CAPÍTULO XV
Los milicianos habían llegado a borbotones, verdes aún de mareo al salir de los abarrotados transportes. Eran algo apenas superior a una chusma con uniformes escarlata; sabían formar en línea y en columna, y marchar con bastante soltura tras las bandas de los regimientos, aunque no podían abstenerse de admirar con la boca abierta las rarezas de aquella ciudad extranjera. Pero bebían hasta la locura o el estupor siempre que podían, insultaban a las mujeres, sin intención o a propósito, y eran reos de hurto y daño caprichoso y de todos los demás crímenes propios de tropas imperfectamente disciplinadas. Los oficiales (un batallón iba mandado por un conde y otro por un barón) no tenían suficiente experiencia para dominar a sus hombres. Hornblower, ante las indignadas protestas del alcalde y de las autoridades civiles, se puso muy contento al llegar los transportes de caballos con dos regimientos de lanceros que le habían prometido. Éstos proporcionaron la caballería necesaria para una guardia avanzada, de modo que ahora podría hacer salir a su pequeño ejército con rumbo a Ruán, o tal vez hacia el mismo París.
Estaba desayunando con Bárbara cuando llegó la noticia. Su mujer llevaba un vestido informal azul grisáceo, y con la cafetera de plata le vertía café en la taza, mientras él le servía tocino y huevos; una escena doméstica que aún veía irreal. Había estado trabajando intensamente tres horas, antes de acudir a desayunar, y seguía aún demasiado aferrado a sus costumbres para pasar fácilmente de una atmósfera militar a otra de intimidad conyugal.
—Gracias, querido —dijo Bárbara, aceptando el plato que él le tendía.
Llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —gritó Hornblower.
Era Dobbs, una de las escasas personas autorizadas a llamar a aquella puerta mientras Hornblower desayunaba con su mujer.
—Despacho del ejército, señor. Los ranas se han ido.
—¿Se han ido?
—Han levantado el campo y se han largado. Quiot se fue a París anoche. No hay un solo sol dado francés en Ruán.
El informe que Hornblower tomó de manos de Dobbs repetía simplemente en estilo más formal lo que Dobbs acababa de decir. Bonaparte debía de necesitar urgentemente tropas para defender su capital; al reclamar a Quiot, había dejado toda Normandía abierta al invasor.
—Tenemos que seguirle —se dijo Hornblower; y luego, dirigiéndose a Dobbs, ordenó—: Dígale a Howard… no, iré yo mismo. Excúsame, querida.
—¿Pero no tienes tiempo siquiera —le preguntó Bárbara, seria— de beberte el café y terminar de desayunar?
El conflicto en el rostro de Hornblower era tan manifiesto que su mujer no pudo menos de reírse.
—Drake —continuó— tuvo tiempo de terminar la partida y presentar batalla a los españoles. Así me lo enseñaron en la escuela.
—Tienes mucha razón, querida —dijo Hornblower—, Dobbs, estaré con usted dentro de diez minutos.
Hornblower se dedicó con diligencia al tocino y a los huevos. Tal vez sería beneficioso para la disciplina, en el mejor sentido de la palabra, que se supiera que el legendario Hornblower, el héroe de tantas hazañas, era lo bastante humano para hacer caso a veces de las protestas de su mujer.
—Esto es el triunfo —dijo, mirando a Bárbara a través de la mesa—. Esto es el fin.
Estaba seguro por dentro; había llegado a aquella conclusión, y no por un simple proceso intelectual. El tirano de Europa, el hombre que había bañado en sangre al mundo, se hallaba a punto de caer. Bárbara le miró a los ojos, y ambos se sintieron tan emocionados que no acertaban a hablar. El mundo que había estado en guerra desde que eran niños iba ahora a conocer la paz, y la paz tenía para ellos algo de lo desconocido.
—La paz —dijo Bárbara.
Hornblower se sentía algo inseguro. Le era imposible analizar sus sentimientos, pues no tenía datos de donde sacar sus deducciones. Se había incorporado a la Armada siendo un chiquillo, y desde entonces no supo más que de guerra; nada podía saber del Hornblower, de ese yo puramente hipotético, que hubiera existido de no ser por la guerra. Veintiún años de terrible esfuerzo, de peligros y calamidades, habían hecho de él un hombre muy diferente del que hubiera sido en otro caso. Hornblower no había nacido belicoso; era un hombre sensible e inteligente, a quien el azar había obligado a combatir, y su talento le había valido el éxito en la guerra como se lo hubiera procurado también en otras actividades de la vida; pero había tenido que pagarlo caro. Su sensibilidad enfermiza, su orgullo y susceptibilidad, las peculiaridades y debilidades de su carácter acaso fueran el resultado de las violencias y pesares que había tenido que sufrir. En aquel momento existía entre él y su mujer una frialdad (enmascarada por la camaradería; la pasión a que ambos habían dado rienda suelta nada había hecho por disiparla) atribuible en gran parte a los defectos de su carácter, aunque tampoco Bárbara estuviese libre de culpa, si bien en mucho menor grado.
Hornblower se limpió la boca y se levantó.
—Tengo que irme, de veras, querida —dijo—. Por favor, discúlpame.
—Claro que debes irte, si el deber lo manda —contestó Bárbara ofreciéndole los labios.
La besó y salió apresurado. Aun con la sensación de su caricia, seguía pensando que era un error tener a la mujer consigo en pleno servicio; aquello podía ablandarle, aparte los inconvenientes de carácter práctico, como cuando, dos noches antes, tuvieron que entregarle un mensaje urgente mientras estaba acostado con Bárbara.
En el despacho leyó de nuevo el informe del reconocimiento. Hacía constar taxativamente que no se había podido establecer contacto con tropa alguna del ejército imperial, y que vecinos notables de Ruán, huidos de la ciudad, habían asegurado a las patrullas que no quedaba allí un solo soldado bonapartista. Podía tomar la ciudad cuando quisiera, y por lo que parecía, la tendencia a desertar de Bonaparte y unirse a los Borbones iba siendo cada vez más patente. Cada día era mayor el número de los que venían a El Havre por carretera o por el río a prestar acatamiento al duque.
—¡Vive le roi! —Exclamaban al acercarse a los centinelas.
Aquél era el santo y seña que distinguía al borbonista. Ni jacobinos ni bonapartistas hubiesen manchado sus labios con tal expresión. Y el número de desertores y reclutas no incorporados que se presentaban iba siendo enorme. Las filas del ejército de Bonaparte disminuían como si las pasaran por una criba, y el corso no podría reemplazar fácilmente a los desaparecidos, pues los movilizados escapaban a los bosques o buscaban la protección inglesa para sustraerse al servicio. Se podía pensar que era posible organizar un ejército borbonista con este material, pero el intento fue fallido desde un principio. Aquellos fugitivos sólo no se negaban a luchar por Bonaparte, sino a luchar en general. El ejército realista que Angulema debía organizar no contaba aún con un millar de hombres, de ellos la mitad oficiales, antiguos emigrados, que acudían después de haber servido en los ejércitos de los enemigos de Francia.
Pero Ruán aguardaba a un vencedor, sin embargo. Su brigada de milicianos podría patear por las carreteras enfangadas hasta la ciudad, y él seguirla en carruaje, acompañando a Angulema. Era conveniente hacer una entrada lo más espectacular posible; la capital de Normandía no era una ciudad cualquiera, y más allá estaba París, estremecida y sensible. Se le ocurrió otra idea. En el este de Francia, los monarcas aliados iban entrando cada día en una ciudad nuevamente conquistada. Estaba en sus manos escoltar a Angulema hasta Ruán de una forma más espectacular, exhibiendo a la vez el largo brazo del poder marítimo inglés, y haciendo notar que era justamente el poderío naval de Inglaterra lo que había hecho oscilar la balanza de la guerra. El viento soplaba del oeste; no estaba muy seguro del estado de la marea, pero podía esperar lo que hiciese falta.
—Capitán Howard —dijo, levantando la vista—, avise a la Flame y la Porta Coeli que estén dispuestas para zarpar. Llevaré al duque y la duquesa por el río hasta Ruán, y a todo el acompañamiento… Sí, también a lady Bárbara. Advierta a los capitanes que preparen lo necesario para la recepción y alojamiento. Envíeme a Han para concretar los detalles. Coronel Dobbs, ¿le interesaría una pequeña excursión en yate?
Efectivamente, a la mañana del día siguiente parecía una excursión aquella reunión de hombres con brillantes uniformes y damas de alegres vestidos en la toldilla de la Porta Coeli. Ésta se había apartado del muelle, desde donde fueron a remo hasta su costado, y Freeman, a una seña de Hornblower, sólo tenía que transmitir órdenes de largar velas y levar el ancla para remontar el ancho estuario. El sol lucía con la plena promesa de la primavera, y en la superficie cabrilleaba el agua, despidiendo alegres reflejos. Bajo cubierta, por el ruido Hornblower supo que había bastante movimiento, pues la gente se esforzaba por disponer acomodo para los duques y su séquito; pero junto al pasamano sólo reinaban la risa y la expectación. Y era una gloria pisar de nuevo una cubierta, sentir el viento en las mejillas, mirar a popa y distinguir la Flame con el aparejo áurico en su puesto, ver por encima la enseña blanca y su gallardete izado, aunque el blanco y oro de los Borbones ondease junto a él.
Su mirada se cruzó con la de Bárbara y ambos sonrieron; el duque y la duquesa condescendieron en acercársele y entablar conversación con él. El canalizo pasaba junto a la orilla norte del estuario; desfilaron por delante de Harfleur, y la batería de allí cambió saludos con ellos. Iban remontando el canal a ocho nudos largos, más deprisa que si hubiesen emprendido la marcha en carruajes; pero cuando el río comenzara a estrecharse y a serpentear ya no sería lo mismo.
La costa sur se acercaba por el norte a su encuentro, y la orilla verde y llana se distinguía cada vez mejor, hasta que, como de improviso, se hallaron fuera del estuario y entre ambas orillas del río, dejando atrás Quilleboeuf y entrando en la larga recta que conducía a Caudebec: a la izquierda se veía la tierra verde de pastos salpicada de granjas, y, a la derecha, un terreno más elevado y cubierto de bosques. Cambió la caña, se recogieron las escotas. Pero con el viento tendía a colarse en el valle. Y seguía aún bastante por encima de la aleta, y la marea, que entraba tras ellos, los empujó decididamente río arriba. Anunciaron la comida, y el cortejo se congregó bajo cubierta, las damas chillando por encontrar baja la techumbre y difícil la escala. Se habían desmontado y vuelto a colocar mamparos para dejar amplio sitio a la realeza; Hornblower se daba cuenta de que la mitad de los tripulantes tendrían que dormir sobre cubierta a causa de la presencia de los duques. Los sirvientes de la corte, ayudados por los mozos de la cámara (tan extrañados los primeros de aquel ambiente como los segundos ante la gente a quien tenían que atender), comenzaron a servir la comida; pero apenas habían comenzado cuando entró Freeman y cuchicheó algo al oído de Hornblower, sentado entre la duquesa y la dama de honor.
—Caudebec a la vista, señor —dijo.
Hornblower había dado órdenes de que le avisaran, llegado el caso.
Con una excusa a la duquesa y una inclinación al duque, Hornblower se deslizó discretamente al exterior; la etiqueta real no había de estorbar las incidencias de a bordo, y los marineros podían ir y venir sin gran ceremonia si la maniobra del barco lo requería. Caudebec estaba a la vista al final de la recta, y se acercaban deprisa, de modo que en pocos minutos ya no necesitaría Hornblower el catalejo que tenía apuntado hacia el pueblo. Era evidente el destrozo causado por la explosión que había costado la vida a Bush. Todas las casas estaban cercenadas a seis u ocho pies del suelo; la iglesia, más sólida, había resistido la conmoción, pero la mayor parte del tejado se había venido abajo, y las ventanas estaban hundidas hacia dentro. El largo muelle de tablas estaba en ruinas, y unos cuantos maderos ennegrecidos (restos de gabarras) asomaban casi a nivel del agua junto a aquél. Sólo se veía un cañón de veinticuatro libras, montado en su cureña, en la orilla del río, más arriba del muelle; era cuanto quedaba del tren de sitio de Quiot. Vio también a algunas personas, que contemplaban los dos bergantines mientras éstos remontaban la corriente.
—Es horrible, señor —dijo Freeman, a su lado.
—Sí —convino Hornblower.
Allí era donde había muerto Bush. Hornblower guardó silencio, como tributo a su amigo. Cuando terminase la guerra, haría levantar un sencillo monumento en la orilla del río, por encima del muelle. Ojalá no reconstruyeran el pueblo; el monumento más conmovedor a la memoria de su amigo sería el formado por una pirámide de cráneos.
—¡Las escotas de la mayor! ¡Y las del foque! —gritó Freeman con voz de trueno.
Habían llegado al final de la recta, y allí describía el río un largo recodo a estribor. Desplazar un bergantín grande por un río estrecho no era cosa de juego. Las velas aplanadas restallaron con estruendo cuando cogieron el ramalazo de viento de las alturas. El rumbo de la nave la empujó hacia adelante, y dobló lentamente la curva. Al cazar la escota de la mayor cobró el empuje y la velocidad necesarios; a medida que daba la vuelta se iban aplanando las velas, para quedar todo a ceñir en un curso casi contrario al que llevaba antes de llegar a Caudebec, y así continuó hasta que se presentó una nueva recta.
Ahora fue Hau quien se le acercó.
—Monseñor desea saber —dijo— si es muy urgente su presencia en cubierta. Su alteza real quiere ofrecer un brindis, y desea que se le una.
—Bajo enseguida —dijo Hornblower.
Miró por última vez hacia Caudebec, que desaparecía al otro lado del recodo, y descendió presuroso. La gran cámara improvisada estaba semi-iluminada por el sol que entraba a través de las puertas abiertas. Angulema le vio entrar y se puso en pie, encorvado a causa de la poca altura de los baos.
—¡Por su alteza real el príncipe regente! —dijo, alzando su copa.
Todos bebieron, y se quedaron mirando a Hornblower, en espera de su respuesta.
—¡Por su majestad cristianísima! —exclamó Hornblower; y cuando todos hubieron terminado, levantó de nuevo la copa.
—¡Por el regente en Normandía de su majestad cristianísima, su alteza real el duque de Angulema!
Este brindis fue acogido con una explosión de aclamaciones. Había algo de dramático y doloroso en el hecho de hallarse bajo cubierta, brindando, mientras allá fuera se derrumbaba un imperio. La Porta Coeli iba ciñéndose al viento cuanto podía, según apreciaba Hornblower al sentir el barco bajo sus plantas y oír el rumor del agua a su paso. Freeman, en el puente, se vería apurado para doblar el próximo recodo; antes de bajar, Hornblower había advertido que la recta por donde iban se inclinaba a barlovento. Oyó al capitán gritar una nueva orden, consumido de impaciencia. Allí abajo le parecía estar en un cuarto de niños, jugando, divirtiéndose mientras las personas mayores atendían al gobierno del mundo. Hizo una reverencia de disculpa, y se retiró para subir a cubierta.
Ocurría lo que él pensaba; la Porta Coeli navegaba todo a ceñir, tal vez con exceso. Sus velas tremolaban y se movía con pesadez; el recodo del río que podría aliviarla estaba aún a más de media milla. Freeman alzó la vista a las velas, que no dejaban de gualdrapear, y meneó la cabeza.
—Tendrá que virar por avante, señor Freeman —dijo Hornblower.
No iba a resultar nada sencillo virar en aquel canal tan estrecho, aun empujados por la marea. —Sí, señor— dijo Freeman.
Estuvo unos instantes calculando las distancias; los marineros continuaban atentos a las escotas, conscientes de la dificultad de las maniobras que se acercaban, esperando firmes el inminente chaparrón de órdenes. Al hincharse un momento las velas se avivó la marcha, pero ello los acercó peligrosamente a la margen de sotavento. Se entraron luego las escotas, giró la caña y la Porta Coeli avanzó de golpe unas yardas en el viento, perdiendo casi toda su marcha. Se cazaron las escotas, se inclinó ligeramente el timón a barlovento y otra vez tomó bríos, bien ceñida, pero torciendo perceptiblemente hacia la orilla de sotavento.
—¡Bien! —aprobó Hornblower.
Hubiese querido añadir una palabra de consejo en el sentido de que no convendría retrasar tanto la maniobra la próxima vez, pero observó que Freeman estaba midiendo las distancias y pensó que no hacía falta intervenir. Esta vez, Freeman no quería que el bergantín perdiera marcha. En cuanto las velas comenzaron a aletear, las facheó, metió caña, y esta vez entró en el viento a todo el ancho del río. Mirando hacia popa, Hornblower observó que la Flame seguía el ejemplo de su pareja. Era como si la orilla de sotavento viniese a encontrarles; no parecía que hubiese de tardar mucho en repetir la maniobra, y se sintió aliviado al ver que el recodo estaba ya bastante más cerca.
En aquel momento apareció la cabeza del duque por encima de la brazola de la pequeña escotilla, y toda la comitiva real comenzó a pulular sobre cubierta. Freeman miró desesperado a Hornblower, quien se encargó de tomar la decisión oportuna. Lanzó al cortesano más próximo (el palafrenero, precisamente) una mirada que cortó en seco la broma que iba contando a la dama a quien acompañaba.
—No es conveniente que su alteza real y su séquito estén ahora en cubierta —dijo en alta voz.
La alegre cháchara murió como fulminada; Hornblower contempló las caras mustias, y otra vez pensó en chiquillos, chiquillos mimados a quienes se niega un insignificante capricho.
—El gobierno del buque requiere mucha atención —prosiguió Hornblower, para que le entendiesen bien.
Freeman estaba ya dando voces a los hombres de las escotas.
—Muy bien, sir Horatio —dio el duque—. Venid, señoras; venid, caballeros.
Emprendió la retirada con la máxima dignidad posible, pero el último cortesano que bajó por la escotilla aún recibió un buen empujón de los marineros que iban y venían por el puente.
—¡Caña a barlovento! —gritó Freeman al timonel; y luego, en el breve instante de tomar impulso a todo ceñir, preguntó—: ¿Fijo los listones, señor?
Y al hacer tan afrentosa proposición, sonreía con malicia.
—No —cortó Hornblower, sin ganas de bromear.
En la siguiente bordada, la Porta Coeli consiguió doblar la punta. Viró en redondo; Freeman la hizo trasluchar limpiamente, y, otra vez con el viento por la aleta, el bergantín enfiló la recta, bordeada de colinas, cubiertas de bosques a un lado y de frescos prados al otro. Hornblower pensó un momento en enviar recado abajo para que la comitiva real subiese a cubierta durante el siguiente cuarto de hora, pero se abstuvo de hacerlo. Que siguieran abajo, Bárbara inclusive. Cogió el catalejo y trepó trabajosamente por los obenques; desde las crucetas del palo mayor divisaba una gran extensión del paisaje. Era extrañamente agradable estar allí sentado, contemplando aquella verde y placentera tierra de Francia, como cualquier viajero curioso. Los campesinos labraban la tierra, sin dedicar apenas una mirada a los dos hermosos navíos. No había en aquellos lugares el menor signo de guerra o desolación; Normandía, más allá de Caudebec, estaba aún intacta, sin huella alguna de ejércitos invasores. Luego, por un momento, al acercarse el bergantín al siguiente meandro, mientras se hacían preparativos para virar, Hornblower vislumbró Ruán muy lejos, con las torres y agujas de su catedral. Sintió una emoción singular, pero inmediatamente la ciudad quedó tapada por las colinas cubiertas de árboles al dar el bergantín la vuelta, y, cerrando de golpe el catalejo, descendió de nuevo a cubierta.
—Ya se acaba la marea, señor —dijo Freeman.
—Sí. Anclaremos en el próximo recodo, si le parece, señor Freeman. Ancle a proa y a popa, y haga señal a la Flame de proceder de igual forma.
—Sí, señor…
Los fenómenos naturales, como el anochecer y las mareas, no daban tantas inquietudes como los seres vivos y sus caprichos, como príncipes… y esposas. Los dos bergantines anclaron en la corriente, para aguantar la bajamar y las horas de oscuridad inmediatas. Hornblower tomó las naturales precauciones contra un ataque por sorpresa, tendiendo las redes de abordaje y destinando un par de lanchas a montar guardia a remo durante la noche; pero sabía que poco podía inquietarle aquella comarca exhausta y apática. De haberse encontrado alguna fuerza armada a peligrosa distancia, si Bonaparte hubiese estado operando al oeste de París, y no al este, las cosas serían distintas; pero, con excepción de Bonaparte y la gente a quien obligaba a luchar en su favor, ya no había resistencia en Francia; estaba indefensa, presa inerte del primer conquistador que llegase.
Los pasajeros de la Porta Coeli continuaban alegres. Era un fastidio que el duque, la duquesa y sus cortesanos descubriesen continuamente que algún criado o algún bulto del equipaje, necesarios a bordo, iban en la Flame, y viceversa, de suerte que continuamente iban y venían botes entre los dos barcos; pero aquello parecía ser algo natural en ese tipo de gente. Era sorprendente que no se lamentaran apenas de las incomodidades y angosturas del local habilitado para dormir. Bárbara, filosóficamente, compartió con otras cuatro señoras el minúsculo camarote de Freeman, que apenas podía servir de incómodo cobijo a dos personas. Los sirvientes de las reales personas tendieron hamacas para ellos mismos bajo la divertida dirección de los marineros, sin hacer remilgos; era como si durante veinte años de destierro, de errar por toda Europa, hubiesen aprendido en la adversidad algunas lecciones que aún conservaban presentes en la memoria. Ninguno de ellos parecía dispuesto a dormir, pero, con la excitación que les dominaba y sus gratas esperanzas, probablemente tampoco habrían conciliado el sueño en lechos de pluma instalados en un palacio.
Ciertamente, Hornblower, después de intentar dormir una hora o dos en el coy tendido para él en el puente (no había dormido en coy desde que estuvo reparando la Lydia en la isla de Coiba), acabó por cejar en su empeño, y permaneció echado, contemplando el firmamento en la noche, salvo cuando un par de chaparrones le forzaron a taparse hasta la cabeza con el capote embreado que le proporcionaron. Así, despierto, por lo menos estaba seguro de que seguía soplando viento del oeste, como podía esperarse de la época del año. De haber amainado o cambiado, ya tenía decidido seguir hasta Ruán en los botes de los barcos. Pero no era necesario; el alba vino con un aumento de la brisa de occidente, acompañado de chubascos, y dos horas después de amanecer empezó a subir la marea y Hornblower pudo dar la orden de levar anclas.
Al dar vuelta el meandro siguiente, se vieron claramente las torres de la catedral; en el que vino después, sólo un estrecho istmo les separaba de la ciudad, aunque todavía quedaba por cubrir una larga y hermosa curva del río. Aún no había avanzado mucho la tarde cuando doblaron el último recodo y vieron toda la ciudad tendida ante ellos, la isla con sus puentes, sus muelles abarrotados de embarcaciones fluviales, el mercado al lado opuesto del embarcadero, y las altas torres góticas que contemplaron la tragedia del suplicio de Juana de Arco. Era un asunto peliagudo anclar justamente al pie de la ciudad, con la pleamar aún en curso; Hornblower tuvo que aprovechar una pequeña curva en la corriente para fachear por completo y fondear de popa, a dos cables más de la ciudad que en otras circunstancias cualesquiera. Escudriñó con su catalejo por si acudía alguna diputación a saludarles, y el duque se le acercó, propenso a irritarse a la menor dilación.
—Prepáreme un bote, por favor, señor Freeman —dijo Hornblower, por último—. ¿Quiere avisar a mi timonel?
Ya se estaba reuniendo gente en los muelles para mirar los buques ingleses, la enseña blanca y las flores de lis de los Borbones; desde hacía veinte años no las habían visto. La muchedumbre era enorme cuando Brown atracó el bote al muelle, debajo del mismo puente. Hornblower subió los escalones, bajo las miradas de la multitud, impasible y callada, muy distinta de cualquier otro gentío francés que hubiese visto antes. Divisó a un hombre uniformado, un sargento de vigilantes de Aduanas.
—Deseo ver al alcalde —anunció.
—Sí, señor —dijo el vigilante con respeto.
—Búsqueme un carruaje —ordenó Hornblower.
El otro vaciló un poco; miró en torno con cierto recelo, pero pronto comenzaron a oírse algunas voces que hacían sugerencias entre la multitud, y no tardó en aparecer un ruidoso coche de alquiler. Hornblower montó en él y se alejaron con estrépito. El alcalde le recibió en el umbral del Ayuntamiento, adonde se dirigió desde su escritorio tan pronto como tuvo noticia de su llegada.
—¿Dónde está la recepción para su alteza real? —preguntó Hornblower—. ¿Por qué no se han disparado salvas? ¿Cómo es que no han echado las campanas a vuelo?
—Monsieur… Excelencia… —El alcalde no sabía exactamente el significado del uniforme y la cinta de Hornblower, y quería asegurarse—. No sabíamos… no estábamos seguros…
—Pero han visto el estandarte real —dijo Hornblower—. Sabían que su alteza real venía hacia aquí desde El Havre.
—Sí, ha habido rumores —dijo el alcalde, remiso—. Pero…
Lo que el alcalde quería decir es que esperaba ver llegar al duque no sólo con fuerzas abrumadoras, sino de un modo discreto, para que nadie tuviera que declararse ostensiblemente a favor de los Borbones dispensándole un recibimiento inequívocamente favorable. Y aquello era precisamente lo que Hornblower había venido a imponerle.
—Su alteza real —dijo Hornblower— está seriamente enojado. Si quiere usted recuperar su favor y el de su majestad el rey, que seguirá al suyo, deberá hacer cuanto pueda, como desagravio. Dentro de dos horas tendrá preparada una diputación; usted, todos los concejales, los notables, el prefecto y el subprefecto, si continúan aquí, toda persona de relieve, para dar a monseñor la bienvenida cuando desembarque.
—Monsieur…
—Se tomará nota de los que acudan y los que no acudan —dijo Hornblower—. Las campanas de las iglesias pueden comenzar a repicar en seguida.
El alcalde trató de resistir la mirada de Hornblower. Aún tenía miedo de Bonaparte, aún le aterraba pensar que un revés de fortuna pudiera dejarle a merced del corso, ante quien tendría que responder de su conducta con los Borbones. Y, por otra parte, Hornblower sabía muy bien que, si lograba persuadir a la ciudad a ofrecer una bienvenida franca, Ruán lo pensaría muy bien antes de cambiar de bando por segunda vez. Estaba decidido a ganar aliados para su causa.
—Dos horas —añadió— serán más que suficientes para todos los preparativos, y para que se reúna la diputación, se adornen las calles y se dispongan alojamientos para sus altezas reales y el séquito.
—Monsieur, no comprende usted lo que eso significa —protestó el alcalde—. Significa que…
—Significa que deben decidir entre gozar del favor del rey o no —le cortó Hornblower—. Esto es lo que se les da a escoger.
Hornblower se guardó de apuntar que el alcalde también debía escoger entre arriesgarse o no a perecer en la guillotina a manos de Bonaparte.
—Una persona inteligente —dijo Hornblower, con intención— no dudaría un momento.
Tan indeciso estaba el alcalde que Hornblower llegó a pensar en la necesidad de recurrir a las amenazas. Podía amenazarle con una cruel venganza al día siguiente, o al otro, cuando llegara el ejército en su avance; más aún, podía asustarle con reducir la ciudad a escombros en el acto con los cañones de sus barcos, pero no era ésta amenaza que deseara poner jamás en ejecución, pues nada sería más inadecuado para dar la impresión que pretendía producir de un pueblo que recibía a sus príncipes después de muchos años de sufrimiento bajo un tirano.
—El tiempo apremia —insistió Hornblower, consultando su reloj.
Fue cosa de minutos ultimar los detalles. Hornblower había aprendido mucho de Hau respecto a desplegar los aspectos públicos de la realeza. Luego se despidió y regresó en el coche al puerto, entre los grupos silenciosos, hacia donde Brown esperaba en el bote, cada vez más inquieto. Apenas habían alcanzado la corriente cuando Brown aguzó el oído. El carillón de una iglesia comenzó a repicar, y no había pasado un minuto cuando se oyó el tañido de otras campanas. En el puente de la Porta Coeli, el duque escuchó lo que Hornblower tenía que decirle. La ciudad se disponía a darle la bienvenida.
Y cuando desembarcaron en el muelle, allí se encontraba una asamblea de notables, según lo convenido; carruajes y caballos, banderas blancas en las calles, y una multitud inerte, paralizada de angustia. Pero aquello significaba que Ruán se mantendría tranquila durante su permanencia en la ciudad, que la recepción ofrecería al menos una apariencia de alegría, de modo que Bárbara y Hornblower se retiraban todas las noches agotados.
Hornblower revolvía la cabeza en la almohada cuando una llamada a la puerta penetró al fin en su conciencia.
—¡Adelante! —gritó; Bárbara, a su lado, se agitó mohína cuando él alargó el brazo, medio en sueños, y descorrió las cortinas.
Era Dobbs, en zapatillas y mangas de camisa, los tirantes colgando y el pelo enmarañado. Llevaba una vela en una mano y un despacho en la otra.
—¡Se acabó! —dijo—. ¡Bonaparte ha abdicado! ¡Blucher está en París!
¡Al fin! Era la victoria; el fin de veinte años de guerra. Hornblower se incorporó, y guiñó los ojos a la luz de la vela.
—Hay que decírselo al duque —murmuró. Estaba reflexionando—. ¿Continúa el rey en Inglaterra? ¿Qué dice el despacho?
Se tiró de la cama en camisón, mientras Bárbara se quedaba sentada, con los cabellos en desorden.
—Muy bien, Dobbs —dijo Hornblower—. Saldré dentro de cinco minutos. Haga que despierten al duque y le prevengan de que iré a verle al instante.
Cogió los pantalones al desaparecer Dobbs, y, en equilibrio sobre una pierna, cruzó su mirada con la de Bárbara, medio dormida.
—Es la paz —dijo—. Se acabó la guerra.
Aunque le habían despertado con brusquedad, Hornblower se vistió e hizo todo lo demás extraordinariamente deprisa. Estaba recogiéndose el camisón dentro de los pantalones, y el largo faldón de aquella prenda cálida y voluminosa hacía un bulto incómodo y antiestético cuando Bárbara replicó.
—Sabíamos que llegaría —dijo, algo displicente. Durante los acontecimientos de los últimos días había tenido muy poco tiempo para dormir.
—Hay que informar en seguida al duque, de todos modos —dijo Hornblower, introduciendo los pies de golpe en los zapatos—. Espero que parta hacia París con el alba.
—¿Con el alba? ¿Qué hora es?
—Me parece que serán las tres.
—¡Oh! —exclamó Bárbara, dejándose caer otra vez sobre la almohada.
Hornblower se puso la casaca y se detuvo un momento para besar a Bárbara, pero ella le devolvió la caricia sólo por fórmula.
El duque le hizo esperar quince minutos en el salón de la residencia del desaparecido prefecto, donde le habían instalado. Oyó la noticia con sus consejeros en torno, y su real estoicismo no le consintió exteriorizar la menor emoción.
—¿Qué hay del usurpador? —Fue su primera pregunta, después de escuchar los informes de Hornblower.
—Su futuro está decidido en parte, alteza. Le han prometido una soberanía de poca importancia —dijo Hornblower.
Y al decirlo, le pareció absurdo.
—¿Y su majestad, mi tío?
—El despacho no dice nada, alteza. Sin duda Su Majestad saldrá de Inglaterra ahora. Tal vez esté ya en camino.
—Hemos de estar en las Tullerías para recibirle.