CAPÍTULO XIX

La pista forestal que iban siguiendo se bifurcó en ángulo recto. Hacía un calor horrible, aun allí, bajo los pinos; amenazaba tormenta. Hornblower tenía los pies llenos de ampollas y avanzaba cojeando con dificultad, a pesar de que el suelo estaba alfombrado de blandas pinochas. No hacía viento que transmitiese rumor alguno de los árboles; el silencio era absoluto. Ni siquiera sonaban las herraduras de los caballos, tres acémilas con víveres y municiones, dos con heridos y otro montado por su excelencia el teniente general del rey en el Nivernais. Veinte hombres y dos mujeres iban arrastrando los pies por la senda con Hornblower; aquello era el grueso del ejército de su majestad cristianísima. Delante marchaba una vanguardia de cinco, con Brown al frente, y les seguía a bastante distancia una retaguardia de cinco hombres también.

En la confluencia de las veredas los esperaba un hombre, un enlace que Brown, como oficial prudente, había dejado a la zaga para que el grueso no dudara sobre la ruta que él seguía; al llegar el grupo, señaló algo que pendía a un lado de la senda, algo gris y blanco. Era el cuerpo muerto de un hombre con ropas de campesino y colgado por el cuello de la rama de un pino; lo blanco era un cartel impreso, prendido en su pecho. Decía:

¡Franceses del Nivernais! Con mi llegada a la cabeza de una gran fuerza, debe cesar toda insensata tentativa de resistir al Gobierno de nuestro augusto Emperador Napoleón. Me satisface que haya tenido tan pobre acogida el loco intento del conde de Graçay de oponerse al Emperador, restablecido en su trono por las súplicas y los sufragios de cuarenta millones de súbditos leales suyos. Sin embargo, algunos infortunados han sido inducidos con engaños a tomar las armas.

Sabed, pues, que por la clemencia de Su Majestad Imperial he sido autorizado a proclamar que todo francés, con las excepciones al pie consignadas, que entregue las armas y se rinda a cualquier fuerza armada bajo mi mando en el término de quince días, a partir de la fecha del presente bando, será objeto de amnistía y perdón, y quedará en libertad de volver a su granja, a su taller, al seno de su familia.

Todo aquel que siga en armas será sentenciado a muerte, e inmediatamente ejecutado.

Todo lugar que ofrezca cobijo a los rebeldes será reducido a cenizas, y fusilados sus principales habitantes.

Toda persona que preste ayuda a los rebeldes, sirviéndoles de guía o facilitándoles información, será fusilada.

Se exceptúan de la amnistía: el arriba citado conde de Graçay; su nuera, conocida por la vizcondesa de Graçay, y el inglés conocido por lord Hornblower, que ha de responder por toda una vida de desafueros y crímenes.

Firmado,

Emmanuel Clausen,

Conde, General de División

6 de junio de 1815

El conde contempló la ennegrecida cara del cadáver.

—¿Quién es? —preguntó.

—Paul-Marie, el del molino, señor —dijo el hombre que les había estado esperando.

—¡Pobre Paul-Marie!

—Entonces es que han pasado por aquí —dijo Hornblower—. Vamos siguiéndolos.

Alguien alzó la mano hacia el cadáver, quizá para quitar el bando.

—¡Alto! —gritó Hornblower, justo a tiempo—. No deben saber que hemos venido por este camino.

—Y por la misma razón debemos dejar a ese pobre infeliz sin enterrar.

—Es necesario continuar —insistió Hornblower—. Cuando pasemos el vado podremos descansar.

Pasó revista a su lamentable y minúsculo ejército. Algunos hombres se habían echado al suelo tan pronto hicieron alto. Otros se apoyaban en sus fusiles, y algunos deletreaban en voz alta el texto del bando que colgaba del pecho del desgraciado Paul-Marie. No era el primer ejemplar que habían visto.

—Vamos, hijos míos —dijo el conde.

Tenía el rostro blanco de cansancio e iba encorvado en la silla; el mísero caballo que montaba no iba mejor, y avanzaba de mala gana, con la cabeza colgando, a fuerza de espuelas. Vacilantes, hambrientos, andrajosos, los demás caminaban detrás, y al pasar frente al cuerpo del difunto Paul-Marie alzaban la vista para mirarle. Hornblower advirtió que algunos remoloneaban y se quedaban rezagados. Llevaba pistolas al cinto. Los desertores, además de suponer una pérdida de fuerzas, facilitarían informes acerca de su propósito de vadear el río. Clausen había dado en el blanco con su ofrecimiento de amnistía, pues muchos de la banda (Hornblower repasaba mentalmente a cierto número de ellos) se estarían preguntando ya si valía la pena seguir combatiendo. Aquellos que sólo cuentan con una muerte segura luchan con más coraje en una batalla adversa que quienes confían en rendirse, y sus seguidores tal vez lamentasen la rapidez con la que posaban los quince días concedidos para entregarse. Era 18 de junio; domingo, 18 de junio de 1815. Tenía que mantener a sus hombres unidos tres días más, y así tendría la seguridad de que lucharían sin reservas para salvar la piel.

Sus pies llagados le atormentaban horriblemente, pues la breve pausa ante el cuerpo colgante de Paul-Marie los había reanimado, y tendría que recorrer alguna distancia más antes de que se entumecieran de nuevo. Tuvo que esforzarse en acelerar el paso para alcanzar a Marie, que iba en el centro del grupo, con un fusil terciado a la espalda y Annette a su lado. Marie se había cortado la espléndida mata de pelo (aserrándola con un cuchillo después de su primera noche como guerrillera), y ahora le colgaban algunos mechones irregularmente en torno a la cara, húmeda de sudor y de polvo. Pero tanto ella como Annette se hallaban en un estado físico mejor que Hornblower, pues no tenían ampollas en los pies y andaban aún con cierta firmeza, en comparación con los titubeos del exhausto marino. Además, la una tenía diez años menos que él, y la otra quince. Marie preguntó:

—¿Por qué no dejamos a Pierre atrás y tomas su caballo, Horatio?

—No —dijo Hornblower.

—De todos modos, morirá —arguyó Marie—. Se le gangrenará la herida.

—Los demás no verían bien que se le dejara morir abandonado en el bosque —dijo Hornblower—. Además, Clausen podría encontrarle antes de morir, y averiguar por él lo que nos proponemos hacer.

—Podemos matarle y enterrarle —propuso Marie.

Las mujeres, cuando van a la guerra, son más fogosas que los hombres, y tienden a llevar la lógica marcial a extremos más radicales. Aquélla era la tierna y gentil Marie, tan dulce y comprensiva, que había llorado de amor por él.

—No —insistió Hornblower—. Pronto capturaremos algunos caballos más.

—Si podemos —dijo Marie.

Era difícil mantener vivos los caballos en tales condiciones; se morían o inutilizaban, mientras los hombres seguían viviendo y en marcha. Sólo dos semanas habían pasado desde que Clausen, bajando por Briare, los había obligado a evacuar Nevers, y en los feroces acosos que siguieron, los caballos habían muerto por decenas. Clausen debía de ser un militar activo y enérgico; sus columnas los habían perseguido sin descanso; sólo a fuerza de marchas nocturnas, estratagemas y añagazas habían podido librar enconadas acciones de retaguardia; en una ocasión tendieron una emboscada a los húsares que les perseguían (Hornblower recordaba a los soldados, de vistosos uniformes, desplomándose de sus sillas al resplandor de la descarga hecha desde los flancos), y ahora continuaba huyendo, después de perder la mitad de sus fuerzas, marchando de día, como la noche anterior, para cruzar la retaguardia de una de las columnas de Clausen que iban cercándolos. Marie conocía un vado peligroso y poco conocido algo más abajo, y por allí pensaban pasar el Loira. De conseguirlo, podrían descansar un día en el bosque de Runes, antes de hacerse visibles en el valle del Allier y crear un poco de agitación allí también. Clausen no tardaría en seguirles los pasos, pero eso aún estaba lejos; lo que hicieran después dependería de las circunstancias.

Ciertamente, Clausen era enérgico y activo; debía de haber aprendido en España cómo luchar contra las guerrillas. Pero contaba además con fuerzas considerables. Hornblower tenía noticias del 14° ligero y del 40° de línea, y había otro regimiento con el que aún no habían tenido contacto, aparte de un escuadrón, por lo menos, del 10° de húsares. Nueve batallones, o más (seis o siete mil hombres), contra sus andrajosos treinta. Estaba cumpliendo su deber, pues aquellos siete mil hombres podrían haber tenido mejor empleo en la frontera belga, donde sin duda se desarrollaba alguna acción. Y si podía mantener la lucha, conseguiría desanimar a aquella gente, desgastarles las botas y consumir sus ánimos. ¡Sí que podría! Hornblower apretó los dientes y siguió renqueando; ya tenía los pies insensibles otra vez y no le dolían. Sólo le atormentaba ahora el terrible cansancio de las piernas.

De pronto percibió a lo lejos un sordo murmullo.

—¿Cañones? —preguntó, algo perplejo.

—Truenos —dijo Marie.

Habían hablado ya una vez en aquel tono sencillo, cuando paseaban descuidados y alegres, cogidos de la mano. Era difícil imaginarse que hubiesen conversado así durante sus paseos, en aquel breve intervalo de paz que precedió a la escapatoria de Bonaparte de la isla de Elba. Hornblower estaba ahora demasiado rendido para amar. El trueno retumbó de nuevo, y el calor se hizo sofocante. Por debajo de la ropa Hornblower sentía el cosquilleo del sudor. También tenía sed, pero ésta no era tan grande como su cansancio físico. En el bosque iba oscureciendo, no porque la noche se acercara, pues aún quedaban muchas horas del día, sino por la acumulación de nubes de tormenta allá arriba. Alguien se lamentó detrás de él, y Hornblower hizo un esfuerzo por volverse, sonriendo burlonamente.

—¿Quién va mugiendo como una vaca? —preguntó—. ¿El viejo tío Fermiac? Tiene cinco años menos que yo y le llaman tío Fermiac, y ahora muge como una vaca. ¡Anímese, tío Fermiac! Tal vez encontremos un toro para usted al otro lado del Loira.

Aquello provocó un estallido de risas, en parte histerismo puro y en parte diversión al oír su francés, no perfecto del todo. Algunos incluso reían movidos por la incongruencia de que un gran lord inglés bromease con campesinos franceses. El trueno sonó con estrépito casi encima de sus cabezas, y oyeron caer las primeras gotas de lluvia en los árboles. Algunas se filtraron hasta sus caras sudorosas.

—Ya llueve —dijo alguien.

—He ido pisando agua estos dos últimos días —se quejó Hornblower—. Tendríais que verme las ampollas. Ni siquiera el buen Jesús tuvo que caminar encima de tanta agua.

Estas palabras levantaron otro coro de risotadas, y los hombres recorrieron otras cien yardas. El cielo se abría por encima del bosque, y la lluvia caía a torrentes. Hornblower retrocedió para asegurarse de que las cubiertas de cuero iban bien sujetas sobre las seras que cargaban las acémilas. Llevaba dos mil cartuchos de fusil que no debían estropearse, ya que serían más difíciles de reemplazar que los víveres o incluso los zapatos. Siguieron trabajosamente, en la semioscuridad, con las ropas cada vez más pesadas, empapadas por la lluvia. La tierra bajo sus pies se iba haciendo esponjosa y escurridiza, y la tormenta no llevaba trazas de terminar. Se sucedían los truenos y los relámpagos, iluminando las sombras bajo los árboles.

—¿Cuánto falta? —preguntó Hornblower a Marie.

—Unas dos leguas y media, quizás.

Tres horas más de marcha; sería ya casi de noche, o noche cerrada, cuando llegaran al vado.

—Esta lluvia hará más difícil el paso —dijo Marie, expresando una nueva ansiedad.

—¡Santo Dios! —exclamó Hornblower, sin poderse contener.

Había dieciocho columnas de medio batallón dispersas en su seguimiento, y él iba abriéndose camino entre ellas. Lo exponía casi todo para poder cruzar el río por aquel sitio ignorado, que al menos por algún tiempo les devolvería la tranquilidad. Si no podían pasar, correrían un peligro extremo. La comarca era rocosa en general, con una capa superficial entre las fuentes del gran río, y la lluvia haría subir el nivel de sus aguas sin tardar mucho. Giró sobre sus fatigadas piernas para intimar a los hombres a avivar el paso. Así lo tuvo que ir haciendo cada pocos minutos durante el resto de aquella horrible marcha, cuando la oscuridad los envolvió prematuramente y la lluvia arreció sin tregua sobre ellos, haciendo tropezar y caer a los caballos, mientras los heridos gemían, atormentados. El conde cabalgaba sin decir palabra, encorvado en la silla, chorreando agua. Estaba en los últimos grados del agotamiento, y Hornblower lo sabía.

Alguien dio la voz de alarma por delante de ellos, a través de la lluvia y las tinieblas. Era uno de los hombres de Brown. La vanguardia había llegado a la linde del bosque, y el río estaba a poca distancia ya, cruzando el valle rocoso. Todos se detuvieron bajo los últimos árboles, mientras algunos exploradores se adelantaban con cautela para cerciorarse de que no había patrullas en aquel solitario trecho de la orilla. Todas las precauciones eran pocas, aunque seguramente todos los centinelas sensatos habrían buscado cobijo, en una noche como aquélla.

—El río suena mucho —dijo Marie.

Se oía el rumor de la corriente, pese al ruido de la lluvia sobre el fango, y Hornblower no se atrevía a pensar en lo que aquello significaba.

El mensajero de Brown regresó; había explorado la orilla del río sin ver señales del enemigo, como era de suponer. La división de Clausen estaría bastante diseminada guardando los lugares más apropiados, y no podía atender a los menos sospechosos. Se levantaron y nuevamente el peso de su cuerpo sometió a duro suplicio los lastimados pies de Hornblower. Al principio apenas podía andar; tenía las piernas entumecidas y cansadas, y apenas obedecían a su voluntad. El conde puso izarse hasta la silla de su caballo, pero el pobre bruto parecía tan agotado como el mismo Hornblower. Era aquélla una partida lastimosa, que cojeando y dando traspiés avanzaba laboriosamente en la densa oscuridad. Hacía rato que no se oían truenos, pero la lluvia seguía cayendo incesante, y todo presagiaba que seguiría así toda la noche.

La turbulenta superficie del río brilló en la menguada luz, delante de ellos.

—El vado arranca junto a esos árboles —dijo Marie—. Es una restinga hundida que va diagonalmente aguas arriba desde aquí hasta el centro del río. Así es como se cruza la parte profunda.

—Vamos, pues —dijo Hornblower.

Cansado y dolorido, tenía la impresión de que le gustaría recorrer a gatas aquella última media milla.

Llegaron al borde del río; las furiosas aguas hervían a sus pies, entre las rocas.

—Ya está demasiado profundo —dijo Marie. Ella había expresado en voz alta lo que pensaban todos los demás. En su voz no era perceptible la menor expresión; sonaba opaca y muerta—. Intentaré pasarlo a caballo —continuó—. ¡Eh, ayudad a Pierre a desmontar!

—Déjeme probar a mí, madame —dijo Brown; pero Marie no le hizo el menor caso.

Montó a horcajadas en la silla, recogiéndose las faldas para poder hacerlo. Luego azuzó al caballo hasta el agua. El animal se resistía, casi perdió pie entre invisibles rocas y avanzó con suma renuencia, a estímulos de los talones de Marie. El agua le llegaba ya a la panza antes de que alcanzara el extremo de la repisa de roca de la que había hablado Marie. Al menos, así lo pensaba Hornblower. Hubo luego otra batalla de voluntad entre Marie y el caballo, y nuevamente siguió hacia adelante. Tres brazadas más, y se encontró a flote, luchando desconcertado por encima del fondo irregular, perdiéndose casi de vista, y dando vueltas aguas abajo con rapidez vertiginosa antes de afirmarse de nuevo sobre sus patas. Marie, despedida de la silla, pudo aferrarse a la perilla del arzón, evitando a duras penas las herraduras del animal, que pugnaba por ganar la orilla, y al fin encontró fondo al salir de los bajos, resoplando de miedo. Marie luchaba trabajosamente por salir, estorbada por el peso de la ropa mojada. Nadie había hecho el menor comentario durante la prueba, ni siquiera en el momento de máximo peligro para Marie. Ahora todo el mundo estaba convencido de que el vado era impracticable.

—Tendremos que ir por el agua, al lado de milord —dijo una voz.

Podía ser una chanza; pero cuantos la oyeron sabían que no lo era.

Hornblower ahuyentó como pudo su aturdimiento. Tenía que pensar, planear y dirigir.

—No —dijo—. Soy el único que puede hacer eso. Y ninguno de nosotros quiere nadar. ¿No es así? Pues entonces, sigamos la orilla del río hasta que encontremos una lancha. Cambiaré diez milagros por una barca.

Todos acogieron la proposición con abatido silencio. Hornblower se preguntaba si irían la mitad de cansados que él mismo. Con gran trabajo se puso en pie, y, mediante un esfuerzo de voluntad, consiguió olvidar el dolor de sus ampollas.

—Vamos —dijo—. Aquí no podemos quedarnos.

Ningún jefe de guerrilla en su sano juicio acamparía de noche junto a un río infranqueable que podría servirles de ratonera, y si la lluvia continuaba, pasarían veinticuatro horas antes de que el vado fuese practicable de nuevo.

—Vamos —repitió—. Vamos, franceses.

Entonces se dio cuenta de que había fracasado. Unos pocos se movieron de mala gana; la mayoría esperaron a ver lo que hacían sus camaradas y luego, deliberadamente, se dejaron caer, unos de espaldas, otros de bruces con la cara apoyada en los brazos, mientras la lluvia seguía fustigándolos.

—Una hora de descanso —suplicó una voz.

Alguien (Hornblower sospechó que era el joven Jean, que aún no tenía diecisiete años) sollozaba sin rebozo, en voz alta. La gente había llegado al límite de sus fuerzas. Otro que estuviese dotado de una capacidad de inspiración superior tal vez les hubiera convencido de que siguieran, se dijo Hornblower, pero él no lo conseguiría. Si el vado hubiese estado practicable, habrían pasado al otro lado y recorrido dando tumbos una milla o dos, pero, ante aquel desencanto, ya no eran capaces del menor esfuerzo aquella noche. Y ellos sabían, lo mismo que él, que era inútil continuar. La rebelión había terminado, tanto si seguían andando hasta la muerte como si se rendían en aquel preciso instante. La tormenta, la crecida del río lo había frustrado todo. Los hombres se daban cuenta de la realidad, después de su experiencia de la lucha de guerrillas, y sabían que todo cuanto hicieran en adelante no pasaría de ser un gesto. Además, estaban enterados del bando de Clausen ofreciendo amnistía. Brown se encontraba a su lado, elocuente en su silencio, con una mano en la culata de la pistola que llevaba al cinto. Brown, él, Marie; el conde y Annette, eso era todo. Podía contar con uno o dos más como máximo, incluido el viejo Fermiac. Por el momento bastaría. Con eliminar a un par de los más obstinados desobedientes, los demás se pondrían en pie y seguirían andando, mal que les pesara. Pero no era fácil mantener juntos a unos hombres reacios, que marchaban en la oscuridad. Si querían, poco les iba a costar escabullirse, y alguno de ellos, más disgustado o desesperado que los demás, podía hundirle un cuchillo en la espalda mientras caminaban, o apoyarles la boca del fusil en las costillas y apretar el gatillo. Estaba preparado a afrontar el riesgo, y a matar incluso a un par de levantiscos, pero no acertaba a ver lo que se ganaría con ello. No le quedaba más recurso que el postrero de un jefe de guerrilla: dispersar a sus hombres en espera de mejores días. Era una píldora difícil de tragar, especialmente considerando el riesgo inminente que amenazaba a Marie y al conde; pero no se trataba de elegir la mejor entre dos alternativas posibles, sino de decidirse por la menos mala. ¡Ah, qué amargo era el fracaso!

—Muy bien —dijo—. Aquí es donde hemos de separarnos.

Algunos de los hombres se agitaron al oír aquellas palabras.

—¡Horatio! —exclamó Marie, y luego se contuvo de pronto.

Había aprendido las lecciones de la disciplina.

—No tenéis que temer por vuestras vidas —siguió diciendo Hornblower—. Ya habéis leído el bando de Clausen; podéis ir al encuentro de las tropas y entregaros, y luego regresar a vuestras casas. Madame y el conde seguirán conmigo, porque no hay otro remedio. Y seguiríamos también, aunque lo hubiera.

Los hombres es quedaron aturdidos y silenciosos al oírle. Nadie se movió, ni dijo una sola palabra en la oscuridad. Las dos semanas de fatigas, peligros y penalidades que acababan de pasar habían sido para muchos de ellos una eternidad, y era difícil admitir que una eternidad tuviese fin.

—Volveremos —continuó Hornblower—. Acordaos de nosotros cuando estéis de vuelta en vuestros hogares. Pensad en nosotros. Volveremos a llamaros de nuevo a las armas. Entonces nos reuniremos otra vez, juntando nuestras fuerzas para derribar al tirano. Acordaos. Y ahora, un último saludo al rey. ¡Vive le roi!

Lanzaron el vítor sin gran entusiasmo; pero Hornblower había logrado lo que se proponía: sembrar la semilla de una futura rebelión. Cuando la división de Clausen se retirara, sería posible poner el Nivernais en conmoción una vez más, si se contaba con un jefe, si él y el conde lograban hallar el modo de regresar a la provincia. Era una esperanza vaga, temeraria, pero no quedaba otra.

—¡En el nombre de Dios! —dijo Fermiac—. Yo también os acompaño.

—¡Y yo! —exclamó otra voz.

Tal vez con aquellos franceses fuera posible hacer un histérico llamamiento a los demás, y arrastrarlos en una oleada de emoción, induciéndolos a seguir adelante. Hornblower sintió la tentación, y tuvo que sopesar fríamente los pros y los contras. Aquel pasajero entusiasmo no podría resistir ante la sensación de cansancio de sus piernas. Algunos de los hombres no podían seguir, aunque se lo propusieran. No era solución; al amanecer del día siguiente no le quedarían más de seis hombres, y habrían perdido un tiempo precioso.

—Os lo agradezco —dijo Hornblower—. Lo recordaré cuando llegue la ocasión, Fermiac, pero debemos cabalgar, y será duro. Si vamos sólo cuatro con seis caballos, tendremos más posibilidades de salir adelante. Vuelva con su mujer, Fermiac, y procure no pegarle los sábados por la noche.

Aún se las compuso para reír en aquel momento tan crítico. Así pudo dar a la despedida un tono grato, el más conveniente, pensando en el futuro. Pero bien sabía que no quedaban perspectivas de futuro: lo sentía en sus entrañas, en los huesos, aun en el instante de dar órdenes para descargar las acémilas, o al insistirle a Brown para que dejase a Annette, salvando así su vida. Él iba a la muerte, y probablemente Brown también. Y Marie, su adorada Marie… mientras se sentía sacudido por oleadas de emoción, de remordimiento, de reproches, temores y pesadumbres, su amor hacia ella persistía, cada vez mayor, tanto que el nombre de ella estaba dentro de sí mismo como un acompañamiento constante, y su imagen se le aparecía a despecho de todo cuanto pudiera presentarse. ¡Marie querida, tan dulce, tan abnegada!

Ella conducía de la rienda a uno de los caballos sin jinete, y Brown al otro. Los cuatro montaban los mejores de los seis. Los animales resbalaban y se hundían en la quebrada superficie de la orilla, hasta que llegaron a la senda que dominaba el río. Iban avanzando desalentados a través de las tinieblas. Hornblower apenas podía mantenerse en la silla, de puro cansado; se sentía mareado y enfermo, y tuvo que agarrarse a la perilla del fuste. Cerró los ojos por un momento, y al punto le pareció verse arrastrado por una inmensa pendiente lisa, como el bote al saltar por encima de la catarata del Loira cuatro años antes; casi se había caído de la silla cuando consiguió recobrarse, y se enderezó, agarrado al arzón, como quien está a punto de ahogarse. Pero en la base de la pendiente había visto a Marie aguardándole, con ojos rebosantes de amor.

Se esforzó por salir de su desvarío. Tenía que hacer planes, pensar en el modo de escapar. Evocó mentalmente el mapa de la comarca, y en él señaló lo que sabía acerca de la situación de las columnas volantes de Clausen. Formaban un cordón semicircular cuyo diámetro era el río, y en cuyo centro se encontraban ellos en aquel momento. Hasta entonces había podido consolarse del peligro con la esperanza de atravesar el río por el vado de Marie. Pisándoles los talones, según sus conjeturas, iba medio batallón del 14° ligero, a quien, al parecer, se había encomendado la persecución directa, mientras las otras columnas les cortaban el paso. Al anochecer, aquel medio batallón debió de quedar seis o siete millas más atrás, a menos que su comandante (como fácilmente podía suceder) hubiese forzado a sus hombres a caminar durante la noche. ¿Trataría de franquear el cordón, o de cruzar el río?

El caballo del conde, que iba delante, se desplomó con estrépito, y el suyo estuvo a punto de tirarle al suelo al hocicar para no pisar al otro.

—¿Está herido, señor? —Oyó preguntar a Brown en la oscuridad; seguramente se había lanzado a tierra como una exhalación, a pesar del estorbo del caballo que llevaba por la rienda.

—No —contestó el conde con voz tranquila—. Pero temo que el caballo lo esté.

Se oyó un tintineo de frenos, mientras Brown y el conde lo reconocían a tientas.

—Sí, se ha dislocado un hombro, señor —dijo Brown a poco—. Ensillaré el otro caballo.

—¿Está seguro de no haberse lastimado, padre? —preguntó Marie, usando esa fórmula íntima de tratamiento, contra su costumbre.

—Completamente seguro, querida —contestó el conde, en el mismo tono que si se hallara en un salón.

—Si dejamos este caballo suelto, lo encontrarán al venir, milord —dijo Brown.

Se refería a sus perseguidores, naturalmente.

—Sí —dijo Hornblower.

—Lo apartaré del camino y lo mataré, milord.

—No podrá llevarlo muy lejos —dijo el conde.

—Unas cuantas yardas pueden bastar —dijo Brown—, si tiene la bondad de sujetar estos dos caballos, señor.

Esperaron sin desmontar mientras Brown lograba que la dolorida bestia se encaminase cojeando a su destino. A través del suave rumor de la lluvia oyeron el chasquido de la pistola al fallar; pasó un momento, mientras Brown cambiaba el fulminante, y al fin sonó el estampido del disparo.

—Gracias, señor —oyó decir Hornblower a Brown, seguramente al hacerse cargo del caballo que el conde había sujetado. Y luego añadió—: ¿Puedo llevar el caballo libre, madame?

Hornblower se decidió en aquel instante.

—Seguiremos la orilla un poco más —dijo—. Luego descansaremos hasta el amanecer, y probaremos a pasar.