodos de tiempo estas secuencias redundantes y repetidas experimentaron sus propias mutaciones, y antes o después aparecerían por casualidad entre ellos pasajes cortos y poco frecuentes que comenzaban a tener sentido, que eran útiles y podían adaptarse. El proceso es mucho más fácil que el clásico experimento mental en que unos monos aporrean sin parar las teclas de una máquina de escribir hasta que salen las obras completas de William Shakespeare. Aquí, incluso la introducción de una nueva secuencia muy corta —representada sólo por un signo de puntuación, por ejemplo— podría aumentar las posibilidades de supervivencia del organismo en un entorno cambiante. Además está actuando la criba de la selección natural, lo que no sucede con los monos y sus máquinas de escribir. Las secuencias que se adaptan ligeramente mejor se copian de modo preferente (para seguir con la metáfora, serían las secuencias que se acercarían más, aunque sólo fuera ligeramente, a la prosa de Shakespeare, por ejemplo, para empezar, un «SER O», inmerso en el galimatías general). Se empieza con secuencias sin sentido que cambian al azar, pero los trozos accidentales con sentido se conservan y se copian muchas veces. Al final se tiene una cantidad considerable de secuencias con sentido. El secreto del proceso está en recordar las secuencias que funcionan. En la época del origen de la vida debió de haberse producido en los primerísimos ácidos nucleicos una de estas operaciones de creación de significado a partir de secuencias casuales de nucleótidos.
El biólogo Richard Dawkins realizó un revelador experimento informático análogo a la evolución de una secuencia corta de ADN. Dawkins comenzó con una secuencia cualquiera de las 28 letras del idioma inglés (los espacios se cuentan como letras): WDLTMNLT DTJBKWIRZREZLMQCO P. La computadora copia repetidamente este mensaje sin sentido. Sin embargo, en cada repetición existe una cierta probabilidad de mutación, de que una de las letras cambie casualmente. También se simula la selección, porque la computadora está programada para retener las mutaciones que acercan la secuencia de letras, aunque sea muy poco, a un objetivo seleccionado previamente, hacia una determinada secuencia de 28 letras muy diferente. Como es lógico, la selección natural no tiene en mente ninguna secuencia final ACGT, pero el resultado a que se llega al copiar preferentemente secuencias que mejoran la capacidad del organismo, aunque sea un poco, es el mismo. La secuencia de 28 letras de Dawkins, arbitrariamente elegida, hacia la que iba dirigida su selección, era: METHINKS IT IS LIKE A WEASEL.
«Me parece que es como una comadreja», dice Hamlet fingiéndose loco, y bromeando con Polonio.
En la primera generación se produce una mutación en la secuencia aleatoria que cambia la «K» de DTJBKW… por una «S». No es mucho. En la décima generación se lee: MDLDMNLS ITJISWHRZREZ MECS P, y en la vigésima MELDINLS IT ISWPRKE Z WECSEL. Después de 30 generaciones, tenemos: METHINGS IT ISWLIKE B WECSEL, y tras 41 generaciones, llegamos a la frase buscada.
«Existe una gran diferencia… —dice Dawkins— entre la selección acumulativa (en la que cada mejora, por pequeña que sea, sirve de cimiento para una edificación futura) y la selección de paso único (en que cada «intento» es totalmente nuevo). Si el progreso evolutivo hubiera tenido que basarse en la selección del paso único, nunca habría llegado a ninguna parte.»[7]
Podría pensarse que cambiar las letras al azar no es una manera eficaz de escribir un libro. Pero no sucede lo mismo si hay un enorme número de copias, cada una de las cuales cambia ligeramente de generación en generación, y compara constantemente las nuevas instrucciones con las exigencias del mundo exterior. Si tuviéramos que escribir los tomos de instrucciones contenidos en el ADN de la especie dada, podríamos imaginar que basta con sentarnos y escribir todas las instrucciones de cabo a rabo para decir a la especie lo que debe hacer. Pero en la práctica somos totalmente incapaces de ello, y el ADN también. Queremos subrayar de nuevo que el ADN no tiene la más remota noción a priori de qué secuencias son adaptativas y cuáles no. El proceso evolutivo no es totalmente competente, ni previsor ni capaz de evitar las crisis, ni actúa de arriba abajo. Al contrario, es más bien experimental, calcula a corto plazo, sólo es capaz de mitigar las crisis y actúa de abajo arriba. Ninguna molécula de ADN es tan sagaz que pueda conocer las posibles consecuencias de cambiar un segmento del mensaje por otro. La única manera de estar seguro es probarlo, guardar lo que funciona y trabajar con ello.
Cuanto mejor sepa uno cómo actuar, más avanzado está y cabría pensar que tiene mayores posibilidades de sobrevivir. Pero las instrucciones de ADN para crear un ser humano comprenden unos 4.000 millones de pares de nucleótidos, y los de una ameba común unicelular contienen 300.000 millones de pares de nucleótidos. Nada indica que las amebas estén cien veces más «adelantadas» que los hombres, aunque hasta la fecha sólo se han oído a los representantes de una parte. También en el caso de la ameba algunas de las instrucciones genéticas, o quizá la mayoría, deben de ser redundancias, tartamudeos, incoherencias imposibles de transcribir. De nuevo vislumbramos profundas imperfecciones en el corazón de la vida.
A veces otro organismo se desliza furtivamente a través de las defensas de la célula eucarionte y penetra calladamente en el santuario interior celosamente guardado, el núcleo. Se pega al monarca, quizá en la punta de una secuencia de ADN muy segura y que resistió el paso del tiempo. Pero ahora este núcleo emite mensajes muy distintos, mensajes que ordenan la fabricación de un ácido nucleico diferente, el del infiltrador. La célula ha quedado subvertida.
Aparte de las mutaciones, hay otros medios de crear nuevas secuencias hereditarias, incluidos la infección y el sexo, a los cuales nos referiremos dentro de poco. Lo importante es que en cada generación se realiza una gran cantidad de experimentos naturales para poner a prueba las leyes, la doctrina y el dogma codificado en el ADN. Cada célula eucarionte es un experimento de éstos. La competencia entre las secuencias de ADN es feroz; las secuencias cuyas órdenes trabajan mejor, aunque sólo sea algo mejor, se ponen de moda, y todos quieren tener una de ellas.
El primer plancton eucarionte conocido que flotó en la superficie de los océanos se remonta a unos 1.800 millones de años; las primeras eucariontes con una vida sexual a 1.100 millones de años; la gran eclosión de la evolución eucarionte (que llevaría a la aparición de algas, hongos, plantas terrestres y animales, entre otros organismos) se produjo aproximadamente en la misma época; los protozoos más primitivos aparecieron hace unos 850 millones de años; y el origen de los principales grupos de animales y la colonización de la Tierra se remonta a unos 550 millones de años.[8] Muchos de esos acontecimientos pueden relacionarse con el aumento de oxígeno en la atmósfera. Desde el momento en que las plantas generan oxígeno, comprobamos que la vida fuerza su evolución a una inmensa escala masiva. No podemos estar muy seguros de las fechas; los paleontólogos pueden descubrir la próxima semana ejemplos aún más antiguos. La complejidad de la vida aumentó enormemente durante los últimos 2.000 millones de años, y los eucariontes prosperaron realmente mucho: basta mirar en torno nuestro para comprobarlo.
Pero el tipo de vida eucarionte, muy diferente de los primeros y toscos organismos, depende delicadamente del funcionamiento casi perfecto de una compleja burocracia molecular, entre cuya responsabilidad está encubrir los arranques de incompetencia del ADN. Algunas secuencias de ADN tienen una importancia demasiado fundamental en los procesos centrales de la vida para poder cambiarlos sin riesgo. Estas secuencias genéticas esenciales permanecen fijas y se copian con precisión, de generación en generación a lo largo de las eras. Cualquier alteración importante es demasiado costosa a corto plazo, sean cuales fueren sus virtudes manifiestas a largo plazo, y la selección elimina a los portadores de tales cambios. El ADN de las células eucarióticas revela segmentos que de un modo claro y específico proceden de las bacterias y de las arquibacterias de hace mucho tiempo. El ADN de nuestro interior es una quimera, compuesta por largas secuencias de nucleótidos ACGT adoptadas en bloque de seres muy diferentes y antiguos y fielmente copiadas durante miles de millones de años. Parte de nosotros, la mayor parte, es vieja.
Debió de haber al final muchos seres cuyas células tenían funciones especializadas, del mismo modo que los cloroplastos o los mitocondrios tienen funciones especiales dentro de una célula determinada. Algunas células estaban encargadas de neutralizar y eliminar venenos; otras conducían impulsos eléctricos y formaban parte de un aparato neural de lenta evolución que dirigía la locomoción, la respiración, los sentimientos y, mucho después, los pensamientos. Células con funciones bastante diversas se relacionaban mutuamente con armonía. Seres de mayor tamaño crearon sistemas de órganos internos separados, y de nuevo la supervivencia dependió de la cooperación de partes constituyentes muy distintas. El cerebro, el corazón, el hígado, los riñones la pituitaria y los órganos sexuales de las personas suelen funcionar todos juntos satisfactoriamente. No compiten entre sí. Forman un todo que es mucho más que la suma de las partes.
Nuestros antepasados y sus parientes colaterales estuvieron confinados a los mares hasta hace unos 500 millones de años, cuando el primer anfibio apareció arrastrándose por la Tierra. Posiblemente no se desarrolló una capa de ozono importante hasta aquella época. Es probable que estos dos hechos estén relacionados. Anteriormente, la luz ultravioleta mortífera del Sol llegaba hasta la misma superficie de la Tierra y habría calcinado a cualquier pionero intrépido que intentara establecerse en ella.[*] El ozono, como hemos dicho, se produce por acción de la radiación solar sobre el oxígeno de las capas superiores de la atmósfera. La contaminación desaforada con oxígeno de la antigua atmósfera, debida a las plantas verdes, tuvo al parecer otras consecuencias accidentales, pero saludables: hizo la Tierra habitable. ¿Quién lo hubiera imaginado?
Centenares de millones de años después una rica biología llenaba casi todos los rincones y recovecos de la Tierra. Las placas continentales en movimiento transportaban ahora cargamentos de plantas, animales y microbios. Cuando aparecía una nueva corteza continental, la vida la colonizaba rápidamente. Quizá nos preocupe pensar que el cargamento vivo de la vieja corteza continental pudiera hundirse con ella hacia el interior de la Tierra. Pero la cinta transportadora de la tectónica de placas sólo avanza a unos centímetros por año. La vida es más rápida. Pero los fósiles antiguos no pueden saltar y salirse de la cinta transportadora. La tectónica de placas los destruye. Los valiosos recuerdos y restos de nuestros antepasados son barridos hacia el interior del manto semifluido, e incinerados. Nos quedan los escasos restos que escaparon por casualidad.
Antes de que hubiera suficiente oxígeno, o materias combustibles, el fuego era imposible, era un potencial no realizado que estaba latente en la materia (del mismo modo que la liberación de energía nuclear no se realizó, durante la ocupación por los hombres de la Tierra, hasta 1942-1945). Por lo tanto, debió de haber habido una época de la primera llama, una época en que el fuego fue nuevo. Quizá se prendió un helecho muerto, encendido por el destello de un relámpago. Las plantas colonizaron la Tierra mucho antes que los animales, y nadie estuvo presente para observar el fenómeno: humo elevándose y de pronto una llamarada roja levantándose hacia arriba. Quizá se prendió fuego en una pequeña mata de vegetación. La llama no es un gas, ni un líquido, ni un sólido. Es otra cosa, un cuarto estado de la materia, que los físicos llaman plasma. Hasta entonces el fuego no había tocado nunca la Tierra.
Mucho antes de que los hombres utilizaran el fuego, las plantas ya lo aprovechaban. Cuando la densidad de población es elevada y las plantas de diferentes especies están muy apretadas, luchan para conseguir nutrientes y agua subterránea, pero especialmente la luz solar. Algunas plantas que han inventado semillas endurecidas, resistentes al fuego, tienen a la vez tallos y hojas que se inflaman fácilmente. Un relámpago cae en tierra, un fuego intenso se propaga incontroladamente, las semillas de las plantas favorecidas sobreviven y la competencia, con sus semillas, queda achicharrada. Muchas especies de pinos se benefician de esta estrategia evolutiva. Las plantas verdes generan oxígeno, el oxígeno permite la combustión y luego algunas plantas verdes aprovechan el fuego para atacar y matar a sus vecinos. Apenas hay elemento del medio ambiente que no se emplee, de una manera u otra, en la lucha por la existencia.
Una llama parece algo de otro mundo, pero en este rincón del Cosmos es una exclusiva de la Tierra. De entre todos los planetas, lunas, asteroides y cometas de nuestro sistema solar, solamente hay fuego en la Tierra, porque sólo en ella hay grandes cantidades de gas de oxígeno, O2. El fuego tuvo, mucho más tarde, consecuencias profundas para la vida y la inteligencia. Una cosa lleva a la otra.
El tortuoso camino del árbol genealógico del hombre se remonta hasta el comienzo de la vida, hace cuatro mil millones de años. Todos los seres de la Tierra son parientes nuestros, puesto que todos procedemos del mismo punto de partida. Sin embargo, y precisamente a causa de la evolución, ninguna forma viva de la Tierra actual es un antepasado nuestro. Los demás seres no dejaron de evolucionar porque se acababa de abrir un sendero que algún día llevaría al hombre. Nadie sabía a dónde conducían las distintas ramas del árbol evolutivo, y antes del hombre nadie podía siquiera formular la pregunta. Los seres de los que se desvió nuestro linaje ancestral siguieron evolucionando, por dentro y por fuera, o se extinguieron. Casi todos se extinguieron. El registro fósil nos permite saber algo de nuestros predecesores, pero no podemos traerlos al laboratorio para interrogarlos. Ya no están.
Sin embargo, y por fortuna, hay organismos vivos actualmente que son parecidos a nuestros antepasados, incluso en algunos casos muy parecidos. Los seres que dejaron estromatolitos fósiles probablemente practicaban la fotosíntesis y se comportaban en otros aspectos como lo hacen las bacterias de los estromatolitos actuales. Aprendemos sobre ellos examinando a sus parientes próximos que sobrevivieron. Pero no podemos estar completamente seguros. Por ejemplo, los organismos antiguos no eran necesariamente y en todos los aspectos más simples que los modernos. Los virus y los parásitos, en general, presentan signos de haber evolucionado perdiendo funciones de un antepasado más autosuficiente.
Muchos rasgos del paisaje biológico llegaron tarde. El sexo, por ejemplo, no parece haber evolucionado hasta que hubieron pasado tres cuartas partes de la historia de la vida que llega hasta nosotros. Los animales cuyo tamaño nos hubiera permitido ya verlos, de haber estado presentes, es decir los animales compuestos de muchos tipos diferentes de células, parece que tampoco aparecieron hasta que la vida hubo recorrido casi las tres cuartas partes del camino entre su origen y nuestra época. Aparte de los microbios, no hubo otros seres en la Tierra hasta que hubo transcurrido algo así como el 90% de la historia de la vida, y no hubo seres con cerebros grandes comparados con el tamaño de sus cuerpos hasta transcurrido aproximadamente el 99% de la historia de la vida.
Todo el registro fósil presenta enormes huecos, aunque menos ahora que en la época de Darwin. (Si hubiera más paleontólogos en el mundo, sin duda habríamos avanzado un poco más.) El ritmo relativamente lento de descubrimientos de nuevos fósiles permite deducir que muchísimos organismos antiguos no se han conservado. Hay algo de conmovedor en todas estas especies —algunas antepasadas del hombre, en ramas robustas de nuestro árbol genealógico, pero la mayoría no— sobre las cuales no sabemos nada, de las que no ha sobrevivido hasta nuestra época ni un solo ejemplar, ni siquiera en forma fósil.
Aun teniendo en cuenta la parcialidad del registro fósil, se observa que la diversidad o «riqueza taxonómica» de la vida en la Tierra ha aumentado de modo constante, especialmente en los últimos 100 millones de años.[9] Parece que la diversidad alcanzó su punto culminante cuando el hombre empezó su carrera, y desde entonces ha disminuido notablemente, debido en parte a las recientes eras glaciales y en mayor proporción a la actividad depredadora del hombre, intencionada o accidental. Estamos destruyendo la diversidad de seres y de hábitats de donde surgimos. Un centenar aproximado de especies se extingue cada día. Sus últimos representantes mueren sin dejar descendencia. Desaparecen. Mensajes únicos, conservados con esfuerzo, refinados a lo largo de las eras, y por los cuales una gran sucesión de seres renunciaron a sus vidas para transmitirlos al futuro lejano se están perdiendo para siempre.
Se conocen ahora en la Tierra más de un millón de especies de animales, y quizá unas 400.000 especies de plantas eucariontes. Hay al menos miles de especies conocidas de otros organismos que no son eucariontes, incluidas las bacterias. Sin duda desconocemos muchas otras, probablemente la mayoría. El número de especies sería, según algunos cálculos, de más de diez millones; en tal caso, no hemos logrado conocer ni el 10% de las especies de la Tierra. Muchas se extinguen incluso antes de que sepamos que existen. La mayoría de los miles de millones de especies que vivieron alguna vez están extinguidas. La extinción es la norma. La supervivencia es la triunfal excepción.
Hemos esbozado los cambios que sufrió la superficie de la Tierra a fines del período pérmico, hace unos 245 millones de años; tuvieron como resultado la catástrofe biológica más devastadora manifiesta hasta el momento en el registro fósil. Quizá se extinguió hasta un 95% de todas las especies que vivían entonces en la Tierra.[*] Desaparecieron muchos tipos de animales que se alimentaban por filtración adheridos al suelo marino, seres que durante centenares de millones de años habían caracterizado la vida en la Tierra. Se extinguió el 98% de las familias de crinoideos. Hoy en día no se oye hablar mucho de los crinoideos; los lirios marinos son sus restos supervivientes. Esta extinción a gran escala afectó también a los anfibios y reptiles que habían colonizado la Tierra. En cambio, las esponjas y los bivalvos (como las almejas) capearon bastante bien la extinción del pérmico tardío: una consecuencia de ello es que aún son muy abundantes actualmente en la Tierra.
Tras las extinciones en masa se suele tardar unos diez millones de años o más en recuperar la variedad y abundancia de la vida en la Tierra; aparecen entonces diferentes organismos, quizá mejor adaptados al nuevo entorno o con mejores perspectivas a largo plazo, o quizá no. Durante los millones de años que siguieron al fin del período pérmico, el volcanismo disminuyó y la Tierra se calentó. Este cambio eliminó a muchas plantas y animales terrestres que se habían adaptado al frío del pérmico tardío. Este conjunto de consecuencias climáticas en cascada dio origen a las coníferas y los ginkcos. Los primeros mamíferos evolucionaron a partir de los reptiles en las nuevas ecologías aparecidas tras las extinciones del pérmico.
Se calcula que de todas las especies de animales vivos a fines del pérmico, sólo unas veinticinco dejaron descendencia; de diez de las cuales derivan el 98% de las familias contemporáneas de vertebrados, que comprenden unas cuarenta mil especies.[10] El ritmo de los cambios evolutivos se caracteriza por las rachas, los callejones sin salida y los cambios generalizados, estos últimos provocados a menudo por la invasión de un nicho ecológico hasta entonces desocupado. Aparecen rápidamente especies nuevas que persisten durante millones de años. Sólo en el último 2 o 3% de la historia de vida en la Tierra, la pródiga diversificación de los mamíferos placentarios ha producido musarañas, ballenas, conejos y ratones, osos hormigueros, perezosos, armadillos, caballos, cerdos y antílopes, elefantes, vacas marinas, lobos, osos, tigres, focas, murciélagos, monos, simios y hombres.[11] Estos seres no comenzaron a existir, en el inmenso volumen de la historia de la Tierra, hasta hace poco. Sólo estaban presentes en potencia.
Pensemos en las instrucciones genéticas de un organismo determinado, con una longitud de quizá mil millones de pares de nucleótidos ACGT. Algunos nucleótidos cambian al azar. Tal vez estén en secuencias estructurales o inactivas y el organismo no se altera en modo alguno. Pero si modificamos una secuencia de ADN importante, cambiamos el organismo. La mayoría de estos cambios, tal como venimos repitiendo, no son adaptaciones favorables. Excepto en casos aislados, cuanto mayor es el cambio, peor es su adaptación. A pesar de todas las mutaciones habidas, de la recombinación de genes y de la selección natural, el experimento continuo de la evolución en la Tierra sólo ha dado vida a una fracción mínima de la gama de posibles organismos cuyas instrucciones de fabricación podría especificar el código genético. La gran masa de estos seres, por supuesto, no sólo estarían mal adaptados, no sólo resultarían monstruosos, sino que serían totalmente inviables. No habrían podido nacer vivos. Sin embargo, el número total de posibles seres vivos que podrían funcionar es mucho mayor que el número total de seres que han existido alguna vez. Cualquier criterio que apliquemos demostrará que algunas de estas posibilidades no realizadas deben estar mejor adaptadas y ser más capaces que cualquier organismo terráqueo que haya vivido nunca.
Hace 65 millones de años, la mayoría de las especies de la Tierra se extinguieron, debido probablemente a la colisión de un cometa o asteroide de gran masa. Entre los desaparecidos estaban todos los dinosaurios, que durante casi 200 millones de años —desde antes de la desintegración de Gondwana— habían sido la especie dominante, los señores omnipresentes de la vida en la Tierra. Esta extinción eliminó a los principales depredadores de un orden de animales pequeños, temerosos, furtivos y nocturnos, llamados mamíferos. De no haber sido por aquella colisión —un acto tardío de la ordenación de los cuerpos que quedaban en órbitas excéntricas en el espacio interplanetario— los hombres y nuestros antepasados los primates nunca habríamos logrado existir. Si ese cometa hubiera recorrido una trayectoria ligeramente distinta, quizá no habría chocado con la Tierra. Quizá todos los hielos del cometa se habrían fundido en sus múltiples recorridos alrededor del Sol y habría ido arrojando lentamente al espacio interplanetario su materia rocosa y orgánica, convertida en polvo fino. Lo único que el cometa habría aportado a la vida en la Tierra hubiera sido una lluvia periódica de meteoros, que algunos reptiles de reciente evolución, curiosos y de cerebros grandes, quizá habrían admirado.
A escala del Sistema Solar, la extinción de los dinosaurios y la ascensión de los mamíferos parece haber sido un desenlace muy poco probable. El pasillo de la causalidad, metafóricamente hablando, sólo tenía unos centímetros de ancho. Si el cometa hubiera viajado un poco más despacio o un poco más de prisa o si su dirección hubiera sido ligeramente diferente, la colisión no se habría producido. Si otros cometas que en nuestra historia real pasaron de largo hubieran seguido trayectorias ligeramente diferentes, habrían chocado con la Tierra y exterminado la vida de otra época diferente. La ruleta de las colisiones cósmicas, la lotería de la extinción, llega hasta nuestra propia época.
El registro fósil, a una profundidad por encima de la cual ya no hay dinosaurios, contiene en todo el mundo una delatadora y fina capa del elemento iridio, que abunda en el espacio, pero no en la superficie de la Tierra. También hay unos pequeños granos que muestran señales de un impacto colosal. Estos datos permiten suponer que un mundo pequeño chocó a gran velocidad con la Tierra y esparció finas partículas por todo el mundo. Es posible que se hayan descubierto los restos del cráter de impacto en el golfo de México, cerca de la península del Yucatán. Pero en esta capa también se ha encontrado algo más: hollín. A escala planetaria, el momento de este gran impacto fue también el momento de un incendio mundial. Los residuos que la explosión del impacto arrojó hacia la atmósfera superior y que se precipitaron luego a través del aire sobre toda la Tierra, en forma de una lluvia continua de meteoros por todo el cielo, iluminaron la superficie del planeta con un brillo muy superior al del Sol de mediodía. Las plantas terrestres se inflamaron por doquier, todas a la vez. Hay un extraño vínculo causal que relaciona entre sí el oxígeno, las plantas, los impactos gigantes y un incendio inmolador del mundo.
Un impacto de este tipo pudo haber extinguido por distintos medios formas de vida establecidas desde tiempo inmemorial, y seguras de sí mismas, por así decirlo. Tras el estallido inicial de luz y calor, una espesa capa del polvo del impacto envolvió la Tierra durante un año o más. Quizá la falta de suficiente luz para la fotosíntesis durante uno o dos años fue más importante que la conflagración mundial, el descenso de la temperatura y la lluvia ácida que cayó sobre todo el planeta. Los organismos fotosintetizadores primarios de los océanos (que entonces como ahora cubrían la mayor parte de la Tierra) son pequeñas plantas unicelulares llamadas fitoplancton. Son especialmente vulnerables a los bajos niveles de luz porque carecen de reservas importantes de alimentos. Cuando las luces se apagan, sus cloroplastos no pueden fabricar carbohidratos a partir de la luz solar y la planta muere. Estas pequeñas plantas son la dieta principal de animales unicelulares que a su vez son devorados por seres mayores, como las gambas, y éstas a su vez por peces pequeños, que a su vez son devorados por peces grandes. Si apagamos las luces y eliminamos el fitoplancton, toda la cadena alimenticia, este complejo castillo de naipes, se derrumba. Algo similar pasa en tierra firme.
Los seres de la Tierra dependen unos de otros. La vida en la Tierra es un tapiz o telaraña de tejido intrincado. Si sacamos algunos hilos de aquí y de allí, no podemos saber con certeza si ése ha sido el único daño sufrido o si se deshilará el tejido entero.
Los insectos y otros artrópodos son los principales encargados de eliminar las plantas muertas y los excrementos de los animales. Los escarabajos —los escarabajos peloteros que los antiguos egipcios identificaron con el dios Sol y adoraron— son especialistas en el tratamiento de residuos. Recogen los excrementos de los animales, ricos en nitrógeno, que se acumulan en la superficie de nuestro planeta y llevan este fertilizante a las raíces de las plantas. En una sola boñiga recién depositada de elefante africano se han contado unas 16.000 cucarachas; al cabo de dos horas la boñiga ha desaparecido completamente.[12] El planeta sería muy diferente (y muy sucio) sin cucarachas estercoleras y animales parecidos. Las heces microscópicas de ácaros y tisanuros son a su vez componentes importantes del humus del suelo en donde crecen las plantas. Los animales se comen luego las plantas. Nosotros también vivimos de los residuos sólidos de los demás.
Otros habitantes del suelo matan las plantas jóvenes. Veamos cómo relata Darwin un pequeño experimento que realizó para ilustrar la ferocidad oculta que acecha bajo la plácida superficie de un huerto:
Marqué todas las plantas jóvenes de nuestras malas hierbas nativas a medida que aparecían en un terreno de tres pies de largo por dos pies de ancho, cavado y desbrozado para que otras plantas no pudieran estrangularlas. De 357 plantas, al menos 295 fueron destruidas, principalmente por babosas e insectos. Si se deja crecer el césped segado hace tiempo, o el césped intensamente ramoneado por cuadrúpedos, las plantas más vigorosas matarán poco a poco a las menos vigorosas, aunque sean plantas totalmente crecidas…[13]
Algunas plantas proporcionan alimento a determinados animales; a su vez, los animales actúan como agentes de la reproducción sexual de las plantas: son, de hecho, mensajeros que toman esperma de las plantas masculinas y con él inseminan artificialmente a las plantas femeninas. No es exactamente un proceso de selección artificial, porque los animales no lo controlan mucho. La moneda con que se suele pagar a estos mensajeros son los alimentos; lo que indica que se ha llegado a un acuerdo. El animal puede ser un insecto polinizador, un ave o un murciélago; o un mamífero en cuyo pellejo peludo se adhieren las motas reproductoras; o el acuerdo puede consistir en alimentos que las plantas dan a cambio del nitrógeno fertilizador que proporcionan los animales. Los depredadores tienen simbiontes que les limpian la piel, las escamas o les mondan los dientes a cambio de las sobras. Un ave come una fruta dulce, las semillas pasan a través de su tubo digestivo y caen sobre terreno fértil: se ha consumado otra transacción mercantil. Los árboles frutales y los arbustos con bayas a menudo procuran que el alimento que ofrecen a los animales sea dulce sólo cuando las semillas estén preparadas para dispersarse. La fruta poco madura produce dolor de vientre, y así las plantas enseñan a los animales.
La cooperación entre plantas y animales es difícil. No se puede confiar en los animales; en cuanto pueden, se comen la primera planta que ven. Las plantas se protegen de una atención inoportuna con espinas, o produciendo sustancias irritantes o venenosas o materias químicas que hacen indigesta a la planta o elementos que se interfieren con el ADN de los depredadores. En esta inacabable guerra a cámara lenta, los animales replican produciendo sustancias que inutilizan estas adaptaciones de las plantas, y así sucesivamente.
Los animales, los vegetales y los microbios son las piezas engranadas, el mecanismo de una máquina ecológica de proporciones planetarias, grande, intrincada y muy bella, una máquina enchufada en el Sol. Puede decirse con bastante aproximación que toda carne es luz solar.
En los lugares donde el suelo está cubierto de plantas, quizá el 0,1% de la luz solar se convierte en moléculas orgánicas. Un animal que se alimenta de plantas pasa por el lugar y se come una de las plantas. Lo normal es que el herbívoro extraiga aproximadamente una décima parte de la energía de la planta, o sea, aproximadamente una diez milésima parte de la luz solar que podía haberse almacenado en la planta con una eficiencia del 100%. Si un carnívoro ataca y devora al herbívoro, un 10% de la energía disponible de la presa puede pasar al depredador; lo que significa que sólo llega al carnívoro una cien milésima parte de la energía solar original. Por supuesto no hay mecanismos perfectamente eficientes, y cabe esperar pérdidas en cada estado de la cadena alimenticia. Pero los organismos situados en la cúspide de la cadena alimentaria parecen tan ineficientes que podrían tacharse de irresponsables.[*]
Clair Folsome ofreció una gráfica imagen de la interconexión e interdependencia de la vida en la Tierra proponiendo que imagináramos lo que veríamos si todas las células de nuestro cuerpo, carne y huesos desaparecieran por arte de magia:
Lo que quedaría sería una imagen espectral, la piel delineada por el vislumbre de bacterias, hongos, gusanos redondos, lombrices y otros habitantes microbianos. El intestino aparecería como un tubo densamente ocupado por bacterias anaeróbicas y aeróbicas, levaduras y otros microorganismos. Si pudiésemos mirar con más detalle, aparecerían centenares de tipos de virus por todos los tejidos.
Y, tal como subraya Folsome, cualquier otra planta o animal en la Tierra, bajo el mismo tratamiento, revelaría un parecido «zoo de microbios pululante».[14]
Si un biólogo de otro sistema solar examinara con atención las numerosísimas formas vivas de la Tierra, observaría sin duda que todas están hechas casi exactamente del mismo material orgánico, que las mismas moléculas casi siempre realizan las mismas funciones y que casi todo el mundo utiliza el mismo manual del código genético. Los organismos de este planeta no sólo son parientes sino que viven en íntimo contacto mutuo saturándose de los residuos de los demás, dependiendo uno de otro para vivir y compartiendo el mismo y frágil estrato superficial. Esta conclusión no es ideología sino realidad. No depende de la autoridad, la fe o los argumentos especiales de sus defensores, sino de la observación y los experimentos repetidos.
Los seres de nuestro planeta están imperfectamente vinculados y coordinados; y desde luego no hay nada parecido a una inteligencia colectiva de toda la vida terrestre, en el sentido en que todas las células de un cuerpo humano están sujetas, con estrictas limitaciones, a una voluntad exterior. Aun así, podríamos perdonar al biólogo de otro mundo por haber englobado en la denominación común de vida terrestre la biósfera entera; todos los retrovirus, mantas, foraminíferos, árboles mongonog, bacilos del tétanos, hidras, diatomeas, bacterias constructoras de estromatolitos, babosas marinas, platelmintos, gacelas, líquenes, corales, espiroquetas, banyanes, garrapatas, avetoros, caracarás, frailecillos copetudos, polen de la ambrosía, arañas lobo, cangrejos bayoneta, mambas negras, mariposas reales, lagartos de cola de látigo, tripanosomas, aves del paraíso, anguilas eléctricas, chivirías silvestres, gaviotines árticos, luciérnagas, monos tití, crisantemos, peces martillo, rotíferos, ualabíes, plasmodios del paludismo, tapires, pulgones, serpientes de agua, dondiegos de día, grullas blancas, dragones de Komodo, vincapervincas, larvas de milpiés, pejesapos, medusas, peces dipneos, levaduras, secoyas gigantes, tardígrados, arquibacterias, lirios de los valles, hombres, bonobos, calamares y ballenas jorobadas. Las distinciones arcanas entre estas abundantes variaciones sobre un tema común pueden dejarse a los especialistas o a los doctorados. Las pretensiones y presunciones de esta o aquella especie pueden ignorarse fácilmente. Al fin y al cabo, hay tantos mundos que un biólogo extraterrestre debería conocer, que bastará con anotar algunas características genéricas destacadas de la vida de ese planeta desconocido, para consignarlas a las profundidades cavernosas de los archivos galácticos.