CAPÍTULO XI
—Excelencia —dijo Lebrun, entrando en la estancia donde Hornblower se hallaba sentado ante su escritorio—, una diputación de pesadores ha solicitado audiencia.
—¿Sí? —dijo Hornblower. Con Lebrun tenía cuidado de no comprometerse antes de tiempo.
—He tratado de averiguar lo que desean, excelencia.
Seguro que Lebrun conseguía hacerlo de maravilla. Por lo pronto, Hornblower había procurado dejarle creer que le gustaba, cosa natural, oírse llamar excelencia al final de cada frase, y que eso le hacía más manejable.
—Es acerca de uno de los buques apresados. —¿Sí?
—Llevaba uno de sus certificados acreditando que procedía del puerto libre de El Havre; pero un buque inglés se apoderó de él.
—¿De veras?
Lo que Lebrun ignoraba era que encima de la mesa, ante su vista, Hornblower tenía el informe del capitán del bergantín inglés que había efectuado la captura. El capitán estaba convencido de que el barco, antes de caer en sus manos, acababa de escaparse de Honfleur, al otro lado del estuario, después de vender allí su pesca. Como Honfleur estaba aún en los dominios de Bonaparte, y en consecuencia bloqueado, pagaría la pesca tres veces más cara que en El Havre liberado. Era un caso de trato con el enemigo, y correspondía al Tribunal de Presas decidir el asunto.
—Deseamos conservar la buena disposición de la gente, excelencia, en especial de la población marítima. ¿No podría asegurar a la diputación que el barco será devuelto a sus dueños?
Hornblower se preguntó cuánto habrían pagado los propietarios de los pesqueros de la ciudad a Lebrun para que ejerciera su influencia en favor suyo. Lebrun debía de estar haciendo la fortuna que apetecía tanto como el poder.
—Que pasen —dijo Hornblower.
Disponía de unos minutos para preparar unas palabras. Mejor así, pues su francés era lo bastante deficiente para obligarle a usar circunloquios cuando se le resistía una palabra o una frase.
Los diputados, tres pescadores normandos de cabellos grises, con aires de gran respetabilidad y ataviados con sus trajes de domingo, entraron sonriendo cuanto les permitía su reservado carácter. Probablemente Lebrun les había asegurado en la antecámara que su pleito estaba resuelto. Se quedaron estupefactos cuando Hornblower comenzó a hablarles de los tratos con el enemigo y sus consecuencias. El comodoro les indicó que El Havre estaba en guerra con Bonaparte, en una guerra a muerte. Caerían cientos de cabezas si Bonaparte salía victorioso de la contienda y reconquistaba la ciudad. Las escenas de horror que se habían presenciado cuando cayó Tolón, veinte años antes, se repetirían ahora multiplicadas por mil en El Havre. Hacía falta un esfuerzo conjunto para conseguir que el tirano cayese. A eso tenían que atender, y no a aumentar sus ganancias personales. Y terminó anunciándoles no sólo su intención de permitir que el barco apresado pasara a la jurisdicción del Tribunal de Presas británico, sino su firme determinación, si el intento se repetía, de enviar a oficiales y tripulantes ante un consejo de guerra, cuya sentencia sería, sin duda alguna, de muerte.
Lebrun acompañó a la diputación al salir. Por un momento, Hornblower se preguntó cómo explicaría Lebrun aquel fracaso, pero no pudo entretenerse mucho pensándolo. El gobernador de El Havre sufría una enorme demanda de tiempo y de energía. Hornblower suspiró al contemplar los papeles amontonados sobre la mesa. Había muchísimo que hacer: Saxton, el oficial de Ingenieros que acababa de llegar de Inglaterra, decía que había que construir una nueva batería, media luna o estrella, en su bárbara jerga de zapador, para cubrir las defensas de la puerta de Ruán. Todo eso estaba muy bien, pero tendría que exigir la colaboración de los ciudadanos para las obras. Había un rimero de papelotes de Whitehall, en su mayoría informes de espías relativos a la fuerza y los movimientos de Bonaparte. Después de echarles un vistazo, decidió que merecían detenido estudio. Otro problema era el de descargar los barcos de víveres que Whitehall le había enviado. El Havre tenía que abastecerse bien de alimentos para el caso de un cerco riguroso, y él tenía que hallar el modo de almacenar mil barriles de carne salada. Quedaba la cuestión del servicio de vigilancia en las calles. Se habían saldado viejos agravios personales con el asesinato de importantes bonapartistas (Hornblower sospechaba que Lebrun había intervenido en uno de ellos), y ya tenía noticia de algún conato de represalia mediante asesinato secreto. No podía arriesgarse, ahora que la ciudad estaba bajo control, a que se dividiera en su propio perjuicio. Se estaba celebrando el consejo de guerra contra los rebeldes de la Flame a quienes él no había perdonado. En todos los casos, la sentencia iba a ser de muerte, sin remisión, y aquello le daba ya que pensar. Era comodoro de la escuadra británica, así como gobernador de la plaza, y debía atender los múltiples problemas propios de la escuadra. Tenía que decidir si…
Ya estaba Hornblower dando paseos por la habitación. Aquel despacho del Ayuntamiento servía mucho mejor para ello que cualquier toldilla. Había dispuesto de dos semanas para adaptarse a la falta de aire fresco y amplios horizontes. Llevaba la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos unidas a la espalda, mientras iba de acá para allá meditando sobre las decisiones que de él se esperaban. Aquélla era la recompensa al éxito; verse encerrado en una oficina, encadenado a un escritorio, dividiendo su tiempo entre una docena de jefes de sección y un sinnúmero de personas que solicitaban favores. Tanto podía ser un acosado comerciante de la City como un oficial de la Armada, salvo que por ser esto último ostentaba el deber y responsabilidad adicional de remitir largos informes diarios a Whitehall. Tal vez había sido un gran honor que le confiaran el gobierno de El Havre para encabezar el ataque contra Bonaparte, pero no podía resultar más oneroso.
Otra interrupción. Esta vez un oficial entrado en años, con uniforme verde oscuro, agitaba un papel en la mano. Era… ¿cómo se llamaba?, Hau, capitán del 60° de Fusileros. Nadie sabía exactamente cuál era su nacionalidad; tal vez ni él mismo. El 60°, una vez perdido su título de Americanos Reales, se había convertido más bien en un almacén de extranjeros al servicio de la Corona. Al parecer aquel Hau, antes de la Revolución Francesa, había sido funcionario de la Corte de uno de los innumerables pequeños estados del lado francés del Rin. Su soberano había pasado veinte años en el exilio y sus súbditos llevaban veinte años siendo franceses, mientras el antiguo funcionario pasaba igual período ejerciendo extrañas actividades por cuenta del Gobierno inglés.
—Ha llegado la valija del Foreign Office, señor —dijo Hau—, y este despacho lleva la marca de «urgente».
Hornblower dejó de ocuparse del nombramiento de un nuevo juez de paz (en sustitución del último titular, a quien se suponía refugiado en territorio bonapartista) para prestar atención a este otro problema.
—Nos mandan a un príncipe —dijo Hornblower, después de leer la misiva.
—¿A cuál, señor? —preguntó Hau, muy interesado.
—Al duque de Angulema.
—Heredero de la dinastía borbónica —dijo Hau, circunspecto—. Es el primogénito del conde de Artois, hermano de Luis. Por su madre desciende de la Casa de Saboya. Y está casado con María Teresa, la prisionera del Temple, hija del mártir Luis XVI. Buena elección. Debe de tener ahora cuarenta años.
Hornblower se preguntaba algo perplejo para qué iba a servirle un príncipe. A veces convenía contar con un testaferro, pero preveía (porque sobre él pesaba un buen lastre de desilusiones) que la presencia del duque le causaría con frecuencia infructuosas preocupaciones.
—Llegará mañana, si el viento es favorable —prosiguió Hau.
—Lo es —dijo Hornblower, mirando por la ventana la enseña blanca de los Borbones y la bandera del Reino Unido, que ondeaban juntas en la fachada.
—Habrá que escribirle con toda la solemnidad que requiere la ocasión —dijo Hau, hablando sin darse cuenta en francés, por una lógica asociación de ideas—. Un príncipe Borbón que pone pie en suelo de Francia por primera vez desde hace veinte años. En el muelle le saludarán todas las autoridades. Salvas reales. Procesión hasta la iglesia, donde se cantará un Te Deum. Y después, en comitiva al Ayuntamiento, y allí una gran recepción.
—Todo eso es cosa suya —le atajó Hornblower.
El crudo frío del invierno se mantenía con igual rigor. En el muelle, donde Hornblower aguardaba mientras remolcaban hasta el puerto la fragata en la que venía el duque, soplaba un viento nordeste que le cortaba la piel, después de atravesar el pesado capote que le cubría. Le daban lástima los marineros y la tropa formados en línea, y los otros marineros encaramados a las vergas de los buques de guerra anclados en el puerto. Por su parte, acababa de bajar del Ayuntamiento, donde había permanecido hasta que un mensajero le llevó aviso de que el duque iba a desembarcar en seguida, pero los dignatarios y los funcionarios de segundo orden agrupados en torno suyo estaban allí desde hacía largo rato. A Hornblower le pareció oír castañetear al unísono varias dentaduras.
Observaba con interés profesional la operación de remolcar la fragata hasta su fondeadero; oía rechinar el molinete, y hasta él llegaban las enérgicas voces de mando de los oficiales. Lentamente, la nave se aproximó al muelle. La guardia y los segundos contramaestres subieron corriendo por el portalón, seguidos de los oficiales con uniforme de gala. Formó la guardia de infantería de Marina. Tendieron una plancha de la pasarela al muelle, y por ella salió el duque, alto, tieso, con uniforme de húsar y una cinta azul cruzándole el pecho. En el buque, los silbatos de los segundos contramaestres pitaron una llamada larga, los soldados de Marina presentaron armas y los oficiales saludaron.
—Adelántese a saludar a su alteza real, señor —apuntó a Hornblower su inseparable Hau.
Había un mágico punto medio en la plancha por donde pasaba el duque en aquel momento; al trasponerlo, cruzaba el límite entre el buque inglés y el suelo de Francia. El estandarte real francés bajó desde el calcés de la fragata. Los silbatos apagaron sus notas en un extático lamento. Las bandas reunidas iniciaron una marcha triunfal, se oyeron estruendosas salvas, y marineros y soldados presentaron armas según la costumbre de las respectivas fuerzas y naciones. Hornblower avanzó sin proponérselo, con el tricornio delante del pecho, en la postura que trabajosamente había ensayado ante Hau aquella misma mañana, y se inclinó ante el representante de su majestad cristianísima.
—Sir Oratio —dijo el duque cordialmente. Toda una vida en el exilio no había bastado para eliminar la dificultad que tiene para los franceses pronunciar la «h» aspirada. Miró en torno suyo—: ¡Francia, hermosa Francia!
Hornblower no podía imaginarse nada menos bello que el litoral de El Havre bajo el viento nordeste, pero tal vez el duque hablara sinceramente, y, en todo caso, sus palabras no sonaban mal para la posteridad. Era probable que le hubieran apuntado la frase los graves y uniformados dignatarios que bajaban tras él por la plancha. El duque presentó a uno de ellos como el chevalier d’honneur monsieur… (Hornblower no logró entender el nombre), y este palafrenero, a su vez, presentó al caballero mayor y al secretario militar.
Por el rabillo del ojo observaba el comodoro a los palaciegos apiñados tras él, estirándose después de una profunda reverencia, y con los sombreros aún delante del estómago.
—Cúbranse, caballeros, se lo ruego —dijo el duque; y en el acto desaparecieron canas y calvicies al resguardarse del viento invernal los dignatarios agradecidos.
También el duque parecía tiritar de frío. Hornblower lanzó una mirada a Hau y a Lebrun, quienes, con imperturbable cortesía, se iban dando codazos para estar más cerca de él y del duque, y decidió al punto reducir las demás presentaciones al mínimo indispensable, prescindiendo del minucioso programa elaborado por aquellos dos. No serviría para nada que le mandaran a un príncipe Borbón si le ponía en el trance de morir de pulmonía. Desde luego, era su propósito presentarle a Momas (el nombre del barón habría de pasar a la historia), y a Bush, el oficial más antiguo de la escuadra: uno de cada país, para recalcar la alianza concertada, aparte del placer que con ello proporcionaría a Bush, admirador de la nobleza y adorador de los personajes reales. El duque sería un nombre importante en la lista que Bush conservaba en la memoria, encabezada por el zar de todas las Rusias. Hornblower se volvió e hizo señas de que acercaran los caballos; el palafrenero se apresuró a sostener el estribo, y el duque montó con soltura, pues era jinete desde la infancia, como todos en su familia. Hornblower se acomodó en el caballo tranquilo que se había reservado, y los demás siguieron su ejemplo, algunos de los civiles algo molestos por la falta de costumbre de ceñir espada. Sólo había un cuarto de milla escaso hasta el templo de Nuestra Señora, y Lebrun había preparado las cosas de modo que no avanzaran un paso sin tropezar con un saludo de bienvenida a los Borbones; había banderas blancas en todas las ventanas, y un arco triunfal de flores de lis por encima del acceso al pórtico occidental de la iglesia. Pero las aclamaciones de la gente en la calle sonaban tenues en el viento glacial, y la procesión no podía inspirar mucho entusiasmo, dado que todo el mundo iba encorvado y arrebujado para protegerse.
La iglesia les ofreció grato refugio, como, en sentido figurado, era su misión brindarlo a todos los pecadores, pensó Hornblower un momento antes de enfrascarse de nuevo en sus asuntos. Tomó asiento detrás del duque; mirando de soslayo pudo ver a Lebrun, que se había situado allí intencionadamente para orientar a Hornblower. Observándole, éste sabría cómo comportarse y cuándo tenía que levantarse o ponerse de rodillas, pues aquélla era la primera vez que entraba en un templo católico o asistía a una ceremonia católica. Le contrariaba algo que sus preocupaciones no le permitieran observarlo todo tan de cerca como habría querido. Las vestiduras, el rito secular, seguramente le hubiesen atraído; pero se hallaba absorto pensando en los medios de los que se habría valido Lebrun para lograr que los sacerdotes arrostraran de aquel modo las iras de Bonaparte, y en qué medida se prestaría aquel vástago de los Borbones a tomar parte efectiva en la campaña. También habría querido saber el valor exacto de los informes que se habían infiltrado a propósito de una supuesta marcha de las tropas imperiales contra El Havre.
El incienso, el calor y el cansancio le mareaban, así como la inconsecuencia de sus reflexiones. Y estaba a punto de dar unas cabezadas cuando le despabiló Lebrun al ponerse en pie. Se apresuró a hacer lo mismo, y la procesión abandonó ordenadamente el templo.
Desde Nuestra Señora cabalgaron por la rue de París, azotada por el viento, y bordeando la gran plaza, antes de desmontar frente al Ayuntamiento. Los vítores de la gente parecían tibios y desmayados, y el duque, al agitar la mano o al alzar el sombrero, parecía ejecutar un acto maquinal y sin alma. Su alteza real poseía en alto grado la cualidad de resistir estoicamente calamidades en público, sin titubear, como es propio de la realeza; pero, por lo visto, la había adquirido a costa de volverse taciturno y reservado. Hornblower se preguntaba si podría sacar algún partido de él, pues bajo su dirección nominal no tardaría en derramarse sangre francesa en una contienda civil, o si habría llegado el momento de confiar en los partidarios de los Borbones dispuestos a luchar contra los bonapartistas.
Hornblower le observó desde el extremo opuesto del gran salón del Ayuntamiento (helado asimismo, a pesar del fuego encendido en las dos chimeneas de los extremos), mientras saludaba por turno a los dignatarios locales y a sus esposas, a medida que le iban siendo presentados. La sonrisa mecánica, la frase discreta pero formularia que les dirigía, las reverencias exactamente calculadas, desde una inclinación de cabeza hasta el más leve gesto; todo ello indicaba el cuidado con que le habían hecho ensayar cada ademán. Y apelotonados detrás de él y a su lado estaban sus consejeros, los nobles emigrados que había traído consigo, con Momas y Lebrun como representantes de Francia desde la Revolución, y Hau velando por los intereses británicos. No era extraño que aquel hombre actuase como un títere, con toda aquella gente tirando de sus hilos.
El comodoro se fijó en las narices enrojecidas y en los brazos rubicundos que por encima de los guantes exhibían las damas, tiritando bajo el escote exagerado de sus vestidos de corte. Esposas de comerciantes, de pequeños empleados, mal ataviadas con ropas arregladas deprisa y corriendo al enterarse de que estaban invitadas a la recepción; algunas, más gruesas, asfixiadas dentro de corsés muy apretados, y otras, más delgadas, esforzándose en desplegar la gracia lánguida y flexible que había estado de moda diez años antes. Bullían excitadas ante la perspectiva de ser presentadas a una persona real. Sus maridos también se habían contagiado un tanto y se movían presurosos de grupo en grupo, pero Hornblower sabía que todos ellos sentían una comezón, un temor al pensar que el monstruoso poder de Bonaparte no fuese destruido, que por unos breves días se vieran despojados de sus pequeñas fortunas o sus posibles pensiones, desterrados y sin blanca o víctimas de la guillotina. Una de las razones de haber enviado al duque era forzar a aquellos infelices a declararse abiertamente por la causa de los Borbones, y, sin duda, las insinuaciones privadas de Lebrun habrían influido mucho en su presencia allí. Las dudas y los dolores de cabeza quedaban ocultos; la historia sólo hablaría de la brillante recepción que señaló la llegada de un príncipe Borbón al suelo francés. La celebrada por el joven pretendiente en Holyrood debió de estar repleta de similares corrientes ocultas, pensó Hornblower de pronto, aunque la leyenda la presente hoy de muy distinto modo. Pero, por otra parte, la recepción del pretendiente no se vio ornada por el rojo de los infantes de Marina y el azul y oro de la Armada.
Alguien le tiraba de la manga; parecía un aviso, y Hornblower se volvió despacio y encontró a su lado a Brown, sobriamente ataviado con sus mejores prendas.
—El coronel Dobbs me envía a verle, señor —dijo Brown.
Hablaba tranquilo, sin mirar directamente a su capitán ni mover los labios más de lo estrictamente necesario. No quería llamar la atención de la concurrencia ni dar ocasión a nadie de oír lo que decía.
—¿Bien? —preguntó Hornblower.
—Ha venido un despacho, señor, y el coronel Dobbs dice que desea que lo vea. —Iré dentro de un instante— dijo Hornblower.
—Sí, señor.
Brown se retiró discretamente; a pesar de su corpulencia y altura, sabía pasar inadvertido cuando le importaba. Hornblower aguardó lo bastante para que nadie pudiera pensar que su partida coincidía con el recado de Brown, y luego salió del salón por delante de los centinelas de la puerta. Subió de dos en dos los escalones, y entró en su despacho, donde le esperaba el coronel de Marina, con su casaca roja.
—Ya están en movimiento, señor —dijo Dobbs, alargando el mensaje a Hornblower.
Era una tira de papel larga y estrecha, pero aún la habían hecho doblar a lo largo y también a lo ancho. Tan raro le pareció el mensaje que interrogó con la mirada a Cobbs antes de leerlo.
—Ha venido doblado en un botón de la casaca del mensajero, señor —explicó Dobbs—. Viene de un agente de París.
Muchas personas de elevada posición, según informes que Hornblower conocía, traicionaban a su imperial señor vendiendo secretos militares y políticos por provecho inmediato o adelantos futuros. Aquella carta debía de proceder de alguien así.
—El mensajero salió de París ayer —dijo Dobbs—. Fue en silla de posta a Honfleur, y ha cruzado el río hoy, después de ponerse el sol.
El mensaje estaba escrito por alguien que conocía su oficio, y decía:
Esta mañana, salió artillería de sitio del parque de Sablons por el río, aguas abajo. Iba el 107 regimiento de Artillería. Las piezas eran de 24 libras, y creo que sumaban 24. Llevaba agregadas tres compañías de Zapadores y una de Minadores. Se dice que manda la expedición el general Quiot. No sé qué otras fuerzas le asignarán.
No había firma, y la escritura estaba deformada a propósito.
—¿Es auténtico? —preguntó Hornblower.
—Sí, señor. Así lo dice Harrison. Y está de acuerdo con los otros mensajes que nos han llegado de Ruán.
Por consiguiente, Bonaparte, empeñado en una lucha a muerte en el este de Francia con rusos, prusianos y austríacos, defendiéndose rabiosamente en el sur contra Wellington, había hallado, sin embargo, el modo de reunir fuerzas para oponerse a la nueva amenaza en el norte. No cabía dudar del destino de aquella artillería de sitio. Bajando por el Sena desde París, sus únicos enemigos eran los rebeldes de El Havre; la presencia de zapadores y minadores era prueba evidente de que pensaban sitiar la plaza, y de que los cañones no tenían por única finalidad reforzar alguna fortificación terrestre. Además, Quiot estaba pasando revista a un par de divisiones en Ruán.
El Sena ofrecía a Napoleón unas condiciones óptimas para asestar un golpe a El Havre. Por agua, los pesados cañones podían ir mucho más deprisa que por carretera, sobre todo en invierno; hasta las tropas, hacinadas en lanchones, irían más deprisa así que a pie. Noche y día podrían remolcar las barcazas río abajo, y a aquellas horas ya estarían cerca de Ruán. No pasarían muchos días sin que Quiot pusiera sitio a la ciudad. Hornblower retrocedió con el pensamiento al último sitio que había presenciado, el de Riga. Recordó el implacable progreso de los trabajos de aproches, el continuado avance de gaviones y fajinas. Dentro de pocos días sería responsabilidad suya contrarrestar aquella amenaza mortal.
Sintió un repentino acceso de resentimiento contra Londres por haberle prestado tan poca ayuda; durante las dos semanas que llevaba El Havre en manos británicas, podía haberse hecho bastante. Había escrito con la mayor contundencia que pudo sobre los inconvenientes de una política de inactividad (eran las mismas palabras que puso en su informe); pero Inglaterra, con todo su ejército luchando a las órdenes de Wellington en el sur, desangrada por veinte años de incesante batallar, poco podía hacer por él. La rebelión que había instigado tenía que limitarse por fuerza a seguir a la defensiva, y, como tal, era sólo un factor militar secundario en la tremenda crisis. Política y moralmente, los efectos de su acción habían sido enormes, según le aseguraban entre lisonjas, pero estaba muy falto de medios para aprovecharse de ello militarmente. Bonaparte, cuyo imperio se suponía vacilante, que luchaba por subsistir en los campos nevados de la Champaña, había podido reunir dos divisiones y un tren de sitio para reconquistar El Havre. ¿Acaso no se podría vencer nunca a aquel hombre?
Hornblower había olvidado la presencia del coronel de Infantería de Marina; abstraído, miró por encima de su hombro. Era ya hora de que la rebelión dejase de estar a la defensiva para tomar la ofensiva, por limitados que fueran sus medios, y a despecho del poder del enemigo. Había que hacer algo, había que atreverse a algo. No podía resignarse a la idea de agazaparse tras las fortificaciones de El Havre, como un conejo en su madriguera, aguardando a que viniese Quiot y sus zapadores a desalojarle.
—Veamos el mapa otra vez —propuso a Dobbs—. ¿Cómo están ahora las mareas? ¿No lo sabe? Pues averígüelo inmediatamente. Y envíeme un informe de las carreteras entre la ciudad y Ruán. ¡Brown! Vaya al salón y dígale al capitán Bush que venga.
Todavía estaba haciendo planes y dando órdenes provisionales cuando entró Hau en el despacho.
—Está terminando la recepción, señor —dijo—. Su alteza real va a retirarse.
Hornblower echó una ojeada más al mapa del Sena inferior, extendido delante de él; tenía el cerebro en ebullición, lleno de cálculos sobre mareas y distancias por carretera.
—Ah, muy bien —dijo—. Iré dentro de cinco minutos.
Estaba sonriente cuando entró en el salón. Muchos ojos se volvieron a mirarle, y lo advirtieron. Era un poco irónico que aquella buena gente se sintiese más segura sólo porque Hornblower había recibido la noticia de que una amenaza se cernía sobre la ciudad.