CAPÍTULO XIV

Fue el día que regresó el parlamentario; Hornblower lo recordaría siempre por este motivo. La cortés comunicación de Quiot no dejaba el menor atisbo de esperanza; los horrendos pormenores que encerraba permitían reconstruir lo sucedido. Se habían encontrado algunos restos dispersos de cuerpos humanos, a los que dieron sepultura sin que pudiera pensarse en identificarlos como individuos. Bush había muerto; la explosión hizo fragmentos su cuerpo robusto. Hornblower estaba furioso consigo mismo al darse cuenta de que la tumba de Bush quedaría siempre ignorada, sus restos pulverizados, para aumentar su tristeza. Si se le hubiera consultado, seguramente Bush habría preferido morir en el mar, derribado por una bala en el entusiasmo del triunfo, en medio de una lucha bordo a bordo; habría deseado que le hundieran en su coy, con una bala a los pies y otra en la cabeza, y los marineros llorando al inclinarse el enjaretado y escurrirse el coy por debajo de la bandera y caer en el mar, mientras el buque se mece sobre las olas, al pairo, con las gavias en facha. Era una espantosa ironía que le hubiese tocado morir en una escaramuza sin importancia, a la orilla de un río, deshecho en sangrientos jirones imposibles de identificar.

Y sin embargo, ¿qué importaba cómo hubiera muerto? Había pasado de la vida a la muerte en un instante, y en eso fue afortunado. Era una ironía mucho mayor la de sucumbir ahora, después de sobrevivir a veinte años de lucha desesperada. La paz se divisaba casi en el horizonte, con los ejércitos aliados acercándose a París, Francia desangrada en agonía y los gobiernos aliados reuniéndose ya para fijar las condiciones de paz. Si Bush hubiese sobrevivido a aquella última escaramuza, habría podido disfrutar de la paz durante muchos años, seguro en su grado de capitán, disfrutando de su pensión y querido por sus hermanas. Bush hubiese gozado de todo esto, aunque no fuese más que porque todos los hombres sensatos saben apreciar la paz y la seguridad. Este pensamiento ahondaba la herida que en Hornblower había abierto aquella pérdida tan personal. Nunca creyó que sentiría por nadie la pena que sentía por Bush.

El parlamentario acababa de regresar con la carta de Quiot; Dobbs le estaba aún interrogando afanosamente sobre lo que había podido observar en cuanto a la situación de las fuerzas francesas cuando entró Howard a toda prisa.

—La corbeta Gazelle está entrando en el puerto, señor. Lleva la bandera de los Borbones en el palo mayor, y hace señales: «Tenemos a bordo a la duquesa de Angulema».

—¿Ah, sí? —exclamó Hornblower. Se recobró trabajosamente de su desdichado letargo—. Dígaselo al duque. Avise a Hau y que se encargue de las salvas. Tengo que salir a recibirla con el duque al muelle. ¡Brown! ¡Brown! Mi casaca de gala y mi espada.

Era un día lluvioso, con barruntos de una precoz primavera. La Gazelle se acercaba remolcada al muelle, y las salvas retumbaban por todo el puerto, lo mismo que a la llegada de su alteza real el duque. Éste y su séquito se hallaban en el muelle casi en formación militar; en la cubierta de la corbeta se encontraba un grupo de damas envueltas en capas, esperando que tendieran la pasarela hasta el muelle. La etiqueta cortesana de los Borbones parecía imponer la ausencia de todo signo exterior de emoción; Hornblower, con su Estado Mayor un poco a retaguardia, al lado de la gente del duque, observó que las mujeres de la cubierta y los hombres del muelle no se hacían la menor señal de bienvenida. Salvo una de ellas, que de pie junto al lado del palo de mesana agitaba un pañuelo. Era algo consolador ver que al menos una persona se rebelaba contra la estoica etiqueta; Hornblower supuso que se trataría de alguna sirvienta o doncella, y que obraba así al descubrir a su amado entre las filas de los que aguardaban en el muelle.

Por la plancha desembarcaron la duquesa y su séquito; el duque dio los pasos reglamentarios al adelantarse a saludar. Ella hizo a su vez la reverencia prescrita, y él la levantó con el ademán de condescendencia previsto, y con otro ademán asimismo convencional juntaron sus mejillas. Hornblower se adelantó para ser presentado, y luego se inclinó a besar mano enguantada que se apoyaba en su tendido antebrazo.

—¡Sir Horatio! ¡Sir Horatio! —exclamó la duquesa.

Hornblower levantó la vista y encontró los ojos azules de los Borbones en un hermoso rostro de mujer de treinta años, poco más o menos. La duquesa tenía algo urgente que decir, era obvio. Pero estaba como enmudecida, no le era posible hablar, pues las rígidas normas de la etiqueta no concedían la menor licencia en aquella situación. Finalmente hizo un mohín, y desvió la vista como para llamar la atención del comodoro hacia alguien que venía detrás. Una mujer estaba allí sola, algo separada del grupo de azafatas y damas de honor. Era Bárbara… Hornblower parpadeó incrédulo, sin dar crédito a sus ojos. Ella se le acercó sonriente; él dio dos zancadas hacia adelante (a mitad de camino se acordó un instante de que no se podía dar la espalda a la realeza, pero desechó enseguida toda discreción), y la acogió en sus brazos. Su mente bullía con un tumulto de ideas cuando ella le besó con labios helados por el aire del mar. Había hecho bien en venir, pensaba, aunque siempre le pareció mal que algunos capitanes y almirantes tuvieran consigo a sus esposas en servicio activo. Puesto que la duquesa estaba allí, sería muy conveniente contar con Bárbara también. Todo aquello le atravesó el cerebro como una exhalación, antes de que se hicieran perceptibles más sentimientos humanos. Una tos preventiva de Hau le indicó que estaba infringiendo las convenciones, y al momento retiró las manos de los hombros de Bárbara y retrocedió algo cortado. Los carruajes aguardaban.

—Usted va con la pareja real, señor —bisbiseó Hau con voz ronca.

Los coches requisados en El Havre no eran ninguna maravilla, pero servían para el caso. El duque y la duquesa estaban ya sentados, y Hornblower dio la mano a Bárbara para que subiera y se sentó luego a su lado, dando ambos la espalda a los caballos. Con estrépito de herraduras y un chirrido nada discreto iniciaron la marcha, Rue de París arriba.

—¿No ha sido una sorpresa agradable, sir Horatio? —preguntó la duquesa.

—Vuestra alteza real es sumamente bondadosa —dijo Hornblower.

La duquesa se inclinó hacia adelante y puso la mano en la rodilla de Bárbara.

—Tiene una esposa muy bella y distinguida —dijo.

El duque descruzó las piernas y tosió, algo molesto, pues la duquesa estaba actuando con una condescendencia excesiva para la hija de un rey, futura reina de Francia.

—Espero que hayáis tenido un viaje tranquilo —dijo el duque, dirigiéndose a su mujer; una curiosidad maliciosa indujo a Hornblower a considerar si no dejaría en ciertos momentos aquel tono de rígida formalidad para hablar a la duquesa.

—Será mejor que no lo recordemos —respondió la duquesa, riéndose.

Era una criatura animosa y adorable, y esta nueva aventura la colmaba de excitación. Hornblower la contempló con curiosidad. Había pasado su infancia como princesa en la corte más espléndida de Europa; su adolescencia, prisionera de los revolucionarios. Sus padres, el rey y la reina, habían perecido en la guillotina, y su hermano murió en prisión. Ella fue canjeada por un grupo de generales cautivos y se casó con su primo; había rodado por Europa como esposa del heredero de un pretendiente altivo y sin blanca. Sus vicisitudes la habían hecho humana; o tal vez las formalidades de una realeza venida a menos no pudieron deshumanizarla. Era la única superviviente de la descendencia de María Antonieta, cuyo encanto, vivacidad e indiscreción habían sido proverbiales. Aquello podía explicarlo.

Ya estaban allí, saltando del carruaje ante el Ayuntamiento; el tricornio de la Marina era un estorbo cuando se llevaba bajo el brazo y había que ayudar a las damas a bajar de un coche. Luego se celebraría una recepción, pero había que dar tiempo a que sacaran los baúles de la duquesa de la bodega de la Gazelle, y a que la egregia dama se cambiara de vestido. Hornblower condujo a Bárbara al ala del edificio que le servía de cuartel general. En el vestíbulo, ordenanzas y centinelas se pusieron firmes; en el despacho principal, Dobbs y Howard se quedaron asombrados al ver entrar al gobernador con una dama. De un salto se pusieron en pie, y Hornblower hizo las presentaciones. Ellos se inclinaron y juntaron los talones; la conocían, naturalmente. Todo el mundo había oído hablar de lady Bárbara Hornblower, la hermana del duque de Wellington.

Mirando instintivamente a su escritorio, Hornblower descubrió la carta de Quiot donde la habían dejado, con su hermosa letra y la complicada firma seguida de la rúbrica. Una vez más se acordó de que Bush había muerto. Aquella pena era real, aguda, presente; la llegada de Bárbara había sido tan inesperada que aún no le parecía verdadera. Su vivaz imaginación se negaba a concentrarse en el hecho de que Bárbara estaba otra vez con él, y pugnaba por escurrirse en ridículas tangentes. A su mente le gustaba que todos los detalles estuvieran ordenados, e insistía en ellos; no le dejaría sumirse en una sencilla dicha conyugal, sino que prefería concentrarse en los detalles prácticos (en los que jamás había pensado antes) de la organización de la vida de un oficial en servicio activo que, debatiéndose en mortal contienda con un emperador, aún tenía que pensar en su mujer. Hornblower podía ser versátil, pero la fuente principal de su vida era el deber profesional. Durante más de veinte años, toda su vida de adulto, se había acostumbrado a sacrificarse por él, tanto y durante tanto tiempo que el sacrificio era ya instintivo y, por lo general, de buen grado. Estaba tan empeñado en su lucha con Bonaparte, y se había enfrascado tanto en ella en aquellos últimos meses, que se sentía inclinado a detestar las distracciones.

—Por aquí, querida —dijo al fin, con la voz un poco ronca.

Casi estuvo a punto de carraspear, pero se contuvo a tiempo. La necesidad de hacerlo era síntoma infalible de nerviosismo y timidez. Bárbara se había burlado de aquella costumbre suya unos años antes, y no iba a hacerlo ahora, delante de ella, o por respeto a sí mismo.

Cruzaron la pequeña antecámara, y Hornblower abrió de golpe la puerta de acceso a la alcoba; dejó pasar a Bárbara, y luego entró tras ella y volvió a cerrarla. Bárbara estaba de pie en el centro de la habitación, de espaldas al enorme lecho. Una sonrisa le curvaba una comisura de los labios, y también tenía una ceja más arqueada que la otra. Levantó una mano para soltar la presilla de su capa, pero la dejó caer de nuevo sin hacerlo. No sabía si reír o llorar a causa de aquel marido suyo, tan indescifrable: pero era una Wellesley, y el orgullo le impedía llorar. Y se irguió un segundo antes de que Hornblower se acercara a ella, un segundo demasiado tarde.

—Querida —dijo, cogiendo sus manos frías.

Ella le sonrió con reciprocidad, pero su sonrisa hubiera podido denotar más ternura, aun siendo leve y juguetona como era.

—¿Te gusta verme aquí? —preguntó. Trató de hablar con animación, sin asomo de ansiedad en el tono.

—Claro. Claro que sí, querida. —Hornblower se esforzaba por mostrarse humano, luchando contra el instintivo impulso de replegarse sobre sí mismo que sentía, al advertirle del peligro su sensibilidad telepática—. Me cuesta trabajo creer que estás aquí, querida.

Era la verdad, hondamente sentida, y decirlo le aliviaba y hacía bajar un poco su tensión. La estrechó entre sus brazos y se besaron; las lágrimas asomaron a los ojos de Bárbara cuando se apartaron sus labios.

—Castlereagh decidió que la duquesa viniera, en el momento que salía para el cuartel general aliado —explicó—. Y pregunté si podía venir también.

—Me alegro de que lo hicieras —dijo Hornblower.

—Castlereagh dice que ella es el único hombre de la familia Borbón.

—No me sorprendería que fuese cierto.

Ahora iban animándose mutuamente; eran dos criaturas orgullosas, que una vez más se enfrentaban al sacrificio que representaba admitir la necesidad que sentían uno de otro. Se besaron de nuevo, y Hornblower la sintió desfallecer en sus brazos. Llamaron a la puerta, y se separaron. Era Brown dirigiendo la faena de media docena de marineros que acarreaban los baúles de Bárbara. Hebe, la doncella negrita, se detuvo un instante en el umbral antes de entrar con el equipaje. Bárbara se aproximó al espejo y comenzó a quitarse la capa y el sombrero ante éste.

—El pequeño Richard está muy bien —explicó, con naturalidad—, y muy contento. Habla como un lorito, y sigue haciendo agujeros. Su rinconcito preferido entre los arbustos está como si hubiera pasado por allí un ejército de tejones. En aquel baúl traigo unos dibujos suyos para que los veas, aunque no puede decirse que demuestren aptitudes artísticas apreciables.

—Me sorprendería lo contrario —replicó Hornblower, sentándose.

—Cuidado con esa maleta —dijo Brown a uno de los marineros—. No es ningún barril de buey. Atención ahora. ¿Dónde hemos de colocar el baúl de milady, señor?

—Arrímelo a aquella pared, Brown, por favor —dijo Bárbara—. Aquí están las llaves, Hebe.

Parecía casi fantástico y extraño estar sentado allí, viendo a Bárbara ante el espejo y a Hebe abriendo los bultos, en una ciudad de la que él era gobernador militar. La simplicidad masculina de Hornblower se alarmaba ante la situación. Veinte años de vida en el mar habían hecho sus ideas algo rígidas. Tenía que haber un tiempo y un lugar apropiados para cada cosa.

Un leve chillido, sofocado al punto, le hizo volver la cabeza hacia donde estaba Hebe, y pudo captar un rápido intercambio de miradas entre Brown y un marinero; este último, al parecer, no tenía la misma opinión acerca del tiempo y el lugar, y había pellizcado a la negra disimuladamente. Podía dejar que Brown se entendiera con el transgresor; no era aquél un asunto para que interviniese un comodoro-gobernador, con menoscabo de su dignidad. Y apenas se habían alejado Brown y sus marineros cuando una sucesión de golpecitos en la puerta anunció a una serie de visitantes. Entró un palafrenero con el encargo real de que por la noche todos los asistentes a la cena debían presentarse de gala y empolvados. Hornblower dio un golpe en el suelo, furioso al oírlo; no se había empolvado el pelo más de tres veces en su vida, y cada vez que lo hizo le pareció ridículo. Inmediatamente después vino Hau, preocupado con los mismos problemas, aunque por distintos motivos que Hornblower. ¿Con qué autoridad podría extraer las raciones para lady Bárbara y su doncella? ¿Dónde alojarían a esta última? Hornblower le despachó diciéndole que leyera las ordenanzas y descubriera él mismo las fórmulas legales del caso; Bárbara, atusando fríamente sus plumas de avestruz, dijo que Hebe dormiría en el gabinete que daba a la alcoba. A continuación se presentó Dobbs; había leído los despachos que venían en la Gazelle y entre ellos figuraban algunos que Hornblower debía ver. Además, otros documentos reclamaban la atención del gobernador. Y las órdenes para la noche requerían su firma, desde luego. Y…

—Bien, ahora voy —dijo Hornblower—. Perdóname, querida.

—Han derrotado otra vez a Boney —le informó Dobbs, regocijado, en cuanto salieron del dormitorio—. Los prusianos han tomado Soissons y cortado a dos cuerpos de ejército de Boney. Pero eso no es todo.

Habían llegado al despacho, y Dobbs le alargó otro despacho para que lo viese.

—Londres va a poner a su disposición algunas fuerzas por fin, señor —explicó—. Se ha comenzado a reclutar milicia voluntaria para servir en el extranjero (ahora que la guerra toca a su fin), y podremos tener tantos batallones como queramos. Habrá que contestar esta misma noche, señor.

Hornblower trató de desechar de su mente pensamientos tales como el de empolvarse el cabello, las inclinaciones amorosas de Hebe y otros análogos, para ocuparse de este nuevo problema de emprender una campaña por el valle del Sena, hacia París. ¿Qué sabía él de las dotes militares de la milicia? Tendría que pedir un general que la mandase, y seguramente sería superior a él en categoría. ¿Qué ley regiría esta cuestión de prelación entre un gobernador nombrado por cédula de privilegio y los oficiales con mando de tropas? Debiera saberlo, pero no era fácil recordarlo a la letra. Leyó el despacho otra vez, sin entender una palabra y tuvo que insistir con empeño desde el principio. Venció la tentación momentánea de arrojar el papel al suelo y decir a Dobbs que procediese como le pareciera mejor; se rehízo y empezó a dictar serenamente la respuesta. Y, al animarse en la tarea, tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse de modo que la pluma vertiginosa de Dobbs pudiera seguirle.

Una vez hecho todo, y después de firmar a toda prisa una docena de documentos, regresó a la alcoba. Bárbara estaba delante del espejo, contemplándose, vestida de brocado, con plumas en el pelo y joyas en el cuello y en las orejas; Hebe se hallaba a su lado, dispuesta para empalmar la cola. Hornblower se detuvo de pronto al ver a Bárbara, adorable y elegante; pero no fue sólo su aspecto distinguido lo que le incitó a ello, sino también la súbita conciencia de que Brown no podría ayudarle a vestirse en aquella habitación. No podría cambiar sus pantalones por calzones cortos y medias estando allí Bárbara y Hebe. Tuvo que arrepentirse de tal pensamiento, pues Brown, avisado por su sexto sentido habitual de que Hornblower había terminado sus tareas burocráticas, llamaba en aquel momento a la puerta. Cogieron lo que les pareció necesario y se dirigieron al tocador (aún allí se advertían al instante perfumes femeninos), y Hornblower comenzó a vestirse a toda prisa: calzones cortos, medias, el cinturón bordado de oro. Como era de esperar, Brown había encontrado en la ciudad a una mujer que almidonaba los corbatines admirablemente, lo bastante tiesos para mantenerse curvos al doblarlos, y lo bastante flexibles para no saltar por las vueltas. Brown puso una bata en torno a los hombros de Hornblower, y éste se sentó, con la cabeza inclinada, mientras aquél esgrimía la polvera y el peine. Cuando se incorporó para mirarse al espejo se sintió secretamente complacido. En los últimos tiempos se había dejado crecer los rizos que le quedaban, simplemente por falta de tiempo para cortárselos, y Brown había sacado el máximo partido de sus mechones blancos como la nieve, de modo que no se advertía la menor traza de calva. El pelo empolvado hacía destacar admirablemente su curtido semblante y sus pardas pupilas. Tenía las mejillas algo hundidas, y los ojos un tanto melancólicos, pero la suya no era de ningún modo la cara de un viejo, y el polvo producía un contraste muy eficaz, dándole aspecto juvenil y atrayendo sobre su figura la atención que probablemente se propuso la moda cuando se inició. El azul y oro de su uniforme, el blanco del corbatín y del polvo, el cordón de la orden de Bath y la estrella reluciente le daban un aspecto muy atractivo. Hubiera querido tener las pantorrillas algo más llenas dentro de las medias; aquél era el único defecto que advertía en su conjunto. Se aseguró de que el talabarte y la espada estaban bien puestos, cogió el sombrero bajo el brazo, tomó los guantes y regresó al dormitorio, acordándose justo a tiempo de llamar con los nudillos en la puerta antes de hacer girar el picaporte.

Bárbara estaba lista; majestuosa, casi como una estatua, con su vestido de brocado blanco. La semejanza con una estatua era algo más que un símil casual; Hornblower recordó una de Diana que había visto alguna vez no sabía dónde (¿era Diana?), con la punta del vestido recogida sobre el brazo izquierdo, exactamente lo mismo que ahora llevaba Bárbara la cola. Su cabello empolvado le daba una expresión algo fría, porque el estilo no sentaba bien a su tez ni a sus rasgos. Al mirarla, Hornblower volvió a acordarse de la diosa Diana. Ella sonrió al verle.

—El hombre más guapo de la Armada británica —exclamó. Él se inclinó torpemente en respuesta.

—Sólo quisiera ser digno de mi dama —dijo.

Ella se cogió de su brazo y se plantó con él delante del espejo. Como era alta, las plumas sobresalían de la cabeza de su marido; con ademán airoso desplegó su abanico.

—¿Qué tal estamos? —preguntó ella.

—Ya te he dicho —repitió Hornblower— que sólo quisiera ser digno de ti.

Brown y Hebe estaban contemplándolos por detrás, como pudo comprobar en el espejo, y la imagen de Bárbara sonrió a su esposo.

—Ya es hora —dijo, oprimiéndole el brazo—. No conviene hacer esperar a monseñor.

Tuvieron que andar de un extremo del Ayuntamiento al opuesto, por corredores y antecámaras llenos de gente ataviada con uniformes de todo tipo. Era una curiosa casualidad la que había convertido aquel edificio no muy distinguido en sede del Gobierno, palacio de un regente, cuartel general de un ejército invasor y hasta buque insignia de una escuadra, todo ello al mismo tiempo. Todos los saludaban y se retiraban respetuosamente hacia las paredes al verlos pasar; Hornblower tuvo una clara sensación de lo que debía de ser la realeza al corresponder a los saludos de un lado y otro.

Se advertía una obsequiosidad, una sumisión muy distintas del disciplinado respeto que estaba acostumbrado a recibir en un buque. Bárbara avanzaba con nobleza a su lado; las miradas que le dirigía Hornblower de soslayo le mostraron que iba luchando conscientemente contra la artificiosidad de su sonrisa.

Un estúpido pensamiento se le metió en el cerebro. Habría querido ser un bobo cualquiera, libre de regocijarse naturalmente y sin artificio de la inesperada presencia de su esposa y disfrutar del placer de tenerla cerca, sin presunción alguna. Se reconocía a sí mismo absurdamente sensible a minúsculas influencias, aun a aquellas que sólo existían en su propia y ridícula imaginación, no por ello menos poderosas. Su mente se parecía a la brújula de un mal barco, no suficientemente amortiguada, oscilando insegura y girando a cualquier ligero cambio de curso, con más intensidad como respuesta a la corrección, hasta que, a manos de un pobre timonel, la nave se encontraba sobre su propia estela o completamente en facha. Sintió como si estuviera sobre su propia estela en aquel momento. En nada afectaba a la complejidad de sus relaciones con Bárbara saber que todo era culpa suya, que su afecto hacia él sería sencillo y franco si no reflejara sus propios sentimientos enredados; por el contrario, pensando en aquello la confusión se multiplicaba.

Trató de desprenderse de su melancolía, aferrarse a un hecho cualquiera para afirmarse, y, con terrible claridad, surgió en su cerebro uno de los que ocupaban el centro de su conciencia, espantosamente real, como la memoria de un hombre a quien en cierta ocasión vio colgado, retorciéndose con la cara envuelta en un pañuelo, del extremo de una soga. Todavía no había hablado a Bárbara de ello.

—Querida —dijo—. ¿No sabes? Bush ha muerto.

Sintió la mano de Bárbara retorcerse sobre su brazo, pero su cara le continuó pareciendo la de una estatua sonriente.

—Le mataron hace cuatro días —siguió murmurando Hornblower, con la locura de aquellos a quienes los dioses quieren aniquilar.

Era una insensatez hablar de este modo a una mujer a punto de presentarse en una recepción real, con el pie en el mismo umbral; pero Hornblower era completamente inconsciente de su desatino. Por suerte, en el último momento tuvo la perspicacia de darse cuenta (por un oportuno atisbo de cordura) de que aquél era uno de los momentos más importantes de la vida de Bárbara; que cuando se había estado vistiendo, y cuando le sonrió en el espejo, su corazón cantaba lleno de ilusión. Su estupidez no le había dejado ver que ella podía disfrutar de aquel tipo de ceremonia, que le complacería aparecer en un suntuoso salón del brazo de sir Horatio Hornblower, el hombre del momento. Se había figurado que ella sentiría por estos actos cortesanos la misma especie forzada tolerancia que él.

—Sus excelencias el gobernador y milady Bárbara «Ornblor» —vociferó el mayordomo, desde la puerta.

Todos los ojos se volvieron hacia ellos al verlos entrar. Lo último que Hornblower pudo advertir, antes de sumergirse en las estulticias del acto social fue que, en cierto modo, le había estropeado la velada a su mujer, y sintió en su corazón un amargo rencor… contra ella, y no contra sí mismo.