CAPÍTULO XX
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Todos durmieron un rato aquella noche, cosa de una hora a lo sumo, a ratos y entre sobresaltos. Llevaban las ropas empapadas, y aunque a oscuras encontraron un trozo de césped donde echarse, la roca estaba tan a flor de tierra que se dejaba sentir. Pero era tal su fatiga y su falta de sueño que perdieron la conciencia a intervalos, olvidándose del frío y de las doloridas articulaciones. Era lo más natural del mundo que Hornblower y Marie se tendieran abrazados, con el capote de él debajo y encima el de ella. Así, el frío se les hizo más tolerable. Probablemente hubiesen dormido de igual modo aun no existiendo entre ellos relación alguna, y, en cierto modo, como consecuencia de su estado físico, fue como si no existiera. El arrebato de amor y ternura que Hornblower experimentaba nada tenía de semejante con el contacto entre su maltratado cuerpo y el de Marie. Tenía demasiado frío y cansancio para que se despertara la pasión. Pero Marie yacía en la oscuridad con uno de sus brazos por encima de él; era más joven, estaba menos fatigada que él, y acaso amaba con más intensidad. Pasó una bendita media hora antes de que la lluvia cesase, antes de que apuntase el día, y durante ella Hornblower se durmió tranquilamente con la cabeza en el hombro de su amada, suyo por entero. Atrás quedaba la guerra, frente a ambos se alzaban la muerte, y nada podía interponerse entre ellos entonces. Tal vez fue aquella la media hora más feliz que Hornblower había proporcionado jamás a Marie.
El marino se despertó con los primeros rayos de la aurora. Una densa niebla se había alzado del río y de los campos saturados; a través de ella distinguió vagamente un objeto a pocas yardas, y le costó trabajo reconocer en él al conde, sentado y envuelto en su capote. Brown estaba tendido a su lado, roncando un poco; al parecer, también habían dormido juntos. Hornblower tardó unos segundos en recuperar sus sentidos; el estruendo del río cercano fue lo primero que reconoció. Se incorporó y Marie abrió los ojos a su lado. Luego se puso en pie, y al instante sintió como una punzada el tormento de sus pies llenos de ampollas y el dolor de sus articulaciones. Era difícil olvidarse del dolor, pues cada paso era un suplicio tan espantoso como el que pudieran imaginar los verdugos de la Edad Media; pero se abstuvo de quejarse.
Pronto reanudaron la marcha montados en los caballos, que no parecían estar en condiciones mejores que la noche anterior. Aquella vida era lo que mataba a los caballos. El día iba aclarando deprisa; Hornblower esperaba uno de esos días típicos de verano del centro de Francia, frescos y soleados a la vez. Podía esperar que la niebla desapareciese por completo en una hora o menos. Junto a ellos, el río rugía y cantaba; cuando disminuyó la niebla, pudieron ver su amplia superficie gris rayada de blanco. No lejos de su orilla derecha pasaba la carretera general a Briare y París; ellos iban por el camino vecinal que bordeaba el límite de las crecidas. Con el río allí cerca, Hornblower pensó rápidamente lo que había que hacer para cruzar. Aquella ancha banda de agua ocultaba bajíos en gran parte de su anchura, como todos sabían. La masa principal de agua y la corriente más caudalosa se encontraba en un canal, a veces por este lado, otras por el opuesto, o incluso por el centro. Recordaba muy bien este fenómeno desde aquella ocasión en que habían huido río abajo en un botecillo. Si conseguían pasar el canalizo y halar los caballos, los bajíos no serían un gran obstáculo.
En el vado de Marie habían contado con una repisa de roca que cruzaba el canal a no mucha profundidad y permitía el paso si el río no iba crecido; como aquel recurso había fallado, era necesario buscar otras soluciones. Hasta un bote de remos como el que solía verse en muchas granjas ribereñas podía bastar. El vado hubiera sido preferible, porque sus perseguidores no tendrían el menor indicio para adivinar que habían cruzado por allí; pero cualquier cosa era mejor que nada. Al otro lado del río tal vez encontrasen caballos de refresco, que les ayudaran a despegarse del acoso. El conde refunfuñó un poco, porque Hornblower empleó la palabra «robar»; pero no llegó a formular su protesta en palabras.
El sol se había filtrado ya a través de la niebla, y los confortaba casi a nivel de las lomas que dejaban a su izquierda; la superficie del río todavía desprendía algo de vapor. El día prometía ser caluroso. Entonces vieron lo que iban buscando, una pequeña granja y sus dependencias, al abrigo de la loma y por encima del borde de las aguas. Se destacaba atrevidamente sobre la niebla, con el sol por encima. El instinto bélico hizo que se desviaran al momento a una hondonada somera, resguardada por una hilera de sauces, y allí echaron pie a tierra para ocultarse.
—¿Debo adelantarme, milord? —preguntó Brown.
Tal vez era aquél su método de mantenerse sereno, hablar con toda la solemnidad de un buen criado.
—Sí, explore un poco —dijo Hornblower.
Hornblower torció hasta una pequeña eminencia, desde donde pudo observar a Brown arrastrándose con cautela hacia la granja. Si había tropas por allí cerca, seguro que estaban alojadas allí. Pero, por otra parte, a aquella hora de la mañana los soldados estarían rondando por los alrededores, y no se veía un solo uniforme. Apareció una mujer joven y luego un anciano, mientras Hornblower vigilaba. Y luego vio algo más, algo que le atenazó la garganta de expectación y esperanza. En las rocas de la orilla, junto al río, debajo de la granja, había un bote; la silueta era inconfundible. La joven se dirigía hacia la viña que había encima de la casa de labor cuando Brown, escondido en la zanja, llamó su atención. Hornblower vio que ambos conversaban, que Brown se ponía de pie y se acercaba al edificio. Un minuto después se dejó ver de nuevo y agitó un brazo, dando a entender que todo iba bien. Montaron y llevando de la brida Marie el caballo de Brown y Hornblower el de repuesto, bajaron trotando hasta la casa. Brown les aguardaba, con la pistola al cinto, y el anciano los contemplaba al echar pie a tierra. Ofrecían una visión realmente curiosa, pensó Hornblower, sucios, enfangados y sin afeitar. Marie parecía una mendiga zarrapastrosa.
—Los ranas estuvieron aquí ayer, milord —dijo Brown—. Caballería, los mismos húsares a quienes dimos un disgusto la semana pasada, me parece. Pero se marcharon ayer por la mañana, a primera hora.
—Muy bien —dijo Hornblower—. Botemos la barca.
—¡La barca! —exclamó el viejo mirándoles fijamente—. ¡La barca!
—¿Por qué dice eso? —interrogó Hornblower, brusco, preguntándose con angustia qué nuevo golpe le preparaba el destino.
—¡Mire la barca! —dijo el anciano.
Se acercaron a ella. Alguien la había desfondado de cuatro vigorosos hachazos; las tablas habían saltado en cuatro sitios diferentes.
—¡Han sido los húsares! —gritó el viejo, recreándose en los detalles—. «Haced pedazos ese bote», dijo el oficial, y así lo hicieron.
Los soldados sabían tanto como el mismo Hornblower la importancia que tenía cortarles el paso por el río. Habían tomado todas las precauciones que se les ocurrieron para impedir que lo cruzara nadie sin autorización. Por eso hubiera sido de inestimable valor el vado de Marie, de haberlo podido utilizar el día anterior.
Era un golpe tremendo; Hornblower paseó la mirada por las rugientes aguas del río y por los campos y viñedos, templados por el sol mañanero. Marie y el conde esperaban su decisión.
—Podemos hacerla flotar —dijo Hornblower—. Los remos estarán todavía ahí. Dos barriles vacíos sujetos por debajo de los bancos… Por aquí habrá barriles, puesto que hacen vino. Podemos poner unos parches, tapar los agujeros, y, con los barriletes para que flote, cruzaremos el río perfectamente. Brown, usted y yo arreglaremos esto sin tardanza.
—Sí, señor —dijo Brown—. Habrá herramientas en aquel cobertizo.
Era necesario precaverse contra una sorpresa; la reparación del bote requería varias horas.
—¿Marie? —dijo Hornblower.
—Sí, Horatio.
—Ve hasta aquella viña y vigila la carretera. Mantente oculta, y lo mismo el caballo.
—Sí, Horatio.
Simplemente «Sí, Horatio», como advirtió Hornblower unos segundos más tarde. Cualquier otra mujer habría dejado traslucir con su palabra o el tono que la última frase de sus instrucciones era ociosa para quien conociese su tarea. El caso es que ella montó y se alejó al trote, limitándose a obedecer. Hornblower cruzó una mirada con el conde. Quería decirle que descansara (tenía el semblante tan ceniciento como la barba que le cubría las mejillas), pero no le gustaba decírselo sin más. Había que mantener la moral alta, y aquél no sería el medio más indicado.
—Pronto necesitaremos su ayuda, señor —dijo—. ¿Podemos avisarle cuando le necesitemos?
—Desde luego —respondió el conde. Brown se presentó con unas duelas, martillos, clavos y unos trozos de cuerda.
—¡Magnífico! —exclamó Hornblower.
Emprendieron febrilmente la reparación del bote. Los palmejares y las cuadernas estaban rotos por dos sitios. Tapar los agujeros era relativamente fácil, pero las cuadernas rotas planteaban un problema mucho más arduo. Para cruzar aquella rápida corriente tendrían que remar con toda su alma, y el bote podría abarquillarse con el esfuerzo. El procedimiento más sencillo de afianzarlo era reforzar los tablones con dos o tres capas diagonales de forro nuevo.
—Cuando le demos la vuelta, veremos qué aspecto tiene —dijo Hornblower.
Repicaron los martillos al fijar los clavos y remacharlos. Hornblower pensó en los vigorosos tirones que habrían de dar a los remos para gobernar el bote a través de las turbulentas aguas. Tanto a lo largo como de través, el esfuerzo sobre el maderamen habría de ser muy grande. Trabajaban frenéticamente, mientras el viejo daba vueltas en torno suyo. Esperaba que los húsares volviesen de un momento a otro, decía; estaban patrullando constantemente por la orilla del río. Se lo decía con ese aire de gozar de las desgracias tan característico de los de su tipo.
Y no había terminado de repetir su advertencia cuando el ruido de unas herraduras les hizo levantar la cabeza; era Marie, que bajaba la cuesta lo más deprisa que le permitía su cabalgadura.
—¡Húsares! —dijo lacónica—. Vienen por la carretera, desde el sur. Son unos veinte.
No parecía posible que el destino fuese tan cruel. Una hora más y hubiesen podido tener el bote dispuesto para navegar.
—Bajarán aquí —explicó el viejo, con maligna satisfacción—. Siempre lo hacen.
Una vez más, había que decidir cuanto antes.
—Tenemos que montar a caballo y ocultarnos —dijo Hornblower—. No nos queda otro remedio. Vamos.
—Pero ¿y el arreglo del bote, señor? Lo notarán en seguida —observó Brown.
—Estaban sólo a una milla —advirtió Marie—. Llegarán en cinco minutos.
—Vamos —dijo Hornblower—. Señor conde, por favor, monte a caballo.
—Dígale a los húsares, cuando vengan, que es usted quien ha hecho esos remiendos —dijo Brown al labrador, acercando su rostro curtido al rugoso del viejo.
—A caballo, Brown —le apremió Hornblower.
Volvieron a internarse en la hondonada donde habían estado ocultos anteriormente. Ataron los caballos a los sauces y regresaron a rastras por entre las rocas, para observar. Apenas se habían instalado cuando un murmullo de Marie les avisó de la llegada de los húsares. Era sólo una pequeña patrulla, media docena de soldados y un suboficial. Primero distinguieron los emplumados morriones por encima de la cresta, y luego los dolmanes grises. Bajaron trotando por el camino de carro que bordeaba la viña hasta la granja. El viejo les esperaba a la entrada del patio, y los fugitivos no los perdieron de vista mientras frenaban sus monturas y le interrogaban. Hornblower contuvo el aliento al observar cómo alzaba el viejo la mirada hacia los jinetes, contestando a sus preguntas. Vio al suboficial inclinarse sobre la silla, coger al rústico por la pechera de su chaqueta y zarandearle. Estaba seguro de que le arrancarían la verdad. Las amenazas del bando de Clausen no eran cosa vana. Bastaría con recordárselas al viejo para que cantase… después de dudar lo justo para tranquilizar su conciencia. El suboficial le zarandeó de nuevo; un soldado, al parecer sin propósito deliberado, desvió su caballo hacia el río y el bote, y volvió inmediatamente a dar cuenta de las reparaciones. El viejo hablaba por fin; los caballos de los húsares no estaban quietos un momento, contagiados de excitación. A un ademán del suboficial, un soldado remontó a caballo la cuesta, sin duda para informar al resto del escuadrón. El viejo señalaba en aquel momento hacia su escondrijo; los húsares dieron vuelta a sus caballos y, desplegándose, comenzaron a trotar en dirección a ellos. Había llegado el fin.
Hornblower cambió unas miradas con sus compañeros. En los vertiginosos segundos que siguieron, las mentes trabajaban con rapidez. No tenía objeto tratar de huir; los caballos descansados de los húsares no tardarían en darles alcance. El conde había sacado sus pistolas y revisaba el cebo.
—Yo dejé mi fusil en el vado —dijo Marie, con voz ahogada.
Pero también ella tenía una pistola en la mano. Brown examinaba fríamente la situación táctica en torno suyo.
Iban a resistirse hasta el final. Los presentimientos de conclusión, de inevitabilidad, que habían rondado a Hornblower desde el mismo comienzo de la rebelión (desde la entrevista con la duquesa de Angulema) se abatieron sobre él con renovadas fuerzas. En efecto, aquello era el final. Morir entre las rocas hoy, o ante un pelotón mañana. Ninguno de los dos era un fin muy digno de él, pero tal vez el primero fuese preferible. Sin embargo, no le parecía justo ni adecuado tener que morir entonces. Por el momento no podía aceptar su destino con la aparente indiferencia de sus compañeros; sintió verdadero miedo. Luego se le pasó tan deprisa como vino y se encontró dispuesto a combatir, a jugar con todas las de perder hasta la última carta.
Un soldado trotaba hacia ellos, y ya se encontraba a pocas yardas de distancia. Brown apuntó su pistola e hizo fuego.
—¡No le he dado, demonios! —exclamó.
El húsar hizo dar a su caballo una vuelta en redondo, y al galope se puso fuera de tiro; el estampido sirvió de aviso al resto de la patrulla, que pronto se desvió a distancia segura y comenzó a desplegarse en semicírculo. La situación desesperada del grupo parapetado en la depresión rocosa era evidente para ellos, por lo visto. Todo intento de fuga por parte de los fugitivos sería su perdición, de modo que no había necesidad de apresurarse. Los húsares, sentados en sus monturas, aguardaban.
No había pasado media hora cuando llegaron refuerzos, dos patrullas más al mando de un oficial, cuyo penacho, como el dolmán galoneado de oro, exhibía la tradicional elegancia de los regimientos de húsares; el corneta que iba a su lado tenía un aspecto casi igual de impecable. Hornblower observó cómo el sargento indicaba la situación táctica, y luego vio al oficial describir con la mano los movimientos que sus hombres habían de hacer. A primera vista había podido apreciar que lo quebrado del terreno no permitía operar a caballo; con disciplinada rapidez, los recién llegados echaron pie a tierra y se llevaron las monturas de tres en tres, mientras el resto de las dos patrullas, carabina en mano, se disponía a avanzar hacia el hoyo, en dos direcciones. Unos jinetes a pie así desplegados, con sus largas botas, sus espuelas, sus carabinas poco adecuadas y su falta de ejercicio, no hubieran inspirado normalmente a Hornblower sino desprecio, pero cincuenta hombres avanzando contra tres hombres y una mujer, armados sólo de pistolas, significaban la derrota y la muerte.
—Aprovechad las balas esta vez —les advirtió Hornblower.
Eran las primeras palabras que se pronunciaban entre ellos desde hacía largo rato.
Brown y el conde estaban tendidos en unas oquedades, entre las rocas; Marie se arrastraba hacia un lado para hacer frente a los que se acercaban por el flanco. A unas cien yardas, los soldados se hicieron más cautos y se deslizaron hacia adelante tratando de resguardarse detrás de matorrales y piedras, esperando sin duda los disparos de fusil que no acababan de oírse. Uno o dos de ellos dispararon sus carabinas, tan mal que Hornblower ni siquiera oyó silbar las balas. Podía imaginarse a los suboficiales riñendo a quienes desperdiciaban así las municiones. Los asaltantes se hallaban ya a tiro de sus propias pistolas de cañón rayado, regalo de Bárbara. Estaba echado, con el antebrazo apoyado en la roca que le servía de escudo, y apuntó lenta y cuidadosamente al blanco más fácil que se le ofrecía, un húsar que avanzaba hacia él, descubierto, cruzada la carabina. Oprimió el gatillo, y a través del humo vio al soldado girar sobre sí mismo, desplomarse y quedar sentado un momento después, cogiéndose con la mano el brazo herido. Presa de nueva furia combativa, disparó el otro proyectil, y el húsar cayó de espaldas, lacio e inmóvil. Hornblower se maldijo por desperdiciar un tiro y matar a un hombre herido que de todos modos había quedado fuera de combate. Un grito de rabia se elevó del círculo de los atacantes, mientras Hornblower volvía a cargar la pistola, conteniendo su fiebre y su prisa. Colocó las cargas en los cañones, envolvió las balas y las empujó hasta el fondo, y con sumo cuidado encajó las cápsulas en las chimeneas. La vista de su compañero caído había hecho aún más cautos a los soldados, a pesar de su belicoso alarido; ninguno de ellos se prestaba a ser la próxima víctima poco gloriosa. Había un sargento intimando a sus hombres a avanzar. Hornblower apuntó de nuevo, hizo fuego y el sargento cayó. Aquello era mejor. Se sentía una satisfacción salvaje matando cuando están a punto de matarle a uno. Las carabinas disparaban desde todo el cerco; Hornblower oyó silbar las balas sobre su cabeza.
En aquel momento, un agudo toque de trompeta llamó la atención de todos; sonó de nuevo y Hornblower miró en torno, mientras se extinguía el fuego de carabina. El oficial avanzaba a caballo hacia ellos, agitando con la mano un pañuelo blanco, mientras el trompeta cabalgaba a poca distancia tocando a parlamento, de acuerdo con la etiqueta militar.
—¿Le mato, señor? —preguntó Brown.
—No —dijo Hornblower. No estaría mal llevarse al oficial al infierno con ellos, pero eso daría a Bonaparte una oportunidad de mancillar su nombre y desacreditar el movimiento borbónico. Se puso de rodillas, parapetado en la piedra y gritó—: ¡No avancéis más!
El oficial frenó su caballo.
—¿Por qué no se rinden? —gritó, a su vez—. Nada ganarán prolongando la resistencia.
—¿Cuáles son sus condiciones?
El oficial contuvo a duras penas un gesto de desdén.
—Un juicio imparcial —dijo—. Pueden apelar a la clemencia del emperador.
La ironía de aquellas frases no hubiera podido ser mayor.
—¡Váyase al infierno! —gritó Hornblower—. ¡Y también el 10° de húsares! ¡Lárguese, o hago fuego!
Alzó la pistola y el oficial se apresuró a volver el caballo y se alejó al trote, sin la menor traza de dignidad. ¿Por qué, con la muerte esperando al cabo de tan breve espacio, encontraba satisfacción en humillar así a aquel oficial? No había hecho más que cumplir con su deber, tratando de preservar las vidas de sus hombres: ¿por qué, pues, aquella enconada animosidad personal? Aquella absurda reflexión cruzó la mente de Hornblower mientras se tendía otra vez boca abajo, acomodándose en posición de hacer fuego. Tuvo tiempo de sentir desprecio de sí mismo antes de que una bala, al pasar rozándole la cabeza, le indujera a concentrarse sólo en lo que tenía entre manos. Si los húsares se ponían en pie y cargaban, podrían perder media docena de vidas, pero todo habría acabado en un momento. La pistola de Marie sonó cerca de él, a su derecha, y miró hacia ella.
Y en ese mismo instante ocurrió; Hornblower percibió el impacto de la bala, vio que su ímpetu casi le hizo dar la vuelta sobre sí misma. Vio su rostro desconcertado, y luego observó que adoptaba una expresión de agonía, y, sin darse cuenta de sus actos, saltó hacia ella y se arrodilló a su lado. La bala le había dado en el muslo; levantó la breve falda de su traje de amazona. Una pernera de los bombachos estaba ya empapada en sangre, y, mientras se disponía a intervenir, vio por dos veces borbotear la sangre roja: la arteria femoral estaba rota. Un torniquete… presión… Hornblower recordó presuroso cuanto había aprendido en su vida acerca de curas de urgencia. Hundió los dedos en la ingle de ella sin resultado, pues los pliegues del calzón impedían su propósito de comprimir la arteria. Y cada segundo era precioso. Tanteó en sus bolsillos buscando el cortaplumas para rasgarle el bombacho, y al mismo tiempo un tremendo golpe en el hombro le hizo caer al suelo junto a ella. No se había dado cuenta de la carga de los húsares, ni de los disparos inútilmente hechos por Brown y el conde para contenerla. Hasta que el culatazo le derribó, había permanecido ajeno a cuanto sucedía. A pesar de todo, se puso nuevamente de rodillas, con la única idea de cortar la hemorragia. Apenas percibió a su lado el grito de un sargento deteniendo al soldado que se disponía a repetir el golpe. No hizo caso. Abrió la navaja, pero el cuerpo de Marie yacía flácido y sin vida bajo sus manos. Contempló su cara tiznada; estaba blanca bajo la suciedad y la quemadura del sol, la boca le colgaba, entreabierta, y sus ojos miraban fijamente al cielo como sólo miran los muertos. Hornblower, de rodillas, la contempló estupefacto, con la abierta navaja todavía en la mano. Sus dedos la dejaron escapar, y entonces advirtió que otro rostro, a su lado, contemplaba también a Marie.
—Está muerta —dijo una voz en francés—. Una lástima.
El oficial se puso de nuevo en pie, mientras Hornblower continuaba arrodillado, sin apartar la vista del cadáver.
—Vamos, venga —ordenó una voz ruda, y una mano le sacudió violentamente por el hombro.
Se incorporó, aún turbado, y miró en torno suyo. Allí estaba el conde, de pie, entre dos húsares; Brown, sentado en el suelo, con la mano en la cabeza, se recuperaba poco a poco del golpe que le había derribado sin conocimiento, y por encima de él acechaba un soldado con la carabina montada.
—La vida de madame se hubiera salvado después del juicio —dijo el oficial, y su voz parecía venir de muchas millas de distancia.
La amargura de aquella observación contribuyó a disipar la niebla que envolvía la mente de Hornblower. Hizo un brusco movimiento y dos hombres saltaron sobre él y le cogieron por los brazos, causándole un dolor horrible en el hombro, donde la culata le había golpeado. Siguió una pausa momentánea.
—Me llevo a estos hombres al puesto de mando —dijo el oficial—. Sargento, llévese los cadáveres a la granja. Le enviaré órdenes más tarde.
Un sordo gemido se escapó de los labios del conde; fue como el grito de un niño lastimado. —Muy bien, señor— dijo el sargento.
—Subid los caballos —continuó el oficial—. ¿Está ese hombre en condiciones de montar? Sí.
Brown miraba mareado alrededor, con un carrillo hinchado y sangrante. Era todo como un sueño, con Marie allí tendida, la vista clavada en el cielo.
—Vamos —dijo alguien, y tiraron de Hornblower por los brazos, para sacarle de la hondonada. Le vacilaban las piernas, sus pies magullados se resistieron al movimiento, y hubiese caído de no ayudarle los otros, arrastrándole hacia delante.
—Ánimo, cobarde —dijo uno de sus guardianes.
Nadie, salvo él mismo, le había insultado jamás de aquel modo. Trató de desprenderse, pero le sujetaron con más fuerza, y el hombro le dolía insoportablemente. Otro soldado le apoyó las manos en la espalda, y entre los tres le hicieron salir del hoyo de forma ignominiosa. Allí estaban los caballos, un centenar, revolviéndose inquietos, aún bajo la influencia de la reciente excitación. Le izaron a la silla de un caballo, y un soldado a cada lado agarró la mitad de las riendas. La sensación de desamparo de Hornblower se acentuó al verse en una silla, sin nada donde sujetarse, y estaba tan fatigado que con dificultad se mantenía derecho. Mientras el caballo se agitaba debajo de él, vio cómo obligaban a montar también a Brown y al conde, y la cabalgata empezó a subir hasta la carretera. Una vez allí emprendieron un trote rápido, que le hacía bambolearse en la silla, agarrado al arzón. Una vez estuvo a punto de perder el equilibrio, y el soldado más próximo le rodeó con el brazo y volvió a sentarle en posición vertical.
—Si se cae en una columna como ésta —dijo el soldado, con cierta amabilidad—, ése sería el fin de sus penas.
¡Sus penas! Marie quedaba atrás, muerta, y tal vez fuese su propia mano la que la había matado. Estaba muerta… muerta… muerta. Había sido un loco intentando iniciar aquella rebelión, y más loco aún, infinitamente más, consintiendo a Marie participar en ella. ¿Por qué lo había hecho? Y un hombre más hábil, de más recursos, habría podido comprimir aquella arteria chorreante. Hankey, el cirujano de la Lydia, dijo en cierta ocasión (como relamiéndose) que treinta segundos era lo máximo que se podía vivir con la femoral rota. No importaba. Había dejado morir a Marie entre sus manos. Había dispuesto de treinta segundos, y no supo aprovecharlos. Era un fracasado en todas partes, en la guerra, en el amor, con Bárbara… ¡Santo Dios! ¿Por qué pensaba ahora en Bárbara?
El dolor del hombro tal vez le salvó de la locura, pues el traqueteo del caballo le causaba tal agonía que ya no era posible desentenderse. Deslizó la mano que llevaba colgando entre los botones de la casaca, a modo de cabestrillo, y se sintió algo mejor: poco después, su alivio aumentó al dar el oficial, desde la cabeza de la columna, la voz de poner los caballos al paso. El agotamiento se apoderaba de él, además; aunque cruzaban su mente multitud de pensamientos, ya no eran definidos y lógicos, sino imágenes de pesadilla, horripilantes, pero borrosas. Había llegado a sumirse en un estupor delirante cuando una nueva orden puso la columna al trote y le obligó a despabilarse. Paso y trote, paso y trote; iban cubriendo el trayecto lo más deprisa que consentían los caballos, y se acercaba a su destino.
El castillo, guardado por medio batallón de Infantería, era el cuartel general de Clausen; los prisioneros y su escolta entraron en el patio y allí echaron pie a tierra. El conde estaba desconocido a causa de la barba espesa que le cubría la cara; Brown, por su parte, tenía un ojo morado, y el carrillo tumefacto de resultas del golpe. No hubo tiempo más que para cambiar una ojeada, ni una palabra siquiera, cuando un apuesto oficial a pie se les acercó.
—El general les espera —dijo.
—Vamos —ordenó el oficial de húsares.
Dos soldados cogieron a Hornblower por las axilas para obligarle a caminar, y una vez más sus piernas se negaron a servirle. Ya no quedaba en sus músculos una sola contracción voluntaria, y sus pies llenos de ampollas rehusaban el más mínimo contacto con el suelo. Trató de dar un paso y las rodillas se le doblaron. Los húsares le sostuvieron, e hizo un nuevo intento, tan inútil como el anterior; las piernas le flaqueaban como las de un caballo fatigado de remos, precisamente por igual motivo.
—¡Deprisa! —exclamó el oficial.
Los húsares le sostuvieron, y casi a rastras le hicieron subir por una breve escalinata de mármol, bajo un porche, a una estancia artesonada, donde se encontraba el general Clausen, sentado tras una mesa. Era un alsaciano corpulento, de ojos azules y saltones y mofletes colorados, con un bigote rojizo y erizado. Sus ojos se abrieron asombrados al ver a las tres piltrafas humanas que traían arrastrando a su presencia. Su mirada erró de uno a otro con no disimulada sorpresa; el arrogante edecán, que se había deslizado en una silla junto a él, provisto de papel y plumas, se esforzaba más por ocultar su asombro.
—¿Quiénes sois? —preguntó el general.
Pasado un momento, el conde habló primero.
—Luis Antonio Héctor Savinien de Ladon, conde de Graçay —dijo, alzando la barbilla.
Los redondos ojos azules se volvieron hacia Brown.
—¿Y vos?
—Me llamo Brown.
—Ah, el sirviente, uno de los cabecillas. ¿Y usted?
—Horatio, lord Hornblower.
Su voz sonó cascada; tenía la garganta como un pergamino.
—Lord Hornblower. El conde de Graçay —dijo el general, mirándolos alternativamente.
No hizo comentario alguno; bastaba con lo que decían sus ojos. Aquellos guiñapos eran nada menos que el jefe de la más rancia familia francesa y el más distinguido de los oficiales jóvenes de la Armada Británica.
—El consejo de guerra que ha de juzgaros se reunirá esta noche —continuó el general—. Os quedan unas horas para preparar vuestra defensa.
No añadió «si la hay».
A Hornblower se le ocurrió una idea. Hizo un esfuerzo por hablar.
—Este hombre, Brown, monsieur. Es un prisionero de guerra.
Las cejas arqueadas de Clausen, color de arena, se levantaron aún más.
—Es marinero de la Armada de su majestad británica. Cumplía su deber a mis órdenes, como jefe superior suyo. Por consiguiente, no tiene por qué comparecer ante un consejo de guerra. Es un combatiente legítimo.
—Luchó con rebeldes.
—Eso no afecta al caso, señor. Es miembro de las fuerzas armadas de la Corona Británica, con el grado de… de…
Por más esfuerzos que hacía, no daba con la equivalencia francesa de timonel, y, a falta de cosa mejor, pronunció el vocablo inglés. Los ojos azules se contrajeron de repente.
—Esa es la misma defensa que alegará ante su consejo de guerra, supongo —dijo Clausen. No le servirá de nada.
—No he pensado en defenderme —replicó Hornblower, con tal acento de sinceridad que nadie podía dudarlo—. Sólo me refiero a Brown. No puede acusarle de nada. Usted es soldado, y debe comprenderlo.
Su interés por lo que estaba diciendo le hizo olvidar el cansancio y el propio peligro inmediato. La sinceridad con que defendía la causa de Brown produjo su efecto en Clausen, que no podía dejar de sentirse afectado por tales alegatos en pro de un subordinado, expuestos por un hombre que estaba a punto de perder la vida. Los ojos azules se suavizaron con un vislumbre de admiración que Hornblower no pudo advertir, a pesar de su agudeza e interés. Para él era tan natural mirar por Brown que no se le ocurrió siquiera que fuese a la vez admirable.
—Tendré en cuenta lo que dice —afirmó Clausen. Y luego añadió, dirigiéndose a la escolta—: Llevaos a los prisioneros.
El gallardo edecán le bisbiseó algo al oído, y el general asintió con gravedad alsaciana.
—Tome las medidas que juzgue convenientes —dijo—. Le hago responsable.
El edecán se levantó de su asiento y los acompañó afuera del vestíbulo, mientras los soldados ayudaban a Hornblower a caminar. Una vez pasada la puerta, dio sus órdenes.
—Llevaos a este hombre —indicando a Brown— al cuerpo de guardia. A aquél —por el conde—, a la habitación de allá. Sargento, ocúpese de él. Teniente, será responsable personalmente de este individuo, Hornblower. Tome a dos hombres, y que ninguno de los tres lo pierda de vista un solo momento. Hay un calabozo en el sótano. Llévele allí y quédese con él; yo daré una vuelta de vez en cuando. Éste es el sujeto que se escapó hace cuatro años de la Gendarmería Imperial, y que ya fue condenado a muerte en rebeldía. No tiene la menor esperanza, y es natural pensar que recurra a cualquier treta.
—Muy bien, señor —dijo el teniente.
Una escalera de piedra descendía al calabozo, reliquia de tiempos no demasiado distantes en que el señor de la casa solariega tenía derecho a alta, media y baja justicia. Ahora, el calabozo mostraba señales de un largo período de abandono, una vez abierta la puerta con gran ruido de cerrojos. No era húmedo; por el contrario, estaba cubierto de una espesa capa de polvo. A través de la alta ventana, de sólida reja, entraba un rayo de sol lo suficiente para iluminar la mazmorra. El oficial pasó revista a las paredes desnudas; dos cadenas de hierro, sujetas al suelo, constituían el único mobiliario.
—Traed unas sillas —dijo a uno de los hombres que le acompañaban; y, después de mirar a su fatigado prisionero, añadió—: Buscad también un colchón, y traedlo. O al menos un jergón de paja.
Hacía frío en el calabozo, y sin embargo Hornblower sentía que le corría el sudor por la frente. Su debilidad crecía por segundos, las piernas se le doblaban al quedarse quieto, y la cabeza le daba vueltas. En cuanto trajeron el colchón se desplomó vacilante sobre él, de través. En aquel momento se olvidó de todo, aun de su dolor por la muerte de Marie. No quedaba en su conciencia sitio para el remordimiento ni para la aprensión. Se quedó tendido de bruces, no inconsciente ni dormido por completo, sino absorto; la vibración de sus piernas, el zumbido de sus oídos, el dolor del hombro, la aflicción de su espíritu… todo se esfumó en aquel momento de derrumbe.
Cuando sonaron las barras de la puerta anunciando la entrada del edecán, Hornblower se había recobrado un tanto. Aún seguía boca abajo, pero ahora casi satisfecho de no tener que moverse ni pensar, cuando aquél se presentó.
—¿Ha hablado algo el prisionero? —Le oyó preguntar en voz baja—. Ni una palabra —dijo el teniente.
—Las simas de la desesperación —comentó el edecán, sentencioso.
La observación irritó a Hornblower, y le molestó más aún haber sido sorprendido en aquella actitud poco digna. Se volvió, se sentó en su yacija y miró con fijeza al edecán.
—¿No tiene nada que pedir? —preguntó este último—. ¿Tampoco desea escribir alguna carta?
No quería escribir carta alguna para que sus carceleros cayeran sobre ella como buitres sobre un cuerpo muerto. Pero tenía que mostrarse exigente, hacer algo para borrar aquella impresión de estar desesperado. Y entonces, supo lo que deseaba.
—Un baño —dijo. Y llevándose la mano a su cara cubierta de barba—: Afeitarme. Ropa limpia.
—¿Un baño? —repitió el edecán, un tanto sorprendido. Luego se pintó en su semblante una leve expresión de sospecha—. No puedo entregarle una navaja de afeitar. Tal vez trataría de sustraerse al pelotón de ejecución.
—Que me afeite uno de sus hombres —propuso Hornblower; y pensando en algo que resulte irritante, añadió—: Podéis atarme las manos mientras lo hace. Pero, ante todo, un cubo de agua caliente, jabón y una toalla. Y una camisa limpia, al menos.
El edecán transigió.
—Muy bien —dijo.
Una extraña exaltación atolondrada vino en auxilio de Hornblower. No le importaba quedarse en cueros vivos ante cuatro hombres curiosos, limpiar su cuerpo de porquería y restregarse con la toalla hasta quedar seco, sin preocuparse del dolor de su maltratado hombro. Aquella gente no se interesaba tanto por el legendario y singular inglés como por el hombre que estaba a punto de morir. Aquel ser que se estaba enjabonando pasaría pronto las puertas delante de todos ellos, su blanco cuerpo sería desgarrado dentro de unas horas por balas de fusil. Por telepatía se daba cuenta de la morbosa curiosidad de sus guardianes, y, con orgullo y desdén, se sentía complacido. Se vistió, mientras los otros seguían atentos cada movimiento suyo. Entró un soldado con tazas de espuma de jabón y navajas de afeitar.
—El barbero del regimiento —dijo el edecán—. Él le afeitará.
Aquella vez no propuso que le ataran las manos; mientras estaba sentado y le pasaban la afilada navaja por el cuello, pensó en levantarse de pronto y apretar la hoja. Allí estaban la vena yugular, la arteria carótida; un profundo corte lateral y quedaría libre de tormento con la satisfacción, además, de haberse burlado por completo del altanero edecán. La tentación se hizo imperiosa por un momento; se imaginó cayendo de nuevo en la silla, con el cuello ensangrentado, ante la consternación de los oficiales. Fue tan clara la visión pasajera, que se regodeó en ella, complacido. Pero la suerte de un suicida no levantaría tanto rencor como un asesinato judicial. Tenía que dejar que le matara Bonaparte, era forzoso hacer un último sacrificio en aras del deber. Y Bárbara… no quería dejar a su mujer el recuerdo de un suicida.
El barbero le puso delante un espejo justo a tiempo para romper aquella nueva cadena de ideas; el rostro que contemplaba era el mismo de siempre, muy tostado por el sol. Tal vez se advertían algo más profundos los surcos en torno a su boca. Los ojos parecían más patéticos que nunca, como suplicantes. Le produjo contrariedad observar la frente algo más alta, el cráneo algo más visible. Hizo un signo de aprobación al barbero y se puso en pie cuando le quitó la toalla de debajo de la barbilla, esforzándose por mantenerse firme a pesar del dolor y de las ampollas de los pies. Paseó una imperiosa mirada a su alrededor, abatiendo las miradas curiosas. El edecán sacó su reloj, probablemente para disimular cierta turbación.
—Dentro de una hora se reunirá el consejo de guerra —dijo—. ¿Desea tomar algún alimento?
—Desde luego —contestó Hornblower.
Le trajeron una tortilla, pan, vino y queso. No le propusieron que nadie comiese con él; allí estaban sentados, sin quitarle ojo cada vez que se llevaba un bocado a los labios. Llevaba mucho tiempo sin comer, y ahora que se sentía limpio tenía un hambre de lobo. Que le mirasen; necesitaba comer y beber. El vino era delicioso y lo bebió con avidez.
—El emperador ganó dos grandes batallas la semana pasada —dijo el edecán de pronto, interrumpiendo las reflexiones de Hornblower.
Éste se quedó un instante inmóvil, mientras se limpiaba la boca con la servilleta, y fijó la vista en el que hablaba.
—Vuestro Wellington —prosiguió el edecán— ha encontrado al fin lo que le esperaba. Ney le batió por completo en un lugar al sur de Bruselas, llamado Les Quatre Bras, y, el mismo día, su majestad deshizo a Blucher y a sus prusianos en Ligny, que es el antiguo campo de batalla de Fleurus, según el mapa. Han sido un par de batallas tan decisivas como las de Jena y Auerstadt.
Hornblower se dominó y terminó de limpiarse la boca con afectada impasibilidad. Decidió servirse otro vaso de vino; se daba cuenta de que el edecán, molesto por su aparente indiferencia al destino que le aguardaba, le decía aquello con el deseo de traspasar su coraza. Trató de hallar una réplica.
—¿Cómo se ha enterado de estas noticias? —preguntó, con aire de cortés atención.
—El boletín oficial llegó aquí hace tres días. El emperador se dirigía a toda marcha hacia Bruselas.
—Mi enhorabuena, señor. Espero por su bien que la noticia sea cierta. ¿Pero no corre un proverbio por su ejército a propósito de «mentir como un boletín»?
—Este boletín es del propio cuartel general del emperador —replicó el edecán, indignado.
—Entonces no puede caber duda, claro. Confiemos en que Ney haya informado bien de lo sucedido al emperador, pues al derrotar a Wellington ha alterado notablemente la historia. En España, Wellington batió a Ney varias veces, así como a Massena, a Soult, a Victor, a Junot y a todos los demás.
La expresión del edecán reveló cuánto le escocía aquella pulla.
—No se puede dudar de esta victoria —dijo; y añadió, malicioso—: En París se enterarán el mismo día de la entrada del emperador en Bruselas y del fin del bandidaje en el Nivernais.
—¡Oh! —dijo cortésmente Hornblower, enarcando las cejas—. ¿Tenéis bandidos en el Nivernais? Lo siento, señor, pero no he encontrado a ninguno en mis viajes por la comarca.
La mortificación del edecán se pintó en su rostro de modo más evidente que nunca. Hornblower bebió unos sorbos de vino y se sintió contento de sí mismo. Con el vino y su exaltación presente no temía la perspectiva de que le condenaran a muerte. El oficial se levantó y salió de la mazmorra, haciendo sonar las espuelas, mientras Hornblower echaba hacia atrás la silla y estiraba las piernas con estudiada afectación de bienestar, en la que no todo era simulado. Continuaron luego sentados en silencio, él y sus tres vigilantes, durante largo rato, hasta que el chasquido de las barras anunció que abrían nuevamente la puerta.
—El consejo le espera. Venga —dijo el edecán.
Ninguna sensación de bienestar podía borrar en Hornblower el suplicio de sus pies. Trató de andar con dignidad, pero no pudo hacer otra cosa que cojear grotescamente. Se acordó de que, el día anterior, las primeras cien yardas después de un alto le mortificaban enormemente, hasta que los pies se le entumecían de nuevo. Y hoy sólo tenía que andar menos de cien yardas para llegar al gran salón del castillo. Cuando Hornblower y su escolta llegaron al piso bajo encontraron al conde, que iba custodiado por dos húsares, y los grupos hicieron alto por un momento.
—Hijo, hijo mío —dijo el conde—, perdóname lo que te he hecho.
No le causaba la menor extrañeza oírse llamar hijo por el conde. Casi de un modo instintivo le dio la réplica equivalente.
—Nada tengo que perdonarle, padre —dijo—. Soy yo quien debe pedirle perdón.
¿Qué móvil imperioso le hizo hincar la rodilla e inclinar la frente? ¿Y por qué un viejo librepensador volteriano como el conde extendió sobre él la mano?
—Yo te bendigo, hijo mío. Que Dios te ampare —dijo, emocionado.
Siguieron adelante, y al volver la vista Hornblower, la enjuta figura de blancos cabellos desapareció dando vuelta a la esquina.
—Le fusilarán mañana al amanecer —explicó el edecán mientras abría la puerta de entrada al salón.
Clausen estaba sentado en su mesa, con tres oficiales a cada lado. En los extremos de la mesa había otros dos jóvenes oficiales sentados ante unos papeles. Hornblower se aproximó cojeando, intentando en vano moverse con dignidad; cuando llegó a la mesa, se levantó uno de los oficiales, el de un extremo.
—¿Su nombre? —preguntó.
—Horatio, lord Hornblower, caballero de la muy honorable Orden de Bath, comodoro de la Armada de su majestad británica.
Los consejeros cambiaron unas miradas; el oficial del otro extremo de la mesa, que, por lo visto, actuaba de secretario, escribía a toda prisa. El de la pregunta (evidentemente el fiscal), se volvió para dirigirse al consejo.
—El prisionero ha reconocido su identidad. Y entiendo que antes lo había hecho al general conde de Clausen y al capitán Fleury. Sus señas personales corresponden asimismo a la descripción que de él se ha publicado. Queda, pues, de manifiesto que su identidad está probada.
Clausen consultó con la vista a sus compañeros de tribunal, quienes asintieron con un gesto.
—Sólo resta, por consiguiente —continuó el fiscal—, someter al Tribunal el veredicto de un consejo de guerra celebrado el 10 de junio de 1811 por el cual se condenaba al mencionado Horatio Hornblower a muerte, en rebeldía por ausencia voluntaria, acusándole de piratería y violación de las leyes de guerra; dicha sentencia fue confirmada el 14 de junio del mismo año por su real e imperial majestad el emperador. Los jueces encontrarán ante ellos copias certificadas de la sentencia. Es mi deber solicitar que sea ejecutada.
Miró Clausen nuevamente a los otros seis jueces, quienes repitieron el gesto de asentimiento. Fijó la vista en la mesa, y tabaleó un momento en ella con los dedos antes de alzar los párpados. Hizo un esfuerzo por encontrar la mirada de Hornblower, y cuando al fin lo consiguió, la singular clarividencia de éste le hizo entender que las órdenes reiteradas de Bonaparte al general habían sido «apresarle y fusilarle donde se le hallara», o algo por el estilo. En los ojos azules de Clausen se leía una inequívoca excusa.
—Esta comisión militar ordena —dijo lentamente— que el mencionado Horatio Hornblower sea pasado por las armas mañana, inmediatamente después del rebelde Graçay.
—Los piratas han de ser colgados, excelencia —dijo el fiscal.
—Esta comisión ordena que se le fusile —repitió Clausen—. Llevaos al prisionero. El consejo ha terminado.
Se acabó. Hornblower sabía que todos los ojos estaban clavados en sus espaldas cuando dio la vuelta y cruzó el salón. Hubiera deseado poder andar a grandes zancadas, con la cabeza erguida y el pecho fuera, pero tenía que ir cojeando, deteniéndose y con los hombros caídos. No había tenido oportunidad de decir una sola palabra en defensa propia, y tal vez fuera lo mejor. Es posible que hubiese vacilado y tartamudeado torpemente, pues no tenía nada preparado. Por lo menos le fusilarían, no le colgarían; pero ¿sería menos doloroso el impacto de las balas en su pecho que la presión de una cuerda en torno a su cuello? Entró tambaleándose en el calabozo, que estaba ya en tinieblas. Tropezó con el jergón y se sentó encima. Aquélla era la derrota definitiva; no lo había considerado así hasta aquel momento. Bonaparte había ganado el último asalto del combate que había sostenido contra él durante veinte años. Con las balas no cabía discutir.
Trajeron tres velas que iluminaron cumplidamente la celda. Sí, era la derrota. Con amargo desprecio de sí mismo, Hornblower se recordó hacía poco enorgulleciéndose de sus necios triunfos verbales sobre el edecán. ¡Qué estúpido era! El conde iba a morir, y Marie… ¡Oh, Marie, Marie! Los ojos se le llenaron de lágrimas, y cambió bruscamente de posición en el jergón para que los guardianes no las vieran. Marie le había amado, y su propia locura era la causa de que ella hubiese muerto; su propia locura, y el genio superior de Bonaparte. ¡Dios, si pudiera vivir de nuevo los últimos tres meses! ¡Marie, Marie! Iba a hundir la cabeza entre las manos, pero se contuvo al pensar que tres pares de ojos estaban vigilándole. Era preciso que nadie pudiese decir que había muerto como un cobarde. Por el pequeño Richard, por Bárbara, tenía que mantenerse firme. Bárbara amaría y cuidaría a Richard, estaba seguro. ¿Qué pensaría de su difunto marido? Ella llegaría a saber, a sospechar por qué había venido a Francia, y recelaría su infidelidad, y se sentiría profundamente lastimada. Nadie podría reprocharle que no guardase fidelidad a su memoria. Se casaría de nuevo, todavía joven, bella, rica y bien relacionada; claro que lo haría.
¡Oh, Dios, cuánto aumentaba su dolor imaginarse a Bárbara en brazos de otro hombre, risueña y gozosa! Y, sin embargo, él había estado en los de Marie. ¡Ah, Marie!
Se clavaba las uñas en las palmas de las manos, de tanto apretar los puños. Miró a su alrededor y vio los seis ojos clavados en él. No debía mostrar flaqueza. Si no hubiese estallado aquella tormenta, desbordando el río, aún estaría en libertad, Marie con vida, y la rebelión en curso. Habían tenido que intervenir directamente el destino y el genio de Bonaparte para derrotarle. En cuanto a las batallas libradas en Bélgica… tal vez los boletines hubiesen mentido a propósito de las victorias del corso; tal vez no fueran decisivas. Tal vez la división de Clausen, retenida inactiva en el Nivernais, las hubiese hecho decisivas de estar presente. Tal vez… Pero ¡qué loco era tratando de consolarse con tan vanas ilusiones! Iba a morir, iba a resolver el misterio sobre el cual se había permitido reflexionar algunas veces. A aquella hora, mañana… menos aún, dentro de unas horas, habría emprendido el camino que tantos otros habían recorrido antes que él.
Encendieron otras velas; de las viejas sólo quedaban los cabos. ¿Tan deprisa pasaba la noche? Pronto amanecería, muy pronto; el día rompe temprano en junio. Su mirada tropezó con la de uno de los guardianes, aun cuando el otro trató de evitarla. Hizo un esfuerzo por sonreír, y al punto se dio cuenta de que su sonrisa era desproporcionada y artificial. Rechinó la puerta por fuera. ¡No vendrían ya a por él! En efecto, sonaron las barras, se abrió la puerta y entró el edecán. Hornblower trató de levantarse, y comprobó con horror que las piernas se negaban a sostenerle. Hizo un nuevo esfuerzo por ponerse en pie, pero inútilmente. Tendría que permanecer sentado, y dejar que le arrastrasen fuera, como a un cobarde. Con trabajo levantó la barbilla y miró al edecán, tratando de evitar que su mirada fuese fija y vidriosa, como temía que pareciera.
—No hay ejecución —dijo el edecán.
Hornblower le miró; trató de hablar, pero de su boca abierta no salió el menor sonido. Y el edecán ponía visible empeño en sonreír… como si pretendiera congraciarse con él.
—Hay noticias de Bélgica —explicó—. El emperador ha sido derrotado en una gran batalla, junto a un lugar llamado Waterloo. Wellington y Blucher han pasado la frontera y avanzan hacia París. El emperador ha llegado ya, y el Senado le ha exigido que abdique otra vez.
Hornblower sentía que le palpitaba el corazón tan fuerte que aún no le era posible articular palabra.
—Su excelencia el general —continuó el edecán— ha decidido que en este caso las ejecuciones no se efectuarán esta mañana.
Al fin Hornblower pudo hablar.
—No insistiré en ello —dijo.
El edecán siguió diciendo algo sobre la restauración de su majestad cristianísima; pero Hornblower no le escuchaba. Sólo pensaba en Richard… y en Bárbara.