CAPÍTULO IV

Todo era mucho más cómodo, sin duda alguna, y también la seguridad había aumentado. Ya no había peligro de que la Porta Coeli perdiese arboladura o velamen, o que sus costuras se abriesen más de la cuenta. Pero tampoco la acercaba aquello a la Flame y a su amotinada tripulación; por el contrario, a cada momento que pasaba iba derivando más lejos, y hacia sotavento. ¡Sotavento! La mente de Hornblower, como la de todos los marinos, estaba obsesionada con la importancia de mantenerse a barlovento del punto de destino. Refunfuñaba obstinado a cada vara de deriva, con más desgana que un avaro entregando sus monedas de oro. Allí en el Canal, a fines de otoño, cuando eran de esperar a diario borrascas del oeste, toda deriva hacia el este podría tener que recuperase luego a elevado interés. Cada hora de abatimiento tendría que recuperarse al amainar el viento, a costa de dos o tres horas de navegar contra él, a menos que soplara del este, lo cual no era de esperar.

Y cada hora podía resultar importante; pues nadie sabía cuál sería la próxima insensatez que cometerían los desesperados tripulantes de la Flame. En cualquier momento, el pánico podría inducirles a entregarse a los franceses; o los cabecillas podían abandonar el buque para refugiarse en Francia, escapando así definitivamente a la cuerda del verdugo. Y tarde o temprano cabía el peligro de que se filtrase en la Armada la noticia de que en un buque del rey se habían roto impunemente los lazos de la disciplina, y que unos marineros oprimidos estaban negociando de igual a igual con los lores del Almirantazgo. Hornblower se figuraba demasiado bien cuáles podrían ser los efectos de semejante noticia. Cuanto antes se hiciera un escarmiento con la Flame, mejor; pero aún seguía sin saber cómo arreglar el asunto. El temporal no la afectaría mucho y podría soportarlo bien al abrigo de la península normanda. Un buque de su tonelaje estaba en condiciones de aventurarse en cualquier parte de la bahía del Sena; por un lado, podían refugiarse en El Havre, y, por el otro, en el río de Caen.

Las baterías de la costa de Cotentin podían protegerla; los lugres y las lanchas cañoneras del Sena acudirían en seguida en su auxilio. Tanto en Cherburgo como en El Havre había fragatas y buques de línea franceses, a medio tripular e incapaces de darse a la vela, pero siempre dispuestos, llegado el caso, a alejarse unas millas de puerto y cubrir la huida de la Flame. Al aproximarse una fuerza superior, seguramente escaparía; tal vez decidiese resistir a un navío igual, como era la Porta Coeli, pero a Hornblower le inquietaba la perspectiva de atacar en igualdad de condiciones a un buque inglés tripulado por marineros armados del valor que da la desesperación. La victoria costaría un elevado precio: ¡qué clamor de triunfo alzaría Bonaparte en toda Europa si tenía noticias de una batalla entre dos buques ingleses! Habría muchos muertos; y ¿qué efecto produciría en la Armada el sorprendente acontecimiento de los marineros ingleses matándose unos a otros? ¿Qué resultados tendría en el Parlamento? Además, existían muchas probabilidades de que los dos bergantines se causaran tal estrago que sucumbiesen fácilmente a los lugres y cañoneras del corso. Peor aún, quedaba la alternativa de una derrota; un azar tan arbitrario como lanzar una moneda al aire podía decidir la acción. No; sólo como único recurso, y tal vez ni aun así, entablaría combate singular con la Flame. Pero entonces, ¿qué demonios hacer?

Hornblower volvió repentinamente a la conciencia del mundo que le rodeaba, retrocediendo del callejón sin salida en el que sus pensamientos le habían metido. El viento seguía aullando en torno suyo, pero ya no perduraba el muro de tinieblas. Ante sus ojos se destacaba en el firmamento el esbelto rectángulo de la gavia arrizada, con una débil claridad alrededor; las olas salpicadas de blanco en las que el bergantín se encaramaba con trabajo se distinguían bastante bien. Se acercaba la mañana. Ahí estaba, al pairo en mitad del Canal, fuera de vista de tierra. Y no hacía aún veinticuatro horas que estaba sentado, con ropas de seda, entre los caballeros de Bath y en la abadía de Westminster, y muchas menos que Bárbara… Pero aquella era otra sucesión de ideas de la que tuvo que desprenderse a toda prisa. Estaba lloviendo otra vez, y las gotas heladas le herían el rostro, impulsadas por el vendaval. Tenía un frío que le calaba hasta los huesos; al moverse sintió la bufanda de Bárbara ceñida al cuello y empapada del agua que había escurrido de su cara. Freeman estaba a su lado; la barba de un día que brotaba de sus mejillas contribuía de forma convincente a darle aspecto de gitano.

—El barómetro se mantiene bajo, señor —informó—. No hay señales de que el tiempo mejore.

—Tampoco yo las veo —accedió Hornblower.

Había poco tema de conversación, aunque Hornblower hubiese querido charlar con su subordinado. El cielo y el mar grises, el viento aullante, el frío que los envolvía, el sombrío pesimismo que nublaba los pensamientos del comodoro, todo ello le impelía a mantener el deliberado aire taciturno que tanto tiempo había cultivado.

—Avíseme al menor signo de cambio, míster Freeman —dijo.

Se dirigió a la escotilla; con gran esfuerzo consiguió adelantar un pie tras otro, y apenas pudo agacharse para apoyar las manos en las brazolas al bajar. Le crujían las articulaciones al entrar encorvado en su cabina para no tropezar con los amenazadores baos. Estaba entumecido de frío, cansancio y mareo. Se daba cuenta, malhumorado, de que era necesario mantenerse en pie y no tumbarse vestido en la litera como habría deseado; no por miedo al reuma, sino porque no habría posibilidad de secar en muchos días la ropa de la litera, si la mojaba. Y, además, allí estaba el inevitable Brown, surgiendo de pronto a su lado; por lo visto había estado al acecho en la despensa de la cámara, por si le veía regresar.

—Permítame que le quite el chaquetón, señor —dijo Brown—. Está usted helado, señor. Le quitaré la bufanda. Esos botones, señor. Siéntese y le podré quitar las botas, señor.

Brown le fue despojando de las ropas mojadas igual que si fuese una criatura. Sacó una toalla como por arte de magia, y le frotó las costillas con ella. Hornblower notó que la vida volvía por sus venas al roce del áspero lienzo. Brown le pasó por encima de la cabeza un camisón de franela, y luego se arrodilló sobre la movediza cubierta para frotarle las piernas y los pies. Por la mente ofuscada de Hornblower pasó una ráfaga de asombro ante la habilidad de Brown. Aquel hombre lo hacía todo bien; sabía hacer nudos y ayustes, y conducir un tronco de caballos; tallar barcos en miniatura para Richard, y servirle a la vez de aya y niñera; voltear el escandallo, aferrar y arrizar velas, y servir a la mesa; echar una mano al timón y trinchar un ganso; desnudar a un hombre exhausto y (lo que era más importante) sabía cuándo cortar el flujo de sus palabras tranquilizadoras, acostarle en silencio, echarle las mantas por encima y dejarle solo, sin pronunciar manidas o irritantes palabras deseándole que durmiera bien. En los últimos y tumultuosos pensamientos de Hornblower, antes de que el agotamiento le sumiera en el sueño, decidió que Brown era un miembro de la sociedad mucho más útil que él mismo; que si en su infancia le hubieran enseñado letras y números y el azar le hubiese llevado a la toldilla como guardiamarina y no al puente bajo, como simple marinero, probablemente ahora sería capitán. Y era significativo que al pensar aquello no sintiera la menor envidia de Brown. Se sentía lo bastante flojo como para admirarle sin resentimiento. Brown sería un excelente marido para cualquier mujer, siempre que no anduviera otra por ahí cerca. Tal idea le hizo sonreír, y sonriendo se quedó dormido, a pesar del mareo y de los cabeceos de la Porta Coeli al abrir las breves olas.

Se levantó horas después, reanimado y hambriento, escuchó benévolo el tumulto de la bulliciosa nave en torno suyo; y luego asomó la cabeza fuera de las mantas y llamó a Brown. El centinela de la puerta recogió la orden, y Brown se presentó casi en el acto.

—¿Qué hora es? —Las dos, señor.

—¿De qué guardia?

—De la tarde, señor.

Lo había sabido sin necesidad de preguntarlo. Llevaba cuatro horas durmiendo, naturalmente; nueve años de capitán no habían conseguido erradicar las costumbres adquiridas durante doce años de oficial de guardia. La Porta Coeli se hundió primero de popa y luego de proa al pasarle por debajo una ola muy encrespada.

—¿No se ha calmado el viento?

—Tenemos aún temporal, señor. Oeste sudoeste. Estamos a la capa, con la vela de estay del mastelero de mayor, y la gavia con tres rizos. No se ve la tierra ni hay un solo buque a la vista.

Éste era un aspecto de la guerra al que debería haberse acostumbrado: una espera interminable y el peligro en el horizonte. Se sentía maravillosamente reconfortado por sus cuatro horas de sueño. Nada quedaba ya de su depresión y sus anhelos de que la guerra terminase, no desaparecidos, pero sí oscurecidos por el fatalismo del veterano, ya recuperado. Se desperezó en su litera, agitada por la mar gruesa. Decididamente, el estómago seguía algo sensible, pero con el reposo y tendido como estaba, ya no parecía hallarse en activa rebelión, aunque pudiera soliviantarse si él emprendía alguna actividad. ¡Pero no tenía por qué hacerlo! Si se levantaba y se vestía, ninguna tarea le esperaba. Las guardias no le incumbían; legalmente, era un simple pasajero, y hasta que el temporal no cediese o no surgiera algún peligro imprevisto, no tenía que preocuparse de nada. Todavía le quedaban muchas horas de sueño que recuperar; probablemente le aguardaban muchas noches de ansiedad e insomnio cuando emprendiera la misión que se le había asignado. Lo mejor sería aprovechar todo lo posible su presente languidez.

—Muy bien, Brown —dijo, procurando imprimir a su voz la indiferencia que siempre se esforzaba por demostrar—. Llámeme cuando amaine el tiempo.

—¿El desayuno, señor? —La sorpresa de Brown se traslucía en el tono de su pregunta, y Hornblower se sintió halagado; Brown no habría esperado nunca una reacción semejante por parte de su inquieto capitán—. ¿Un poco de ternera fría y un vaso de vino, señor?

—No —dijo Hornblower. Temía que su estómago no pudiera resistir el menor alimento.

—¿Nada, señor?

Hornblower no se dignó siquiera responderle. Se había mostrado impredecible, y aquello suponía una ventaja evidente. En cualquier momento Brown podía volverse cada vez más engreído y suficiente, y aquello le bajaría las pretensiones y haría que se sintiera menos seguro de su conocimiento del carácter de su capitán. Hornblower creía que nunca podría ser un héroe para Brown, pero al menos podía ser desconcertante. Se quedó mirando plácidamente a los baos del techo, hasta que el estupefacto Brown se retiró, y luego se acomodó de nuevo, conteniendo una arcada. Resignado a su suerte, se sentía satisfecho de poder seguir tumbado, dormitando y soñando despierto. Tras el viento del oeste le esperaba un bergantín lleno de rebeldes. Bueno, aunque se iba apartando de ellos a razón de una o dos millas por hora, se les acercaba también lo más deprisa que podía. Y Bárbara había sido tan dulce…

Dormía tan ligeramente al final de la guardia que le despertaron las voces del contramaestre llamando a la guardia franca, cuando debería haber estado acostumbrado del todo a ellas. Gritó para que acudiese Brown, y saltó de la litera, vistiéndose apresurado a fin de disfrutar de la postrera luz del día. Al salir a cubierta, sus ojos contemplaron la escena desolada que esperaba: un cielo completamente gris, un mar gris salpicado de blanco y arrizado entre las olas cortas y empinadas del Canal. El viento seguía soplando con furia tempestuosa, y los oficiales de guardia lo aguardaban inclinados hacia él, con el sombrero impermeable calado hasta los ojos, mientras el vigilante se acurrucaba buscando cobijo tras la amurada de barlovento, a proa.

Hornblower se percató, al mirar a su alrededor, de la conmoción que había producido su aparición en cubierta. Era la primera oportunidad que la tripulación de la Porta Coeli tenía de verle a la luz del día. El guardiamarina de servicio, al sentir el codo del segundo contramaestre, desapareció bajo cubierta, seguramente para avisar a Freeman, y entre los marineros de proa también pudo advertir algunos codazos. Un tropel de negros capotes de hule mostró varias manchas blancas al volverse algunas caras hacia él. Estaban hablando de su persona: Hornblower, el que hundió el Natividad en el Pacífico, y luchó contra una escuadra francesa en la bahía de Rosas, y defendió Riga el año anterior contra todo el ejército de Bonaparte[1].

Ahora, Hornblower podía imaginarse con cierta ecuanimidad la posibilidad de ser objeto de conversaciones. Ciertamente, había cosas notables en su historial, victorias conseguidas por él, por las cuales era justo que ostentase laureles. Sus flaquezas, sus mareos y su melancolía podían inspirar una sonrisa de tolerancia, y no risas de burla. Los dorados laureles sólo estaban empañados por su conocimiento de sí mismo, pero no para los otros. Nadie estaba enterado de sus dudas y vacilaciones, ni siquiera de sus errores (no sabían, como él, que si hubiera hecho retirar las bombardas en Riga cinco minutos antes, como debía, el joven Mound aún seguiría vivo y sería un distinguido oficial de la Armada). Las maniobras de Hornblower con su escuadra en el Báltico habían sido descritas en el Parlamento como «el ejemplo más perfecto, en los últimos años, del empleo de una fuerza naval contra un ejército». Hornblower estaba al tanto de las imperfecciones, pero al parecer, los demás sufrían una cierta ceguera respecto a ellas. Podía mirar cara a cara a sus colegas, lo mismo que a sus iguales en sociedad. Tenía una esposa bella y noble, una esposa de gusto y de tacto, una esposa de quien podía estar orgulloso, y no como la pobre María, en su olvidada tumba de Southsea, a quien sólo a regañadientes se atrevió a exponer a las críticas del mundo.

Freeman apareció de pronto por la escotilla, abrochándose el impermeable; los dos hombres se llevaron la mano al sombrero.

—El barómetro ha empezado a subir, señor —gritó Freeman, ahuecando las manos delante de la boca—. Esto acabará pronto de soplar.

Hornblower asintió, a pesar de que en el mismo momento una ráfaga más fuerte le ciñó el capote de hule a las piernas: aquella ráfaga era justamente señal de que el temporal se acercaba a su fin. La luz se desvanecía ya en el cielo gris; al ponerse el sol era posible que el viento amainase.

—¿Viene conmigo a echar una ojeada? —vociferó Hornblower, y esta vez le tocó a Freeman el turno de asentir con la cabeza.

Avanzaron con trabajo por las cubiertas anegadas, y Hornblower iba examinándolo todo con detención. Dos cañones largos a proa, de seis libras; el resto del armamento eran carronadas de doce libras. Los cierres y aparejos estaban en buena forma. Arriba, la jarcia muerta y la de maniobra se hallaban dispuestas y bien cuidadas; pero la mejor prueba de que el buque iba perfectamente servido era que el mar no se había llevado nada durante el temporal de las últimas veinticuatro horas. Freeman era un buen capitán; Hornblower ya lo sabía. Pero no eran los cañones, ni siquiera las propiedades marineras del buque, lo que importaba sobre todo en aquella expedición. Lo primordial eran las fuerzas humanas. Hornblower lo revisó todo con rápidas miradas bajo las cejas fruncidas, esforzándose por no perder detalle del aspecto y comportamiento de la marinería. Parecían pacientes, no huraños, gracias a Dios. Se mantenían alerta, dispuestos a obedecer cualquier orden. Hornblower se sumergió por la escotilla de proa en el indescriptible estrépito y hedor del cerrado entrepuente. Había allí marineros durmiendo de esa forma increíble que tienen los marineros ingleses, roncando sonoramente, tumbados en la misma tablazón, a pesar del estrépito reinante en torno suyo. Otros, en apretados grupos, se entretenían jugando. Advirtió tirones de mangas y dedos que le señalaban al divisarle los hombres, que por primera vez tenían ante sus ojos al casi legendario Hornblower. Un intercambio rápido de gestos, un guiño. Hornblower, calculando sagazmente cuál era la atmósfera que le envolvía, apreció complacido que en ella había expectación, más que resignación o desgana.

Era curioso, pero no se podía negar que la gente estaba contenta de verse a órdenes suyas, del Hornblower a quien ellos se imaginaban (pensaba éste), y no del de carne y hueso que se presentaba ante ellos, vestido con su casaca y sus pantalones. Los pobres diablos sentían ansias de victoria, de excitación, de honores, de éxito. No se detenían a pensar que bajo el mando de Hornblower los hombres morían. La perspicacia resultante del mareo y el estómago vacío (Hornblower no podía acordarse de cuándo había comido por última vez) dejaban amplio juego a todo un conflicto de emociones en su interior: satisfacción al verse seguido de tan buen grado; piedad por las incautas víctimas; un escalofrío de emoción al pensar en acciones futuras, y una oleada de duda en cuanto a su capacidad de arrebatar el triunfo de las fauces del azar. Sentía también contento, admitió de mala gana, por encontrarse embarcado y con mando otra vez, y un pesar, amargo y profundo por la vida que acababa de dejar, por el cariño de Bárbara y el afecto confiado del pequeño Richard. Hornblower, al notar este torbellino interior, se reprochaba su loco sentimentalismo en el momento mismo en que su aguda mirada descubrió a un marinero que se llevaba la mano a la frente y saludaba con una mueca de turbada alegría[2].

—Yo le conozco —dijo Hornblower, tratando de recordar—. Veamos de dónde… Tuvo que ser en la Indefatigable.

—Así es, señor. Allí estuvimos juntos, señor. Y entonces no era usted más que un chiquillo, señor, si me lo permite. Guardiamarina de la cofa de proa, me acuerdo bien, señor.

El marinero se limpió la mano en la pernera de su pantalón antes de aceptar la que Hornblower le tendía.

—Se llama usted Harding —dijo Hornblower, haciendo un enorme esfuerzo de memoria—. Me enseñó a hacer costuras largas mientras estuvimos frente a Ouess.

—Es cierto, señor. Tiene mucha razón. Fue en 1792, ¿o en 1793?

—En el noventa y tres. Me complace saber que está usted a bordo, Harding.

—Muchas gracias, señor. Muchas gracias.

¿Por qué tenía que estar todo el mundo tan encantado porque él había reconocido a un antiguo compañero de barco de hacía veinte años?

¿Por qué debía tener aquello la menor importancia? Y, sin embargo, así era; Hornblower lo sabía y lo sentía. Era difícil decir si la piedad o el afecto a sus débiles semejantes ocupaba el primer lugar en el nuevo torrente de emociones que despertó el incidente. Bonaparte podía estar haciendo otro tanto en aquel mismo momento, reconociendo en cualquier vivaque alemán a algún antiguo camarada en las filas de la Guardia.

Habían llegado a la popa del bergantín, y Hornblower se volvió hacia Freeman.

—Ahora voy a comer, señor Freeman —dijo—. Tal vez podamos luego largar algo de lona. En todo caso, subiré a cubierta para ver si es posible.

—Sí, señor.

Comió sentado en la pequeña taquilla arrimada al mamparo. Carne de ternera salada y fría, un buen filete, sabroso para un paladar acostumbrado a ello, aunque durante los últimos once meses no lo probara. «Galletas Marinas Rexam Superfinas», de una caja forrada de plomo, descubiertas y proporcionadas por Bárbara; la mejor galleta de mar que Hornblower había comido en su vida, y que seguramente costaban veinte veces más que aquella otra llena de gorgojos, tan conocida. Un bocado de queso rojo, sabroso y sazonado, muy adecuado para acompañar el segundo vaso de clarete. Era completamente absurdo que le produjese cierta satisfacción llevar de nuevo aquella vida, pero así era. No podía negarlo.

Se limpió los labios con la servilleta, se puso el capote de hule y subió a cubierta.

—Me parece que el viento ha cedido un poco, señor Freeman.

—También lo creo así, señor.

En la oscuridad, la Porta Coeli navegaba contra el viento casi con soltura, subiendo y bajando graciosamente. El oleaje no podía ser tan crecido como antes; lo que le mojaba la cara eran gotas de lluvia, no rociones, y aquello era señal cierta de que lo peor de la tormenta había pasado.

—Con el foque y la mayor arrizadas podemos ir de bolina, señor —dijo Freeman, casi sin atreverse.

—Muy bien, señor Freeman. Adelante.

Requería una destreza especial gobernar un bergantín, sobre todo con el viento de bolina. Con el foque, las velas de estay y la mayor podía manejarse como un buque aparejado con velas áuricas; Hornblower sabía aquello teóricamente, pero también le constaba que su práctica sería ya anticuada, más aún en la oscuridad y con el viento fresco. Le pareció bien permanecer en segundo término y dejar hacer a Freeman lo que quisiera. El capitán gritó sus órdenes; con un tremendo chirrido de motones, la mayor, arrizada, subió por el mástil, mientras unos marineros, encaramados en la verga alta, metían la gavia. El bergantín se mantenía al pairo por la amura de estribor, y al hacerse sentir el efecto del foque comenzó inclinarse un poco a sotavento.

—¡Las escotas de la mayor! —vociferó Freeman; y luego, al timonel—: ¡Vía así!

El timón contuvo la tendencia de la Porta Coeli a abatir, y la mayor cogió viento y empujó la nave hacia adelante. En un momento, el bergantín, antes quieto y sumiso, se volvió bravío y arrojado. Dejó de ceder al viento y al mar, de dejar que pasaran a toda velocidad; ahora les hacía frente, luchaba contra ellos, los desafiaba. Era como una tigresa antes satisfecha con huir de los cazadores, escabulléndose de guarida en guarida, y que ahora se precipitaba contra sus atormentadores loca de furia combativa. El viento la hacía machetear, y se levantaban surtidores de espuma de su proa. La suave ondulación de antes se había transformado en un baile absurdo, al embestir las altas olas con inquebrantable resolución. La nave cabeceaba y se estremecía, abriéndose paso entre ellas. Las fuerzas naturales, las viejas potencias primitivas que habían regido tierra y mar desde la Creación, se veían ahora retadas por el hombre, mortal y débil, que, gracias al cerebro oculto en el interior de su frágil cráneo, no sólo se atrevía a afrontarlas, sino a someterlas a su voluntad, forzándolas a servirle. La naturaleza había levantado aquel vivo ventarrón del oeste, canal arriba; sutil e ingeniosamente, la Porta Coeli lo aprovechaba ahora para abrirse paso hacia occidente, un paso lento, penoso, difícil; pero decidido, a pesar del viento. Hornblower, de pie junto a la rueda, sintió una oleada de entusiasmo viendo al bergantín cortar las revueltas aguas. Era como Prometeo, el afortunado rebelde contra las ciegas leyes de la naturaleza, robando el fuego a los dioses; podía sentirse orgulloso de ser una simple criatura mortal.