1. Un animal de transición
Hace cinco mil millones de años, cuando apareció el Sol, el Sistema Solar se transformó desde una negrura impenetrable a un cegador chorro de luz. En las partes interiores del Sistema Solar, los primeros planetas eran grupos irregulares de roca y metal —los desechos, los constituyentes menores de la nube inicial, el material que no se había alejado tras la ignición del Sol.
Estos planetas se calentaron al formarse. Los gases atrapados en su interior fueron exudándose, valga la expresión, para formar atmósferas. Se derritieron sus superficies y los volcanes fueron cosa común.
Las primeras atmósferas se componían de los más diversos átomos y eran muy ricas en hidrógeno. La luz del Sol, al incidir sobre las moléculas de la primitiva temprana atmósfera, las excitó, provocó choques moleculares y produjo moléculas de mayor tamaño. Bajo las inexorables leyes de la Química y la Física, estas moléculas actuaron recíprocamente, formaron verdaderos océanos y dieron lugar a la producción de otras moléculas mucho mayores, moléculas bastante más complejas que aquellos átomos iniciales de las cuales se habían formado, pero todavía microscópicas ante toda posible medida o norma humana.
Estas moléculas, notablemente suficientes, son las que nos forman. Los bloques de construcción, por así decirlo, de los ácidos nucleicos, que constituyen nuestro material hereditario, y los bloques de cimentación de las proteínas, los obreros que ejecutan el trabajo de la célula, se produjeron de la atmósfera y océanos de la primitiva Tierra. Sabemos esto porque hoy día podemos reproducir dichas moléculas repitiendo las condiciones primitivas.
Casualmente, hace muchos miles de millones de años, se formó una molécula que poseía una capacidad notable. Era capaz de producir, de los bloques de construcción moleculares de las aguas circunstantes, una copia de sí misma, un doble de sí misma bastante exacto. En este sistema molecular hay un conjunto de instrucciones, un código molecular que contiene la secuencia de bloques de edificación de los cuales se construye la molécula mayor. Cuando, por accidente, se produce un cambio en la secuencia, también se modifica la copia o lo que hemos llamado «doble». Semejante sistema molecular —capaz de replicación, mutación y repetición de sus mutaciones— puede denominarse «vivo». Es una colección de moléculas que puede evolucionar mediante la selección natural. Las moléculas capaces de replicar con mayor rapidez, o de reproducir bloques de construcción partiendo de cuanto les rodea para alcanzar una mayor variedad, una variedad más útil, se reprodujeron con mayor eficacia que sus competidoras, y con el tiempo dominaron.
Pero las condiciones cambiaron gradualmente. El hidrógeno escapó al espacio. La producción de bloques moleculares de edificación declinó. Disminuyó el material alimenticio que, antiguamente, existía en gran abundancia. Se expulsó a la vida del jardín molecular del Edén. Tan sólo fueron capaces de sobrevivir aquellos conjuntos de moléculas capaces de transformar cuanto les rodeaba, capaces de producir máquinas moleculares eficaces para la conversión de moléculas simples en otras complejas aptas para la supervivencia. Aislándose de cuanto las rodeaba, manteniendo las primitivas condiciones idílicas, aquellas moléculas que se rodeaban de membranas tenían una ventaja. Surgieron las primeras células.
Al carecer o al no ser fáciles de obtener los bloques moleculares de edificación, los organismos tuvieron que trabajar duramente para formarlos. Las plantas fue el resultado. Las plantas se inician con aire y agua, minerales y luz solar, y producen bloques moleculares de edificación, de muy elevada complejidad. Los animales, como los seres humanos, son parásitos en las plantas.
Los cambios de clima y competencia entre lo que era entonces amplia diversidad de organismos dio origen a una mayor especialización, una sofisticación de funciones y una elaboración de forma. Una rica formación de plantas y animales comenzó a cubrir la Tierra. Aparte de los primeros océanos en los que surgió la vida, se colonizaron nuevos ambientes, como la tierra y el aire. Entonces, los organismos ya vivían desde la cima del monte Everest hasta los rincones más profundos de los abismos. Los organismos viven en soluciones concentradas, ardientes, de ácido sulfúrico y en secos valles del Antártico. Los organismos viven en el agua condensada y retenida en un simple cristal de sal.
Las formas de vida desarrolladas que armonizaban bien con sus ambientes específicos, se adaptaron admirablemente a las condiciones reinantes. Pero éstas cambiaron. Los organismos estaban demasiado especializados. Murieron. Otros organismos se adaptaron en peores condiciones, pero estaban más generalizados. Las circunstancias cambiaron, el clima varió, pero los organismos fueron capaces de persistir. Muchas más especies de organismos han muerto durante la historia de la evolución terrestre que los que viven hoy día. El secreto de la evolución es el tiempo y la muerte.
Entre las adaptaciones que parecen ser útiles está la que llamamos inteligencia. La inteligencia es la ampliación de una tendencia evolucionista que se manifiesta en los organismos más simples: la tendencia hacia el control del ambiente. El adicto y fiel método biológico de control ha sido el material hereditario: información transmitida por ácidos nucleicos de generación en generación, información sobre cómo construir un nido, información sobre el temor a las caídas, a las serpientes, o a la obscuridad; información sobre cómo volar hacia el Sur durante el invierno. Pero la inteligencia necesita información sobre una cualidad adaptable desarrollada durante la vida completa de un solo ser. Hoy día existe una variedad de organismos en la Tierra que poseen esta cualidad que llamamos inteligencia. Los delfines la tienen y lo mismo ocurre con los grandes antropoides. Pero es mucho más evidente en el organismo llamado hombre.
En el hombre no sólo existe esa información de adaptabilidad adquirida en la vida de un solo individuo, sino que se transmite estratégicamente a través de la cultura, libros y educación. Es precisamente esto, más que otra cosa, lo que ha elevado al hombre a su actual estado preeminente en el planeta Tierra.
Somos el producto de cinco mil millones de años de evolución biológica lenta, fortuita, y no hay razón alguna para pensar en que se haya detenido tal proceso evolutivo. El hombre es un animal en período de transición. No es el climax de una creación.
La Tierra y el Sol existirán muchos más miles de millones de años. El futuro desarrollo del hombre probablemente dependerá de una disposición cooperadora entre la evolución biológica controlada, manejos genéticos y una íntima asociación entre organismos y máquinas inteligentes. Pero no creo que haya nadie que pueda emitir pronóstico alguno de esta evolución futura. Lo que sí resulta evidente es que no podemos permanecer estáticos.
Al parecer, en nuestra historia más primitiva, los individuos eran adictos a su inmediato grupo tribal, que posiblemente no sobrepasaría los diez o veinte individuos, todos ellos emparentados por lazos de consanguinidad. A medida que el tiempo transcurrió, la necesidad de un comportamiento de cooperación —en la caza de grandes animales o rebaños, en la agricultura y en el desarrollo de ciudades— obligó a los seres humanos a formar grupos cada vez mayores. En la actualidad, ejemplo particular de los cinco mil millones de años de historia de la Humanidad, la mayoría de los seres humanos deben fidelidad y obediencia al estado-nación (aunque algunos de los problemas políticos más peligrosos surjan todavía a causa de conflictos tribales relacionados con unidades de población muy pequeñas).
Muchos líderes visionarios han imaginado una época en la que la devoción, obediencia o fidelidad de un ser humano individual no se centre en su particular estado-nación, religión, raza o grupo económico, sino que lo haga sobre toda la Humanidad en su conjunto, es decir que cuando se beneficie a un ser humano de otro sexo, raza, religión, que se encuentra a una distancia de nosotros de quince mil kilómetros, el hecho nos sea tan preciado como si hubiésemos favorecido a nuestro propio hermano o vecino. Se tiende a seguir el criterio, pero el avance es sumamente lento. Aquí es preciso hacerse una pregunta muy seria sobre si se podrá lograr semejante auto-identificación global de la Humanidad antes de que nos destruyamos con las fuerzas tecnológicas que ha desarrollado nuestra inteligencia.
En un sentido muy real, los seres humanos son máquinas construidas por los ácidos nucleicos para disponer una eficiente repetición de más ácidos nucleicos. En cierto sentido, nuestras necesidades más acuciantes, las más nobles empresas, y el manifiesto libre albedrío, son una expresión de la información codificada en el material genético: en cierto sentido, somos depósitos temporales y ambulantes de nuestros ácidos nucleicos. Esto no niega nuestra humanidad. No nos impide perseguir el bien, la verdad y lo bello. Pero sería un gran error ignorar de dónde procedemos en nuestros intentos por determinar a dónde vamos.
No cabe duda alguna de que nuestro sistema instintivo se ha modificado poco desde los días en que los hombres se reunían para cazar, hace varios centenares de miles de años. Nuestra sociedad ha cambiado enormemente desde aquellos tiempos, y los más grandes problemas de supervivencia en el mundo contemporáneo pueden entenderse en términos de este conflicto, entre lo que «sentimos» que debemos hacer obedeciendo a nuestros instintos más primarios, y lo que «sabemos» que debemos hacer obedeciendo, finalmente, a nuestra cultura extragenética.
Si sobrevivimos en estos peligrosos tiempos, resulta evidente que incluso una identificación con toda la Humanidad no es la identificación deseable y fundamental. Si sentimos profundo respeto por otros seres humanos como iguales receptores de este precioso patrimonio de cinco mil millones de años de evolución, ¿por qué no ha de aplicarse tal identificación también a todos los demás organismos de la Tierra que son, asimismo, el producto del mismo número de años de evolución? Cuidamos de una pequeña fracción de organismos de la Tierra como, por ejemplo, perros, gatos y vacas —porque son útiles o porque nos halagan—. Pero las arañas, las salamandras, el salmón y el girasol son igualmente nuestros hermanos y hermanas.
Creo que la dificultad que todos experimentamos de extender nuestros horizontes de identificación en tal sentido es, en sí misma, genética. Las hormigas de una tribu lucharán hasta morir ante la intrusión de otras hormigas pertenecientes a diferente tribu. La historia humana está llena de casos monstruosos de pequeñas diferencias —pigmentación de la piel, especulación teológica abstrusa o forma de vestir y estilo de peinado—, que son causa de hostigamiento, esclavitud y asesinatos.
Un ser exactamente igual a nosotros, pero con una pequeña diferencia fisiológica —un tercer ojo, o pelo azul que cubra su nariz y frente—, es algo que provoca sentimientos de repugnancia o retroceso. Tales sentimientos pueden haber tenido un valor aceptable en otras épocas al defender nuestra pequeña tribu contra las bestias o los vecinos. Pero en nuestra época estos sentimientos son peligrosos y anticuados.
Ha llegado el momento de sentir respeto y reverencia no solamente hacia los seres humanos, sino también hacia todas las formas de vida; el mismo respeto que mostraríamos hacia una obra maestra de la escultura o hacia una máquina maravillosamente terminada. Desde luego, esto no significa que debamos abandonar los imperativos de nuestra propia supervivencia. El respeto hacia el bacilo del tétanos no llegará hasta el extremo de ofrecer nuestro cuerpo como medio de cultivo. Pero, al mismo tiempo, podemos recordar que aquí tenemos un organismo con una bioquímica que se remonta mucho más allá del pasado de nuestro planeta. El bacilo del tétanos está intoxicado por el oxígeno molecular, el que nosotros respiramos tan libremente. El bacilo del tétanos, pero no nosotros, se hallaría como pez en el agua en aquella atmósfera rica en hidrógeno y libre de oxígeno de la primitiva Tierra.
El respeto y reverencia hacia toda forma de vida es factor importantísimo en unas cuantas religiones del planeta Tierra, por ejemplo, entre los jainos de la India. Y algo que se aproxima mucho a esta idea es responsable de vegetarianismo, al menos en las mentes de muchos practicantes de esta dieta represiva. Pero, ¿por qué ha de ser mejor matar plantas que animales?
Los seres humanos sólo pueden sobrevivir matando otros organismos. Pero podemos realizar una compensación ecológica cultivando otros organismos; estimulando la plantación de bosques, impidiendo la matanza al por mayor de organismos como las ballenas y focas, organismos que pueden tener valor comercial o industrial, como asimismo declarando fuera de la ley la caza injustificada, y haciendo que el medio ambiente de la Tierra sea más agradable para todos sus habitantes.
Puede haber un momento, como expongo en la tercera parte de este libro, en el que entremos en contacto con otros seres inteligentes en un planeta de alguna lejana estrella, con seres que cuentan con miles de millones de años de evolución completamente independiente, seres que es probable se parezcan poco a nosotros, aunque puedan pensar de forma parecida. Es importante que extendamos nuestros horizontes de identificación, no precisamente sobre las formas de vida más simples y humildes de nuestro planeta, sino también hacia formas de vida exóticas y avanzadas que puedan habitar con nosotros, en nuestra enorme galaxia de estrellas.