CAPÍTULO XII

Al triste día de invierno sucedía ahora una noche lóbrega. Quedaba poco de la tarde gris e invernal cuando Hornblower se hallaba en el muelle contemplando los preparativos de las lanchas. La oscuridad y la neblina eran ya suficientes para hacerlas invisibles a todos fuera de la ciudad, por favorable que fuese el punto de observación escogido. Había llegado el momento de que marineros e infantes de marina tripularan las barcas; sólo restaba una hora para que comenzase a subir la marea, y no podían perder un solo momento de ella.

Aquél era otro de los tributos del éxito, tener que estar allí viendo a otros emprender una expedición que le hubiera gustado dirigir a él. Pero el gobernador de El Havre, el comodoro, no podía arriesgar la vida y la libertad en una salida de importancia secundaria; la fuerza que allí se disponía a partir, hacinada en media docena de falúas, era tan pequeña que apenas justificaba poner a su frente a un capitán efectivo.

Bush se le acercó renqueando, y el golpeteo de su pierna de palo sobre los guijarros alternaba con el ruido de su único zapato, más sordo.

—¿No hay más órdenes, señor? —preguntó.

—No, ninguna. Sólo me quedaba desearle la mejor suerte —dijo Hornblower.

Alargó la mano y Bush se la estrechó; era curioso en extremo lo dura y callosa que conservaba la suya, como si aún tuviera que halar de brazas y drizas. Sus ojos azules, llenos de lealtad, se clavaron en los de Hornblower.

—Gracias, señor —dijo; y luego, tras un segundo de vacilación—: No se preocupe por nosotros, señor.

—No me preocupo si usted va al frente, Bush.

Había algo de verdad en esto. En sus largos años de estrecha colaboración, Bush había aprendido sus métodos, y podía confiar en que ejecutaría sus planes con inteligencia. Conocía tan bien como él lo que vale la sorpresa, la importancia de dar el golpe súbita e inesperadamente, la necesidad de una cooperación sin reservas entre todos los elementos de la columna.

La falúa de la Nonsuch se hallaba atracada en el muelle, y un destacamento de Infantería de Marina estaba embarcando en ella. Los hombres se iban sentando, estirados y torpes, en los bancos de remeros, con los fusiles apuntando al firmamento, entre las rodillas, mientras los marineros se disponían a desatracar.

—¿Todo listo, señor? —preguntó una voz aguda desde la cámara.

—Adiós, Bush —dijo Hornblower.

—Adiós, señor.

Apoyándose en sus vigorosos brazos, Bush saltó a la falúa sin ninguna dificultad, a pesar de su pierna de palo.

—¡Desatracad!

La embarcación se apartó del muelle; otros dos botes se alejaron asimismo. Quedaba apenas la luz suficiente para ver el resto de la flotilla despegarse de los costados de los buques fondeados en el puerto. Las voces de mando llegaban hasta Hornblower por encima del agua.

—¡Largad!

La falúa de Bush viró en redondo y se puso a la cabeza de la procesión, río arriba, hasta que la noche la envolvió. Pero Hornblower permaneció allí, siguiéndola con la vista en la oscuridad, antes de retirarse. No había duda alguna, teniendo en cuenta el estado de las carreteras y los informes de los espías, de que Quiot pensaba traer su tren de sitio por agua hasta Caudebec, por lo menos; las barcazas podían recorrer con las pesadas piezas de veinticuatro libras cincuenta millas diarias, mientras que por los caminos enfangados apenas podrían recorrerlas en una semana. En Caudebec había una estacada con medios para manejar grandes cargas. Las vanguardias de Quiot en Lillebonne y Bolbec protegerían la descarga, o así se lo proponían, al menos. Era aquélla una excelente oportunidad para que unos botes, subiendo río arriba en la oscuridad, rápidamente impulsados por la pleamar, llegaran hasta la estacada sin ser vistos. El destacamento de desembarco podría incendiar y destruir sin impedimento alguno. Seguramente las tropas de Bonaparte, que habían conquistado todo el territorio continental, no pensarían en la posibilidad de que una expedición anfibia las atacase de flanco por el río; y aunque lo pensaran, no era difícil que la expedición, avanzando rápidamente al subir la marea, lograse atravesar la línea enemiga y alcanzar las barcazas. Pero aunque resultaba sencillo formular aquellas conclusiones tan consoladoras, no lo era tanto verles partir en las tinieblas de aquel modo. Hornblower se alejó del muelle y comenzó a remontar la tenebrosa rue de París hacia el Ayuntamiento. Media docena de borrosas siluetas se destacaron de las esquinas y echaron a andar a unos pasos por delante y por detrás de él; eran los agentes de escolta que Hau y Lebrun le habían asignado.

Ambos habían alzado las manos y puesto los ojos en blanco horrorizados al pensar que pudiera salir por la ciudad sin escolta (y a pie, por si fuera poco); y en vista de su negativa rotunda a llevar consigo una guardia militar permanente, habían tomado esta otra medida. Hornblower se despabiló andando con toda la rapidez que le permitían sus largas y delgadas piernas. El ejercicio le agradaba, y le hizo sonreír el ruido de las pisadas de sus escoltas, esforzándose por seguirle el paso; era curioso que toda aquella gente tuviese las piernas cortas.

En su dormitorio disfrutaría de un aislamiento que no era posible esperar en ninguna otra parte. Despidió a Brown en cuanto éste hubo encendido las velas del candelero colocado en la mesa de noche, y con un suspiro de alivio se tendió en la cama sin preocuparse del uniforme. Se volvió a levantar para echarse por encima el capote de marinero, pues la estancia era húmeda y fría, a pesar del fuego que ardía en el hogar. Por último, cogió el periódico de encima del montón que había a la cabecera, y se puso a leer con atención los pasajes marcados que antes se había limitado a hojear. Se los había enviado Bárbara; en el bolsillo tenía su carta, leída y releída, pero en todo el día no había tenido un momento para dedicárselo a la prensa.

Si ésta era, como aseguraba, la voz del pueblo, entonces el público británico estaba muy satisfecho de él y de sus recientes acciones. Era sumamente difícil para Hornblower reconstruir el ambiente de hacía unas pocas semanas; las múltiples distracciones que le ocasionaba su cargo de gobernador de El Havre habían terminado por dejarle una reminiscencia muy borrosa e indistinta de los sucesos que precedieron a la toma de la ciudad. Pero allí estaba el Times prodigándole elogios por los aciertos de su actuación en la bahía del Sena. Las medidas que había tomado para impedir a los amotinados que entregaran la Flame a las autoridades francesas se describían como «un prodigio de ingenio y destreza que no nos ha extrañado en un oficial tan sobresaliente». El estilo pontifical del articulista produjo a Hornblower la impresión de que el «nos» hubiera estado mejor con mayúscula.

Por su parte, el Morning Chronicle se extendía sobre la captura de la Flame saltando a la cubierta de la Bonne Celestine. Sólo había habido en la historia una hazaña similar: la captura del San Josef por Nelson frente al cabo de San Vicente. Hornblower enarcó las cejas al leer aquello. La comparación no podía ser más absurda. Él no habría podido proceder de otra manera; sólo tuvo que luchar contra la tripulación de la Bonne Celestine, pues casi nadie entre los marineros de la Flame se opuso al rescate del bergantín. Y era un disparate compararle con Nelson. El gran almirante había sido un hombre genial, de ideas luminosas, inspiración de todos cuantos vivían en contacto con él; a su lado él no era más que un intrigante con suerte. Esa suerte extraordinaria era el germen de todos sus éxitos; suerte, largas meditaciones y el afecto de sus subordinados. Era horrible que le compararan con Nelson; horrible e indecente. Al seguir leyendo sintió cierta inquietud en el estómago, idéntica a la que le atormentaba en las primeras horas de estancia en el mar después de una temporada en tierra, cuando el buque se hundía en el seno de una ola. Después de una comparación tan desatinada, el público y el servicio juzgarían sus futuras acciones según la misma norma, y le echarían por tierra, llenos de desilusión, si por desgracia tenía un tropiezo. Había subido muy alto, y lógicamente ahora se hallaba al borde de un precipicio. Hornblower recordaba lo que solía pensar cuando era un simple guardiamarina, al trepar por vez primera a la galleta del palo mayor en la Indefatigable. La subida no le fue muy difícil, ni siquiera por las arraigadas, pero cuando, ya en el calcés, miró hacia abajo, se sintió mareado y revuelto, horrorizado al ver la distancia que le separaba de cubierta… lo mismo que ahora.

Arrojó a un lado el Morning Ghronicle y cogió el Anti Gallican. El articulista se regodeaba en la desgracia de los amotinados. Aplaudía la muerte de Nathaniel Sweet, acentuando la circunstancia de que había sucumbido a manos del mismo Hornblower. Seguía después manifestando su confianza en que sus cómplices no tardarían en sufrir la suerte que merecían, y esperaba que el feliz desenlace del rescate de la Flame por Hornblower no sirviera de excusa para la clemencia y otras consideraciones sentimentales. Hornblower, con veinte sentencias de muerte esperando su firma, sintió de nuevo que se le revolvía el estómago. Aquel periodista del Anti Gallican no sabía lo que era la muerte. Ante su vista flotaba una vez más la imagen de la cabeza cana de Sweet en el agua, al disiparse el humo levantado por el disparo de su fusil. Aquel viejo… Chadwick le había amenazado con degradarle y azotarle además, y Hornblower decidió por vigésima vez que él también se hubiera sublevado ante la certidumbre de unos azotes. El articulista no sabía nada del repugnante chasquido del gato de nueve colas al cruzar una espalda desnuda. No era posible que hubiese oído nunca el alarido de agonía de un hombre adulto sometido a tal suplicio.

Un número más reciente del Times hablaba de la toma de El Havre. Allí se veían las palabras que había estado temiendo leer, pero en latín, como podía esperarse de tan culto diario. Initium finis, el principio del fin. El Times esperaba que el dominio de Napoleón, que había durado tantos años, se evaporase ahora en pocos días. El paso del Rin, la caída de El Havre, la declaración de Burdeos en favor de los Borbones, daban al redactor la certidumbre del inmediato destronamiento de Bonaparte. Y, sin embargo, el corso continuaba al frente de un sólido ejército, devolviendo golpes a sus enemigos. Los últimos informes daban cuenta de sus triunfos sobre prusianos y austríacos; Wellington, en el sur, apenas avanzaba frente a Soult. Nadie podía prever una pronta terminación de la guerra, salvo el chupatintas aquél, cobijado en algún polvoriento despacho de Printing House Square.

Pero sentía una cierta atracción morbosa hacia la lectura de aquellos periódicos. Hornblower dejó aquel ejemplar y cogió otro, a sabiendas de que le causaría repugnancia u horror; pero no podía resistirse a leer, como tampoco un opiómano se resiste a tomar la droga. Siguió leyendo, pues, los pasajes señalados, que trataban principalmente de sus proezas personales, poco más o menos lo mismo que una solterona, sola por azar en una noche de invierno, habría seguido leyendo una novela terrorífica de Monk Lewis, demasiado asustada para detenerse, y sabiendo, no obstante, que cada palabra haría luego más horrendo el momento de acabarla.

Había terminado de leer el montón de periódicos cuando notó que el lecho temblaba ligeramente y las llamas del candelabro oscilaban un segundo. No prestó gran atención al fenómeno (podía deberse al disparo de un cañón pesado, aunque no había oído ninguna explosión); pero, al poco rato, sintió que la puerta se abría sigilosamente. Al levantar la vista, vio a Brown que se asomaba para comprobar si estaba dormido.

—¿Qué pasa? —exclamó. Era tan evidente su mal humor que hasta Brown dudó en hablar—. Vamos, ¿qué ocurre? —gruñó Hornblower—. ¿Por qué se me molesta, a pesar de mis órdenes?

Howard y Dobbs se dejaron ver por detrás de Brown; les honraba mostrarse dispuestos a tomar sobre sí la responsabilidad y a recibir el primer impacto de la furia del comodoro.

—Ha habido una explosión, señor —dijo Howard—. Hemos visto la llamarada en el cielo, al este cuarta al nordeste de aquí. He tomado la marcación. Podría haber sido en Caudebec.

—Hemos notado la conmoción, señor —dijo Dobbs—. Pero no hizo ruido… debía de ser muy lejos. Una explosión muy fuerte, para sentir aquí el temblor sin oírla.

Aquello significaba, casi con toda seguridad, que Bush había logrado su objetivo, capturar las gabarras de pólvora de los franceses y volarlas. Un millar de cartuchos para cada una de las veinticuatro piezas, el mínimo para un sitio con ocho libros de pólvora por descarga. Es decir, ocho veces veinticuatro mil libras. Alrededor de cien toneladas. Cien toneladas de pólvora suponían una explosión de importancia. Terminados sus cálculos, Hornblower fijó de nuevo la vista en Dobbs y en Howard; hasta entonces había estado mirándolos sin verlos. Brown se había alejado discretamente de aquel consejo de superiores suyos.

—¿Bien? —dijo Hornblower.

—Pensábamos que le gustaría saberlo, señor —dijo Dobbs, no muy convencido.

—Perfectamente —respondió el comodoro, alzando de nuevo el periódico. Luego lo bajó apenas lo suficiente para decir—: Gracias.

Por detrás del papel, Hornblower oyó a sus dos oficiales del estado mayor escabullirse del dormitorio y cerrar con cuidado la puerta tras ellos. Estaba satisfecho de lo bien que había representado su papel; aquel «gracias» final había sido un rasgo magistral, y daba la impresión de que, aun hallándose muy por encima de minucias tales como la simple destrucción de un tren de sitio, no se olvidaba de los modales ante sus inferiores. Pero no había pasado un momento cuando ya estaba burlándose de sí mismo por celebrar un triunfo tan mísero. Se sintió de pronto despreciable, y esta idea le dejó deprimido y molesto. La desventura tiene una cualidad especial; Hornblower, dejando aparte sus periódicos para contemplar el juego de sombras del dosel, se dio cuenta de su soledad. Necesitaba compañía, amistades; más aún, necesitaba consuelo, afectos, precisamente lo que no podía tener como gobernador de aquella ciudad fría y asediada. Sobre él cargaba la parte mayor de responsabilidad, y no tenía con quién compartir sus temores y esperanzas. Se detuvo al borde de una sima de autocompasión, despreciándose cada vez más por tal descubrimiento. Siempre había sido demasiado analítico y consciente de sus propios defectos para sentir autocompasión. Aquella soledad era obra suya. No tenía por qué haber sido tan injustamente reservado con Dobbs y Howard; una persona sensata hubiese compartido su alegría, habría mandado traer una botella de champán para celebrar el éxito, y pasado una o dos horas agradables con ellos, aumentando seguramente así su complacencia y su lealtad con la insinuación de que, en buena parte, el feliz resultado era consecuencia de su participación en el plan, aunque no fuese cierto. A cambio del efímero y más que dudoso placer de mostrarse como no era, un hombre desprovisto de emociones humanas, ahora estaba pagando el precio con su soledad. Bueno, decidió por último, tragándose una verdad bien amarga; se lo tenía merecido.

Sacó el reloj; había pasado media hora desde la explosión, y el reflujo había empezado en la desembocadura del río una hora antes. En Caudebec tenía que haberse iniciado el descenso de las aguas hacía ya tiempo; era de esperar que Bush y su flotilla volvieran con la bajamar, exultantes con su triunfo. A veinticinco millas por carretera, y treinta lo menos por el río de sus enemigos más cercanos en El Havre, los soldados franceses del tren de sitio debían de haberse creído completamente seguros, protegidos por un ejército de cerca de veinticinco mil hombres contra un enemigo que hasta entonces no había dado señales de atacar. Y, sin embargo, en menos de seis horas y en la oscuridad, era posible que unas lanchas bien tripuladas, a impulsos de la pleamar, salvaran río arriba la distancia que la infantería tardaba dos días (las horas de luz solar de dos días) en recorrer, y atacaran por sorpresa y huyeran en el curso de una sola noche por el ancho río, desprovisto de puentes. Esta anchura y la falta de puentes habrían inducido a Quiot a considerar el Sena como una protección de su flanco, olvidando que podía servir de vía de acceso a sus enemigos. Quiot había estado mandando últimamente una división de la Guardia imperial, y nunca, en sus diez años victoriosos, había tomado parte la Guardia en una campaña anfibia.

Hornblower se percató de que ya se le había ocurrido antes algo semejante, varias veces. Despabiló las mortecinas velas, miró de nuevo el reloj y estiró las piernas, inquieto bajo el capote. Alargó indeciso la mano hacia los papeles revueltos, y la retiró inmediatamente. Era preferible la desagradable compañía de sus propios pensamientos a la del Times y el Morning Chronicle. Y mejor aún humillarse, algo que le resultaría más apetecible sabiendo que así cumplía con su deber. Apartó el capote con las piernas y se levantó. Le costó trabajo estirarse bien la casaca, y se peinó con cierto esmero antes de salir con paso menudo del dormitorio. El centinela de la puerta se puso firme de un respingo (Hornblower sospechó que había estado durmiendo de pie), y el comodoro cruzó el vestíbulo hacia la habitación de enfrente. Al abrir la puerta sintió una vaharada cálida. Una vela sencilla alumbraba el cuarto lo justo para poder ver. Dobbs estaba durmiendo en una silla, acodado sobre la mesa; al otro lado de ésta se hallaba Howard tumbado en un catre. La sombra allí era tan densa que Hornblower no pudo verle la cara, pero oía sus ronquidos, leves y acompasados.

Así que, después de todo, nadie deseaba su compañía. Se retiró y cerró la puerta con cautela. Brown estaría tal vez durmiendo en algún cuchitril reservado. Por un momento acarició la idea de hacerle llamar para que le preparase una taza de café; pero se abstuvo de hacerlo, por pura humanidad. Se echó de nuevo en la cama, tapándose con el capote. El soplo de una corriente de aire le hizo correr las cortinas en torno al lecho, después de apagar las velas. Se le ocurrió que habría sido mucho más cómodo desnudarse y meterse entre las sábanas, pero no se encontraba con fuerzas. De repente, se daba cuenta de que estaba muy cansado. Se le cerraron los párpados en la oscuridad que reinaba dentro de las cortinas, y se durmió completamente vestido.