24. Algunos de mis mejores amigos son delfines
Tres delfines conversando con el autor. Fotografía del autor.
La primera conferencia científica sobre el tema de las comunicaciones con inteligencias extraterrestres fue un pequeño acontecimiento apadrinado por la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, en Green Bank, West Virginia. Se celebró en 1961, un año después del Proyecto Ozma, el primer intento (fallido) de escuchar posibles señales de radio procedentes de civilizaciones en planetas de otras estrellas. A continuación se celebraron otras dos reuniones parecidas en la Unión Soviética, patrocinadas por la Academia de Ciencias Soviética. Más tarde, en septiembre de 1971, se celebró una conferencia conjunta ruso-americana sobre la comunicación con inteligencias extraterrestres, en Byurakan, Armenia Soviética (véase capítulo 27). La posibilidad de una comunicación con inteligencias extraterrestres, al menos ahora, es semirrespetable, pero en 1961 se precisaba tener mucho valor para organizar semejante reunión. Hay que conceder mérito y honores al doctor Otto Struve, director del National Radio Astronomy Observatory, que fue quien organizó la reunión de Green Bank.
Entre los invitados a la reunión figuraban el doctor John Lilly, que entonces pertenecía al Instituto de Investigación de Comunicaciones, de Coral Gables, Florida. Lilly se hallaba allí a causa de su trabajo relacionado con la inteligencia de los delfines y, en particular, con sus esfuerzos por comunicarse con ellos.
Existía la impresión de que este esfuerzo por comunicarse con los delfines —el delfín, probablemente, es otra de las especies inteligentes de nuestro planeta— era comparable, en alguna medida, a la tarea con que nos enfrentamos tratando de ponernos en comunicación con especies inteligentes de otro planeta mediante una comunicación de radio interestelar. Creo que será mucho más fácil comprender los mensajes interestelares, si alguna vez los captamos, que llegar a comprender los mensajes de los delfines (véase capítulo 19), si es que en realidad tales mensajes existen.
La supuesta relación entre los delfines y el espacio la dramaticé yo más tarde en la laguna que hay en el exterior del Vertical Assembly Building, en Cabo Kennedy, cuando esperaba el lanzamiento del Apolo 17. Un delfín nadaba pacíficamente de acá para allá, y de vez en cuando saltaba fuera del agua, examinando con curiosidad el iluminado y enorme proyectil Saturno preparado para su lanzamiento al espacio. ¿Quizá observándonos a todos?
Muchos de los participantes en la reunión de Green Bank se conocían mutuamente. Pero Lilly era, para todos nosotros, una nueva entidad. Sus delfines eran fascinantes y resultaba muy atractiva, por supuesto, su posible comunicación con ellos. (La reunión llegó a ser memorable a causa de que durante, su celebración se anunció desde Estocolmo que a uno de los participantes, Melvin Calvin, le habían concedido el premio Nobel de Química.),
Por muchas razones, deseábamos conmemorar la reunión y mantener cierta libre coherencia como grupo. Sintiéndonos enormemente interesados por los relatos que nos hacía Lilly sobre los delfines, nos bautizamos a nosotros mismos como «La Orden de los Delfines». Calvin tenía un alfiler de corbata como emblema de la sociedad recientemente fundada. Era una reproducción de una moneda que existe en el museo de Boston, una antigua moneda griega en la que aparece un muchacho sobre un delfín. Serví como una especie de coordinador de correspondencia las pocas veces que se celebró alguna reunión o acontecimiento «Delfín», sobre todo durante la elección de nuevos miembros. Al año siguiente, elegimos unos cuantos: entre ellos, a I. S. Shklovskii, Fremman Dyson, y J. B. S. Haldane. Este último me escribió diciéndome que una sociedad que carecía de obligaciones, reuniones, periódicos, o responsabilidades era, precisamente, la sociedad que más apreciaba; prometió ponerse a la altura de los acontecimientos.
Bien, la «Orden de los Delfines» es, en la actualidad, una sociedad moribunda. Ha sido remplazada por cierto número de actividades a escala internacional. Sin embargo, para mí, la «Orden de los Delfines» tuvo un significado especial: me proporcionó la ocasión de reunirme y charlar con los delfines, e incluso, en cierta medida, hacer amistad con ellos.
Entonces, yo tenía la costumbre de pasar una semana o dos durante el invierno en el Caribe, buceando con equipo de oxígeno y sin él, examinando a los habitantes, no mamíferos, de aquellas aguas. A causa de mis conocimientos y, más tarde, amistad con John Lilly, también pude pasar algunos días con sus delfines, en Coral Gables y en su estación de investigaciones de St. Thomas en las Islas Vírgenes.
Su instituto, ahora desaparecido, realizó, sin duda alguna, una buena labor sobre los delfines, incluyendo la realización de un importante atlas del cerebro del delfín. Aunque aquí exprese ciertas críticas sobre algunos aspectos científicos del trabajo de Lilly, sin embargo, deseo expresar mi admiración hacia cualquier intento serio de estudiar los delfines y en particular hacia los pioneros esfuerzos de Lilly en este terreno. Desde entonces, Lilly se dedicó a otra tarea: la de investigar la mente humana desde su interior, desarrollo de la consciencia, producida por medios farmacológicos y no farmacológicos.
Conocí por vez primera a Elvar en el invierno de 1963. La investigación sobre los delfines se había limitado mucho a causa de la sensible piel de estos mamíferos; sólo el desarrollo de tanques de polímeros plásticos permitió una residencia a largo plazo de los delfines en laboratorio. Me sorprendió mucho comprobar que el Instituto de Investigación de Comunicación se hallaba instalado en lo que había sido anteriormente un Banco, y así, casi llego a imaginar un tanque de poliestireno en cada ventanilla de cajero con delfines contando dinero. Antes de presentarme a Elvar, Lilly insistió en que me pusiera un impermeable de plástico, a pesar de mis protestas de que no lo consideraba necesario. Entramos en una estancia de regular tamaño. En un rincón había un gran tanque de plástico. Inmediatamente, vi a Elvar con la cabeza fuera del agua. Nadó despacio hasta el costado más próximo del tanque, y John, como perfecto anfitrión, dijo:
«Carl, éste es Elvar; Elvar, éste es Carl.»
Elvar lanzó la cabeza hada delante y, un segundo antes de sumergirse, lanzó un chorro de agua sobre una de mis sienes. Después de todo, era cierto que necesitaba un impermeable. John dijo:
«Bien, ya veo que comenzáis a entablar amistad.»
Y, acto seguido, se retiró.
Yo ignoraba totalmente las acciones recíprocas sociales delfín-ser humano; así que me aproximé al tanque con toda la calma e indiferencia que pude adoptar y murmuré algo así como:
«¡Hola, Elvar!»
Inmediatamente, Elvar giró sobre sí mismo y se puso boca arriba, dejando al descubierto su vientre de color grisáceo. Era como un perro que deseara que le rascaran amorosamente. Así lo hice. Le gustó, o al menos, así lo creí.
Los delfines, con su nariz parecida al cuello de una botella, parecen mostrar eternamente una estereotipada sonrisa como los gerentes de hotel.
Al cabo de un rato, Elvar nadó hacia el lado opuesto del tanque y luego regresó, presentándome de nuevo el vientre, pero esta vez asomando a la superficie del agua sólo unos cuantos centímetros. Evidentemente, deseaba que le rascara de nuevo.
La operación me resultaba un tanto dificultosa, ya que debajo del impermeable llevaba camisa, corbata y chaqueta. No deseando mostrarme poco cortés, me quité el impermeable, hice lo mismo con la chaqueta y me subí los puños de la camisa, sin desabrocharlos, un poco más arriba de las muñecas. Luego me puse de nuevo el impermeable, mientras que aseguraba a Elvar que volvería a rascarle inmediatamente, cosa que hice a pocos centímetros sobre la superficie del agua. Una vez más, pareció agradarle. Pasaron unos segundos; el delfín nadó otra vez hacia el extremo más alejado y luego regresó de nuevo, pero esta vez mostrando el vientre unos 30 cm sobre la superficie. Lo cierto era que mi cordialidad estaba agotándose rápidamente, pero también me pareció que Elvar y yo estábamos comunicándonos de alguna forma. Así, una vez más, me quité el impermeable, enrollé las mangas de la camisa, me puse de nuevo el impermeable, y atendí a Elvar. En la siguiente secuencia Elvar apareció asomando el vientre sobre la superficie del agua unos 15 cm, esperando mi masaje. Podría haber extendido una mano para acariciarle, si en aquel momento me hubiera sentido dispuesto a quitarme de nuevo el impermeable, pero la cosa estaba llegando demasiado lejos. Así que permanecimos mirándonos mutuamente —hombre y delfín—, con un metro de agua entre los dos. De repente, Elvar saltó sobre el agua hasta que su cola sólo tocó la superficie. Se agitó en el aire y, acto seguido, su garganta lanzó un raro sonido, algo parecido al lamento del pato Donald. Creí, entonces, que Elvar acababa de decir:
«¡Más!»
Salí de la estancia; encontré a John entretenido con un equipo electrónico y le anuncié, con cierta emoción, que Elvar, al parecer, había gritado:
«¡Más!»
John se mostró lacónico.
—¿Lo dijo en un contexto?
—Sí, creo que sí.
—Bueno, ésa es una de las palabras que conoce.
John creía que Elvar había aprendido unas docenas de palabras en inglés. Que yo sepa, hasta ahora ningún ser humano ha aprendido una sola palabra en «delfines». Quizás esto perfila de algún modo la relativa inteligencia de las dos especies.
Desde los tiempos de Plinio, la historia humana ha estado llena de historias sobre una extraña y fraternal relación entre seres humanos y delfines. Existen innumerables relatos que nos hablan de delfines que salvaron a seres humanos a punto de ahogarse, y de delfines que protegieron a seres humanos cuando éstos estaban a punto de ser atacados por otros depredadores marinos. Recientemente, en 1972, se publicó en el New York Times que dos delfines habían protegido a una mujer de veintitrés años contra los tiburones que la rodeaban en alta mar. La mujer había naufragado en el Océano Índico y se había visto obligada a nadar durante unos 40 km antes de alcanzar la costa. Los delfines la habían protegido y escoltado durante todo el tiempo. Los delfines son motivo dominante en el arte de la mayor parte de las antiguas civilizaciones mediterráneas, incluidas la nabatea y la minoica. La moneda griega que Melvin Calvin había duplicado para nosotros es una expresión de esta antigua relación.
Lo que les gusta a los seres humanos de los delfines es evidente. Son animales amistosos y fieles; a veces nos proporcionan comida (algunos delfines han reunido diferentes clases de peces en beneficio de los pescadores), y de vez en cuando nos salvan la vida. Sin embargo, no está muy claro por qué los delfines se sienten atraídos por los seres humanos. Más adelante, en este mismo capítulo, hablaré de lo que nosotros les proporcionamos a ellos, estímulo intelectual y diversión auditiva.
John conocía multitud de anécdotas sobre delfines de primera o segunda mano. Recuerdo en particular tres relatos. En uno, un delfín había sido capturado en alta mar e izado a bordo de una pequeña embarcación para ir a parar a un tanque de plástico, desde el cual comenzó a lanzar una larga serie de diferentes sonidos ante sus captores, sonidos que imitaban silbidos, bufidos, etc... A veces, gritaba imitando a una gaviota, otras, al silbato de un tren; en fin, todos ellos ruidos de la costa y de tierra firme. El delfín había sido capturado por criaturas terrestres e intentaba charlar como ellas, como era de esperar de un invitado cortés.
Los delfines producen la mayor parte de sus sonidos mediante su orificio de «escape», que produce el chorro de agua en sus primas las ballenas, de las que son ejemplares anatómicos en miniatura.
En otro relato, a un delfín, que había permanecido cautivo durante algún tiempo, se le dejó en libertad y luego fue seguido.
Cuando entró en contacto en alta mar con un grupo de otros delfines, el ex cautivo inició una larga serie de sonidos. ¿Acaso les daba información sobre su cautiverio?
Además de su dispositivo de localización de sonidos —eficaz sistema de sonar submarino—, los delfines emiten una especie de silbido, algo parecido al ruido que producen los goznes resecos de una puerta cuando ésta se abre, y el ruido que hacen cuando imitan el modo de hablar humano, como en el «¡Más!» de Elvar. Son capaces de emitir tonos muy puros, y se sabe que hay parejas de delfines que emiten tonos de la misma frecuencia y fase diferente, de manera que se da el fenómeno de «batido» de onda física. Este sonido de batido es muy divertido. Si los seres humanos pudiesen cantar o emitir tonos puros, estoy seguro de que durante horas nos divertiríamos «batiendo».
Existen pocas dudas sobre et hecho de que los silbidos son ruidos que emplean los delfines para comunicarse entre sí. Oí lo que me pareció eran silbidos suplicantes en St. Thomas, emitidos por un delfín muy joven y macho, llamado Peter, al que habían aislado de dos hembras adolescentes. Los tres se lanzaban mutuamente una larga serie de diferentes silbidos. Cuando los reunieron en un solo tanque, su actividad sexual fue prodigiosa. Entonces casi dejaron de silbar.
La mayor parte de comunicación que he podido escuchar entre delfines pertenece a la variedad de «puerta chirriante», por así decirlo. Los delfines se sienten atraídos por los seres humanos que producen ruidos parecidos. Por ejemplo, en marzo de 1971, en un estanque de delfines en Hawai, me pasé cuarenta y cinco minutos de animada conversación de «puerta chirriante» con varios delfines, al menos con algunos de los cuales me parecía estar diciendo algo interesante. En «delfinés», puede que fuera una auténtica estupidez, pero lo cierto es que yo atraía su atención.
En otro momento, John me contó lo que hacía con los delfines en la adolescencia y con tendencias sexuales para separar el macho de la hembra durante el fin de semana cuando no habría experimentos. De lo contrario, harían lo que John denominaba con suma delicadeza como «irse de luna de miel», lo que por muy deseable que fuera para los delfines les dejaba en malas condiciones para los experimentos del lunes por la mañana.
Los delfines pasaban de un tanque grande a otro más pequeño a través de una pesada puerta que se deslizaba verticalmente, y así quedaban separados. En una mañana de lunes, John encontró la puerta tal y como debía estar, pero en el tanque grande se hallaban juntos los dos delfines de sexo opuesto. Elvar y Chi-Chi habían salvado la barrera que los separaba. Se habían ido de luna de miel. El protocolo experimental de John tenía que esperar y John estaba muy enfadado. ¿Quién había olvidado separar a los delfines en la tarde del viernes? Pero todo el mundo recordaba que los delfines habían sido separados y la puerta cerrada adecuadamente.
Como prueba, los experimentadores repitieron la operación. Separaron a Elvar y a Chi-Chi y cerraron la pesada puerta, a la vez que tenían lugar las normales despedidas del viernes en voz alta, cierre de puertas del edificio con cierta fuerza y ruido de pasos que se alejaban. Pero desde un lugar oculto permanecieron observando a los delfines cuidadosamente. Cuando todo estuvo en silencio, ambos animales se encontraron en la barrera de alambre y se frotaron el morro varias veces emitiendo sonidos de puerta chillona. Entonces Elvar empujó la puerta hacia arriba desde una esquina hasta que quedó acuñada. Chi-Chi, desde el otro lado, empujó hacia arriba por la esquina opuesta.
Lentamente lograron alzar la puerta. Elvar atravesó el umbral nadando para ser recibido por los abrazos («aletazos» no es la palabra más correcta) de su compañera. Luego, según el relato de John, los que se hallaban observándoles anunciaron su presencia mediante silbidos y gritos... hasta que, mostrando cierto embarazo, Elvar se alejó nadando hacia la parte que le correspondía del tanque, y los dos delfines hicieron descender la pesada puerta trabajando con el morro desde ambos lados.
Este relato posee carácter humano hasta el punto de que en él se muestra lo que podríamos denominar un tanto de culpabilidad victoriana, que lo creo muy poco probable. Pero hay en los delfines muchas cosas que parecen poco probables.
Quizá yo sea una de las pocas personas que ha recibido una «proposición» de un delfín. El relato necesita volver un poco atrás. Fui a St. Thomas un invierno para nadar y visitar el establecimiento del delfines de Lilly que entonces dirigía Gregory Bateson, un inglés que sentía profundo interés por la antropología, psicología y comportamiento animal y humano. Mientras cenaba con algunos amigos en un restaurante situado en la cima de una montaña entablamos conversación con la propietaria del restaurante, una joven llamada Margaret. Me describió qué aburridos y poco interesantes eran sus días (sólo trabajaba por las noches en el establecimiento). Aquel mismo día, por la mañana, Bateson me había contado las dificultades que encontraba para poder disponer de ayuda en sus investigaciones del programa «Delfín». Por tanto, no fue difícil presentarles. Muy pronto, Margaret estuvo trabajando con los delfines.
Cuando Bateson dejó St. Thomas, Margaret se convirtió, por el momento, en director de la estación de investigación.
En el curso de su trabajo, Margaret llevó a cabo un notable experimento, que se describe con algún detalle en el libro de Lilly, La mente del delfín. Comenzó a vivir casi todo el día muy cerca del estanque donde Peter, el delfín, nadaba plácidamente.
El experimento de Margaret tuvo lugar no mucho antes del incidente a que me refiero; estuvo relacionado con la actitud de Peter hacia mí.
Estaba yo nadando, en compañía de Peter, en un gran estanque interior. Cuando lanzaba hacia Peter la gran pelota de plástico, el delfín buceaba, y luego, con el morro, me la devolvía con absoluta seguridad.
Al cabo de un rato de estar jugando de esta manera, las devoluciones de Peter fueron haciéndose más inseguras, obligándome a nadar hacia un lado del estanque y luego hacia otro para alcanzar la pelota. Inmediatamente me di cuenta de que Peter había decidido lanzar la pelota a unos 5 ó 6 m de distancia de donde yo me encontrara en tales momentos.
Peter había cambiado las reglas del juego.
Peter estaba realizando conmigo un experimento psicológico: saber hasta qué extremo llegaría yo para continuar cogiendo trabajosamente la pelota. Era la misma clase de prueba psicológica que Elvar había llevado a cabo en nuestro primer encuentro. Tal prueba es una muestra de los vínculos que unen a los delfines con los seres humanos. Somos una de las pocas especies que tienen pretensiones de poseer conocimientos psicológicos; por tanto, también somos una de las pocas que, sin embargo, y aunque sea inadvertidamente, permitimos que los delfines lleven a cabo con nosotros experimentos psicológicos.
Como había ocurrido en mi primera entrevista con Elvar, vi lo que estaba sucediendo y decidí que ningún delfín iba a experimentar conmigo psicológicamente. Así pues, retuve la pelota y, simplemente, comencé a nadar de acá para allá. Alrededor de un minuto después, Peter nadó con rapidez hacia mí y me rozó con su cuerpo empleando cierta fuerza. Esta vez sentí que algo sobresalía del cuerpo de Peter y que me tocaba suavemente al pasar. Cuando lo hizo por tercera vez, inmediatamente me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. No se trataba de una de sus aletas de cola, no... y en el acto me sentí como una de esas tías solteronas a la cual un varón hace una propuesta poco adecuada. Por supuesto, no estaba preparado para cooperar en tal sentido y acudieron a mi mente gran número de frases de disculpa como, por ejemplo: «¿Es que no conoces por ahí a ninguna bonita hembra?» Pero Peter continuó mostrándose alegre y sin ofenderse lo más mínimo por mi falta de respuesta a sus proposiciones. (Es posible que pensara que yo era demasiado estúpido como para entender aquel mensaje suyo.)
Peter llevaba algún tiempo separado de las hembras y, en una época no muy lejana, se había pasado muchos días en íntimo contacto, incluyendo el sexual, con Margaret, otro ser humano. No creo que haya ningún vínculo sexual que justifique el afecto que los delfines sienten por los seres humanos, pero el incidente, sin duda, tiene cierto significado. Incluso en lo que nosotros describimos piadosamente con «bestialismo» sólo hay unas pocas especies que, según tengo entendido, son utilizadas por los seres humanos en actividades sexuales; estas especies pertenecen a la clase que los humanos han domesticado.
Me pregunto si algunos delfines albergan el pensamiento de domesticarnos a nosotros.
Las anécdotas sobre delfines siempre son tema de conversación en muchas reuniones de carácter social y también fuente de polémica y discusión. Una de las dificultades que he descubierto en la investigación sobre el lenguaje de los delfines y su inteligencia fue, precisamente, esta fascinación que ejercen las anécdotas; pero lo cierto es que nunca se han llevado a cabo pruebas que sean auténticamente científicas.
Por ejemplo, repetidas veces insistí en que se debía hacer el siguiente experimento: Se introduce al delfín A en un tanque que está equipado con dos audiomicrófonos. Cada hidrófono está unido a un suministrador automático de pescado que puede arrojar sabrosa comida a los delfines. En uno de los micrófonos suena música de Bach y en otro, música de los «Beatles». La música de una u otra clase ha de sonar al azar. Siempre que el delfín A se acerque hasta el micrófono idóneo —supongamos el que está difundiendo música de los «Beatles»— se le recompensa con un pez. Creo que no hay duda de que cualquier delfín, debido a su gran interés, podrá distinguir pronto entre Bach y los «Beatles». Pero ésta no es la parte más importante del experimento. Lo que sí es significativo es el número de ensayos que se hagan antes de que el delfín A se convierta en elemento sofisticado, es decir, que en todo momento sepa que si desea un pez ha de acudir al lugar donde suenan los «Beatles».
A continuación, se separa al delfín A de los micrófonos mediante una barrera de plástico con ancho enrejado. El animal puede ver a través de la barrera, oler y saborear, y, lo más importante, puede oír y «hablar» a través de ella también. Pero no puede atravesarla nadando. Entonces se introduce al delfín B en la zona de los micrófonos. El delfín B es todavía un novato, es decir carece aún de experiencia en lo que concierne a los suministradores automáticos de comida submarinos, a Bach o a los «Beatles». A diferencia de la bien conocida dificultad en hallar «ingenuos» condiscípulos de colegio con quienes efectuar experimentos con la Canabis sativa, no debe existir dificultad alguna en encontrar delfines con total falta de experiencia de Bach y «Beatles». El delfín B debe pasar por el mismo método de aprendizaje que pasó el delfín A. Pero ahora, cada vez que el delfín B (al principio al azar) alcanza el éxito, no solamente se le premia con un pez, sino que también se arroja otro pez al delfín A, que en tales momentos está siendo testigo del aprendizaje del delfín B. Si el delfín A tiene hambre, es muy probable que comunique al delfín B lo que sabe sobre Bach y los «Beatles». Si el delfín B está hambriento, prestará atención a la información que le suministra el delfín A. Por lo tanto la cuestión es: El delfín B, ¿muestra una curva de inteligencia más elevada que la del delfín A? ¿Alcanza el nivel de entendimiento en menos pruebas o en menos tiempo?
Si tales experimentos se repitieran muchas veces y se comprobara que las curvas de aprendizaje del delfín B, fuesen estadísticamente más significativas que las del delfín A, se habría establecido el hecho evidente de que entre ambos delfines se había dado una comunicación de información moderadamente interesante. Podría ser una descripción verbal de la diferencia entre Bach y los «Beatles» en mi opinión, tarea difícil, pero no imposible, o, simplemente, podría ser que sólo se estableciera una distinción entre la izquierda y la derecha en cada prueba hasta que el delfín B la capta. Por supuesto, éste no es el mejor método para probar la comunicación entre dos delfines, pero es típica de una enorme gama de experimentos que se podrían llevar a cabo. La verdad es que lamento mucho que hasta la fecha, que yo sepa, no se haya practicado ninguno de ellos.
El tema de la inteligencia del delfín ha tenido para mí especial importancia en los últimos años, sobre todo cuando se desarrolló el caso de las ballenas jorobadas. En un notable conjunto de experimentos, Roger Payne, de la Rockefeller University, situó hidrófonos a una profundidad de algunas decenas de metros en el Caribe para tratar de grabar los cantos de las ballenas jorobadas, miembro, con los delfines, de la clase taxonómica de los cetáceos. Estas ballenas emiten sonidos sumamente bellos y complejos, que se expanden bajo la superficie del océano a considerable distancia y que, al parecer, son de gran utilidad social dentro y entre las escuelas de ballenas, animales sociales muy gregarios.
El tamaño del cerebro de las ballenas es mucho mayor que el de los seres humanos. Sus cortezas cerebrales presentan circunvoluciones. Por lo menos, son tan sociales como los seres humanos. Los antropólogos creen que el desarrollo de la inteligencia humana depende críticamente de estos tres factores: tamaño del cerebro, circunvoluciones cerebrales, y acción recíproca social entre los individuos. Aquí tenemos una clase de animales en los cuales las tres condiciones que conducen a la inteligencia humana puede ser que se den con creces y, en algunos casos, se rebasen largamente.
Pero como las ballenas y los delfines no tienen manos, tentáculos u otros órganos táctiles, su inteligencia no puede determinarse en términos de tecnología. ¿Qué hay en todo esto? Payne ha grabado ejemplos de canciones muy largas cantadas por la ballena jorobada, hasta el extremo de que algunas de ellas duran hasta media hora o más. Unas cuantas parecen repetirse, virtualmente fonema por fonema; poco después, todo el ciclo de sonidos vuelve a oírse una vez más. Algunas de las canciones se han grabado comercialmente y se pueden conseguir en discos de la CRM Records (SWR-II). Calculo que el número aproximado de bits (véase capítulo 34) de información (preguntas individuales si/no necesarias para caracterizar la canción) en una canción de ballena de media hora de duración, oscila entre un millón y cien millones. A causa de la elevada variación de frecuencia en estas canciones, supuse que la frecuencia es importante en el contenido de la canción, o, dicho de otra manera, que el lenguaje de la ballena es tonal. Si no lo es tanto como sospecho, el número de bits de información en tal canción puede descender por un factor de diez. Ahora, un millón de bits es aproximadamente el número de bits que contiene La Odisea o las Eddas de Islandia. (También es improbable que, en las pocas excursiones hidrofónicas realizadas en el terreno de las vocalizaciones cetáceas, se haya grabado la más larga de tales canciones.)
¿Es posible que la inteligencia de los cetáceos se encauce al equivalente de la poesía épica, historia, y elaborados códigos de interacción social? ¿Son las ballenas y los delfines como Homeros humanos antes de la invención de la escritura, relatando grandes hazañas realizadas en años pasados en las profundidades y remotos lugares del mar? ¿Hay una especie de Moby Dick al revés, una tragedia desde el punto de vista de una ballena, de un implacable enemigo, de ataques no provocados, por extrañas bestias de madera y metal que surcan los mares cargadas con seres humanos?
Los cetáceos constituyen para nosotros una importante lección. La lección no se centra sobre ballenas y delfines, sino sobre nosotros mismos. Por lo menos, se dispone de pruebas moderadamente convincentes de que hay otra clase de seres inteligentes en la Tierra además de nosotros. Se comportan benignamente y, a veces, hasta nos muestran afecto. Sistemáticamente, les hemos eliminado. Hay un monstruoso y bárbaro comercio con los esqueletos y fluidos vitales de las ballenas. Se extrae el aceite para fabricar lápices de labios, lubricantes industriales, y para otros propósitos, aun cuando esto tenga cierto sentido económico marginal, pues hay lubricantes muy eficaces de otra clase. Pero, ¿por qué hasta hace muy poco tiempo no se alzaron gritos en contra de esta carnicería? ¿Por qué tan poca compasión hacia las ballenas?
Es evidente que existe muy poco respeto por la vida en la industria ballenera, subrayando una profunda debilidad humana que, sin embargo, no se limita sólo a las ballenas. En la guerra, hombre contra hombre, es corriente que cada bando deshumanice al otro, de manera que no haya ninguno de los naturales recelos o temores que un ser humano siente al matar a otro. Los nazis alcanzaron este objetivo declarando a pueblos enteros untermenschen, subhumanos. Entonces estaba permitido, tras semejante clasificación, privar a estos pueblos de sus libertades civiles, esclavizarlos y asesinarlos. El ejemplo de los nazis es el más monstruoso, pero no el más reciente. Podrían citarse muchos otros casos. En cuanto se refiere a los americanos, la encubierta reclasificación de otros pueblos como untermenschen ha sido el lubricante de la maquinaria militar y económica desde las tempranas guerras contra los indios americanos hasta nuestras más recientes complicaciones militares, pero herederos de una antigua cultura, donde se les ha descripto y describe como simios, cerdos salvajes, diablos amarillos, ojos oblicuos, etc., es decir, toda una letanía de deshumanización, para que nuestros soldados y aviadores se sintieran más cómodos al liquidarlos.
Esta deshumanización se hace mucho más fácil mediante la guerra automatizada y destrucción aérea de objetivos invisibles. Aumenta la «eficiencia» de la guerra, porque socava nuestras simpatías hacia nuestros congéneres. Si no vemos a quienes matamos, no nos sentimos tan culpables de asesinato. Y si podemos tan fácilmente racionalizar el asesinato de otros seres pertenecientes a nuestra propia especie, ¿no será mucho más difícil sentir respeto hacia individuos inteligentes de diferentes especies?
Es en este punto donde surge el significado fundamental de los delfines en la búsqueda de inteligencia extraterrestre. No es el caso de si estamos emocionalmente preparados, a la larga, para enfrentarnos a un mensaje de las estrellas. Más bien se trata de si podemos desarrollar el sentido de que hay seres con distintas evoluciones, seres que pueden parecer muy diferentes a nosotros, incluso «monstruosos» seres, en resumen, que, sin embargo, son dignos de amistad y respeto, fraternidad, y confianza. Tenemos todavía que llegar muy lejos; aún cuando hay algún indicio de que la comunidad humana se mueve en esta dirección, la pregunta es ¿nos movemos con suficiente rapidez? El contacto más probable con inteligencias extraterrestres será con una sociedad muchísimo más avanzada que la nuestra (capítulo 31). Pero no nos hallaremos en algún momento de un previsible futuro en la posición de los indios americanos o en la de los vietnamitas, barbaridad colonial practicada en nosotros por una civilización más avanzada tecnológicamente, debido a los enormes espacios entre las estrellas, y a lo que yo creo es la neutralidad o bondad de cualquier otra civilización que ha sobrevivido lo suficiente para que nos pongamos en contacto con ella. Ni tampoco la situación será la opuesta: rapiña terrestre contra civilizaciones extraterrestres, pues están demasiado lejos de nosotros y somos relativamente inofensivos. El contacto con otras especies inteligentes pertenecientes a un planeta de otra estrella —especies biológicamente muy diferentes, mucho más que nosotros de los delfines o las ballenas— puede ayudarnos a apartar de nuestros hombros el formidable bagaje de acumulados egoísmos, desde el nacionalismo hasta el chauvinismo humano. Aunque pueda costar mucho tiempo la búsqueda de inteligencia extraterrestre, creo que, por el momento, lo mejor que podemos hacer es iniciar un auténtico programa de rehumanización, entablando lazos de amistad con las ballenas y los delfines.