CAPÍTULO VIII

Aquel sujeto, Lebrun, era un verdadero fastidio, al pedir una entrevista particular de semejante modo. Hornblower ya tenía bastante que hacer sin necesidad de escucharle: los agujeros abiertos por los cañonazos en los flancos de la Flame tenían que taponarse lo suficiente para que pudiera atravesar el canal otra vez; la exigua tripulación de la Porta Coeli (no todos marineros, precisamente) había tenido que distribuirse entre no menos de cuatro barcos (los dos bergantines, el mercante de las Indias y el lugre), y a la vez había que mantener una guardia apropiada sobre más de cien prisioneros de una u otra nacionalidad; era necesario vigilar a los amotinados para que no sucediera nada en perjuicio de su futuro juicio; y, lo peor de todo, había que redactar un extenso informe. Algunos tal vez juzgaran que esta última tarea era cosa fácil, puesto que se trataba de relatar una larga serie de éxitos, dos presas, el rescate de la Flame; la mayoría de los rebeldes encadenados bajo cubierta y su cabecilla muerto por su propia mano. Pero había que contar con la tarea física de escribirlo, y Hornblower estaba exhausto. Además, su redacción sería difícil, pues de antemano preveía que debería seguir un incierto curso entre la Escila de un descarado alarde y la Caribdis de una fingida modestia. ¡Cuántas veces había arrugado la nariz con disgusto al leer los esfuerzos literarios de otros oficiales! Y la muerte de Nathaniel Sweet a manos del terrible comodoro Hornblower, aunque quedase bien en una historia de la Armada, y, desde el punto de vista de la disciplina del servicio, fuese el mejor desenlace posible, podría no parecerlo tanto a ojos de Bárbara. Tampoco él hallaba grato el recuerdo de aquella cabeza blanca hundiéndose bajo las olas, y pensó que Bárbara, viéndose obligada a recordar que él había derramado sangre, aniquilado una vida humana con sus propias manos (aquellas manos que decía amar, y que había besado tantas veces), tal vez sintiera hacia él repulsión y enojo.

Pudo librarse al fin con un esfuerzo de aquella intrincada maraña de pensamientos y recuerdos, con Bárbara y Nathaniel Sweet en primer término, y se encontró mirando distraído al joven marinero que le traía recado de Freeman a propósito de la petición de Lebrun.

—Mis saludos al señor Freeman, y dígale que puede enviarme a ese individuo.

—Sí, señor —dijo el marinero, llevándose la mano a la frente, y volviéndose luego muy aliviado.

El comodoro le había estado mirando sin pestañear al menos tres minutos, que le habían parecido tres horas.

Una guardia armada condujo a Lebrun al camarote de Hornblower, donde éste le examinó detenidamente. Era uno de los seis prisioneros hechos cuando la Porta Coeli se internó en el puerto de El Havre, uno de los delegados que habían subido a cubierta a darles la bienvenida creyendo que era la Flame, dispuesta a entregarse.

—¿Monsieur habla francés? —preguntó Lebrun.

—Un poco.

—Más que un poco, si son ciertas todas las historias que corren acerca del capitán Hornblower.

—¿Qué desea? —le cortó Hornblower, a quien fastidiaba aquella retórica continental.

Lebrun era un hombre de aspecto joven, cetrino, con dientes blancos y relucientes, y producía una impresión general de untuosidad.

—Soy adjunto del barón Momas, alcalde de El Havare.

Hornblower trató de disimular todo signo de interés, pero sabía que, dentro del régimen imperial, el alcalde de una ciudad grande como El Havre era un personaje muy importante, y que su adjunto (lugarteniente o delegado) también era un funcionario fijo de relieve.

—Habrá oído hablar de la casa Momas Fréres. Ha comerciado con América desde hace varias generaciones. La historia de su prosperidad corre parejas con la del desarrollo de El Havre mismo.

—¿Sí?

—Asimismo, la guerra y el bloqueo han causado un efecto desastroso, tanto en la fortuna de la casa Momas como en la ciudad.

—¿Sí?

—La Caryatide, la nave que capturó usted con tanto ingenio hace dos días, monsieur, podría haber rehecho la hacienda de todos nosotros, pues, como podéis comprender, un solo barco que burle el bloqueo vale tanto como diez que arriben en tiempo de paz.

—¿Sí?

Monsieur le Baron y la ciudad de El Havre estarán desesperados, no me cabe duda, por su captura antes de haber podido descargarla.

—¿Sí?

Los dos hombres se miraron uno a otro, como duelistas durante una pausa; Hornblower, decidido a ocultar totalmente la curiosidad y el interés que sentía, y Lebrun vacilando antes de seguir soltando prenda.

—Supongo, monsieur, que cuanto tengo que decirle se considerará estrictamente confidencial.

—No prometo nada. Sólo puedo decirle que es mi deber comunicar cuanto usted me diga al gobierno de su majestad el rey de Gran Bretaña.

—Vuestro Gobierno será discreto, por la cuenta que le tiene, supongo —murmuró Lebrun.

—Los ministros de su majestad toman sus decisiones con absoluta independencia —advirtió Hornblower.

—¿Sabe usted, monsieur —continuó Lebrun, dispuesto a arriesgarlo todo—, que Bonaparte ha sido derrotado en una gran batalla en Leipzig?

—Sí.

—Los rusos están en el Rin.

—Así es.

—¡Los rusos están en el Rin! —repitió Lebrun, maravillado.

Todo el mundo, bonapartistas y antibonapartistas, estaba asombrado de que el compacto Imperio hubiese cedido terreno a través de media Europa en unos pocos meses.

—Y Wellington marcha sobre Toulouse —añadió Hornblower. No venía mal recordar a Lebrun la amenaza británica en el sur.

—Así es. El Imperio no podrá ya resistir mucho.

—Me complace que piense usted así. —Y cuando el Imperio caiga, habrá paz, y con la paz se reanudará el comercio.

—Sin duda —afirmó Hornblower, aún algo receloso.

—Los beneficios serán enormes durante los primeros meses. Toda Europa lleva años privada de productos extranjeros. En este momento, el auténtico café se paga a más de cien francos la libra.

Ahora Lebrun enseñaba sus cartas, más a la fuerza que por su gusto. Había una expresión de avaricia en su rostro que dijo mucho a Hornblower.

—Todo eso es evidente, monsieur —observó este último, con reserva.

—Una casa que estuviera preparada para el momento de la paz, con sus almacenes abarrotados de productos coloniales listos para distribución inmediata, obtendría cuantiosos beneficios. Estaría muy por delante de sus competidores. Podrían ganarse millones. ¡Millones! —Estaba claro que Lebrun pensaba ya en la posibilidad de que algunos de aquellos millones fueran a parar a su propio bolsillo.

—Tengo muchos asuntos que atender, monsieur —dijo Hornblower—. Le ruego que vaya al grano.

—Su majestad el rey de Gran Bretaña puede muy bien permitir a sus amigos que se preparen por anticipado —dijo Lebrun, sin apresurarse.

No era de extrañar, puesto que tales palabras les podían llevar a la guillotina, de llegar a oídos de Bonaparte. Lebrun se ofrecía a traicionar al Imperio a cambio de ventajas comerciales.

—Su majestad necesitaría ante todo pruebas irrefutables de que sus amigos son realmente sus amigos —dijo Hornblower.

—Un quid pro quo —dijo Lebrun, poniendo por primera vez en un apuro a Hornblower, pues la pronunciación francesa del latín era muy distinta a todo lo que estaba habituado a escuchar. Y tuvo que rebuscar en su cerebro preguntándose qué extraña palabra había pronunciado Lebrun, hasta que al fin cayó en la cuenta.

—Puede explicarme de qué se trata, monsieur —dijo Hornblower con solemne dignidad—, pero no puedo hacerle promesas de ningún género. El Gobierno de su majestad probablemente rehusará comprometerse en modo alguno.

Era curioso advertir cómo conseguía remedar el estilo y la dicción ministeriales. Igual podía haber hablado su solemne cuñado, Wellesley. Tal vez la alta política ejerciera su influencia en todo el mundo. En aquel caso en particular convenía así, pues le ayudaba a disimular su impaciencia.

—Un quid pro quo —repitió Lebrun, meditabundo—. ¿Y si la ciudad de El Havre se declarase contra el Imperio, en favor de Luis XVIII?

Hornblower había pensado en tal posibilidad, pero la dio de lado por parecerle demasiado buena para ser factible.

—Y si lo hiciera, ¿qué? —dijo cautamente.

—Podría ser el ejemplo que el Imperio está aguardando, y propagarse. Bonaparte no podría resistir un golpe semejante.

—Ha sobrevivido a muchos otros.

—Pero ninguno de esta índole. Si El Havre se declarase a favor del rey, la ciudad sería aliada de la Gran Bretaña. El bloqueo no tendría por qué seguir; o, si lo hiciera, podría otorgarse a la casa Momas Fréres una licencia de importación, ¿verdad?

—Tal vez. Pero recuerde que no prometo nada.

—Y cuando Luis XVIII estuviese repuesto en el trono de sus padres, miraría con simpatía a quienes se hubieran alzado primero en su favor —dijo Lebrun—. El adjunto del barón Momas podría contar con una carrera magnífica en el porvenir.

—Sin duda —convino Hornblower—. Pero ha hablado usted de sus sentimientos personales. ¿Está igualmente seguro de los de monsieur le Baron? Y, fueran cuales fuesen éstos, ¿puede garantizar que la ciudad le seguiría en caso de declararse?

—Puedo responder del barón, se lo aseguro, señor. Conozco… tengo ciertas nociones de su modo de pensar.

Probablemente, Lebrun había estado espiando a su jefe por encargo del gobierno imperial, y no tenía inconveniente en aplicar sus averiguaciones a otra causa más productiva.

—Pero ¿y la ciudad? ¿Y las otras autoridades?

—El día que me hizo prisionero, señor —dijo Lebrun—, llegaron de París algunos modelos de proclamas y noticias anticipadas de ciertos decretos imperiales. Había que imprimir las proclamas (mi último acto oficial fue dar esa orden), y para el lunes se proyectaba fijarlas y dar publicidad a los decretos.

—¿Sí?

—Son los más drásticos de la despótica historia del Imperio. Movilización. Se llama a filas al resto de la quinta de 1815, y se revisan todas las anteriores, hasta la de 1802. Afecta a chiquillos de diecisiete años, lisiados, inválidos, padres de familia, hasta a aquellos que han pagado redención en metálico.

—Francia debe de estar acostumbrada a los alistamientos.

—Francia ha llegado a cansarse de esto, señor. Tengo noticia oficial del número de desertores y de la severidad de las medidas dictadas contra ellos. Pero no es sólo el reclutamiento, señor. Los otros decretos son más duros todavía. ¡Los impuestos! Contribuciones directas e indirectas, droits réunis, y otros más. Los que sobrevivamos a la guerra tendremos que mendigar.

—¿Y cree usted que la publicación de esos decretos promoverá el descontento suficiente para que haya una rebelión?

—Tal vez no. Pero constituirá un magnífico punto de partida para un líder decidido.

Lebrun era bastante listo. Su última indicación era muy sagaz, y podía ser cierta.

—¿Y las demás autoridades de la ciudad? ¿El gobernador militar? ¿El prefecto del Departamento?

—Algunos de ellos son de fiar. Conozco sus opiniones tanto como las de monsieur le Baron Momas. En cuanto a los otros, una docena de detenciones simultáneas, una arenga a las tropas en los cuarteles, la llegada de fuerzas británicas (las suyas, señor), una proclama vibrante al pueblo, la declaración del estado de guerra, el cierre de las puertas, y todo saldría bien. El Havre está aceptablemente fortificado, como ya sabe, señor. Sólo un ejército con pertrechos adecuados podría rescatarla, y Bonaparte no dispone de él. La noticia se difundiría como un relámpago por todo el Imperio, aunque Bonaparte tratara de contenerla.

Ese hombre, Lebrun, tenía ideas y perspicacia, fueran cuales fuesen sus principios morales. Había trazado un claro esbozo de un típico golpe de estado. Si el intento tenía éxito, los resultados serían importantes; y aunque fallase, la lealtad quedaría resquebrajada en todo el Imperio. La traición es infecciosa, como había apuntado Lebrun. Las ratas de un barco que se hunde siguen el ejemplo de la primera que lo abandona con notable rapidez. Se arriesgaba poco en ayudar a los planes de Lebrun, y en cambio el beneficio podía ser inmenso.

Monsieur —dijo Hornblower—, hasta ahora he tenido paciencia. Pero aún no me ha hecho ninguna propuesta concreta. Palabras, ideas nebulosas, esperanzas, deseos; eso es todo, y yo soy un hombre muy ocupado, ya se lo he dicho. Explíquese y deprisa, si no le causa demasiada molestia.

—Seré concreto, pues. Déjeme ir a tierra; como pretexto puede decir que voy para concertar las condiciones de un canje de prisioneros. Permítame que asegure a monsieur le Baron su apoyo inmediato. En los tres días que quedan hasta el lunes próximo, puede terminar los preparativos. Entretanto, permanezca por estas aguas con todas las fuerzas que pueda reunir. Tan pronto como tengamos en nuestro poder la ciudadela, izaremos la bandera blanca, y entonces podrá entrar en el puerto y sorprender a todos los posibles disidentes. A cambio de esto, una licencia en favor de Momas Fréres para importar productos coloniales, y su palabra de honor de caballero de que informará al rey Luis de que fui yo, Hercule Lebrun, quien le sugirió este plan.

—¡Ejem! —exclamó Hornblower.

Apenas se servía ya de aquel carraspeo, después de haberse burlado de él Bárbara, pero en aquel momento crítico se le escapó. Tenía que meditar. Necesitaba tiempo para pensar. La larga conversación en francés le había resultado fatigosa, por falta de costumbre. Alzó la voz para llamar al centinela de la puerta.

—Avise a la guardia que se lleve a este prisionero.

—¡Señor! —protestó Lebrun.

—Le haré saber cuál es mi decisión dentro de una hora —dijo Hornblower—. Entretanto, las apariencias requieren que se le trate con severidad.

—¡Señor, recuerde que todo esto es secreto! ¡No diga una palabra! ¡Por Dios…!

Lebrun tenía una conciencia clara de la necesidad del secreto al planear una rebelión contra un soberano como Bonaparte. Hornblower iba pensando en ello mientras subía a la toldilla para pasear de arriba abajo, desalojando los problemas administrativos de menor cuantía de su mente para consagrarse al estudio de este otro, superior a todos.