CAPÍTULO XVI

Hornblower se hallaba sentado en su gabinete del Hotel Maurice, en París, releyendo el crujiente pergamino que le habían entregado el día anterior. Su formulación podía considerarse tan satisfactoria como su sentido, para quien se cuidara de tales cosas:

Puesto que la grandeza y estabilidad del Imperio Británico depende principalmente del conocimiento y la experiencia en asuntos marítimos, estimamos dignos de los máximos honores a quienes, actuando bajo Nuestra influencia, se esfuerzan por mantener Nuestro dominio en el mar. Por esta razón hemos decidido ascender a la dignidad de Par a Nuestro leal y bien amado Sir Horatio Hornblower, Caballero de la Muy Honorable Orden de Bath, quien, vástago de una antigua familia de Kent, y educado desde su juventud en el servicio naval, a través de varios puestos ha llegado a una alta graduación en Nuestra Armada por obra de sus propias aptitudes y de un mérito que hemos apreciado en los muchos de importantes servicios que ha prestado con notable fidelidad, valor y acierto. En las últimas intensas guerras que han torturado a Europa durante largos años, guerras pródigas en combates y expediciones navales, apenas hubo acción de relieve en que no tomara parte principal, ni peligros o dificultades que no lograse vencer, por grandes que fuesen, con su magnífica conducta y una buena fortuna que nunca le ha abandonado.

Es justo, pues, que distingamos con títulos más eminentes a quien tan bien ha servido a Nos y a su patria, no sólo como testimonio de su propio mérito, sino para estimular a otros al amor y la prosecución de la virtud.

De modo que ya era par del Reino, barón del Reino Unido, lord Hornblower de Smallbridge, condado de Kent. Sólo había en la historia otros dos o tres ejemplos de un oficial de marina elevado a la dignidad de par antes de llegar al grado de almirante. Lord Hornblower de Smallbridge; naturalmente, había decidido conservar su propio nombre en el título. Podía haber algo de grotesco en el apellido Hornblower, pero le tenía apego, y no estaba por perderlo en el casi anonimato de un lord Smallbridge o lord Tal o Cual. Aquello podía irle bien a Pellew, quien, según había oído, en adelante iba a llevar el nombre de lord Exmouth, pero él no quería cambiar. Su cuñado, al avanzar un grado en la nobleza, había trocado su título de territorial en personal, convirtiéndose en marqués de Wellesley, en vez de conde de Morrington. El otro cuñado, en la imposibilidad de usar el apellido Wellesley por habérsele adelantado su hermano, se hacía llamar Wellington, al parecer tratando de conservar todo lo posible el nombre familiar. Ya era duque, mucho más que un simple barón. Pero ahora los tres eran pares; lores, legisladores hereditarios. El pequeño Richard se había convertido en el honorable Richard Hornblower, y algún día llegaría a ser lord Hornblower, sucediendo a su padre. Todas las formalidades concernientes a los títulos eran divertidos. Bárbara, por ejemplo, como hija de un conde (era el rango de su padre lo que importaba, no el hecho de que uno de sus hermanos fuese marqués y el otro duque), tenía más derecho de prelación que como esposa de un caballero de Bath. Había sido lady Bárbara Hornblower hasta el día anterior. Pero hoy, como resultado del título otorgado a su marido, pasaba a ser lady Hornblower.

Sonaba bien aquello: lord y lady Hornblower. Era un gran honor y una gran distinción, la culminación de su carrera profesional. Ah, sí, a decir verdad, todo le parecía una verdadera sarta de disparates. Un manto, y una corona. Hornblower se estiró en su silla al ocurrírsele una idea. La ridícula profecía de Freeman al echarle las cartas en el camarote de la Flame, cuando habló de una corona de oro, se veía confirmada ahora. Fue un pronóstico sorprendentemente astuto por parte de Freeman; ni él mismo pensó un momento en la posibilidad de que le hiciesen par. Pero el resto de la profecía de Freeman se había venido abajo. Peligro y una mujer rubia, había dicho. Y ahora se acababa el peligro al llegar la paz, y en su vida no existía ninguna mujer rubia, a menos de conceptuar como tal a Bárbara, con sus ojos azules y su cabello castaño claro.

Irritado, se puso en pie y tal vez se disponía a dar paseos por la estancia, cuando Bárbara salió en aquel momento de la alcoba, ataviada para la reunión del embajador. Iba de blanco, sin adornos, pues aquella velada se había dispuesto como culminante demostración de lealtad a los Borbones, y las señoras tenían que ir de blanco, sin tener en cuenta si este color favorecía o no a su tez; aquélla podía ser la prueba más convincente de su devoción a la dinastía recién restaurada. Hornblower cogió el sombrero y la capa, dispuesto a acompañarla; era la cuadragésima vez en cuarenta noches que llevaba haciendo lo mismo, si no estaba equivocado.

—No estaremos hasta muy tarde en casa de Arthur —dijo Bárbara.

Arthur era su hermano, el duque de Wellington, últimamente trasladado, con general sorpresa, del mando supremo del ejército que combatía en Francia a la embajada de su majestad británica cerca de su majestad cristianísima. Hornblower hizo un gesto de sorpresa.

—Tenemos que ir a los Polignac —explicó Bárbara—, a ver a Monsieur le Prince.

Monsieur le Prince era el príncipe de Condé, de una rama más joven de los Borbones. Hornblower había comenzado a aprender a moverse por los laberintos de la sociedad francesa, complejidades del pasado siglo transportadas en su totalidad al presente. Se preguntó si él sería el único que los considerase anacronismos trasnochados. Monsieur le Prince, monsieur le duc (el duque de Borbón, ¿no era así?), y monsieur a secas, esto es, el conde de Artois, hermano y heredero del rey. En cambio, monseigneur era el duque de Angulema, hijo de monsieur, que sería delfín si su padre sobrevivía a su tío. El nombre mismo, delfín, era anticuado, algo que hacía pensar en épocas de oscurantismo. Y el futuro delfín, como bien sabía Hornblower, era un hombre de estupidez probada, cuya característica más recordada consistía en una risa muy chillona, parecida al cacareo de una gallina.

Habían bajado ya las escaleras, y Brown los esperaba para guiarlos al carruaje.

—A la Embajada británica, Brown —ordenó Hornblower.

—Sí, milord.

Brown no se había equivocado ni una sola vez en las veinticuatro horas que llevaba ostentando el título. Hornblower, exasperado, reconoció que hubiera dado cualquier cosa por oírle equivocarse y decir «Sí, señor». Pero Brown era un individuo demasiado despierto y perspicaz para cometer tal error. Resultaba sorprendente que hubiese optado por continuar a su servicio. Le sobraban condiciones para haber hecho carrera por su cuenta.

—No escuchas una sola palabra de lo que te estoy diciendo —dijo Bárbara.

—Perdóname, por favor, querida —se excusó Hornblower. No había manera de negar su culpa.

—Es muy importante —insistió Bárbara—. Arthur va a Viena a representarnos en el Congreso. Castlereagh ha regresado para regentar la Casa.

—¿Es que va a dejar la Embajada? —preguntó Hornblower, sosteniendo cortésmente el diálogo.

El coche iba rebotando sobre los guijarros; las ocasionales luces tras las ventanas revelaban la bulliciosa muchedumbre de París, con sus variados uniformes, en el torbellino de la paz.

—Claro. Esto es mucho más importante. Todo el mundo estará en Viena. No faltará representación de ninguna corte.

—Así lo creo —dijo Hornblower.

Los destinos del orbe habían de decidirse en el Congreso.

—Eso era lo que intentaba decirte. Arthur necesitará allí una persona que lleve la casa (habrá constantes festejos, como es natural), y me ha pedido que le acompañe.

—¡Dios mío!

El diálogo cortés había ido derecho al borde de este abismo.

—¿No crees que es maravilloso? —preguntó Bárbara.

Hornblower estaba a punto de contestar «Sí, querida», cuando surgió en él la rebelión. Había soportado ya muchos martirios por causa de su esposa. Y éste iba a ser mucho más violento y prolongado. Bárbara sería la señora de la casa en la mansión del delegado más importante del más trascendental congreso del mundo. Las semillas de la diplomacia, bien lo sabía Hornblower, se plantaban más a menudo en los salones que en los despachos ministeriales. El salón de lady Bárbara tendría que ser un lugar de intriga y doblez.

Ella sería la señora, Wellington el hombre de la casa… Y él, ¿qué papel pintaría? El de alguien más innecesario de lo que actualmente era. Hornblower contempló, desplegada ante su vista, una sucesión de salones, bailes, visitas al ballet, fuera del círculo interno, y también del externo; todo eso ocurriría dentro de tres meses. Nadie le confiaría secretos de gobierno, ni tampoco le interesaban las murmuraciones y escándalos corteses del gran mundo. Un pez fuera del agua es lo que sería… y no estaba mal la metáfora, tratándose de un oficial naval en los salones de Viena.

—¿No me respondes? —preguntó Bárbara.

—¡No se me ocurre nada! —profirió Hornblower.

Era singular que, con todo su tacto y su intuición, siempre recurriera a matar mosquitos a cañonazos en sus raras discusiones con Bárbara.

—¿No aceptarías, querido?

En el curso de aquella breve pregunta, el tono de Bárbara cambió de desencanto a agria hostilidad.

—¡No! —rugió Hornblower.

Había estado conteniendo sus sentimientos tanto tiempo y con tal fuerza que la explosión tenía que ser violenta.

—¿Me privarías de lo más importante que me ha ocurrido en la vida? —dijo Bárbara, con cierto deje de frialdad.

Hornblower trató de dominarse. Sería más sencillo ceder, sencillísimo. Pero no, no lo haría. No podía hacerlo. Sin embargo, Bárbara tenía razón al decir que aquello sería algo maravilloso. Asistir a un Congreso Europeo, dirigir un salón, ayudar a forjar el porvenir del mundo… Pero, por otra parte, Hornblower no sentía el menor deseo de ser un miembro más, y además un miembro insignificante, del clan de los Wellesley. Había sido capitán de barco demasiado tiempo. No le gustaba la política, ni siquiera a escala europea. No le seducía besar la mano a condesas húngaras, ni intercambiar tonterías con grandes duques rusos. Aquello pudo ser divertido en días pretéritos, cuando su reputación profesional dependía de éxitos por el estilo, como había ocurrido[4]. Pero necesitaba un motivo más serio que el de mantener, sencillamente, su reputación de galán.

Las disputas en un coche parecían alcanzar siempre su punto crítico al final del trayecto. El carruaje se había detenido, y unos lacayos con la librea de Wellington abrieron la portezuela antes de que Hornblower tuviese tiempo de explicarse o dar excusas. Al entrar en la Embajada, Hornblower, mirando de soslayo y lleno de aprensión, observó que el semblante de Bárbara estaba encendido, y sus ojos brillaban peligrosamente. Así continuaron mientras duró la recepción; Hornblower la buscó con la mirada siempre que tuvo ocasión, y siempre la encontró muy animada, o riendo con sus acompañantes, o dando golpecitos con el abanico. ¿Estaba coqueteando? Las casacas rojas, las azules, las negras y las verdes que se reunían a su alrededor inclinaban sus hombros en evidente deferencia a ella. A cada nueva mirada aumentaba el enojo de Hornblower.

Pero se contuvo, decidido a dar explicaciones.

—Será mejor que vayas a Viena, querida —dijo, cuando, ya en el carruaje de nuevo, se dirigían a casa de los Polignac—. Artuhr te necesita… es tu deber.

—¿Y tú? —preguntó Bárbara. Su tono seguía siendo frío.

—No me necesitas. Sería un aguafiestas. Volveré a Smallbridge.

—Eres muy amable —dijo Bárbara.

Altiva como era, le molestaba un poco tener que estar agradecida a alguien. Pedir permiso ya era bastante malo; recibirlo a regañadientes resultaba horrible.

Pero ya habían llegado a casa de los Polignac.

—Milord y milady Hornblower —tronó el mayordomo.

Presentaron sus respetos al príncipe, y los señores de la casa los saludaron. ¡Demonios! ¿Qué…?

La cabeza, le daba vueltas y el corazón le saltaba dentro del pecho; le zumbaban los oídos, como cuando tuvo que luchar por su vida en las aguas del Loira. Todo el brillo del salón se había empañado, al parecer, envuelto en nieblas, dejando ver tan sólo un rostro. Marie le miraba desde el otro lado de la estancia, con una sonrisa de turbación en sus labios. ¡Marie! Hornblower se pasó la mano por la cara, se esforzó por pensar con claridad, como había tenido que hacer en ocasiones en medio de la fatiga del combate. ¡Marie! No muchos meses antes de casarse con Bárbara había dicho a Marie que la amaba, y al decirlo estaba seguro de su sinceridad. Y ella le había confesado que también le amaba, y sus lágrimas le habían mojado el semblante. Marie, tan tierna, tan apasionada, tan sincera; Marie, que le había necesitado, y cuya memoria traicionó al casarse con Bárbara[5].

Cobró fuerzas y cruzó el salón hacia ella, para besar con sencilla formalidad la mano que le ofrecía. Aún conservaba en sus labios aquella turbada sonrisa; aquella expresión era la misma de cuando… de cuando él había tomado egoístamente todo lo que ella podía darle, como cualquier chiquillo atolondrado que pide a una madre amante que se sacrifique. ¿Cómo podía atreverse a mirarla otra vez a los ojos? Y, sin embargo, se atrevió. Se miraron ambos con fingida extrañeza. Hornblower tuvo la impresión de algo vivo, vital. Marie iba vestida de brocado de oro. Sus ojos parecían arder dentro de él, y no en sentido figurado. Mentalmente trataba de aferrarse a Bárbara, como un náufrago a un mástil roto, juguete de las olas. Bárbara, esbelta y elegante; Marie, cálida y opulenta. Bárbara de blanco, que no la favorecía; Marie, de oro. Los ojos azules de Bárbara, chispeantes, y los pardos de Marie, ardientes y acariciadores. El cabello de Bárbara, castaño claro; el de Marie, dorado, tirando a rojizo. No era posible pensar en Bárbara mirando a Marie.

Allí estaba el conde, amable y burlón, esperando su saludo… El hombre más bondadoso del mundo, cuyos tres hijos habían muerto por Francia, y que en cierta ocasión había dicho a Hornblower que sentía hacia él paternal afecto. Hornblower le estrechó la mano con desbordante efusión. Las presentaciones no fueron fáciles. No era fácil presentar a su mujer y su amante.

Lady Hornblower, madame la vizcondesa de Graçay. Bárbara, querida, monsieur le comte de Graçay.

¿Estaban midiéndose mutuamente las dos mujeres? ¿Cruzaban sus armas su esposa y su amante, la mujer a quien públicamente había elegido y aquélla a quien había amado en secreto?

—El señor conde —dijo Hornblower, febrilmente— y su nuera fueron quienes me ayudaron a escapar de Francia. Me tuvieron oculto hasta que terminó la búsqueda.

—Lo recuerdo —dijo Bárbara. Se volvió hacia ellos, hablándoles en su horrible francés de colegio—. Estoy eternamente agradecida a ustedes por lo que hicieron por mi marido.

Era difícil. En los semblantes de Marie y del conde se pintó una expresión de perplejidad; aquélla no se parecía a la mujer que había descrito Hornblower hacía cuatro años, cuando era un fugitivo oculto en su casa. No podían suponer que María hubiera muerto y que Hornblower se hubiese casado poco después con Bárbara, tan distinta de su antecesora.

—Lo volveríamos a hacer, madame —dijo el conde—. Afortunadamente, no habrá ocasión de repetirlo.

—¿Y el teniente Bush? —preguntó Marie a Hornblower—. Espero que se encuentre bien.

—Ha muerto, madame. Cayó en el último mes de guerra. Había ascendido ya a capitán.

—¡Oh!

Era una tontería decir que había ascendido a capitán. No lo sería en otro cualquiera. Un oficial de la Armada estaba siempre tan pendiente del ascenso que, hablando de un simple conocido, podría creerse compensada su muerte por el hecho de haber llegado a capitán. Esto no podía aplicarse a Bush.

—Lo siento —dijo el conde. Vaciló antes de seguir; ahora que habían escapado de la pesadilla de la guerra, daba miedo preguntar por viejos amigos que tal vez hubiesen muerto—. ¿Y Brown, aquel pilar de fortaleza? ¿Está bien?

—Perfectamente, señor conde. Ahora es mi criado de confianza.

—Leímos algo sobre su fuga —intervino de nuevo Marie.

—En el estilo peculiar de Bonaparte —añadió el conde—. Apresó un buque, el…, el…

—La Witch of Endor, señor.

¿Era todo aquello demasiado doloroso o demasiado placentero? Le asaltaba multitud de recuerdos del castillo de Graçay, de la escapatoria Loira abajo, del regreso triunfal a Inglaterra; recuerdos de Bush, y también de Marie, dulces como la miel. La miró a los ojos, y vio en ellos una bondad infinita. ¡Dios mío! Aquello era insoportable.

—Pero no hemos hecho lo que era de rigor desde un principio —dijo el conde—. No le hemos felicitado como se merece por el reconocimiento con que han premiado sus servicios en su patria. Es un lord inglés, y sé bien todo lo que eso significa. Mi más sincera enhorabuena, milord. Nada, nada puede darme una satisfacción mayor.

—Ni a mí —apostilló Marie.

—Gracias, gracias —dijo Hornblower, inclinándose con timidez.

También para él era una de las mayores satisfacciones de su vida ver el orgullo y el afecto que irradiaba del viejo semblante del conde.

Hornblower se percató de que Bárbara, allí presente, había perdido el hilo de la conversación. Le hizo una apresurada traducción al inglés, y ella, sonriente, hizo al conde un signo de asentimiento; pero la traducción fue una jugada errónea. Habría sido preferible dejar a Bárbara que continuara con su detestable francés; una vez que él comenzó a actuar de intérprete, la barrera del idioma se alzó mucho más alta, y vino a convertirse en intermediario entre su esposa y sus amigos, tendiendo a mantenerla a ella a distancia.

—¿Le gusta la vida de París, madame? —preguntó Marie.

—¡Oh, sí, muchas gracias! —dijo Bárbara.

Le parecía a Hornblower que ambas mujeres no simpatizaban. Aventuró una alusión a la probable marcha de Bárbara a Viena; Marie escuchó, entusiasmada al parecer por la buena suerte de Bárbara. La conversación se hizo formal y pomposa; Hornblower no quería confesar que era el resultado de haber intervenido su esposa en ella, y, sin embargo, esta conclusión fue la que se formó en su conciencia íntima. Deseaba charlar libre y sin trabas con Marie y el conde, y algo se lo impedía delante de Bárbara. Sintió un verdadero alivio mezclado con pesar cuando el movimiento de la gente que les rodeaba y la proximidad del dueño de la casa indicaron la necesidad de disolver el grupo. Cambiaron sus señas, se prometieron visitarse, si la probable partida de Bárbara a Viena les dejaba tiempo. Al inclinarse ante Marie, Hornblower observó en sus ojos un atisbo de tristeza que le desgarró el alma.

De nuevo en el coche para volver a su hotel, Hornblower sintió un curioso calorcillo de virtud al pensar que había sugerido a Bárbara ir a Viena sin él antes de haberse encontrado con los Graçay. La razón de sentirse por ello más tranquilo no podía sospecharla, pero le gustó que se le hubiese ocurrido. Una vez en sus habitaciones, se sentó en bata y estuvo hablando con Bárbara mientras Hebe se dedicaba a los complicados procesos de desnudarla y peinarla para la noche.

—Cuando me hablaste al principio de la proposición de Arturo, querida —dijo—, apenas me di cuenta de lo que suponía. Estoy encantado. Serás la primera dama de Inglaterra. Nada más justo.

—¿No quieres acompañarme? —insistió Bárbara.

—Creo que serás más dichosa sin mí —dijo Hornblower, con absoluta sinceridad.

En cierto modo tenía la certeza de que le echaría a perder sus diversiones si se veía obligado a soportar una sucesión de bailes y ballets en Viena.

—¿Y tú? —preguntó Bárbara—. ¿Serás feliz en Smallbridge?

—Tan feliz como es posible serlo sin ti, querida —respondió Hornblower; y así lo pensaba.

Hasta aquel momento no habían vuelto a cambiar una palabra a propósito de los Graçay. Bárbara no tenía, por fortuna, la vulgar costumbre, que tanto le había desagradado en su primera mujer, de hablar de las personas a quienes acababan de dejar. Estaban acostados y ella tenía las manos en las de su marido cuando los mencionó, súbitamente, sin preliminares y como al descuido.

—Tus amigos los Graçay son encantadores, ¿verdad? —dijo.

—¿No son tal como te los habría descrito? —preguntó a su vez Hornblower, muy aliviado por el hecho de que, al referir a Bárbara sus aventuras, no había tratado de soslayar aquel episodio, aun cuando no se lo hubiese contado todo… ni mucho menos. Luego, con cierta torpeza, añadió—: El conde es uno de los hombres más agradables y bondadosos que hay en el mundo…

—Ella es muy guapa —dijo Bárbara, siguiendo inflexible sus propias reflexiones—. Esos ojos, esa piel, esos cabellos. A menudo, las mujeres de pelo rojizo y ojos pardos tienen la tez fea.

—La suya es perfecta —convino Hornblower. Le parecía que lo más conveniente era mostrarse de acuerdo.

—¿Por qué no se habrá vuelto a casar? —Se preguntaba Bárbara—. Debió de casarse muy joven y lleva viuda bastantes años, ¿no?

—Desde Aspern —explicó él—. En 1809. Uno de los hijos cayó en Austerlitz, el otro en España, y su esposo, Marcel, en Aspern.

—Hace ya casi seis años —dijo Bárbara.

Hornblower intentó explicárselo. Marie no era de sangre azul; la fortuna que pudiera corresponderle volvería a los Graçay si se casaba de nuevo, y la vida retirada que hacían le procuraba pocas ocasiones de conocer posibles maridos.

—Ahora frecuentarán mucho la buena sociedad —comentó Bárbara, pensativa. Y unos momentos después, sin venir a cuento, añadió—: Tiene la boca demasiado ancha.

Aquella noche, con Bárbara a su lado, respirando tranquilamente, Hornblower pensó en lo que su mujer había dicho. No le gustaba imaginar a Marie casada de nuevo, lo cual era totalmente ridículo por su parte. Casi preferiría no volverla a ver nunca. Podía visitarla una vez, antes de regresar a Inglaterra, pero aquello sería todo. Pronto estaría de vuelta a Smallbridge, en su propia casa, con Richard, y con criados ingleses que le atendieran. La vida, en el futuro, podría ser insulsa y sin sobresaltos, pero sería dichosa. Bárbara no estaría en Viena para siempre. Con su mujer y su hijo llevaría una vida sana, ordenada y provechosa. Aquélla era una buena resolución para cerrar los ojos y disponerse a dormir.