16. Las montañas de Marte — 1. Observaciones desde la Tierra
Mapa topográfico, basado en estudios de radar, de elevaciones y altitudes medias de Marte. Laboratorio de Estudios Planetarios, Cornell University.
Las montañas de la Tierra son el producto de épocas en las cuales ocurrieron grandes catástrofes geológicas. Se cree que las mayores cadenas montañosas se produjeron por la colisión de enormes bloques continentales durante su deriva. El movimiento de los continentes acercándose y separándose unos de otros, aproximadamente a unos dos centímetros por año nos parecerá, sin duda, sumamente lento. Pero como la Tierra tiene miles de millones de años de antigüedad, se dispuso de mucho tiempo para que los continentes chocasen en todo nuestro planeta.
Las montañas más pequeñas se deben a fenómenos volcánicos. La roca fundida y ardiente, llamada lava, asciende a través de tuberías situadas en las capas superiores de la Tierra —tuberías, por llamarlas de alguna manera, de débil estructura a través de las cuales se alivia y libera la presión inferior— y producen enormes pilas de escoria volcánica que se enfrían. El orificio abierto en la cima del volcán —los geólogos le llaman caldera de la cumbre— es el conducto a través del cual se producen sucesivas erupciones de lava. En la caldera de la cima o cumbre de un volcán en actividad, como, por ejemplo, en Hawai, podemos ver auténtica lava fundida. Estas montañas volcánicas individuales y cadenas montañosas o cordilleras, que son realmente entidades separadas, constituyen muestras de que existe una Tierra vigorosa y dinámica.
¿Y qué hay de Marte? Es un planeta más pequeño que la Tierra; su presión central y temperaturas también son inferiores; posee, asimismo, un promedio de densidad inferior al de la Tierra. Estas circunstancias parecen combinarse para sugerir que Marte debe ser menos activo geológicamente que la Tierra y la Luna. Pero incluso en la Luna, objeto mucho más pequeño que Marte, con temperaturas internas inferiores a las de este planeta, al parecer existe una actividad volcánica tal y como lo han descubierto las misiones Apolo. Aún hoy no comprendemos la conexión que pueda haber entre el tamaño y estructura de un planeta y la presencia de montañas y actividad volcánica, aunque sabemos que en la Luna no hay importantes cordilleras.
Nuestra actual ignorancia sobre este tema, por supuesto, casi deja de ser tal comparada con la ignorancia de los primeros astrónomos planetarios, quienes hace menos de un siglo contemplaban el firmamento mediante pequeños telescopios tratando de averiguar a qué distancia se hallaba Marte. Uno de los primeros astrónomos que se preocupó por el tema de las montañas de Marte, fue Percival Lowell. Éste creía (véase el Capítulo 18) haber hallado pruebas de la existencia de una extensa red de líneas rectas que cruzaban la superficie marciana con notable regularidad y dirección, y que sólo habían podido ser producidas por una raza de seres inteligentes en aquel planeta. Creía que estos «canales» transportaban agua.
Ahora sabemos que el problema o, más bien, sus conclusiones obedecían más a su lógica personal que a sus observaciones; ninguno de los Mariner ni tampoco otras recientes observaciones de Marte han demostrado la existencia de tales canales lowelianos.
En la última década del pasado siglo, Lowell sugirió que Marte no debía tener montañas, porque éstas serían un grave obstáculo para la construcción de canales. Pero seguramente una raza que podía construir tan enorme red de canales también podría suprimir o evitar una montaña mal situada.
Sin embargo, Lowell se hallaba entre los primeros astrónomos en aplicar auténticas pruebas de observación al problema de la existencia de montañas en Marte. Miró más allá del límite de iluminación. Este límite de iluminación es la línea —aguda o, más bien, algodonosa, dependiendo siempre de la ausencia o presencia de una atmósfera planetaria— que separa el día de la parte nocturna de un planeta. El límite de iluminación se mueve alrededor del planeta una vez al día —el día planetario local—, pero si hay montañas en el lado obscuro del límite de iluminación, las montañas recibirán los rayos del Sol poniente cuando sus valles adyacentes estén sumidos en la obscuridad. Galileo empleó primero esta técnica para descubrir lo que él llamó las montañas de la Luna, aunque las montañas lunares son principalmente enormes fragmentos de piedra que cayeron del cielo en las fases finales de la formación de la Luna más que montañas del tipo terrestre, que, como ya hemos dicho, se produjeron debido a una actividad geológica interior.
Lowell y sus colaboradores hallaron casos de brillantes proyecciones más allá del límite de iluminación, producidas por los rayos del Sol poniente. Pero cuando calcularon sus altitudes —tarea fácil para cualquier experto en geometría a nivel de segunda enseñanza— se encontraron con que tales montañas medían decenas, muchas decenas de miles de metros de altura. Tales elevaciones en Marte le parecieron absurdas a causa de su teoría de los canales. Además, al día siguiente —el día en Marte tiene exactamente igual duración que en la Tierra— cuando tal característica se observó nuevamente, su posición había cambiado. Este proceder o comportamiento es muy característico en montañas de cualquier origen, y Lowell llegó a la correcta conclusión de que había visto tormentas de polvo durante las cuales las finas partículas de la superficie marciana habían ascendido a muchísimos miles de metros en la atmósfera de Marte.
Tales tormentas de polvo también se observan cuando contemplamos a través del telescopio la parte iluminada de Marte. Algunas veces vemos que la configuración característica de marcas brillantes y obscuras en el planeta se obscurece temporalmente. Hay una intrusión de materia brillante en la zona obscura seguida de una reaparición de la antigua configuración. Estos cambios se interpretaron en la época de Lowell como tormentas de polvo que estallaban en las zonas iluminadas, obscureciendo todavía más las ya obscuras áreas adyacentes. La interpretación actual, basada en las detalladas observaciones de largo alcance del Mariner 9, confirman este punto de vista (véase el Capítulo 19).
Lowell y sus contemporáneos denominaron a las áreas brillantes «desiertos», y esto también parece ser exacto. Los lowelianos se preocuparon por el problema de si tales zonas brillantes o iluminadas tendían a estar más altas o más bajas que las zonas obscuras, aunque se esperaba que la diferencia de esta elevación fuese extremadamente pequeña. Una zona obscura vista en el limbo iluminado o borde del planeta parecía ser una muesca o depresión; pero esto podía entenderse simplemente en términos de la obscuridad de la zona obscura: si estuviese obscura contra un cielo obscuro no la veríamos en absoluto. Podríamos obtener la impresión errónea de que se trataba de una muesca o depresión. La opinión predominante entre los astrónomos parece haber sido que las zonas obscuras estaban ligeramente más bajas que las brillantes o iluminadas, pero esta diferencia fue calculada por Lowell como de sólo un kilómetro o menos. En 1966 volví a examinar este problema con el doctor James Pollack. Recurrimos a dos principales argumentos. Marte tiene en su hemisferio de invierno un gran casquete polar que, de vez en cuando, se ha atribuido a la presencia de agua congelada o anhídrido carbónico helado. Incluso en la actualidad se ignora su composición. Probablemente se hallen presentes ambas substancias. Cuando el casquete polar se retira en cada hemisferio una vez al año, hay regiones donde queda hielo atrás. Más tarde, cuando el hielo abandona estas zonas, resultan mucho más brillantes que sus alrededores. Por analogía con la Tierra, podríamos suponer que sean zonas montañosas que permanecen heladas cuando se han fundido o evaporado las nieves de los valles. Y, desde luego, una región polar marciana —las llamadas montañas de Mitchell— se ha identificado como montañosa sólo mediante este razonamiento.
Pero, ¿Por qué las montañas terrestres son los últimos lugares que quedan libres de nieve? Porque a medida que ascendemos hace más frío, como saben todos los montañeros. Pero, ¿por qué la temperatura se va haciendo cada vez más fría a medida que ascendemos? ¿Acaso pueden aplicarse a Marte estos razonamientos que en la Tierra hacen que las cimas de las montañas sean más frías que sus bases?
Llegamos a la conclusión de que todos los sectores que en la Tierra hacen que el frío sea más intenso a medida que ascendemos, no se podían aplicar a Marte en modo alguno, principalmente porque en Marte la atmósfera está muy enrarecida. Pero los vientos, en Marte, deben ser más fuertes en las cimas de las montañas que en los valles, al igual que en la Tierra. Ésta no es una conclusión por analogía, sino que se basa en la física idónea. Por tanto, imaginemos que los fuertes vientos barren la nieve en las cimas de las montañas marcianas y que las zonas brillantes que retienen el hielo, en Marte, son o están, por consiguiente más bajas.
Nuestra segunda línea de ataque se basó en las observaciones de Marte hechas por radar, las cuales se iniciaron a mediados de 1960. Había una prueba que inmediatamente nos llamó la atención. Cuando la pequeña parte central de la señal del radar se situaba directamente sobre una zona obscura de Marte, únicamente regresaba a la Tierra una fracción muy pequeña de la señal del radar. Pero cuando una zona brillante y adyacente, a un lado u otro de esta región obscura, se situaba bajo el centro de la señal del radar, el reflejo era mucho más fuerte. Esto podía entenderse si la zona obscura era mucho más alta o mucho más baja que la zona brillante adyacente. A juzgar por esta preliminar prueba de radar, concluimos que ya se tratara de una u otra de estas dos alternativas, las zonas obscuras tenían que hallarse sistemáticamente altas en Marte. Llegamos a la conclusión de que existían en Marte grandes diferencias de elevaciones, en algunos casos hasta 18 km entre zonas obscuras y brillantes. Las laderas sólo mostraban unos pocos grados de inclinación, y tanto las diferencias de elevación como las laderas se podían comparar con las de la Tierra, aunque las elevaciones parecían ser mayores que aquí. La noción de que los desiertos generalmente eran tierras bajas pareció ser compatible con la noción de que en los valles bajos la fina arena y el polvo se acumulaban, mientras que en las cimas de las montañas —donde los vientos eran más fuertes— no había ninguna partícula pequeña, brillante, o fina.
En los pocos años que siguieron a nuestro análisis, se hicieron estudios de radar más detallados, principalmente por un grupo de científicos en el Haystack Observatory, del Instituto de Tecnología de Massachusetts, dirigido por el profesor Gordon Pettengill. Por primera vez fue posible realizar medidas de altitud mediante radar directo. En lugar de emplear nuestros argumentos indirectos, la tecnología había alcanzado ya un punto en el cual era posible medir cuánto tardaba la señal de radar en llegar a Marte y regresar aquí. Aquellos lugares de Marte desde donde la señal de radar tardaba más en regresar se hallaban más lejos de nosotros, y, por tanto, más profundos. Aquellas regiones de Marte desde donde la señal de radar tardaba menos en regresar se hallaban más cerca de nosotros, y, por tanto, más elevadas. De esta manera se construyeron los primeros mapas topográficos de algunas regiones seleccionadas de Marte. Las máximas diferencias de elevación y las pendientes eran, aproximadamente, las que habíamos calculado nosotros con medios mucho más indirectos.
Pero las zonas obscuras no parecían ser sistemáticamente más altas que las iluminadas. Pettengill y sus colegas descubrieron que una región brillante de Marte llamada Tharsis era muy alta, probablemente la región más alta localizada en el planeta. Una zona circular y brillante, marciana, llamada Helas, que en griego significa “Grecia”, resultó que era muy baja a juzgar por las observaciones llevadas a cabo con posterioridad, sin radar. Sin embargo, otro lugar parecido, llamado Elysium, también grande y brillante, se descubrió que era alto. La zona marciana más obscura, Syrtis Major, resultó ser una pendiente escalonada.
¿Por qué Pollack y yo teníamos razón sólo parcialmente? Debido al llamado Occam's Razor, principio usado con frecuencia en el terreno de la ciencia, pero que no es infalible. El Occam's Razor recomienda que, cuando uno se enfrenta a dos hipótesis igualmente buenas, debemos elegir la más sencilla. Habíamos supuesto que las zonas obscuras eran, bien sistemáticamente altas o sistemáticamente bajas. Si éste fuera el caso, las zonas obscuras tenían que ser necesariamente altas. Pero éste no es el caso; las zonas obscuras pueden ser o altas o bajas. Nuestras conclusiones tan sólo reflejaron nuestras suposiciones.
Pero me siento muy complacido de que hayamos podido, mediante la lógica y la física, alcanzar parte de la verdad y demostrar que hay enormes diferencias de elevación en Marte, elevaciones muchísimo más grandes de lo que sospechó Lowell. Encuentro más difícil, pero más divertido, obtener la respuesta correcta mediante razonamiento indirecto y antes de que todas las pruebas estén en el bolsillo. Es lo que hace un teórico en la ciencia. Pero las conclusiones a que se llegan de esta forma son, evidentemente, más arriesgadas que las que se obtienen a través de una medida directa, hasta el punto de que la mayoría de los científicos se reservan sus juicios o criterios hasta que disponen de pruebas más directas y más seguras. La principal función de semejante tarea detectivesca —aparte de entretener al teórico— es, quizás, encolerizar y molestar a los «observadores», para que así se vean obligados, en plena furia de incredulidad, a poner en práctica medidas críticas.