CAPÍTULO 19
¿QUÉ ES LO HUMANO?

Habiendo demostrado que los hombres y las bestias son de un mismo tipo, es casi superfluo considerar las mentes.

CHARLES DARWIN, Cuardeno de notas sobre la transmutación de especies[1]

Los hombres somos la especie dominante del planeta, una situación confirmada por varios baremos: nuestra ubicuidad, la sumisión de muchos animales (llamada por cortesía domesticación), la expropiación de gran parte de la productividad fotosintética primaria del plantea, la alteración del medio ambiente de la superficie de la Tierra. ¿Por qué nosotros? De todas las formas de vida prometedoras —matadores implacables, artistas profesionales de la evasión, reproductores prolíficos, seres casi invisibles que ningún depredador macroscópico puede encontrar—, ¿cómo pudo una especie de primates, desnuda, débil y vulnerable subordinar a todas las demás y convertir este mundo, y otros, en su dominio?

¿Por qué somos tan diferentes? ¿O no lo somos? Pueden establecerse definiciones inequívocas del hombre, definiciones que incluyen a casi todos los miembros de nuestra especie y a nadie más, sobre la base de la anatomía o de las secuencias de bases del ADN. Pero no nos sirven. No explican nada de lo que nosotros consideramos fundamental sobre nosotros mismos. Quizá en algún momento del futuro descubriremos la existencia de unas secuencias únicas de A, C, G y T que codifican secuencias especiales de aminoácidos que constituyen proteínas especiales que catalizan reacciones químicas especiales que motivan un comportamiento especial que podríamos aceptar como característico del hombre. Pero hasta el momento no se han descubierto tales secuencias.

Si no podemos discernir una distinción clara en nuestra química (o en nuestra anatomía) que explique nuestro papel dominante, la única alternativa disponible es nuestro comportamiento. Parece lógico afirmar que la suma de nuestras actividades diarias sería bastante definidora, pero los simios pueden realizar un número sorprendentemente grande de tales actividades. He aquí, por ejemplo, una descripción de las capacidades de Consul, el primer chimpancé que adquirió en 1893 el zoológico de Manchester, Inglaterra:

Podía ponerse su propio gabán y sombrero, sentarse a su propio carruaje para que lo pasearan, sentarse en una mesa con acompañantes, utilizar cuchillo y tenedor con propiedad, pasar el plato para que le pusieran más comida, utilizar su servilleta, lavarse las manos después de comer, poner carbones en el fuego, tocar el timbre para que acudiera la doncella, ir a la cocina para jugar alegremente con las chicas, entrar en su hotel, dar la mano a sus amigos, besar a la camarera, fumar su pipa y combinar sus propias bebidas.[2]

Es cierto que el comportamiento de Consul puede descartarse como simple imitación; pero esto podría aplicarse igualmente a quienes nos maravillamos de sus capacidades.

¿Hay algo que nosotros hagamos y que sea exclusivamente humano, que todos o casi todos nosotros, pertenecientes a todas las culturas de la historia, hagamos y que no haga ningún otro animal? Uno puede imaginar que debería ser fácil encontrar algo que cumpla estas condiciones, pero es un tema en el que uno puede engañarse muy fácilmente. Nos jugamos demasiado en la respuesta para poder decidir con imparcialidad.

Los filósofos de civilizaciones merodeadoras de alta tecnología han asegurado a menudo que los hombres merecen una categoría distinta de los demás animales y superior a ellos.[*] No es suficiente que los hombres tengan un surtido diferente de las cualidades evidentes en los demás animales, con más de algunos rasgos y menos de otros. El hombre necesita, anhela, busca una diferencia radical de tipo y no una diferencia de grado de contornos borrosos.

La mayoría de filósofos considerados grandes en la historia del pensamiento occidental sostuvieron que los hombres son fundamentalmente diferentes de los demás animales. Platón, Aristóteles, Marco Aurelio, Epicteto, Agustín, Tomás de Aquino, Descartes, Spinoza, Pascal, Locke, Leibniz, Rousseau, Kant y Hegel sostuvieron siempre «la idea de que el hombre era de un tipo radicalmente diferente de [todas] las demás cosas»; con excepción de Rousseau, todos ellos consideraron que la distinción esencial humana era «nuestra razón, intelecto, pensamiento o comprensión».[3] Casi todos ellos creyeron que nuestra distinción deriva de algo que no está compuesto de materia ni de energía y que reside en los cuerpos de los hombres, pero de ningún otro ser de la Tierra. No se ha suministrado nunca ninguna prueba científica de la existencia de este «algo». Sólo unos pocos de los grandes filósofos de Occidente —David Hume, por ejemplo— afirmaron, como hizo Darwin, que las diferencias entre nosotros y las demás especies son únicamente de grado.

Muchos científicos famosos que aceptaron plenamente la evolución, se separaron de Darwin en esta cuestión. Por ejemplo, Theodosius Dobzhansky: «Homo sapiens es no solamente el único animal que fabrica herramientas y el único animal político, sino también el único animal ético.»[4] O bien George Gaylord Simpson: «El hombre es un tipo totalmente nuevo de animal… La esencia de su naturaleza única reside precisamente en las características que no comparte con ningún otro animal»,[5] especialmente la conciencia de sí mismo, la cultura, el habla y la moralidad. La diferencia entre los animales humanos y no humanos según algunos filósofos contemporáneos[6] es del siguiente tenor:

Precisamente porque son incapaces de pensamientos conceptuales, los animales… no sólo 1) son incapaces de elaborar frases con afirmaciones sobre el pasado y el futuro, 2) son incapaces de fabricar herramientas para su uso remoto en el futuro, 3) están privados de una herencia cultural acumulativa que constituye una tradición histórica larga, sino que también 4) son incapaces de cualquier comportamiento que no esté arraigado en la situación presente captada de modo perceptual.

A parte de las dudas que plantea decidir lo larga que debe ser la tradición de 3), cada una de estas confiadas afirmaciones aparece ahora como falsa, sobre la base de los datos que hemos presentado o que vamos a presentar en la presente obra. Aunque no nos sintamos escandalizados personalmente por la idea de que tenemos por parientes próximos a otros animales, aunque nuestra época se haya acomodado a esta idea, la apasionada resistencia de muchos de nosotros, en tantas épocas y culturas, y por parte de estudiosos tan distinguidos, debe de estar revelando algo importante sobre nosotros. ¿Qué podemos aprender sobre nosotros a partir de un error aparente tan difundido, propagado por tantos filósofos y científicos eminentes, antiguos y modernos, y con tal seguridad y satisfacción?

Una respuesta posible: Es esencial que exista una distinción clara entre hombres y «animales» para poder doblegarlos a nuestra voluntad, conseguir que trabajen para nosotros, llevarlos puestos, comerlos, sin ningún sentimiento inquietante de culpa o de pena. Con nuestras conciencias tranquilas podemos extinguir especies enteras en nombre de un beneficio imaginado a corto plazo, o incluso por simple descuido. Su pérdida tiene poca importancia: estos seres, podemos decir, no son como nosotros. Un abismo insalvable ha desempeñado así una función práctica, a parte de halagar simplemente los egos humanos.[7] La formulación que Darwin dio a esta respuesta fue: «No deseamos considerar iguales a nosotros a unos animales que convertimos en esclavos nuestros.»[8]

Procedemos ahora, siguiendo los pasos de Darwin,[9] a examinar algunas de las numerosísimas definiciones que se han dado de nosotros, las explicaciones sobre quiénes somos. Trataremos de ver si tienen sentido, especialmente a la luz de lo que sabemos sobre los demás seres que comparten la Tierra con nosotros.

Uno de los intentos más antiguos para caracterizar sin ambigüedades a la humanidad fue la frase de Platón: el hombre es un bípedo sin plumas. La historia cuenta que cuando la noticia de este progreso en el arte de la definición llegó al filósofo Diógenes, éste introdujo un pollo desplumado en las graves deliberaciones de la famosa Academia de Platón, y pidió a los estudiosos reunidos que saludaran al «hombre de Platón». Es evidente que aquello no era justo porque los pollos suelen nacer con plumas, del mismo modo que suele nacer con dos pies. Aunque luego los mutilemos esto no cambia su naturaleza fundamental. Pero los académicos se tomaron en serio el desafío de Diógenes y agregaron otra calificación: Definieron de nuevo a los hombres como bípedos sin plumas y con uñas anchas y planas.

Está claro que esto no nos va a llevar muy adentro de la esencia de la naturaleza humana. Sin embargo, la definición platónica podría sugerir una condición necesaria, si no suficiente, porque aguantarse sobre dos piernas es esencial para tener las manos libres, y las manos son esenciales para la tecnología, y muchas personas piensan que la tecnología nos define. Sin embargo los mapaches y las marmotas de las praderas tienen manos pero carecen de tecnología, y los bonobos caminan de pie durante una buena parte de sus vidas. Nos ocuparemos dentro de poco de la tecnología de los chimpancés.

Adam Smith, en su justificación clásica del capitalismo de libre empresa afirma que «la propensión a los tratos, al trueque, a cambiar una cosa por otra… es común a todos los hombres, y no se da en ninguna raza más de animales».[10] ¿Es esto cierto? Martín Lutero propuso en el siglo XVI que la propiedad privada era lo que distinguía esencialmente a los hombres de los demás animales, y lo propio hizo el papa León XIII en el siglo XIX.[11] ¿Es esto cierto?

A los chimpancés les gusta mucho el comercio, y entienden la idea muy bien: comida a cambio de sexo, un masaje en la espalda a cambio de sexo, traicionar al dirigente a cambio de sexo, no mates a mi hijo a cambio de sexo, casi cualquier cosa a cambio de sexo. Los bonobos elevan estos intercambios a un nuevo nivel. Pero su interés por el trueque no se limita en absoluto al sexo:

[Los chimpancés] son famosos por su habilidad comercial. Estudios experimentales indican que esta capacidad existe sin ningún aprendizaje específico. Cualquier empleado de zoo que deja su escoba olvidada en la jaula de los papiones sabe que no hay manera de recuperarla si no se mete en la jaula. Con los chimpancés es más sencillo. Mostradle una manzana, señalad la escoba con la mano o con la cabeza y entenderá en seguida el trato y devolverá el objeto a través de las rejas.[12]

Los chimpancés macho, si se comparan por lo menos con las hembras, tienen un concepto muy desarrollado de la propiedad privada (que se eleva a una posición institucional entre los papiones hamadríades), y la comida y algunas herramientas participan de un concepto rudimentario de propiedad privada.

La riqueza de las naciones se publicó en 1776, mucho antes de que se hubiera llevado a cabo ningún estudio serio de las vidas de los simios, ni siquiera en cautiverio. Sin embargo, el argumento de Smith sobre el carácter único del comercio entre los hombres forma parte de un error más profundo de interpretación del mundo animal:

En casi todas las razas de animales, cuando los individuos han crecido y llegado a la madurez son totalmente independientes y en su estado natural no tienen ocasión de recibir la ayuda de ningún ser viviente más. Pero el hombre tiene casi continuamente ocasión de recibir ayuda de sus hermanos, y la esperará en vano si cuenta sólo con la benevolencia de los demás. La conseguirá con mayor probabilidad si puede interesar en favor suyo el egoísmo de los demás y demostrarles que hacer lo que él les pide redunda en beneficio de ellos mismos.[13]

Pero el carácter social de los primates es una de sus características principales. Está muy difundida la ayuda mutua en las actividades de ambos lados de la relación depredador/presa y en el conflicto con otros grupos de la misma especie, no sólo entre los primates, sino entre la mayoría de mamíferos y de aves.

El egoísmo, la explotación y el trueque son corrientes en la vida de los chimpancés, pero no podemos explotar este hecho y nuestro parentesco con estos simios para justificar la economía del laissez faire. Tampoco podemos utilizarla para desacreditar las economías de mercado libre aduciendo que son simiescas.[*] La cooperación, la amistad y el altruismo son también rasgos de los chimpancés, pero esto no constituye argumento en favor de alguna doctrina económica socialista competidora. Recordemos a los macacos que prefieren pasar hambre antes de administrar una sacudida eléctrica a otros macacos que ni siquiera son parientes suyos próximos, y que llegan incluso a rechazar incentivos materiales sustanciosos. ¿Constituye esto una censura de quienes defienden el capitalismo? El comportamiento de los animales se ha utilizado por lo menos desde la época de Esopo para apuntalar una u otra teoría económica. Incluso en nuestros debates ideológicos dejamos que los demás animales trabajen para nosotros.

«El hombre es un animal social», escribió Aristóteles, o tal como se traduce a veces: «El hombre es un animal político.» El filósofo adujo este hecho como una característica del hombre, no como una definición; se trata de nuevo de una condición necesaria pero no suficiente. El faccionalismo sutil y cambiante de las sociedades de chimpancés y de bonobos demuestra lo poco acertada que es esta distinción de la humanidad. Los insectos sociales, hormigas, abejas, termitas, tienen estructuras sociales mucho mejor organizadas y más estables que los hombres. Algunos aspectos determinados del comportamiento social humano no dan mejor resultado, si bien se han propuesto muchas definiciones de este tipo: por ejemplo, los hombres tienden a amar a sus hijos, pero lo mismo hacen la mayoría de mamíferos y aves.

«El valor es una excelencia peculiar del hombre», escribió Tácito reproduciendo las palabras del aristócrata romano Claudio Civil.[14] Aunque en la época de Claudio no se conocieran las heroicidades de las aves madres que simulan tener un ala rota, o de los elefantes y chimpancés que salvan a sus crías de los depredadores o de las aguas, o de la cierva beta que planta cara al lobo para que sus compañeras puedan escapar, aunque no se conocieran estos ejemplos, ¿no sabía él nada de los perros? Al final lo encadenaron y lo presentaron a Nerón. La historia no nos dice con qué proporción de aquella «excelencia peculiar» pudo contar en aquel momento de peligro.

Otra definición antigua de hombre, que se remonta a Aristóteles, es la de «animal racional».[15] Es una distinción señalada por muchas de las figuras fundamentales de la filosofía occidental. Pero los chimpancés capaces de crear categorías, que razonan por analogía y por inferencia transitiva, los bonobos habladores y los macacos culturalmente innovadores nos recuerdan que también otros animales razonan; desde luego no tan bien como los grandes filósofos occidentales, pero los filósofos no creían en una diferencia de grado, sino en una diferencia radical de naturaleza.

«El hombre difiere de los seres irracionales en que es señor de sus actos», es un principio que santo Tomás de Aquino expone en su Summa Theologica. ¿Pero somos «señores» de nuestros actos siempre y en todas circunstancias? ¿Los otros animales no se muestran nunca «señores»? Tomás de Aquino acostumbra dar argumentos seleccionados en pro y en contra de las proposiciones que discute y al tratar la cuestión de «si puede encontrarse capacidad de elección entre los animales irracionales» cita el caso de un ciervo que en un cruce de caminos pareció escoger uno de ellos después de excluir las alternativas. El autor rechaza el hecho como prueba de elección porque «la elección corresponde en propiedad a la voluntad, y no al apetito sensible que es lo único de que disponen los animales irracionales. Por lo tanto, los animales irracionales no pueden elegir». También cree que los «animales irracionales» no pueden mandar, «porque carecen de razón». Todo esto puede haber satisfecho a generaciones de filósofos y haber creado una tradición que influyó en Descartes, ¿pero no está claro que Tomás de Aquino —recordemos su punto de partida sobre los «animales irracionales»— estaba incurriendo en una petición de principio al dar por sentado lo que quería demostrar?[16]

«Los actos dirigidos hacia un fin no existen en absoluto en ningún animal más», escribió siguiendo la misma vena Jakob von Uexküll, un antiguo e influyente experto en comportamiento animal.[17] Pero basta con recordar al chimpancé escondiendo un palo detrás suyo y buscando a su rival o recogiendo piedras para tirar al enemigo, o a la hembra que le separaba los dedos y le quitaba las piedras, para comprender hasta qué punto yerran estas afirmaciones.

Según el filósofo John Dewey, lo que nos distingue es la memoria:

En los animales una experiencia muere cuando acaece, y cada nuevo acto o sufrimiento está aislado. Pero el hombre vive en un mundo donde cada acontecimiento está cargado con ecos y reminiscencias de lo que sucedió antes, donde cada hecho es un recordatorio de otras cosas.[18]

Esta afirmación es manifiestamente falsa en muchos animales: sobre todo los chimpancés viven en un mundo «cargado de ecos y reminiscencias». El gato que se quema con una estufa la evitará en el futuro; los elefantes y los ciervos pronto evitan a los cazadores; los perros a los que se ha pegado ya se agazapan cuando el amo levanta un periódico enrollado; se puede enseñar a recorrer un laberinto sencillo incluso a los gusanos, incluso a los protozoos unicelulares. La jerarquía de dominación es una memoria congelada de coacciones pasadas. Dewey se olvida mucho de la vida real de los animales no humanos cuando intenta definirnos así.

Se ha pensado que muchas prácticas sexuales humanas son definidoras. Quizá los besos. «Sólo la humanidad besa. Sólo la humanidad tiene el motivo, la lógica, la feliz facultad de poder apreciar el encanto, la belleza, el gran placer, la alegría, la apasionada satisfacción del beso», entona un librito sobre el tema.[19] Pero los chimpancés se besan continuamente y con gran exuberancia. Quizá lo que tenemos de especial es nuestra postura reproductiva: «Parece plausible considerar que el coito cara a cara es un elemento básico de nuestra especie.»[20] Pero el coito cara a cara es corriente entre los bonobos.

La ovulación oculta y el orgasmo femenino[21] se han considerado una característica humana única, pero los bonobos no anuncian de modo chillón sus ovulaciones y las hembras de chimpancé, de bonobo, de los macacos de cola chata y probablemente de muchos primates más tienen orgasmos, que se han comprobado entre otras cosas equipando a los animales antes del coito con sensores fisiológicos según el sistema seguido en los experimentos de Master y Johnson. Quizá sea nuestro modo de coacción sexual: «Que la violación… es un carácter humano exclusivo parece estar más allá de toda duda seria», opinó un científico que escribía sobre los primates en 1928.[22] Pero se conocen violaciones entre orangutanes y macacos de cola chata, la coacción sexual violenta es un fenómeno corriente entre papiones y chimpancés y la duda es realmente seria.

Quizá sea la complicación y duración de la preparación del coito humano; en esto por lo menos algunas personas llevan ventaja a los demás primates.[23] Pero se trata de un comportamiento aprendido, como lo demuestra la frecuencia de la eyaculación prematura, especialmente entre los adolescentes, y que muchos hombres puedan aprender a retrasar la eyaculación. Es probable que los hombres estén hacia la cola de la lista de los primates en la integración de los actos sexuales en la vida social cotidiana. La mayoría de culturas humanas exigen que el comportamiento sexual, incluso el aceptado socialmente, se lleve a cabo en privado;[24] podemos ver algo parecido en las uniones conyugales de los chimpancés y en los encuentros clandestinos que se desarrollan lejos de los ojos de los machos dominantes.

Quizá nuestra distinción sea la tradicional y pronunciada división del trabajo por sexos. Los hombres cazan y luchan, las mujeres recolectan y alimentan.[25] Pero ésta no puede ser una característica definidora, porque los chimpancés tienen una división del trabajo parecida. Las patrullas, la defensa del grupo y el lanzamiento de proyectiles son en general responsabilidades masculinas; cuidar de los jóvenes y utilizar herramientas para abrir nueces son responsabilidades principalmente femeninas. Además las ocupaciones de hombres y de mujeres se están haciendo cada vez menos distinguibles en nuestra época.

Nuestra infancia prolongada, los años entre el nacimiento y la pubertad son esenciales para nuestra educación, pero no es una infancia tan prolongada como la de un elefante; y la creciente anticipación de la madurez sexual en el ciclo vital de la humanidad en los últimos siglos está reduciendo tanto nuestra infancia que actualmente apenas es más larga que la de los chimpancés (que maduran sexualmente hacia los diez años). El juego es tan esencial para nuestra crianza que en una ocasión se propuso[26] llamar a nuestra especie Homo ludens («el hombre que juega»). Pero el juego puede observarse en toda la clase de los mamíferos, especialmente cuando la madurez se retrasa mucho.

El filósofo romano Epicteto, un antiguo esclavo, dijo que la característica distintiva de las personas era la higiene personal.[27] Debió de conocer el comportamiento de aves, gatos y lobos pero dijo que «cuando… vemos a otro animal limpiándose estamos acostumbrados a señalar el acto con sorpresa, y a añadir que el animal está actuando como un hombre». Pero luego se queja de que muchos hombres son «sucios», «hediondos» y «puercos» y no comparten esta característica «distintiva». Epicteto aconseja a estos hombres que «se vayan al desierto… y se huelan».

Se ha dicho que los hombres son los únicos animales que ríen. Sin embargo, los chimpancés sonríen y ríen mucho.[28] El forastero ateniense dice en las Leyes de Platón[29] que los hombres están «afligidos por la tendencia a llorar más que cualquier otro animal». Pero esta inclinación varía mucho entre culturas, y los gemidos y los lloros son un elemento de la vida diaria tanto de los chimpancés, tanto de los niños como de los adultos.[30]

Los hombres, que esclavizan y castran a otros animales, hacen experimentos con ellos y los convierten en filetes, tienen una tendencia comprensible a imaginar que los animales no sienten dolor. El filósofo Jeremy Bentham al discutir si debíamos conceder un mínimo de derechos a los demás animales subrayó que la cuestión no consistía en saber lo listos que eran sino cuánto dolor podían sentir. Darwin estuvo obsesionado por este tema:

Se ha visto a perros acariciar a su amo en la agonía de la muerte, y todos han oído la historia del perro que mientras sufría la vivisección lamía la mano del operador; este hombre tuvo que sentir remordimientos hasta el último momento de su vida, a no ser que la operación estuviera plenamente justificada por un aumento de nuestros conocimientos o que él tuviera un corazón de piedra.[31]

Todos los criterios de que disponemos, la angustia bien visible de los gritos de animales heridos, por ejemplo, incluidos los de quienes normalmente apenas emiten ningún sonido,[*] permiten dar por saldada la cuestión. El sistema límbico del cerebro humano, que según se sabe es el responsable de gran parte de la riqueza de nuestra vida emocional, figura de modo prominente en todos los mamíferos. Los mismos fármacos que alivian el sufrimiento en el hombre mitigan los gritos y otros signos de dolor de muchos animales. Es indigno pretender que sólo el hombre puede sufrir cuando nosotros mismos nos comportamos frecuentemente con tanta insensibilidad con los demás animales.

El asesinato, el canibalismo, el infanticidio, la territorialidad y la guerra de guerrillas no son fenómenos exclusivos del hombre, como ya se ha explicado en los capítulos precedentes. Las hormigas tienen esclavos y animales domesticados y hacen guerras en gran escala.

«El recurso a los castigos para intentar formar a los niños de modo que siempre eviten algo —escribe Toshisada Nishida— parece limitado de modo exclusivo al hombre… No se conoce ningún caso de mamífero no primate que enseñe desalentando.»[32] Pero el hecho de que el autor exceptúe a los primates no humanos es muy revelador. Además, muchos animales coaccionan y castigan a los jóvenes como parte del proceso educativo, para que puedan ingresar suavemente en la jerarquía de dominación. Esto se parece un poco a las novatadas y ritos de iniciación de nuestra especie.

Los hombres han institucionalizado el matrimonio y defendido la monogamia, por lo menos como un ideal; pero los gibones, los lobos y muchas especies de aves practican la monogamia y se emparejan para toda la vida. Las danzas de cortejo de los animales son sin duda una especie de ceremonia de casamiento. Se han calificado como típicas del matrimonio humano las características siguientes:

Hay un cierto grado de obligación mutua entre mujer y marido. Hay un derecho al acceso sexual (a menudo pero no siempre, exclusivo). Hay una expectativa de que la relación persistirá después del embarazo, la lactancia y la crianza del hijo. Y hay algún tipo de legitimación de la situación social de los hijos de la pareja.[34]

Pero todo esto se observa en otros animales, por ejemplo entre los gibones, y además la primogenitura.

El filósofo y teólogo del siglo XIX Ludwig Feuerbach, conocido por la influencia que ejerció sobre Karl Marx, propuso que lo distintivo del hombre es reconocerse a sí mismo como especie.[35] Pero muchos animales distinguen fácilmente los miembros de su especie de los de todas las demás especies, por ejemplo mediante pistas olfativas. Y el hombre es notable por su capacidad de satanizar a miembros de su propia especie, de declararlos seres infrahumanos, de desinhibir las sanciones contra el asesinato, especialmente en época de guerra.

Se dice a veces que los hombres saben establecer distinciones de clase mejor que los demás primates,[36] pero las jerarquías de dominación de los primates, algunas hereditarias, parecen re-finar de tal modo la discriminación social que en algunos aspectos superan incluso las nuestras.

Llegamos a la conclusión de que ninguno de estos rasgos sexuales y sociales parece servir como característica definidora de la especie humana. El comportamiento de otros animales, especialmente de los chimpancés y de los bonobos convierte en falsas estas pretensiones. Estos animales son simplemente demasiado parecidos a nosotros.

Las pautas de conocimiento y de comportamiento que no están innatas en nuestro material genético, y que se aprenden y se transmiten dentro de un grupo dado de generación en generación, se llaman cultura. ¿Podría ser la cultura la marca definidora de la humanidad?

La «cultura», dice un artículo de fondo de la Encyclopaedia Britannica,

… se debe a una capacidad que sólo el hombre posee. Se ha debatido durante muchos años la cuestión de si la diferencia entre la mente del hombre y la de los animales inferiores es de índole o de grado, e incluso hoy [1978] pueden encontrarse científicos de reputación a ambos lados de la cuestión. Pero quienes afirman que la diferencia es de grado no han presentado nunca pruebas que demuestren que los animales no humanos son capaces, en algún grado, de un tipo de comportamiento que todos los seres humanos presentan.

El autor ofrece luego tres ejemplos de comportamiento que en su opinión son característicos del hombre, y acaba diciendo: «No hay motivo o prueba que nos haga creer que algún animal, aparte del hombre, pueda tener o se le pueda inducir a tener algún tipo de aprecio o comprensión de tales significados y actos.»[37]

¿Cuáles son estos tres ejemplos? Uno es «definir y prohibir el incesto». Pero esta prohibición, por lo menos en sus variantes padre-hija y madre-hijo, es dominante y de hecho casi invariable entre los primates, que tienen convenciones complejas encaminadas a garantizar elevados niveles de exogamia. El tabú es válido también en muchos otros animales. El biólogo Stephen Emlen estudió unos abejarucos de Kenya y anotó cuidadosamente la identidad y comportamiento de cada ave; en once años de trabajo no pudo encontrar ni un solo caso de incesto, ni entre hermanos ni entre padres e hijos. (Los otros dos ejemplos del artículo de la Britannica son «clasificar los propios parientes y distinguir una clase de otra», que los chimpancés hacen bastante bien, por lo menos en relación con el parentesco entre madre e hijo y entre hermanos, y «recordar el domingo como fiesta de guardar», que es una institución desconocida en muchas culturas humanas.)

A pesar de que la prohibición del incesto se suele calificar de tabú, es decir de prohibición aprendida, parece que es en gran medida una prohibición innata. Actúa como una proscripción ética hereditaria que evolucionó por razones genéticas justificadas y que las convenciones y normas de la sociedad reforzaron (y a pesar de ello funciona de modo imperfecto, muy imperfecto en la sociedad civilizada).

Es evidente que los chimpancés tienen por lo menos los rudimentos de la cultura. En selvas diferentes tienen que tratar con geografías y ecologías diferentes. Recuerdan después de semanas, quizá después de años, los termiteros, los árboles tambor o según un estudio, el lugar de un combate notable. Estos detalles son de conocimiento general. Cada grupo, con su propio terreno y su propia secuencia de acontecimientos históricos, tiene su propia historia en miniatura. Los grupos mutuamente aislados de chimpancés tienen convenciones diferentes para pescar termitas y hormigas dorilinas, para utilizar hojas como esponjas y recoger agua potable, para cogerse mutuamente cuando cuidan del pelaje, para algunos aspectos del lenguaje gestual del cortejo y para los protocolos de la caza.[38] Y gracias a Imo, la macaco genio que descubrió la manera de separar el trigo de la arena, tenemos incluso alguna idea sobre la emergencia y difusión de nuevos descubrimientos y nuevas instituciones culturales de los primates.

El célebre filósofo Henri Bergson, un protagonista de la «revuelta contra la razón» y más conocido por su teoría de que hay algún «impulso vital» que impregna la vida y conduce la evolución, escribió que «el hombre… es el único que comprende que puede sufrir una enfermedad».[39] Pero los chimpancés tienen alrededor suyo una vasta farmacopea y una especie de herbario medicinal popular. Por ejemplo, un elemento básico de la dieta de los chimpancés de Gombe y de Mahale es una planta llamada Aspilia, que comen preferentemente a primeras horas de la mañana. A pesar de que se la comen con las narices arrugadas (tiene un gusto amargo), la consumen ambos sexos, en todas las edades, los sanos y los enfermos. Pero hay algo raro en ello: Los chimpancés comen las hojas con regularidad, pero consumen muy pocas hojas en cada ocasión, por lo que su valor nutritivo es dudoso. Sin embargo, en la estación de las lluvias, cuando los simios tienen gusanos intestinales y otras enfermedades, la ingestión aumenta espectacularmente. El análisis de las hojas de Aspilia revela la presencia de un antibiótico poderoso y de un agente que mata los nematodos. Es muy lógico suponer que los chimpancés se están tratando médicamente. Entre otros ejemplos, un chimpancé que sufría un trastorno intestinal ingirió grandes cantidades de los retoños de una planta diferente de Aspilia, que normalmente no entra en su dieta pero que también resultó ser rica en antibióticos naturales.[40]

¿Cómo es posible esta «etnomedicina de chimpancé»? ¿Puede basarse en algún tipo de información hereditaria? Uno se siente enfermo y de pronto tiene ganas de comer una hoja cuya forma o aroma están implantados en el cerebro desde el principio, como los ansarinos que al parecer nacen con el miedo hereditario a las siluetas de halcón. ¿O se trata más probablemente de una información cultural transmitida de generación en generación por emulación o instrucción y que experimenta cambios rápidos si las plantas medicinales disponibles cambian o si aparecen nuevas enfermedades o si se realizan nuevos descubrimientos etnomédicos? La medicina popular de los chimpancés no parece muy diferente de la medicina popular humana, aunque al parecer entre los simios no hay herbolarios profesionales ni especialistas médicos. Existe una dolencia común para la cual todo el mundo sabe qué medicina tomar. Se trata de algo que uno aprende cuando crece. Es un misterio para ellos saber por qué la medicina cura, y continúa siéndolo también, en muchos casos, para nosotros.

Algunos estudiosos han imaginado que la represión sexual fue la primera faceta inaugural de la cultura humana.[41] Se dice que la expresión ilimitada del deseo sexual, especialmente por hombres y mujeres jóvenes, puede destruir el marco social, por lo que las primitivas culturas humanas debieron imponer severas restricciones a la actividad sexual y alentar la culpabilidad, la modestia, el trabajo duro, las duchas frías y la ropa. Sin embargo hay muchas culturas humanas, a menudo en los trópicos, con marcos sociales que al parecer no sufren menoscabo porque los adultos se paseen tranquilamente desnudos del todo, o quizá con un pequeño cinturón de zarcillos o de algodón que no tapa ninguna parte sexual. En Sudamérica, las mujeres yanomamo van totalmente desnudas a parte de un cinturón; los hombres se atan el prepucio a los cinturones (aunque se sienten desconcertados si el pene se suelta).[42] En Nueva Guinea y en otras partes los hombres se tapan con fundas de calabaza que exageran impúdicamente sus proporciones. Antes de la llegada de los europeos los pueblos aborígenes de Australia, incluso los de climas fríos, no llevaban ningún vestido. En la antigua Grecia, Egipto y Creta la desnudez de los adultos era corriente, por lo menos la de esclavos y atletas (aunque la presencia de espectadoras en los juegos olímpicos estaba prohibida porque era deshonesto que miraran a atletas de sexo masculino compitiendo desnudos). Los campamentos nudistas parece que son modelos de decoro. Las limitaciones sobre lo permisible pueden ser mucho menos severas de lo que hayan imaginado nunca las culturas más represivas, como descubrió en Tahití la tripulación del capitán James Cook.

Está claro que las actitudes sexuales victorianas no son características de nuestra especie. Además, los celos sexuales son una causa corriente de violencia doméstica entre monos y simios antropomorfos; a pesar de sus normas sexuales más relajadas, han instaurado inhibiciones. Todas las sociedades de primates, las humanas y todas las demás, imponen límites a lo que puede aceptarse. La represión sexual y los sentimientos concomitantes de culpa no pueden ser un carácter exclusivo de nuestra especie.

Otro aspecto de la vida cultural que se considera a menudo exclusivo del hombre es el arte, la danza y la música. Pero si damos lápices y pintura a un chimpancé creará arte con considerable interés y reflexión, un arte que es exclusivamente no representacional, por lo que sabemos, pero que se considera presentable en algunos círculos.[43] Las aves del paraíso macho decoran sus nidos guiados por una estética que tiene ecos en la nuestra; sustituyen periódicamente las flores que han cogido, las plumas y los frutos que ya no están frescos; su arte evoluciona a lo largo del verano. Los gibones se lanzan en lo alto de la selva trazando figuras de ballet, y es normal que los chimpancés bailen el rock and roll delante de cascadas y cuando cae un chaparrón. Los chimpancés se lo pasan bien tocando el tambor y los gibones cantando. Nos gusta imaginar que la cultura ha alcanzado su mayor complicación en nosotros, pero no se limita a los hombres, ni siquiera[44] al orden de los primates.

He aquí una evaluación de la cultura de los primates y de los hombres escrita en 1932 por Solly Zuckerman:

En un extremo está el mono o el simio antropomorfo con su harén, frugívoro, sin ningún vestigio de procesos culturales. En el otro extremo está el hombre, generalmente monógamo, omnívoro, cuyas actividades están siempre condicionadas culturalmente. Desde el punto de vista social no hay comparaciones obvias entre el hombre y el simio.[45]

Dejemos de lado el hecho de que los chimpancés comen carne, de que la mayoría de monos y simios antropomorfos no tienen harenes y de que, como ya se sabía en 1932, muchas culturas humanas no son «generalmente» monógamas, y comparemos el juicio de Zuckerman con el de Toshisada Nishida expuesto en un resumen muy posterior después de veinticinco años de investigaciones sobre los chimpancés de las montañas de Mahale:

Se sabe que están presentes entre los chimpancés y en nuestra especie las siguientes pautas de comportamiento social: gran tendencia a evitar el incesto, relación duradera entre la madre y el hijo, filopatría masculina [los machos continúan en el grupo donde nacieron], fuerte antagonismo entre grupos, cooperación entre machos, desarrollo de un altruismo recíproco, conocimiento de tríadas [por ejemplo, triángulos sexuales], estrategia de volubilidad de las alianzas, sistema de venganza, diferencias sexuales en el comportamiento político…[46]

Gran parte de esto puede estar determinado genéticamente, además de culturalmente, pero desde el punto de vista «social» parece que pueden establecerse algunas «comparaciones obvias» entre el hombre y el simio.

La conciencia y la conciencia de sí se consideran de modo general en Occidente como la esencia del ser humano (si bien la falta de conciencia de sí se considera un estado de gracia y de perfección en Oriente); el origen de la conciencia se imagina como un misterio insondable o bien como la consecuencia de algo no muy distinto: la introducción de un alma inmaterial en cada ser humano, pero en ningún animal más, en el momento de la concepción. Sin embargo quizá la conciencia no es un rasgo tan misterioso que para explicarlo se precise una intervención sobrenatural. Si su esencia es una percepción lúcida de la distinción entre el interior del organismo y su exterior, entre uno mismo y todos los demás, hemos demostrado ya que la mayoría de microorganismos tienen este grado de conciencia y conciencia de sí; en tal caso el origen de la conciencia en nuestro planeta se remonta a 3.000 millones de años. En aquel entonces había un gran número de microorganismos arrastrados por mareas oceánicas y corrientes marinas, disfrutando de la luz solar, cada uno con su conciencia rudimentaria, quizá sólo una microconciencia, o incluso una nano o picoconciencia.[47]

Toda célula de un cuerpo sano sabe establecer la distinción entre ella misma y las demás, y las células que no pueden hacerlo sufren enfermedades autoinmunes, se matan rápidamente a sí mismas o caen víctimas de microorganismos patógenos. Pero quizá pensemos que el hecho de que una célula se distinga de otra célula (en nuestro cuerpo o en el océano primitivo) no es lo que se entiende generalmente por conciencia o por conciencia de sí; que hay algo más, incluso en personas con un nivel excepcionalmente bajo de reflexión. Sí. Como hemos dicho, en la primitiva historia de la vida en la Tierra sólo puede imaginarse una forma muy rudimentaria de conciencia. Es evidente que desde entonces ha habido una evolución importante. ¿Sabemos —puede ser muy difícil saberlo— si algún animal más tiene nuestro tipo de conciencia de sí?

A menudo se considera que ésta es una característica esencial de nuestra humanidad, especialmente por todo lo que posibilita:

El atributo de la conciencia de sí, que supone la capacidad del hombre para discriminarse a sí mismo como un objeto en un mundo de ideas distinto de él mismo, es… un elemento central para comprender los requisitos del modo social y cultural de ajuste del hombre… Un orden social humano supone un modo de existencia que tiene sentido para el individuo en el nivel de la conciencia de sí. Un orden social humano, por ejemplo, es siempre un orden moral… La capacidad que tiene un hombre para conocerse a sí mismo y desarrollar este conocimiento es lo que da a mecanismos sicológicos inconscientes como la represión, la racionalización, etcétera, una importancia adaptativa para el individuo.[48]

Cuando un pez, un gato, un perro o un ave se ven a sí mismos en un espejo creen al parecer que la imagen es únicamente otro miembro de la misma especie. Si un macho no está acostumbrado a las imágenes de espejos puede intentar intimidar la imagen reflejada que, por lo tanto, considera la de un macho rival. La imagen también le intimida a él, y el animal puede huir. Al final se adapta a la imagen callada, inodora e inocua y aprende a ignorarla. Si se aplica el criterio de la reflexión especular, estos animales no parecen muy inteligentes. Se dice que los niños han de tener normalmente unos dos años para poder entender que su imagen en un espejo no es la de otro niño experto en imitaciones. Los monos son también como los peces, gatos, perros, aves y niños en lo que respecta a saber qué es una reflexión. No lo captan. Pero algunos simios antropomorfos son como nosotros.

En 1977 el sicólogo Gordon Gallup publicó un artículo titulado «Reconocimiento de sí en los primates».[49] Cuando chimpancés nacidos en la selva se enfrentaron con un espejo de cuerpo entero, al principio pensaron como los demás animales que la imagen era de alguien más. Pero al cabo de unos días descubrieron el truco. Entonces se sirvieron del espejo para pavonearse y examinar partes inaccesibles del cuerpo, mirándose por ejemplo la espalda por encima del hombro. Gallup luego anestesió a los chimpancés y los pintó de rojo en lugares del cuerpo que sólo podían ver con el espejo. Después de despertarse y de volver a los placeres de examinarse en los espejos descubrieron rápidamente las señales rojas. ¿Alargaron la mano hacia el simio que aparecía en el cristal? No, se tocaron los propios cuerpos, tocaron repetidamente las partes pintadas y luego se olieron los dedos. Triplicaron el tiempo que pasaban cada día examinando las imágenes de los espejos.[*]

Entre los demás simios antropomorfos, Gallup comprobó que los orangutanes podían reconocerse ante el espejo, pero los gorilas no. Más tarde comprobó que los delfines también pueden reconocerse. Somos conscientes, propone Gallup, cuando sabemos que existimos, y tenemos una mente cuando vigilamos nuestros propios estados mentales. Gallup, sobre la base de estos criterios, llega a la conclusión de que los chimpancés, los orangutanes y los delfines son conscientes y tienen mentes[50]

«En lo que concierne a la fidelidad, no hay animal en el mundo tan traidor como el hombre», escribió Montaigne.[51] Pero los machos de luciérnaga interponen hábilmente sus parpadeos para que el mensaje de cortejo de sus rivales resulte desagradable para las hembras. Algunas chimpancés están como vampiros al acecho de las madres jóvenes de su grupo, esperando la oportunidad de robar y comerse a sus bebés. Muchos primates procuran aparearse subrepticiamente cuando el alfa está distraído. Pocas alianzas masculinas que se mueven ondulantes por la jerarquía de dominación persisten cuando dejan de ser útiles. El engaño en las relaciones sociales de los animales e incluso el engaño de sí mismo en los animales es un tema nuevo y productivo de la biología; se están escribiendo libros enteros sobre él.[52]

Los chimpancés a veces mienten. A veces también intentan ser más listos que los que mienten. El presente hecho nos ofrece sin duda un atisbo de sus mentes:

Un ejemplo especialmente revelador es la duplicidad que demuestran los chimpancés cuando no quieren revelar el lugar donde han escondido la comida, y la inteligencia de los demás para descubrir el engaño… Uno no puede, por lógica no puede, contar mentiras sin querer; incluso la idea de engañarse a sí mismo supone un modelo intencional, es decir que una parte del yo intenta abusar del resto. El chimpancé que disimula parece actuar basándose en la comprensión del sentido que sus signos tendrán para los demás, y por lo tanto actúa intencionadamente.[53]

Y sin embargo, no hace mucho un filósofo moderno, entre muchos otros, afirmaba:

No tendría sentido atribuir a un animal una memoria que distingue el orden de los acontecimientos del pasado, y no tendría sentido atribuirle expectativas sobre un orden de acontecimientos en el futuro. El animal carece de los conceptos de orden o de cualquier tipo de concepto.[54]

¿Cómo podía él saberlo?

El monólogo interior del chimpancé no está sin duda a la altura de un filósofo medio, pero parece indudable que los chimpancés tienen, en grado suficiente para los fines de un «orden social», alguna noción de sí mismos, de su aspecto, de sus necesidades, de sus experiencias pasadas, de sus expectativas futuras y de cómo se relacionan con los demás.

«El lenguaje es nuestro Rubicón —recitó el famoso lingüista del siglo XIX Max Müller— y ninguna bestia osará cruzarlo.» El lenguaje permite a personas muy alejadas comunicarse entre sí. Permite extraer la sabiduría del pasado y vincula las generaciones a través del tiempo. Es una herramienta esencial que ayuda a aumentar nuestra acuidad mental, a pensar más claramente. Es una ayuda insuperable de la memoria. Está muy justificado que lo apreciemos. Mucho antes de la invención de la escritura el lenguaje desempeñó un papel importante en el éxito humano. Éste es el motivo principal de que Huxley pudiera llegar a esta tranquilizadora conclusión: «Nuestra reverencia por la nobleza de la humanidad no disminuirá si sabemos que el hombre, por su sustancia y estructura, es la misma cosa que los animales.»[55] ¿Pero significa esto que los demás animales deben carecer de lenguaje, incluso de un lenguaje simple, incluso de la capacidad para el lenguaje? Nos sorprende la metáfora militar, defensiva de Müller, y la posibilidad que parece plantear de que el lenguaje esté al alcance de las «bestias» y que sólo la timidez las frena.

Una larga tradición de afirmaciones igualmente confiadas que deniegan el lenguaje a las bestias se remonta a los inicios de la Ilustración europea, y quizá comienza con una carta que escribió en 1649 René Descartes:

El principal argumento, en mi opinión, que puede convencernos de que las bestias carecen de razón, es que… no se ha observado nunca que un animal haya llegado a un grado tal de perfección que le permita utilizar un lenguaje auténtico; es decir, que sea capaz de indicar con la voz o con otros signos algo que pueda referirse únicamente al pensamiento y no a un movimiento de mera naturaleza; porque la palabra es el único signo y la única marca cierta de la presencia de un pensamiento oculto y envuelto en el cuerpo; ahora bien, todos los hombres, los más estúpidos y los más tontos, incluso los que están privados de los órganos del habla, utilizan signos, mientras que las bestias no hacen nada semejante; lo cual puede considerarse como la distinción auténtica entre hombre y bestia.[56]

No hay ninguna duda de que los chimpancés y los bonobos pueden crear un torrente de signos gestuales y lexigráficos. Hemos vislumbrado el enérgico debate científico sobre su capacidad de utilizar el lenguaje. El nerviosismo de algunos científicos ante la afirmación de que los chimpancés tienen lenguaje se demuestra por muchos hechos, incluido por el cambio repetido de las reglas después de iniciarse el juego. Por ejemplo, algunos científicos negaron que los chimpancés que utilizan el lenguaje de signos ameslan tuvieran lenguaje, porque al parecer no se servían de negaciones e interrogaciones. Cuando los chimpancés empezaron a objetar y a formular preguntas, los críticos descubrieron algún otro aspecto de lenguaje que los chimpancés probablemente no tenían y los hombres sí, y aquello se convirtió en el sine qua non del lenguaje.[57] Es sorprendente hasta qué punto los científicos y los filósofos han afirmado rotundamente, a veces con extraordinaria vehemencia, que los simios antropomorfos no pueden utilizar el lenguaje, para luego rechazar las pruebas en contra porque contradecían su hipótesis.[58] En cambio, Darwin opinaba que algunos animales tienen la capacidad del lenguaje, «por lo menos en un grado basto e incipiente» y que si «algunos poderes, como la conciencia de sí, la abstracción, etc., son propios del hombre» estos poderes son «en general consecuencia de la utilización continua de un lenguaje muy desarrollado».

Se discute cuántas palabras con sentido y no redundantes pueden incluir normalmente los chimpancés en una frase. Pero no se duda de que los chimpancés (y los bonobos) puedan manipular centenares de signos o ideogramas enseñados por personas; y que se sirven de estas palabras para comunicar sus deseos. Como hemos visto, estas palabras pueden representar objetos, acciones, personas, otros animales y el mismo chimpancé. Hay nombres comunes y nombres propios, verbos, adjetivos, adverbios. Los chimpancés y los bonobos pueden pedir cosas o acciones que no están presentes en este momento, por ejemplo comida o el cuidado del pelaje, y por lo tanto están pensando claramente en ellas. Hay datos en el sentido de que chimpancés como Lucy, que conocía el ameslan, y Kanzi, que conocía los lexigramas, pueden reunir palabras para formar nuevas combinaciones y obtener un sentido nuevo. Algunos de ellos inventan y tienden a aplicar por lo menos unas cuantas reglas gramaticales sencillas. Pueden designar y categorizar objetos inanimados, animales y personas utilizando para ello no sólo las mismas cosas sino palabras arbitrarias que representan las cosas. Los chimpancés pueden abstraer. Parece a veces que utilicen el lenguaje y el gesto para mentir y engañar, y que muestren una comprensión elemental de causa y efecto. Pueden reflexionar sobre sí mismos, no sólo en la acción, como ante sus imágenes en espejos, sino también en el lenguaje, como cuando una chimpancé llamada Elizabeth estaba cortando una manzana artificial con un cuchillo y dijo con signos, en un lenguaje especial de fichas que dominaba: «Elizabeth manzana cortar.»

En el mejor de los casos los chimpancés conocen sólo un 10% del número de palabras que forman el «basic English» u otros vocabularios mínimos adecuados para la vida humana diaria. Esta diferencia se ha exagerado, como hizo un distinguido lingüista al afirmar que un número finito de palabras humanas puede combinarse para generar un número «infinito» de oraciones y un número «infinito» de temas comunicables, mientras que los chimpancés están encallados en su finitud.[59] Es cierto, desde luego, que toda la gama de palabras y de ideas humanas es decididamente finita para los simios antropomorfos. Los logros lingüísticos de laboratorio de chimpancés y bonobos se han de sumar a su propio repertorio de señales en forma de gestos, sonidos y olores, que probablemente nosotros conocemos muy poco. «La palabra», el «uso de los signos» que Descartes denegó a las «bestias», está claramente presente en los chimpancés y los bonobos.

Ningún simio antropomorfo ha mostrado nunca capacidades lingüísticas comparables a las de un niño normal que entra en el jardín de infancia. Sin embargo parece que tienen una capacidad definida, pero elemental, de utilizar el lenguaje. Muchos de nosotros aceptaríamos que un niño de dos o tres años con un vocabulario y una destreza verbal comparables a la de los chimpancés o bonobos más hábiles, por evidentes que fueran sus deficiencias de gramática y sintaxis, posee el lenguaje.[60] Una noción convencional de las ciencias sociales es que la cultura presupone el lenguaje y el lenguaje presupone una noción de sí mismo. Tanto si esto es cierto como si no, los chimpancés y los bonobos poseen de modo evidente, por lo menos en forma rudimentaria, los tres elementos: conciencia, lenguaje y cultura. Quizá están mucho menos reprimidos que nosotros y no son tan inteligentes, pero también ellos pueden pensar.

La mayoría de nosotros tenemos algún recuerdo parecido a éste: estamos en nuestra cuna y nos hemos despertado después de la siesta. Gritamos para que venga la madre, primero despreocupadamente pero cuando no llega nadie con más insistencia. El pánico aumenta. ¿Dónde estará? ¿Por qué no viene?, pensamos, o algo parecido, aunque no lo hagamos con palabras porque nuestra conciencia verbal todavía está casi por desarrollar. La madre entra sonriente en la habitación, alarga los brazos y nos coge, oímos su voz musical, olemos su perfume y nuestro corazón se ensancha. Estas emociones poderosas son preverbales, como lo son la mayoría de nuestras esperanzas, pasiones, presentimientos y temores de adulto. Nuestros sentimientos están presentes antes de que puedan reducirse a limpios paquetes gramaticales para luego tratarlos y someterlos. En estas sensaciones y asociaciones vagamente recordadas podemos vislumbrar algún elemento de la conciencia y de las vidas emocionales de los chimpancés, de los bonobos y de nuestros inmediatos antepasados prehumanos.